lunes, 7 de diciembre de 2020

8 de diciembre LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

 


LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA (8 de diciembre ) - Año Cristiano - P. Croisset

 

Entre todas las festividades que celebra la Iglesia en honor de la Santísima Virgen, no hay otra que sea más gloriosa que la de la Inmaculada Concepción; por tanto, ninguna debe excitar más la devoción de los fieles. En esta festividad celebramos aquel primer instante en que María, saliendo de la nada, se encontró, por una especial gracia, perfectamente hermosa a los ojos de su Creador; quien, habiéndola formado como la obra más cumplida y más cabal de su Omnipotencia, y habiéndola colmado al mismo tiempo de todos los dones más liberalmente que jamás lo había hecho en favor de todas las criaturas, halló en ella un objeto digno de su amor y de sus más dulces complacencias. Este primer momento tan ignominioso y tan fatal a todos los hombres, pues todos comienzan a ser hijos de ira desde el instante mismo que empiezan a vivir, esclavos del demonio tan pronto como hombres [por ser concebidos con el pecado original; este pecado se borra con el bautismo pero no sus consecuencias que es la debilidad de la naturaleza humana caída, fomes peccati, muerte, etc.]; este momento es en María el principio y origen de todas las bendiciones que Dios puede derramar sobre una pura criatura. Este primer momento, vergonzoso para todos los hombres, es un momento de gloria para Ella. Hija del Altísimo, heredera del Cielo, digna esposa del Espíritu Santo, precioso objeto del amor de Dios, ve a todos los hijos de Adán esclavos del demonio, herederos del infierno [y limbo de los párvulos, que es infierno] y víctimas de la justicia divina.

Si, Virgen santa, exclama el sabio Idiota: Vos sois toda hermosa en todo el curso de vuestra vida, sin exceptuar un solo momento, y jamás ha habido en Vos mancha alguna de pecado, sea mortal, sea venial, sea original. María sola ha sido dispensada, por un privilegio singular y único, de aquella ley general de que nadie se ha exceptuado. No por Ti, sino por todos, se ha puesto esta ley, podemos decir de María, mejor que Asuero de la hermosa Ester. (Esth., 15.) María en su concepción fue exenta de aquella ley general; y esto es lo que se entiende por la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; quiere decir, que María no tuvo parte alguna en el pecado del primer hombre; y, por consiguiente, que jamás contrajo la mancha del pecado original que inficionó toda la descendencia de Adán. Dios, por una gracia especialísima, hizo en favor de María una excepción de la ley. Sola Ella, por un privilegio tan señalado, no fue envuelta en aquel naufragio universal. Se debe exceptuar de la ley general la Virgen María, cuando se trata del pecado, dice San Agustín; quien no puede sufrir ni aun que se ponga en cuestión si estuvo jamás sujeta á él. (Lib. de Nat. et Grat., cap. 36.) La razón que alega el Santo manifiesta todavía mejor su pensamiento. Porque sabemos, añade este gran doctor, que esta incomparable Virgen recibió tanto mayores gracias para triunfar enteramente del pecado cuanto mereció concebir y llevar en su casto seno a Aquel que jamás fue capaz de pecado alguno. Esto es lo que movió a los Padres del Concilio de Trento a declarar que no era su intención comprender a la bienaventurada e inmaculada Madre de Dios en el decreto en que se trataba del pecado original. (Sess. 1.) No habiendo, pues, querido el santo concilio confundirla con el resto de los hombres en la ley general del pecado, ¿quién se atreverá á envolverla en esta maldición común?

Este es también el motivo que ha tenido la Iglesia, gobernada por el espíritu de Dios, para instituir esta fiesta particular bajo el título de la Concepción de María. En ella pretende honrar la gracia privilegiada y milagrosa que santificó a la Santísima Virgen en el momento que fue concebida.

En este dichoso momento se cumplió en ella, dicen los Padres, lo que Dios había predicho a la serpiente: Ella te quebrantará la cabeza. (Gen., 3.) El pecado original, dice San Agustín, es como la cabeza de la serpiente infernal; pues este pecado es el principio fatal por el cual el demonio se hace dueño del hombre. (Apud Ench., serm. de Conc.) Habiendo sido María libertada de la mordedura de esta serpiente en su Inmaculada Concepción por una gracia preveniente, dice el célebre Jacobo de Valencia, Obispo de Crisópolis, fue propiamente en este momento cuando le quebrantó la cabeza (Serm. Magníficat); y este insigne privilegio fue quien le hizo decir: No se alegrará este enemigo sobre Mí.

