Carlos Dolci, S. Juan Evangelista
escribe su Evangelio. S. XVII
(C. 100 p.c.)
San Juan el Evangelista, a quien se distingue como "el discípulo amado de
Jesús" y a quien a menudo se llama "el Divino" (es decir, el
"Teólogo"), sobre todo entre los griegos y en Inglaterra, era un
judío de Galilea, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor, con quien
desempeñaba el oficio de pescador. Junto con su hermano, se hallaba Juan
remendando las redes a la orilla del lago de Galilea, cuando Jesús, que acababa
de llamar a su servicio a Pedro y a Andrés, llamó también a los otros dos
hermanos para que fuesen sus Apóstoles. A éstos, el propio Jesucristo les puso
el sobrenombre de Boanerges, o sea "hijos del trueno" (cf. Lucas IX,
54), aunque no está aclarado si lo hizo como una recomendación o bien a causa
de la violencia de su temperamento. Se dice que San Juan era el más joven de
los doce Apóstoles y que sobrevivió a todos los demás; por otra parte, es el
único sobre el cual se tiene la certeza de que no murió en el martirio. En el
Evangelio que escribió se refiere a sí mismo, como "el discípulo a quien
Jesús amaba", y es evidente que era uno de los que ocupaban una posición
de privilegio. El Señor quiso que estuviese presente, junto con Pedro y
Santiago, en el momento de Su transfiguración, así como durante Su agonía en el
Huerto de los Olivos. En muchas otras ocasiones, Jesús demostró a Juan su
predilección o su afecto especial, mayor que hacia los otros, por consiguiente,
nada tiene de extraño desde el punto de vista humano, que la esposa de Zebedeo
pidiese al Señor que sus dos hijos llegasen a sentarse junto a Él, uno a la
derecha y el otro a la izquierda, en Su Reino. Juan fue el elegido para
acompañar a Pedro a la ciudad a fin de preparar la cena de la última Pascua y,
en el curso de aquel convite, Juan reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús y
fue a Juan a quien el Maestro indicó, no obstante que Pedro formuló la
pregunta, el nombre del discípulo que habría de traicionarle. Es creencia
general la de que era Juan aquel "otro discípulo" que entró con Jesús
ante el tribunal de Caifás, mientras Pedro se quedaba afuera. Juan fue el único
de los Apóstoles que permaneció al pie de la cruz con la Virgen María y las
otras piadosas mujeres y fue él quien recibió el sublime encargo de tomar bajo
su cuidado a la Madre del Redentor.' "Mujer, he ahí a tu hijo",
murmuró Jesús a su Madre desde la cruz. "He ahí a tu madre", le dijo
a Juan. Y desde aquel momento, el discípulo la tomó como suya. El Señor nos
llamó a todos hermanos y nos encomendó el amoroso cuidado de Su propia Madre,
pero entre todos los hijos adoptivos de la Virgen María, San Juan fue el
primogénito. Tan sólo a él le fue dado el privilegio de tratar a María como si
fuese su propia madre y el de honrarla, servirla y cuidarla en persona.
