(1750 D.C.) - Los romanos
profesan gran devoción al Beato Crispín de Viterbo, cuyas reliquias reposan en
uno de los altares laterales de la iglesia de la Inmaculada Concepción, en
Roma. Su madre le inculcó, desde niño, la filial devoción de la Santísima
Virgen que le caracterizó toda su vida. Su nombre de bautismo era Pedro.
Estudió las primeras letras en el colegio de los jesuitas y, en seguida, entró
a trabajar en el taller de un tío suyo que era zapatero. Atraído por la orden
seráfica obtuvo, a los veinte años, la admisión en el convento de los
capuchinos de Viterbo, donde tomó el nombre de Crispín en honor del patrono de
los zapateros. El maestro de novicios de Paranzana vaciló en abrirle las
puertas del claustro pues era muy delgado y pequeño; pero el provincial, que ya
le había admitido, dio la orden de recibirle. Según se vio más tarde, el
hermano Crispín era capaz de desempeñar todos los oficios; él mismo se llamaba
asno y quería que todos le considerasen como una bestia de carga. En Viterbo
fue jardinero y cocinero; en Tolfa, donde fue enfermero durante una epidemia,
obró varias curaciones milagrosas.
Después de una corta estancia
en Roma, fue enviado a Albano y más tarde a Bracciano. También ahí curó a
muchos enfermos durante otra epidemia. En Orvieto, donde estaba encargado de
pedir limosna para el convento, el pueblo le quería mucho. Cuando los
superiores decidieron enviar a otra parte al hermano Crispín, las amas de casa
cerraron la puerta a su sucesor; como el convento vivía de las limosnas de los
habitantes, el guardián tuvo que restituir al beato a su puesto. El buen
hermanito pasó sus últimos años en Roma, donde todavía se recuerdan sus
profecías, sus multiplicaciones del pan y sus sabias máximas. Algunas de éstas
han llegado hasta nosotros. Crispín murió a los ochenta y dos años de edad, el
19 de mayo de 1750. Fue beatificado en 1806.
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