En virtud de esta predilección la llama la Iglesia la Primogénita entre todas las puras criaturas, y la aplica estas palabras de los Proverbios: El Señor me poseyó desde el principio de sus caminos. Dios la protegerá desde el amanecer, desde el primer momento de su vida. Dios la ayudará por la mañana muy temprano, dice el Profeta. (Ps. 45.) Él Altísimo santificó el tabernáculo que escogió para habitar en él. La santidad más pura debe adornar su casa. (Ps. 32.) Era decente y convenía, dice San Anselmo, que la Virgen que Dios había escogido para Madre suya fuese de una tal pureza, que no se pudiese imaginar otra mayor en alguna criatura. (De Conc. B. V.) Habiendo sido criados los ángeles en el estado de la inocencia, la Reina de los ángeles, dicen los Padres, ¿debía cederles un solo momento en santidad? ¿Cómo era posible que la gracia que Dios concedió a Eva, la primera mujer que trajo al mundo la muerte, la negase a María, que debía dar a luz al Autor de la vida? Es cierto, dice San Ildefonso, que fue exenta de todo pecado original Aquella por la cual, no sólo hemos sido libertados de la maldición que había traído sobre nosotros nuestra primera madre, sino que hemos alcanzado toda suerte de bendiciones. (De partu Virg.) ¿Se podría creer que aquel Dios que crió a la primera virgen sin pecado, haya negado este privilegio a la segunda, dice San Anfiloquio? (De Deipar.) Debiendo la carne de Jesús ser una porción de la carne de María, según la expresión de San Agustín (Serm. de Assumpt.), ¿se podría imaginar que este Dios de pureza, tan celoso de la inocencia y de la santidad más perfecta; que este Dios que tiene un horror infinito a la mancha que deja el menor pecado, hubiese permitido que la carne de María, de la cual debía formar su propio cuerpo el Salvador del mundo, hubiese sido jamás manchada? No quiera Dios, exclama San Bernardo, que nos venga al pensamiento el que esta dichosa morada, donde el Verbo hecho carne habitó nueve meses, haya necesitado jamás de ser purgada de la menor mancha. (Serm. 2.)

Dijo Dios: Hágase la luz, y la luz fue hecha. Esta luz pura, dice San Vicente Ferrer, es la feliz concepción de la Virgen María, porque fue hecha sin tinieblas ni sombra alguna de pecado. (Serm. 2 de Nat.) No creáis, continúa el mismo Padre, que la Concepción de María haya sido como la nuestra. Nosotros somos concebidos todos en pecado; pero, en la Concepción de María, lo mismo fue formarse su cuerpo y crearse su alma que ser Ella santificada; y en este mismo instante, añade, por haberse encontrado del todo pura, del todo santa, del todo hermosa a los ojos de Dios, los ángeles en el Cielo celebraron, por decirlo así, la fiesta de su Concepción.

Queriendo Dios escoger una Madre que fuese digna de Sí, para distinguirla no se propuso ni las ventajas del nacimiento, ni los bienes de fortuna, ni lo elevado de la condición, ni el resplandor del poder mundano, ni todo aquello que las cualidades naturales tienen de más brillante, sino sólo la gracia santificante, dada desde el primer momento de su Concepción. Habiendo el Verbo Eterno resuelto hacerse Hombre, siendo arbitro de elegir una Madre que estuviese sobre el Trono, y de hacerla Soberana de todos los reinos del mundo, en nada menos piensa que en eso. Si la hace nacer de una sangre ilustre que había juntado el sacerdocio y el reino, no es tanto, en vista de la nobleza, cuanto por recompensar la fe de Abraham, de Isaac, de Jacob y la santidad de David; porque, si hubiera buscado el esplendor del nacimiento, ¿hubiera escogido una nobleza confundida con la plebe, reducida á la condición de artesano, pobre, obscura, sin nombre, sin cargos y sin empleos? No piensa el Señor en todas estas ventajas que tienen tanto atractivo para nosotros. Estos bienes naturales serían comunes á María con todas las gentes del mundo; la Madre de un Dios merece una distinción, un privilegio que la sea de tal modo propio, que no convenga a otra persona que a Ella. Pues ¿cuál es esa ventaja que Dios se propone con preferencia a todas las otras, y que hace el carácter y distintivo de la grandeza de María? ¿Cuál es esta insigne gracia que la hace digna de ser Madre de Dios? ¿Cuál es este privilegio singular que la distingue de los Jeremías, de los Bautistas, de todos los más grandes santos y de todas las vírgenes? Es, sin duda, la gracia insigne y especial, que distingue tanto el primer momento de su Concepción. La santificación en el seno de su Concepción.