Cuando María
Magdalena trajo la noticia de que el sepulcro de Cristo se hallaba abierto y
vacío, Pedro y Juan acudieron inmediatamente y Juan, que era el más joven y el
que corría más de prisa, llegó primero. Sin embargo, esperó a que llegase San
Pedro y los dos juntos se acercaron al sepulcro y los dos "vieron y
creyeron" que Jesús había resucitado. A los pocos días, Jesús se les
apareció por tercera vez, a orillas del lago de Galilea, y vino a su encuentro
caminando por la playa. Fue entonces cuando interrogó a San Pedro sobre la
sinceridad de su amor, le puso al frente de Su Iglesia y le vaticinó su
martirio. San Pedro, al caer en la cuenta de que San Juan se hallaba detrás de
él, preguntó a su Maestro, por solicitud hacia su compañero: "Señor, ¿qué
hará este hombre?" Y Jesús replicó: "Si mi deseo es que se quede
hasta que yo venga, ¿qué tiene eso que ver contigo? Sígueme tú". Debido a
aquella respuesta, no es sorprendente que entre los hermanos corriese el rumor
de que Juan no iba a morir, un rumor que el mismo Juan se encargó de desmentir
al indicar que el Señor nunca dijo: "No morirá". Después de la
Ascensión de Jesucristo, volvemos a encontrarnos con Pedro y Juan que subían
juntos al templo y, antes de entrar, curaron milagrosamente a un tullido. Los
dos fueron hechos prisioneros, pero se los dejó en libertad con la orden de que
se abstuviesen de predicar en nombre de Cristo, a lo que ambos respondieron:
"Si es razón delante de Dios escucharos a vosotros antes que a Dios,
juzgadlo vosotros mismos. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que vimos y
oímos". Después, los dos Apóstoles fueron enviados a confirmar a los
fieles que el diácono Felipe había convertido en Samaria. Cuando San Pablo fue
a Jerusalén tras de su conversión se dirigió a aquéllos que "parecían ser
los pilares" de la Iglesia, es decir a Santiago, Pedro y Juan, quienes
confirmaron su misión entre los gentiles y fue por entonces cuando San Juan
asistió al primer Concilio de los Apóstoles en Jerusalén. Tal vez concluido
éste, San Juan partió de Palestina para viajar al Asia Menor. No hay duda de
que estaba presente en el
Tránsito de la Virgen María, ya haya ocurrido el hecho en Jerusalén o en
Éfeso. San Ireneo afirma que Juan se estableció en Éfeso después del martirio
de San Pedro y San Pablo, pero es imposible determinar la época precisa. De
acuerdo con la tradición, durante el reinado de Domiciano, San Juan fue llevado
a Roma, donde quedó milagrosamente frustrado un intento para quitarle la vida
(ver el 6 de mayo). La misma tradición afirma que posteriormente fue desterrado
a la isla de Patmos, donde recibió las revelaciones celestiales que escribió en
su libro del Apocalipsis.
Después de la
muerte de Domiciano, en el año 96, San Juan pudo regresar a Éfeso, y es
creencia general que fue entonces cuando escribió su Evangelio. El mismo nos
revela el objetivo que tenía presente al escribirlo. "Todas estas cosas
las escribo para que podáis creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y
para que, al creer, tengáis la vida en Su nombre". Su Evangelio tiene un
carácter enteramente distinto al de los otros tres y es una obra teológica tan
sublime que, como dice Teodoreto, "está más allá del entendimiento humano
el llegar a profundizarlo y comprenderlo enteramente". La elevación de su
espíritu y de su estilo y lenguaje, está debidamente representada por el
águila, que es el símbolo de San Juan el Evangelista. También escribió el
Apóstol tres epístolas: a la primera se le llama Católica, ya que está dirigida
a todos los otros cristianos, particularmente a los que él convirtió, a quienes
insta a la pureza y santidad de vida y a la precaución contra las artimañas de
los seductores. Las otras dos son breves y están dirigidas a determinadas
personas: una, probablemente a la Iglesia local, y la otra a un tal Gayo, un
comedido instructor de cristianos. A lo largo de todos sus escritos, impera el
mismo inimitable espíritu de caridad. No es éste el lugar para hacer
referencias a las objeciones que se han hecho a la afirmación de que San Juan
sea el autor del cuarto Evangelio.
