Santa
Juana de Arco nació el día de la Epifanía de 1412, en Domrémy, pequeño
pueblecito de Champagne, a orillas del Mosa. Su padre, Jacobo d'Arc, era un
hacendado de cierta importancia, hombre bueno, frugal y un tanto huraño. La
madre de Juana, que amaba tiernamente a sus cinco hijos, educó a sus dos hijas
en los quehaceres domésticos. Juana declaró más tarde: «Sé coser e hilar como
cualquier mujer». Pero nunca aprendió a leer ni a escribir. Los vecinos de la
familia, en el proceso de rehabilitación de la santa, dejaron testimonios
conmovedores de la piedad y ejemplar conducta de la joven. Tanto los sacerdotes
que la conocieron como sus compañeros de juegos, atestiguaron que gustaba de ir
a orar en la iglesia, que recibía con frecuencia los sacramentos, que se
ocupaba de los enfermos y era particularmente bondadosa con los peregrinos, a
los que más de una vez cedió su lecho. Según uno de los testigos, «era tan
buena, que todo el pueblo la quería». A lo que parece, Juana tuvo una infancia
feliz, aunque un tanto turbada por los desastres que asolaban el país y por el
constante peligro de un ataque armado sobre la población de Domrémy, situada en
la frontera de Lorena. Antes de acometer su gran empresa, Juana tuvo que huir,
por lo menos una vez, con sus padres, a la población de Neufchátel, a trece
kilómetros de distancia, para escapar de las manos de los piratas borgoñones
que saquearon Domrémy.
Juana era todavía muy niña cuando Enrique V de Inglaterra invadió Francia,
asoló la Normandía y reclamó la corona de Carlos VI. Francia se hallaba en
aquel momento dividida por la guerra civil entre los partidarios del duque de
Borgoña y el duque de Orleans, de suerte que no había podido organizar
rápidamente la resistencia. Por otra parte, después de que el duque de Borgoña
fue traidoramente asesinado por los hombres del delfín, los borgoñeses se
aliaron con los ingleses, que apoyaban su causa. La muerte de los monarcas
rivales, ocurrida en 1422, no mejoró la situación de Francia. El duque de
Bedford, regente del monarca inglés, prosiguió vigorosamente la campaña y las
ciudades cayeron, una tras otra, en manos de los aliados. Entre tanto, Carlos
VII, o el delfín, como se insistía en llamarle, consideraba la situación
perdida sin remedio y se entregaba a frívolos pasatiempos en su corte. A los
catorce años de edad, Santa Juana tuvo la primera de las experiencias místicas
que habían de conducirla por el camino del patriotismo hasta la muerte en la
hoguera. Primero oyó una voz, que parecía hablarle de cerca, y vio un
resplandor; más tarde, las voces se multiplicaron y la joven empezó a ver a sus
interlocutores, que eran, entre otros, San Miguel, Santa Catalina y Santa Margarita.
Poco a poco, los aparecidos explicaron la abrumadora misión a que el cielo la
tenía destinada: ¡Ella, una simple campesina debía salvar a Francia! Para no
despertar la cólera de su padre, Juana mantuvo silencio. Pero, en mayo de 1428,
las voces se hicieron imperiosas y explícitas: la joven debía presentarse ante
Roberto de Baudricourt, comandante de las fuerzas reales, en la cercana
población de Vaucouleurs. Juana consiguió que un tío suyo que vivía en
Vaucouleurs, la llevase consigo. Pero Baudricourt se burló de sus palabras y
despidió a la doncella, diciéndole que lo que necesitaba era que su padre le
diese unas buenas nalgadas.
En aquel momento, la posición militar del rey era desesperada, pues los
ingleses atacaban a Orleans, el último reducto de la resistencia. Juana volvió
a Domrémy, pero las voces no le dejaron descanso. Cuando la joven respondió que
era una campesina que no sabía ni montar a caballo, ni hacer la guerra, las
voces replicaron: «Dios te lo manda». Incapaz de resistir a este llamamiento,
Juana huyó de su casa y se dirigió nuevamente a Vaucouleurs. El escepticismo de
Baudricourt desapareció cuando recibió la noticia oficial de una derrota que
Juana había predicho; así pues, no sólo consintió en mandarla a ver al rey,
sino que le dio una escolta de tres soldados. Juana pidió que le permitiesen
vestirse de hombre para proteger su virtud. Los viajeros llegaron a Chinon,
donde se hallaba el monarca, el 6 de marzo de 1429; pero Juana no consiguió
verle sino hasta dos días después. Carlos se había disfrazado para desconcertar
a Juana; pero la doncella le reconoció al punto por una señal secreta que le
comunicaron las voces y que ella transmitió sólo al rey. Ello bastó para
persuadir a Carlos VII del carácter sobrenatural de la misión de la doncella.
Juana le pidió un regimiento para ir a salvar Orleans. El favorito del rey, La
Trémouille, y la mayor parte de la corte, que consideraban a Juana como una
visionaria o una impostora, se opusieron a su petición. Para zanjar la
cuestión, el rey decidió enviar a Juana a Poitiers a que la examinara una
comisión de sabios teólogos.