La santificación en el seno de su Madre, un nacimiento del todo santo no hubieran sido un privilegio particular de la Madre de Dios, que, en sentir de los Padres, recibió más gracia Ella sola y más insignes favores que todos los santos juntos, y a quien Dios dio todas las gracias, toda la perfección, toda la gloria que el entendimiento puede concebir en una pura criatura, dice Santo Tomás de Villanueva, y todavía más de lo que el espíritu humano puede concebir (Serm. 2 de Nat.); en fin, dice San Bernardino de Sena, a quien Dios dio una gracia tan grande y tan singular cual podía darse a una pura criatura. No hay, propiamente hablando, otra prerrogativa que la de su Inmaculada Concepción, que la distinga de todo lo criado.

Toda eres hermosa en tu Concepción, dice el sabio Idiota: ved aquí la sola prerrogativa que el Señor ha juzgado digna de la Madre que escogió; y ved aquí también lo que da un lustre singular a la gloria de la Madre de Dios. Este privilegio único es el que tira el último rasgo de semejanza entre ella y los retratos enigmáticos que el Espíritu Santo ha hecho de ella; entre esta Señora y todas aquellas figuras misteriosas que nos la representan, ya bajo el símbolo de la azucena, cuya blancura se hace admirar en medio de las espinas (Cant., 4), ya bajo el de un jardín cerrado a la serpiente y de una fuente sellada. La Santísima Trinidad cerró de tal suerte este jardín, dice Ricardo de San Lorenzo, que ha sido impenetrable á todo insulto enemigo. ¿Qué apariencia, dicen los Padres, hay que la que debía ser Madre de Dios fuese un solo momento objeto de su odio; que la Reina de los ángeles y de los hombres fuese un solo instante esclava del demonio; y, en fin, que la gracia de la inocencia original, concedida á los ángeles y a Eva, fuese negada a María?

¡Qué votos, Dios mío, por espacio de cinco mil y ciento noventa nueve años para ver aparecer al Redentor de los hombres! Sepultados todos los mortales en las tinieblas que se habían esparcido sobre la faz de la tierra desde el pecado de Adán, suspiraban por aquel hermoso día que debía producir el Sol de Justicia. La Inmaculada Concepción de María es la aurora de este día, dice el venerable Pedro de Cluni. ¡Qué gozo ver aparecer la aurora cuando se espera con impaciencia el día! La memoria de este gozo tan puro, el primer momento en que esta aurora aparece sin sombra alguna, es lo que la Iglesia celebra en este día; y como no puede la Iglesia hacer fiesta sino de lo que es santo, según Santo Tomás, la que celebra en este día demuestra la santidad de esta Concepción Inmaculada.

María es aquella vara derecha de que habla el Espíritu Santo, dice San Ambrosio, en la que no se halló ni el nudo del pecado original ni la corteza del actual. Esto hizo decir á San Juan Damasceno que la naturaleza, antes de producir su efecto respecto de María, había esperado, por decirlo así, que la gracia produjera el suyo. Los otros hombres, dice San Buenaventura, han sido levantados de su caída por la gracia del Redentor; pero María ha sido sostenida para que no cayera. (In. 3, dist. 2.) Esto hizo decir a San Bernardino que María era la Primogénita del Redentor del mundo. El impedir la caída es un beneficio mucho mayor que el levantar al que ha caído.