Los más antiguos
escritores hablan de la decidida oposición de San Juan a las herejías de los
ebionitas y a los seguidores del gnóstico Cerinto. En cierta ocasión, cuando
Juan iba a los baños, se enteró de que Cerinto estaba en ellos y entonces se
devolvió y comentó con algunos amigos que le acompañaban: "¡Vámonos, hermanos y a
toda prisa!, no sea
que los baños en donde está Cerinto, el enemigo de la verdad, caigan sobre su
cabeza y nos aplasten". Dice San Ireneo que fue informado de este
incidente por el propio San Policarpo,
el discípulo personal de San Juan. Por su parte, Clemente de Alejandría relata
que en cierta ciudad cuyo nombre omite, San Juan vio a un apuesto joven en la
congregación y, con el íntimo sentimiento de que mucho de bueno podría sacarse
de él, lo llevó a presentar al obispo a quien él mismo había consagrado.
"En presencia de Cristo y ante esta congregación, recomiendo ente joven a
tus cuidados". De acuerdo con las recomendaciones de San Juan, el joven se
hospedó en la casa del obispo, quien le dio instrucciones, le mantuvo dentro de
la disciplina y a la larga lo bautizó y lo confirmó. Pero desde entonces, las
atenciones del obispo se enfriaron, el neófito frecuentó las malas compañías y
acabo por convertirse en un asaltante de caminos. Transcurrió algún tiempo, y
San Juan volvió a aquella ciudad y pidió al obispo: "Devuélveme ahora el
cargo que Jesucristo y yo encomendamos a tus cuidados en presencia de tu
iglesia . El obispo se sorprendió creyendo que se trataba de algún dinero que
se le había confiado, pero San Juan explicó que se refería al joven que le
había presentado y entonces el obispo exclamó: "¡Pobre joven! Ha
muerto". "¿De que murió?", preguntó San Juan. "Ha muerto
para Dios, puesto que es un ladrón", fue la respuesta. Al oír estas
palabras, el anciano Apóstol pidió un caballo y un guía para dirigirse hacia
las montañas donde los asaltantes de caminos tenían su guarida. Tan pronto como
se adentró por los tortuosos senderos de los montes, los ladrones le rodearon y
le apresaron. "Para esto he venido", gritó San Juan. "¡Llevadme
con vosotros!" Al llegar a la guarida, el joven renegado reconoció al
prisionero y trató de huir, lleno de vergüenza. Pero Juan le gritó para
detenerle: "¡Muchacho! ¿Por qué huyes de mí, tu padre, un viejo y sin
armas? Siempre hay tiempo para el arrepentimiento. Yo responderé por ti ante mi
Señor Jesucristo y estoy dispuesto a dar la vida por tu salvación. Es Cristo
quien me envía". El joven escuchó estas palabras inmóvil en su sitio;
luego bajó la cabeza y, de pronto, se echó a llorar y se acercó a San Juan para
implorarle, según dice Clemente de Alejandría, un segundo bautismo. Por su
parte, el Apóstol no quiso abandonar la guarida de los ladrones hasta que el
pecador quedó reconciliado con la Iglesia.
Aquella caridad
que inflamaba su alma, deseaba infundirla en los otros de una manera constante
y afectuosa. Dice San Jerónimo en sus escritos que, cuando San Juan era ya muy
anciano y estaba tan debilitado que no podía predicar al pueblo, se hacía
llevar en una silla a las asambleas de los fieles de Éfeso y siempre les decía
estas mismas palabras: "Hijitos míos, amaos entre vosotros. . ."