Al cabo de un interrogatorio que duró tres semanas por lo menos, la comisión
declaró que no encontraba nada que reprochar a la joven y aconsejó al rey que
se valiese, prudentemente, de sus servicios. Juana volvió entonces a Chinon,
donde se iniciaron los preparativos para la expedición que ella debía
encabezar. El estandarte que se confeccionó especialmente para ella, tenía
bordados los nombres de Jesús y María y una imagen del Padre Eterno, a quien
dos ángeles presentaban, de rodillas, una flor de lis. La expedición partió de
Blois, el 27 de abril. Juana iba a la cabeza, revestida con una armadura
blanca. A pesar de algunos contratiempos, el ejército consiguió entrar en Orleans,
el 29 de abril y su presencia obró maravillas. Para el 8 de mayo, ya habían
caído los fuertes ingleses que rodeaban la ciudad y, al mismo tiempo, se
levantó el sitio. Juana recibió una herida de flecha bajo el hombro. Antes de
la campaña, había profetizado todos esos acontecimientos, con las fechas
aproximadas. La doncella hubiese querido continuar la guerra, pues las voces le
habían asegurado que no viviría largo tiempo. Pero La Trémouille y el arzobispo
de Reims, que consideraban la liberación de Orleans como obra de la buena
suerte, se inclinaban a negociar con los ingleses. Sin embargo, se permitió a
Juana emprender una campaña en el Loira con el duque de Alençon. La campaña fue
muy breve y dio el triunfo aplastante sobre las tropas de Sir John Fastolf, en
Patay. Juana trató de coronar inmediatamente al delfín. El camino a Reims
estaba prácticamente conquistado y el último obstáculo desapareció con la
inesperada capitulación de Troyes.
Los
nobles franceses opusieron cierta resistencia; sin embargo, acabaron por seguir
a la santa a Reims, donde, el 17 de julio de 1429, Carlos VII fue solemnemente
coronado. Durante la ceremonia, Santa Juana permaneció de pie con su
estandarte, junto al rey. Con la coronación de Carlos VII terminó la misión que
las voces habían confiado a la santa y también su carrera de triunfos
militares. Juana se lanzó audazmente al ataque de París, pero la empresa
fracasó por la falta de los refuerzos que el rey había prometido enviar y por
la ausencia del monarca. La santa recibió una herida en el muslo durante la batalla,
y el duque de Alençon tuvo que retirarla casi a rastras. La tregua del invierno
que siguió, la pasó Juana en la corte, donde los nobles la miraban con mal
disimulado recelo. Cuando recomenzaron las hostilidades, Juana acudió a
socorrer la plaza de Compiégne, que resistía a los borgoñones. El 23 de mayo de
1430, entró en la ciudad y ese mismo día organizó un ataque que no tuvo éxito.
A causa del pánico, o debido a un error de cálculo del gobernador de la plaza,
se levantó demasiado pronto el puente levadizo, y Juana, con algunos de sus
hombres, quedaron en el foso a merced del enemigo. Los borgoñeses derribaron
del caballo a la doncella entre una furiosa gritería y la llevaron al
campamento de Juan de Luxemburgo, pues uno de sus soldados la había hecho
prisionera. Desde entonces hasta bien entrado el otoño, la joven estuvo presa
en manos del duque de Borgoña. Ni el rey ni los compañeros de la santa hicieron
el menor esfuerzo por rescatarla, sino que la abandonaron a su suerte. Pero si
los franceses la olvidaban, los ingleses en cambio se interesaban por ella y la
compraron, el 21 de noviembre, por una importante suma de dinero. Una vez en
manos de los ingleses, Juana estaba perdida. Estos no podían condenarla a muerte
por haberles derrotado, pero la acusaron de hechicería y de herejía. Como la
brujería estaba entonces a la orden del día, la acusación no era extravagante.
Además, es cierto que los ingleses y borgoñeses habían atribuido sus derrotas a
los conjuros mágicos de la santa doncella.
Los ingleses la condujeron, dos días antes de Navidad, al castillo de Rouen.
Según se dice, la encerraron primero, en una jaula de acero, porque había
intentado huir dos veces; después la trasladaron a una celda, donde la
encadenaron a un poyo de piedra y la vigilaban día y noche. El 21 de febrero de
1431, la santa compareció por primera vez ante un tribunal presidido por Pedro
Cauchon, obispo de Beauvais, un hombre sin escrúpulos, que esperaba conseguir
la sede archiepiscopal de Rouen con la ayuda de los ingleses. El tribunal,
cuidadosamente elegido por Cauchon, estaba compuesto de magistrados, doctores,
clérigos y empleados ordinarios. En seis sesiones públicas y nueve sesiones
privadas, el tribunal interrogó a la doncella acerca de sus visiones y «voces»,
de sus vestidos de hombre, de su fe y de sus disposiciones para someterse a la
Iglesia. Sola y sin defensa, la santa hizo frente a sus jueces valerosamente y
muchas veces los confundió con sus hábiles respuestas y su memoria exactísima.