San Buenaventura se explica sobre este insigne favor de un modo todavía más preciso: digo que nuestra Señora fue llena de la gracia preveniente en su santificación, dice este seráfico doctor, esto es, de una gracia preservativa de la mancha del pecado original, el que hubiera contraído por la corrupción de la naturaleza si no hubiera sido preservada por una gracia especial, con la que fue prevenida (Bonav., dist. 13); porque se debe creer que por un nuevo género de santificación la preservó el Espíritu Santo del pecado original, no porque estuviese ya en Ella, sino porque, si hubiera entrado por una gracia singular, no hubiera sido preservada de él. (Id., Sermón de B. V.)

El angélico doctor Santo Tomás, oráculo de la teología, y uno de los más devotos de la Santísima Virgen, no se explica menos claramente sobre su Inmaculada Concepción. He hallado, dice, un hombre sin pecado, es a saber, Jesucristo; pero no he hallado mujer alguna que fuese totalmente exenta de él, hasta del original y venial, fuera de la Santísima Virgen, toda pura y digna de toda alabanza. (In. Epist. ad Gal.) Bien se puede hallar, dice en otra parte, una criatura más pura que todo lo que hay puro entre lo creado, si se halla exenta del pecado original; y tal fue la pureza de la bienaventurada Virgen, la que fue exenta de todo pecado original y venial. (In 1 Sent., dist. 44, art. 3.)

En este mismo sentido habla de la Inmaculada Concepción de Maria San Bernardo, uno de los más devotos de la Señora, cuando, en su sermón sobre la Salve Regina, exclama: Vos habéis sido inocente, María, así por lo que mira al pecado original, como a los actuales, y no hay otro que lo sea sino Vos sola... Porque de todas partes, esto es, de parte del pecado original y del actual, sois inocente Vos sola: todos los otros, si fueran preguntados, ¿qué podrían decir sino lo que dice el Apóstol San Juan? Si decimos que no tenemos pecados, mentimos; no hay uno entre los hijos de los hombres, ni grande ni pequeño, que esté dotado de una tan grande santidad, ni tan privilegiado que no esté concebido en pecado, excepto la Madre de Aquel que no puede tener pecado, sino que quita Él mismo los pecados del mundo. (Serm. 15 in Coena Dom.) Estas palabras las tomó San Bernardo de San Agustín.

Si esta gracia de predilección, que María hubiera preferido, en sentir de los Padres, a la maternidad divina: si el uno ó el otro de estos dos insignes favores se hubieran dejado á su elección; si esta gracia, si este privilegio ensalza tanto la gloria de María, no excita menos la devoción de los fieles. Desde el nacimiento de la Iglesia no ha habido siglo alguno en que la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios no haya sido el objeto de su veneración y de su culto.

En el primer siglo se ven los Santiagos, San Marcos y San Andrés en sus liturgias, y especialmente en la de Santiago [Jacobo] el Mayor, referida por Tesifón y por Alacio. En el segundo, San Justino, mártir, San Hipólito y San Cipriano. En el tercero, San Gregorio Taumaturgo, Orígenes y San Dionisio Alejandrino. En el cuarto, San Atanasio, San Ambrosio y San Antiloquio, que todos hablan de la Santísima Virgen como exenta por una gracia especial de toda mancha de pecado. La Virgen María, dice Orígenes, es digna del Digno, inmaculada del Inmaculado, una del Uno, única del Único (Orig., t. 1 in Matth.) En el quinto siglo tenemos a San Agustín, San Jerónimo, San Máximo de Turín y a Teodoreto. En el sexto, a San Fulgencio y San Sabas, que se cree autor de un Oficio a honra de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios, al cual San Germán, patriarca de Constantinopla, añadió una antífona. En el siglo VII están San Ildefonso, Sofronio, patriarca de Jerusalén, y el sexto Concilio general tenido en Constantinopla, que recibió con aplauso la carta de este patriarca, quien llama á María inmaculada y exenta de todo contagio de pecado. En el VIII, Radverto, abad de Corbia; San Juan Damasceno; Raimundo Jordán, abad de Seles, tan conocido bajo el nombre de Idiota, que tomó por humildad; y el segundo Concilio general Niceno, que llama a la Santísima Virgen más pura que toda la naturaleza sensible e intelectual; esto es, más pura que los mismos ángeles, que jamás fueron manchados con el menor pecado, ni original ni actual. En el siglo ix, Teófanes y las Meneas griegas tan antiguas (In Moenis. hom. de Ann.); éstos son unos libros eclesiásticos para el uso de los griegos, donde está bien señalada su devoción a la Concepción Inmaculada: Por singular providencia, se dice en ellos, hizo Dios que la sagrada Virgen, desde el mismo principio de su vida, fuese tan pura como convenía a la que había de ser digna de tanto bien; esto es, de Cristo. En el siglo X, San Gilberto y San Anselmo; San Pedro Damián, cardenal, y San Bruno, fundador de los cartujos. En el XI, los Beatos Ibos de Chartres. En el XII, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura y Escoto. En el XIII, San Alberto Magno y Alejandro de Ales. En el XIV, San Lorenzo Justiniano. Se cuentan más de cuatrocientos autores de los tres siglos siguientes, de los cuales setenta son obispos, célebres todos por su piedad y por su ciencia; todos los cuales han escrito en favor de la Concepción Inmaculada de la Madre de Dios.