Alguna vez le preguntaron por qué repetía siempre la frase, respondió San Juan:
"Porque ése es el mandamiento del Señor y si lo cumplís ya habréis hecho
bastante". San Juan murió pacíficamente en Éfeso hacia el tercer año del
reinado de Trajano, es decir hacia el año cien de la era cristiana, cuando
tenía la edad de noventa y cuatro años, de acuerdo con San Epifanio. Según los
datos que nos proporcionan San Gregorio de Nisa, el Breviarium sirio de principios del siglo quinto y
el Calendario de Cartago, la práctica de celebrar la fiesta de San Juan el
Evangelista inmediatamente después de la de San Esteban, es antiquísima. En el
texto original del Hieronymianum (alrededor del año 600 P.C.), la conmemoración
parece haber sido anotada de esta manera: "La Asunción de San Juan el
Evangelista en Éfeso y la ordenación al episcopado del Santo Santiago, el hermano de Nuestro
Señor y el primer judío que fue ordenado obispo de Jerusalén por los Apóstoles
y que obtuvo la corona del martirio en el tiempo de la Pascua". Era de
esperarse que en una nota como la anterior, se mencionaran juntos a Juan y a
Santiago, los hijos de Zebedeo; sin embargo, es evidente que el Santiago a
quien se hace referencia, es el otro, el hijo de Alfeo, a quien ahora se honra
junto con San Felipe el 1°
de Mayo. La frase "Asunción de San Juan", resulta interesante puesto
que se refiere claramente a la última parte de las apócrifas "Actas de San
Juan". La errónea creencia de que San Juan, durante los últimos días de su
vida en Éfeso desapareció sencillamente, como si hubiese ascendido al cielo en
cuerpo y alma puesto que nunca se encontró su cadáver, una idea que surgió sin
duda de la afirmación de que aquel discípulo de Cristo "no moriría",
tuvo gran difusión y aceptación a fines del siglo II. Por otra parte, de
acuerdo con los griegos, el lugar de su sepultura en Éfeso era bien conocido y
aun famoso por los milagros que se obraban en él. El Acta Johannis, que ha
llegado hasta nosotros en forma imperfecta y que ha sido condenada a causa de
sus tendencias heréticas, por autoridades en la materia tan antiguas como
Eusebio, Epifanio, Agustín y Toribio de Astorga, contribuyó grandemente a crear
una leyenda tradicional. De estas fuentes o, en todo caso, del pseudo Abdías,
procede la historia en base a la cual se representa con frecuencia a San Juan
con un cáliz y una víbora. Se cuenta que Aristodemus, el sumo sacerdote de
Diana en Éfeso, lanzó un reto a San Juan para que bebiese de una copa que
contenía un líquido envenenado. El Apóstol apuró el veneno sin sufrir daño
alguno y, a raíz de aquel milagro, convirtió a muchos, incluso al sumo
sacerdote. En ese incidente se funda también sin duda la costumbre popular que
prevalece sobre todo en Alemania, de beber la Johannis-Minne, la copa amable o
pocidum charitatis, con la que se brinda en honor de San Juan. En la ritualia
medieval hay numerosas fórmulas para ese brindis y para que, al beber la Johannis-Minne,
se evitaran los peligros, se recuperara la salud y se llegara al cielo.
La literatura
sobre San Juan y sus escritos es, naturalmente abundantísima y no es necesario
examinarla en esta breve bibliografía. Sobre las cuestiones de carácter más
histórico, se puede consultar el Saint John (traducción inglesa) de Fouard, el
Saint Jean l'Evangeliste (1907) de Fillion, el Princes of his People, vol. I
(1920) de C. C. Martindale; John the Presbyter (1911) de J. Chapman y el
Stimmen aus María Laach, vol. LXVII (1904), pp. 538-556. A la literatura
apócrifa se la discute muy ampliamente en el Neutestamentlichen Apokryphen
(1904) de Hennecke, especialmente en las pp. 423-459, lo mismo que en su
secuela, el Handbuch zu den neutestamentlichen Apokryphen (1904), pp. 592-543.
La mejor edición del Acta Johannis es la de Max Bonnet (1898). Sobre datos
especiales véase al CMH de Delehaye, el Synaxaríum Cp., c. 665, el Die
Kirchlichen Benediktionen in Mittelalters (1909), vol. I, pp. 294-334; a Báchtold-Staubli, en Handworterbuch
des deutschen Aberglauhens, vol. IV, cc. 745-757 y a
Künstle, en Ikonographie, vol. II, pp. 341-347
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