San Ubaldo libera a una obsesa, por Giovan Francesco
Naglidetto Centino, 1650/60, Museo de la Ciudad de Rímini.
(1160 D.C.) - Felizmente
poseemos una excelente biografía de San Ubaldo Baldassini, obispo de Gubbio,
escrita por Teobaldo, su sucesor en la sede. Ubaldo pertenecía a una noble
familia de Gubbio. Quedó huérfano a temprana edad; su tío, el obispo de la
ciudad, se encargó de educarle en la escuela de la catedral. Ubaldo recibió la
ordenación sacerdotal al terminar sus estudios. Aunque era muy joven, fue
nombrado deán de la catedral para que llevase a cabo la reforma de los
canónigos, cuya conducta disipada era el escándalo de la ciudad. La tarea no
era fácil, pero Ubaldo logró convencer a tres de los canónigos para que
formasen una comunidad. Con el propósito de familiarizarse con la vida en común
de los canónigos regulares, Ubaldo fue a pasar tres meses en la comunidad que
Pedro de Honestis había fundado en el territorio de Ravena. A su regreso
estableció en Gubbio las mismas reglas y, al poco tiempo, las aceptó todo el
capítulo. Algo más tarde, un incendio consumió la casa de los canónigos y
Ubaldo aprovechó la ocasión para trasladarse a Fonte Avellano y consultar a
Pedro de Rímini, pues tenía la intención de retirarse a la soledad. Pero el
siervo de Dios le hizo ver que se trataba de una tentación muy peligrosa y le
exhortó a volver a ocupar el puesto que Dios le había señalado para bien de los
demás. Ubaldo retornó, pues, a Gubbio y, bajo su dirección, el capítulo
floreció más que nunca. En 1126, el santo fue elegido obispo de Perugia, pero
se escondió para que los delegados de la ciudad no le encontrasen; en seguida
fue a Roma a rogar al Papa Honorio III que le permitiese rehusar el cargo. El
Papa accedió a su petición, pero dos años después, quedó vacante la sede de
Gubbio y el mismo Pontífice aconsejó al clero que eligiese a Ubaldo.
El santo practicó todas las
virtudes dignas de un sucesor de los Apóstoles, pero se distinguió sobre todo
por la mansedumbre y paciencia con que soportaba las injurias y afrentas, como
si fuese insensible a ellas. En cierta ocasión, los obreros que reparaban las
murallas de la ciudad, penetraron en la viña de San Ubaldo y dañaron las
plantas. Al ver esto, el santo les rogó que procediesen con mayor cuidado; pero
el capataz, que probablemente no le reconoció, le propinó un empellón con el
que le hizo caer en un charco de mortero. San Ubaldo se levantó cubierto de
lodo y se retiró sin decir palabra; pero algunos testigos del incidente
esparcieron la noticia y el pueblo pidió que se castigase al capataz. La gran
indignación popular estaba a punto de ejecutar un castigo brutal contra el
capataz, cuando se presentó San Ubaldo en la corte y manifestó que, como se
trataba de una ofensa cometida contra un miembro del clero, el culpable debía
ser juzgado por el obispo. Después, se acercó al acusado, le dio el beso de paz
en señal de reconciliación, rogó a Dios que le perdonara esa y todas las otras
injurias que hubiese cometido en su vida y pidió al juez que dejara en libertad
al reo.
El santo defendió, repetidas
veces, a su grey contra los peligros públicos. El emperador Federico Barbarroja
había saqueado Espoleto y amenazaba con caer sobre Gubbio. San Ubaldo salió al
encuentro del emperador y consiguió que desistiese de su propósito. Durante los
dos últimos años de su vida, el santo obispo tuvo una serie de enfermedades que
le hicieron sufrir mucho; pero todo lo soportó con heroica paciencia. El día de
Pascua de 1160, aunque estaba muy enfermo, se levantó a celebrar la misa,
predicó y dio la bendición al pueblo para que no quedase decepcionado. Al
terminar estaba tan débil, que debió ser trasportado a su lecho, del que ya no
se levantó. El día de Pentecostés, todo el pueblo de Gubbio desfiló por su
habitación para despedirse del que cada uno consideraba como a un padre. San
Ubaldo murió el 16 de mayo de 1160. La multitud que acudió a sus funerales,
desde muy lejos, fue testigo de los numerosos milagros que Dios obró en su
tumba.
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