Los soberanos pontífices hablan siguiendo el lenguaje de los Padres. Todos los que han gobernado la Iglesia después de Sixto IV, excepto tres, que, no habiendo vivido más que un mes en el pontificado, no han tenido tiempo de mostrar su devoción a la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen, todos los otros han procurado excitar el fervor de los fieles franqueando los tesoros de la Iglesia en favor de todos los que honran con un culto religioso a esta Inmaculada Concepción.

El papa Sixto IV, en dos bulas expedidas a este fin, publica un Oficio compuesto por un religioso de Verona para la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen, cuyo fin principal es declarar que fue enteramente preservada del pecado original; y el papa San Pío V, en 1569, dio permiso á toda la Orden de San Francisco para rezar este Oficio; cuyo permiso extendió a todo el clero secular y regular de España el papa Clemente XIII en 1761. El papa Clemente VII había ya publicado con el mismo fin un Breviario compuesto por el cardenal Quiñones, en el cual, a más de la oración, hay en los Maitines un invitatorio en estos términos: Celebremos la Concepción Inmaculada de la Virgen María, y adoremos a Jesucristo nuestro Señor, que la preservó. Fuera de esto, en los himnos que Zacarías, obispo de Guardia, compuso de orden y con la aprobación del papa León X y de Clemente VII, se dice que nuestra Señora fue creada en estado de gracia. Alejandro VI y Adriano VI aprobaron que algunas comunidades religiosas tomasen el título de Orden de la Concepción Inmaculada de la Virgen María, y las honraron concediéndolas muchos privilegios. Pocos papas ha habido que no hayan concedido muchas indulgencias á las cofradías erigidas bajo el título de la Inmaculada Concepción y en favor de esta fiesta. El célebre P. Antiste, de la Orden de Predicadores, hace mención de una Orden de religiosas, fundada en honor de la Inmaculada Concepción de la Reina del Cielo, con la autoridad del papa Inocencio VIII, y confirmada después por Julio II el año 1507, a 17 de Septiembre. En la Regla que este Papa da a estas religiosas, después de haber dicho en el cap. 1.° que las que entran en esta Orden pretenden honrar la Concepción Inmaculada de la Madre de Dios, añade que, entrar en esta Orden, es hacer un servicio singular a esta augusta Reina. Manda, igualmente, que las religiosas anden vestidas de un hábito y escapulario blancos, y de un manto de color azul celeste; y la razón que da de esta ordenanza es que, con este vestido, dan a entender que el alma de la Santísima Virgen, desde su creación, fue hecha de un modo particular templo del Hijo de Dios. El papa Paulo V prohíbe, bajo graves penas, que se predique, se enseñe o se escriba que la Santísima Virgen pecó en Adán; y Gregorio XV extiende esta prohibición hasta a los discursos particulares y conferencias. El papa Alejandro VII, en un nuevo decreto de la Inmaculada Concepción, de fecha 8 de Diciembre de 1661, dice que es una antigua piedad de los fieles creer que la Madre de Dios fue preservada de la mancha del pecado original, e hizo que su fiesta se celebrara en Roma con magnificencia. No hay iglesia particular que no tenga la misma devoción y procure esmerarse en celebrar con solemnidad la misma fiesta todos los años.

