La realeza de Cristo es dogma
fundamental de la Iglesia y a la par canon supremo de la vida cristiana.
Esta realeza, consustancial con el cristianismo, es objeto de una fiesta
inserta solemnemente en la sagrada liturgia por el Papa Pío XI a través de la
bula QUAS PRIMAS del
11 de diciembre de 1925. Era como el broche de oro que cerraba los actos
oficiales de aquel Año Santo.
La idea
primordial de la bula podría formularse de esta guisa: Cristo, aun como hombre,
participa de la realeza de Dios por doble manera: por derecho natural y por
derecho adquirido. Por derecho natural, ante todo, a causa de su personalidad
divina; por derecho adquirido, a causa de la redención del género humano por Él
realizada.
Si algún día
juzgase oportuno la Iglesia —decía un teólogo español en el Congreso Mariano de
Zaragoza de 1940— proclamar en forma solemne y oficial la realeza de María,
podría casi transcribir a la letra, en su justa medida y proporción claro está,
los principales argumentos de aquélla bula.
Y así ha sido. El 11 de octubre de 1954 publicó Pío XII la encíclica AD CÆLI REGINAM. Resulta
una verdadera tesis doctoral acerca de la realeza de la Madre de Dios. En ella,
luego de explanar ampliamente las altas razones teológicas que justifican
aquélla prerrogativa mariana, instituye una fiesta litúrgica en honor de la
realeza de María para el 31 de mayo. Era también como el broche de oro que
cerraba las memorables jornadas del Año Santo concepcionista.
El paralelismo
entre ambos documentos pontificios y aun entre las dos festividades litúrgicas,
salta a la vista.
La realeza de
Cristo es consustancial, escribíamos antes, con el cristianismo; la de María
también. La realeza de Cristo ha sido fijada para siempre en el bronce de las
Sagradas Escrituras y de la tradición patrística; la de María lo mismo.
La realeza de
Cristo, lo insinuábamos al principio, descansa sobre dos hechos fundamentales:
la unión hipostática —así la llaman los teólogos, y no acierta uno a
desprenderse de esta nomenclatura— y la redención; la de María, por parecida
manera, estriba sobre el misterio de su maternidad divina y el de corredención.
Ni podría suceder de otra manera. Los títulos y grandezas de Nuestra Señora son
todos reflejos, en cuanto que, arrancando fontalmente del Hijo, reverberan en
la Madre, y la realeza no había de ser excepción. La Virgen, escribe el óptimo
doctor mariano San Alfonso de Ligorio, es Reina por su Hijo, con su Hijo y como su
Hijo. Es
patente que se trata de una semejanza, no de una identidad absoluta.
"El
fundamento principal —decía Pío XII—, documentado por la tradición y la sagrada
liturgia, en que se apoya la realeza de María es, indudablemente, su divina
maternidad. Y así aparecen entrelazadas la realeza del Hijo y la de la Madre en
la Sagrada Escritura y en la tradición viva de la Iglesia. El evangelio de la
maternidad divina es el evangelio de su realeza, como lo reconoce expresamente
el Papa; y el mensaje del Arcángel es mensaje de un Hijo Rey y de una Madre
Reina.
Entre Jesús y María se da una relación estrechísima e indisoluble —de tal la
califican Pío IX y Pío XII—, no sólo de sangre o de orden puramente natural,
sino de raigambre y alcance sobrenatural trascendente. Esta vinculación estrechísima
e indisoluble, de rango no sólo pasivo, sino activo y operante, la constituye a
la Virgen particionera de la realeza de Jesucristo. Porque no fue María una
mujer que llegó a ser Reina. No. Nació
Reina. Su realeza y su existencia se compenetran. Nunca, fuera
de Jesús, tuvo el verbo "ser" un alcance tan verdadero y sustantivo.
Su realeza, al igual que su maternidad, no es en Ella un accidente o modalidad
cronológica. Más bien fue toda su razón de ser. La predestinó el cielo, desde
los albores de la eternidad, para ser Reina y Madre de misericordia.
Toda realeza, como
toda paternidad, viene de Dios, Rey inmortal de los siglos. Pero un día quiso
Dios hacerse carne en el seno de una mujer, entre todas las mujeres bendita,
para así asociarla entrañablemente a su gran hazaña redentora, y este doble
hecho comunica a la Virgen Madre una dignidad, alteza y misión evidentemente
reales.
Saliendo al paso
de una objeción que podría hacerse fácilmente al precedente razonamiento,
escribe Cristóbal Vega que si la dignidad y el poder consular o presidencial
resulta intransferible, ello se debe a su peculiar naturaleza o modo de ser,
por venir como viene conferido por elección popular. Pero la realeza de Cristo
no se cimenta en el sufragio veleidoso del pueblo, sino en la roca viva de su
propia personalidad.
Y, por
consecuencia legítima, la de su Madre tampoco es una realeza sobrevenida o
episódica, sino natural, contemporánea y consustancial con su maternidad divina
y función corredentora. Con atuendo real, vestida del sol, calzada de la luna y
coronada de doce estrellas la vio San Juan en el capítulo XII del Apocalipsis
asociada a su Hijo en la lucha y en la victoria sobre la serpiente según que ya
se había profetizado en el Génesis.
