(c. 1215) - No existe
figura más patética en la historia de los Papas que la de Pedro di Morone, el
anciano ermitaño que, a los cinco meses de pontificado, abdicó voluntariamente
y murió cuando era prisionero de su sucesor. Los historiadores han juzgado de
diversas maneras su abdicación. Unos alaban la humildad de Celestino V, en
tanto que otros le acusan de cobardía. Dante, por ejemplo, le colocó en la
antesala del infierno, por haber cometido "la gran cobardía". La
Iglesia ha sido más misericordiosa: Celestino V fue canonizado en 1313 y su
fiesta se celebra en todo el Occidente.
Pedro era el undécimo de los
doce hijos de una pareja de campesinos. Nació hacia el año de 1210 en Isernia,
en los Abruzos. Como diese muestras de excepcional inteligencia, su madre, que
había quedado viuda, hizo el sacrificio de enviarle a la escuela, a pesar de la
oposición de sus parientes. Pedro fue, desde niño, "diferente" a sus
compañeros. A los veinte años, abandonó el mundo y se retiró a la soledad de la
montaña, donde se construyó una celda tan estrecha, que apenas cabía en ella de
pie o acostado. A pesar de su deseo de vivir ignorado, recibía, de cuando en
cuando, la visita de algunos amigos, quienes acabaron por persuadirle a que
recibiese las sagradas órdenes. Pedro se trasladó entonces a Roma, donde fue
ordenado sacerdote, pero, en 1246, retornó a los Abruzos. En el camino de
vuelta tomó el hábito benedictino, de manos del abad de Faizola, quien le
permitió continuar su vida de anacoreta. El santo pasó cinco años en Monte
Morone, cerca de Sulmona; pero, en 1251, los vecinos empezaron a talar los
bosques de los alrededores y. Pedro se refugió con dos compañeros en la soledad
de Monte Majella. Pronto fueron a reunírsele otros discípulos. Al ver que le
era imposible vivir en completa soledad, se resignó a lo inevitable y volvió a
Monte Morone, a fin de presidir una comunidad de ermitaños que vivieron, al
principio, en celdas separadas y construyeron, más tarde, un monasterio. Pedro
redactó para su comunidad una regla muy severa, basada en la de San Benito y,
en 1274, obtuvo del Papa Gregorio X la aprobación de su orden, cuyos miembros
se llamaron, después, "Celestinos".
A la muerte de Nicolás IV, la
cátedra de San Pedro estuvo vacante durante dos años, pues ninguno de los dos
partidos rivales quería ceder. Según se cuenta, el ermitaño de Monte Morone
envió a los cardenales, que se hallaban reunidos en Perugia, un mensaje en que
les amenazaba con la cólera de Dios si seguían demorando la elección. Para
escapar de aquel callejón sin salida, el cónclave eligió Papa a Pedro. Los
cinco mensajeros que fueron a Morone a comunicarle oficialmente la noticia,
encontraron al anciano (Pedro tenía ya ochenta y cuatro años) bañado en lágrimas,
pues ya le había llegado la noticia de su elección. El pueblo se regocijó de
tener un Papa tan santo y despegado del mundo; muchos veían en su pontificado
el principio de la nueva era que había predicho Joaquín de Fiore, en la que
reinaría el Espíritu Santo y las órdenes religiosas gobernarían al mundo en la
paz y el amor. Se dice que doscientas mil personas se reunieron en Aquila para
aclamar al nuevo Papa, quien llegó a las puertas de la catedral montado en un
borrico, cuyas bridas llevaban el rey de Hungría y el rey de Nápoles, Carlos de
Anjou.
Pero, una vez pasadas la
consagración y la coronación, se vio claro que Celestino V no estaba preparado
para el oficio pontifical. Su ingenuidad le convirtió en instrumento del rey
Carlos, quien, naturalmente, le utilizó en su favor y aun le convenció de que
trasladase su residencia a Nápoles. El Papa ofendió profundamente a los
cardenales italianos al negarse a volver a Roma y al crear trece nuevos
cardenales, casi lodos favorables a los intereses franconapolitanos. Por otra
parte, Celestino V sabía muy poco latín y apenas conocía el derecho canónico,
lo cual le llevó a cometer muchos errores. El movimiento rigorista de los
"Spirituali" le consideraba como un enviado del cielo, lo mismo que
los cazadores de puestos honoríficos, pues el buen Papa daba a todos cuanto le
pedían y llegó incluso a otorgar el mismo beneficio a varios individuos. La
confusión que todo esto creó fue inaudita.
Desasosegado y perdido en su
propio palacio, Celestino V mandó que le construyesen una celda en el interior
de él. Al acercarse el adviento, propuso retirarse definitivamente a dicha
celda y dejar que tres cardenales se encargasen del gobierno; pero sus
consejeros le hicieron ver que eso equivalía, prácticamente, a crear tres Papas
rivales. Consciente de su fracaso, desalentado y abrumado por el cansancio,
Celestino empezó a cavilar sobre la manera de renunciar a aquella carga
insoportable. Aunque la abdicación no tenía precedentes en la historia, el
cardenal Gaetani y otros sabios a quienes consultó, le dijeron que era lícita y
aun aconsejable, en ciertas circunstancias. El rey de Nápoles y algunos otros
elementos se opusieron tenazmente; a pesar de ello, el 13 de diciembre de 1294,
en un consistorio que tuvo lugar en Nápoles, San Celestino leyó una solemne
declaración de abdicación, en la que alegaba su edad, su ignorancia, su
incapacidad y sus maneras y lenguaje de hombre inculto. Inmediatamente después,
se quitó las vestiduras pontificias y volvió a revestir el hábito. En seguida,
postrándose ante la asamblea, pidió perdón por sus errores y exhortó a los
cardenales a repararlos lo mejor posible, mediante la elección de un digno
sucesor de San Pedro. La asamblea, muy conmovida, aceptó su renuncia y el santo
anciano se retiró gozoso a su convento de Sulmona.
Pero la paz no iba a durar
mucho. El cardenal Gaetani, que había sido elegido para sucederle con el nombre
de Bonifacio VIII, tuvo que hacer frente a la oposición de un fuerte partido y
pidió al rey de Nápoles que enviase a Roma a su predecesor, cuya popularidad
podía ayudarle a vencer la oposición. Celestino, al saber la noticia, trató de
escapar cruzando el Adriático; pero fue hecho prisionero al cabo de algunos
meses de andar errabundo por los bosques. Bonifacio le encerró en una reducida
habitación del castillo de Fumone, en las cercanías de Anagni. Ahí murió
Celestino V diez meses más tarde, el 19 de mayo de 1296. Se cuenta que
acostumbraba decir: "Lo único que yo he deseado en este mundo es una celda
y eso es lo que me han dado".
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