Una vez terminadas las sesiones, se presentó a los jueces y a la Universidad de
París un resumen burdo e injusto de las declaraciones de la joven. En base a
ello, los jueces determinaron que las revelaciones habían sido diabólicas y la
Universidad la acusó en términos violentos.
En la deliberación final el tribunal declaró que, si no se retractaba, debía
ser entregada como hereje al brazo secular. La santa se negó a retractarse, a
pesar de las amenazas de tortura. Pero, cuando se vio frente a una gran
multitud en el cementerio de Saint-Ouen, perdió valor e hizo una vaga
retractación. Digamos, sin embargo, que no se conservan los términos de su
retractación y que se ha discutido mucho sobre el hecho. La joven fue conducida
nuevamente a la prisión, pero ese respiro no duró mucho tiempo. Ya fuese por
voluntad propia, ya por artimañas de los que deseaban su muerte, lo cierto es
que Juana volvió a vestirse de hombre, contra la promesa que le habían
arrancado sus enemigos. Cuando Cauchon y sus satélites fueron a interrogarla en
su celda sobre lo que ellos consideraban como una infidelidad, Juana, que había
recobrado todo su valor, declaró nuevamente que Dios la había enviado y que las
voces procedían de Dios. Según se dice, al salir del castillo, Cauchon dijo al
conde de Warwick: «Tened buen ánimo, que pronto acabaremos con ella». El martes
29 de mayo de 1431, los jueces, después de oír el informe de Cauchon,
resolvieron entregar a la santa al brazo secular como hereje renegada. Al día
siguiente, a las ocho de la mañana, Juana fue conducida a la plaza del mercado
de Rouen para ser quemada viva. La conducta de la santa doncella en aquella
ocasión fue conmovedora. Cuando los verdugos encendieron la hoguera, Juana
pidió a un fraile dominico que mantuviese una cruz a la altura de sus ojos y
murió invocando el nombre de Jesús.
La santa no había cumplido aún los veinte años. Sus cenizas fueron arrojadas al
Sena. Más de uno de los espectadores debió hacer eco al comentario amargo de
Juan Tressart, uno de los secretarios del rey Enrique «¡Estamos perdidos!
¡Hemos quemado a una santa!» Veintitrés años después de la muerte de Juana, su
madre y dos de sus hermanos pidieron que se examinase nuevamente el caso, y el
Papa Calixto III nombró a una comisión encargada de hacerlo. El 7 de julio de
1456, el veredicto de la comisión rehabilitó plenamente a la santa. Más de
cuatro siglos y medio después, el 16 de mayo de 1920, Juana de Arco fue
solemnemente canonizada.
Con ocasión de la canonización, se despertó de nuevo, lo mismo en Inglaterra
que en otros países, el interés por la santa. Inevitablemente, ese interés
favoreció el desarrollo de las leyendas. Tal, por ejemplo, la leyenda de la
Juana de Arco «protestante», popularizada por George Bernard Shaw, con un error
excusable porque el autor no conocía suficientemente el catolicismo; pero no
por ello deja de ser un error. Una variante de esta leyenda es la Santa Juana
dramatizada, una figura en parte atractiva y en parte sin relieve, pero de
todos modos irreal. Existe también la leyenda de la Juana de Arco
«nacionalista». Es cierto que Santa Juana fue una gran patriota, pero en sus
labios, la palabra «Francia» sólo significaba «Justicia». Otra leyenda es la de
la Juana de Arco "feminista", que es sin duda la más absurda de
todas, tanto desde el punto de vista histórico como desde el punto de vista de
los sentimientos de la santa. Naturalmente, existe también la Juana de Arco de
la estatuaria, de la que se puede dar como ejemplo la estatua de la catedral de
Winchester. Mencionemos, por último, el error de los que creen que la Iglesia
venera a la santa como mártir.
¿Cómo era en realidad Santa Juana de Arco? Simplemente una campesina bien
dotada, desde el punto de vista humano, con mucho sentido común y llena de la
gracia de Dios. Como conocía bien la historia de la Anunciación, cuando le fue
revelada la voluntad de Dios —que debió parecer menos extraordinaria a su
sencillez de lo que parece a nuestra complicación—, supo reconocerla
inteligentemente y someterse a ella. Tal es la Juana de Arco que revela cada
una de las líneas de los documentos originales del juicio. De esos documentos
se desprenden también otras lecciones, de las que algunas no nos hacen honor a muchos
católicos. Cierto que el tribunal que condenó a la santa no fue el de la
Iglesia, pero entre los clérigos que apoyaron el veredicto había varios
personajes eclesiásticos de importancia, de los que unos eran hombres de buena
voluntad y otros no. La condenación de Santa Juana de Arco es una mancha
indeleble en la historia de Inglaterra.
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