Y esta realeza es cantada por los Santos Padres y la sagrada liturgia en himnos
inspiradísimos, que repiten en todos los tonos el “Salve Regina".
Hable por todos
nuestro San Ildefonso, el capellán de la Virgen, cantor incomparable de la
realeza de María, que, anticipándose a Grignon de Montfort y al español
Bartolomé de los Ríos agota los apelativos reales de la lengua del Lacio:
Señora mía, Dueña mía, Señora entre las esclavas, Reina entre las hermanas,
Dominadora mía y Emperatriz.
Realeza celebrada
en octavas reales, sonoras como sartal de perlas orientales y perfectas como
las premisas de un silogismo coruscante, por el capellán de la catedral primada
don José de Valdivielso cuando, dirigiéndose a la Virgen del Sagrario, le dice:
|
Sois,
Virgen santa, universal Señora |
Los dos
versos finales se imponen con la rotundidez lógica de una conclusión
silogística.
En el 2º concilio de Nicea, VII ecuménico, celebrado bajo Adriano en 787, se leyó
una carta de Gregorio II (715-731) a San Germán, el patriarca de
Constantinopla, en que el Papa vindica el culto especial a la "Señora de todos y verdadera Madre de
Dios".
Inocencio III
(1198-1216) compuso y enriqueció con gracias espirituales una preciosa poesía
en honor de la Reina y Emperatriz de los ángeles.
Nicolás IV (1288-1292) edificó un templo en 1290 a María, Reina de los Ángeles.
Juan XXII (1316-1334) indulgenció la antífona “Dios te
salve, Reina", que viene a ser como el himno oficial de la realeza de
María.
Los papas
Bonifacio IX, Sixto IV, Paulo V, Gregorio XV, Benedicto XIV, León XIII, San Pío
X, Benedicto XV y Pío XI repiten esta soberanía real de la Madre de Dios.
Y Pío XII, recogiendo la voz solemne de los siglos cristianos, refrenda con su
autoridad magisterial los títulos y poder reales de la Virgen y consagra la
Iglesia al Inmaculado Corazón de María, Reina del mundo. Y en el radiomensaje
para la coronación de la Virgen de Fátima, al conjuro de aquellas vibraciones
marianas de la Cova de Iría, parece trasladarse al día aquel, eternamente
solemne, al día sin ocaso de la eternidad, cuando la Virgen gloriosa, entrando
triunfante en los cielos, es elevada por los Serafines bienaventurados y los
coros de los Ángeles hasta el trono de la Santísima Trinidad, que, poniéndole
en la frente triple diadema de gloria, la presentó a la corte celeste coronada
Reina del universo... "Y
el empíreo vio que era verdaderamente digna de recibir el honor, la gloria, el
imperio, por estar infinitamente más llena de gracias, por ser más santa, más
bella, más sublime, incomparablemente más que los mayores santos y que los más
excelsos Ángeles, solos o todos juntos; por estar misteriosamente emparentada,
en virtud de la maternidad divina, con la Santísima Trinidad, con Aquel que es
por esencia Majestad infinita, Rey de reyes y Señor de señores, como Hija
primogénita del Padre, Madre ternísima del Verbo, Esposa predilecta del
Espíritu Santo, por ser Madre del Rey divino; de Aquel a quien el Señor Dios,
desde el seno materno, dio el trono de David y la realeza eterna de la casa de
Jacob; de Aquel que ofreció tener todo el poder en el cielo y en la
tierra. Él, el Hijo de Dios, refleja sobre su
Madre celeste la gloria, la majestad, el imperio de su realeza, porque, como
Madre y servidora del Rey de los mártires en la obra inefable de la redención,
le está asociada para siempre con un poder casi inmenso en la distribución de
las gracias que de la redención derivan..."
Por
esto la Iglesia la confiesa y saluda Señora y Reina de los Ángeles y de los
hombres.
Reina
de todo lo creado en el orden de la naturaleza y de la gracia.
Reina de los reyes y de los vasallos.
Reina de los cielos y de la tierra.
Reina de la Iglesia triunfante, purgante y militante.
Reina de la fe y de las misiones.
Reina de la misericordia.
Reina del mundo, y Reina especialmente nuestra, de las tierras y de las gentes
hispanas ya desde los días del Pilar bendito.
Reina del reino de Cristo, que es reino de "verdad y de vida, reino de
santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz".
Y en este reino de
Cristo que es la Iglesia santa es Ella Reina por fueros de maternidad y de
mediación universal y, además, por aclamación universal de todos sus hijos.
En este gran día
jubilar de la realeza de María renovemos nuestro vasallaje espiritual a la
Señora y con fervor y piedad entrañables digámosle esa plegaria dulcísima, de
solera hispánica, que aprendimos de niños en el regazo de nuestras madres para
ya no olvidarla jamás:
"Dios te salve, Reina y Madre de
misericordia; Dios te salve... "
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