Se puede decir que se ve el mismo celo con la Concepción Inmaculada de la Santísima Virgen en los más antiguos Concilios. El Concilio general de Éfeso, tenido el año 431, llama a la Santísima Virgen Inmaculada, esto es, como lo interpretó Sofronio, citando a San Jerónimo, por eso Inmaculada, porque en nada fue corrompida. El cuarto Concilio de Toledo del año de 634 aprueba con elogio el Breviario reformado por San Isidoro, arzobispo de Sevilla, en el que hay Oficio de la Inmaculada Concepción señalado para toda la octava, y en todo él se dice preservada, por un privilegio singular, del pecado original. El Concilio undécimo de 675 hace un elogio de la doctrina de San Ildefonso, y da bastante a entender, alabando a este ilustre devoto de María, que esta señora no fue comprendida en el pecado original.

La devoción particular de todas las órdenes religiosas de la Inmaculada Concepción, el celo de todas las Universidades, el unánime consentimiento de todos los pueblos en honrar este primer privilegio de la Reina de los Cielos, principio y fundamento de todos los otros, todo esto hace esta fiesta todavía más célebre. El sabio P. Antiste, en su admirable Tratado de la Inmaculada Concepción, prueba que desde Santo Domingo hasta su tiempo, todos los grandes y santos personajes que ha habido en su Orden, cuyo número es bien grande, han empleado su celo y su ciencia en adelantar la gloria de la Madre de Dios, y singularmente en defender su Inmaculada Concepción. Las célebres Ordenes de San Benito, de las Camáldulas, de los Cartujos, del Cister, de Cluni, de los Premostratenses, y todas las que han venido después de ellas, todas hacen profesión de honrar la santidad privilegiada de la Virgen María en este primer momento, y darle testimonio de su celo y tierna devoción con la magnificencia de su culto. Las más célebres Universidades de Europa, y en particular las de París, Colonia, Maguncia, Salamanca, Alcalá, Sevilla, Valencia, Praga, etc., tienen estatuto de no admitir al grado de doctor a quien no se obligue a defender la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Lo mismo practican muchas hermandades y cofradías.

A fines del siglo XIV, Juan de Monzón, doctor en teología, habiendo osado enseñar que la Santísima Virgen fue concebida en pecado, sublevó contra sí a todos los fieles. La Universidad de París censuró y condenó como falsa y escandalosa esta opinión. El obispo Pedro de Orgemonte confirmó esta censura y condenó solemnemente las proposiciones del doctor en presencia de una infinidad de personas que habían concurrido á este espectáculo, como al triunfo de la Santísima Virgen. Habiendo sido llevado el negocio al Papa, después de un examen de cerca de un año, confirmó el soberano Pontífice la sentencia del obispo de París y la censura de la Universidad; pero, no habiendo querido el doctor sujetarse á ella, le excomulgó el Papa con todos sus adherentes por una bula expedida expresamente a este fin.

Hacía ya más de setecientos años que la Iglesia griega celebraba la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen, como es fácil mostrarlo por las tablas de los griegos, cuando se comenzó á celebrar en el Occidente, á principios del siglo XII. Hallándose un abad de Normandía, llamado Elsín, en una furiosa tempestad de mar, tuvo revelación que evitaría el naufragio si hacía voto a Dios de celebrar en su monasterio la fiesta de la Inmaculada Concepción. Hizo el voto, la tempestad cesó, y la fiesta fue celebrada con la mayor solemnidad. De Normandía pasó la celebridad a Inglaterra, donde se solemnizó todavía más por el celo y devoción de San Anselmo; de Inglaterra pasó luego a Francia. La iglesia de Lyon, tan célebre por su antigüedad, por el número de sus mártires, y singularmente por su tierna devoción a la Santísima Virgen, fue la primera en celebrar públicamente la fiesta de su Inmaculada Concepción el año de 1545. La fiesta de la Inmaculada Concepción se ha celebrado cada año en ella con más solemnidad; y se puede decir que, como en la Cristiandad no hay iglesia particular más noble, más ilustre y más respetable que la de Lyon, tampoco hay otra más amante de promover la gloria y el culto de la Virgen Santísima. Sus méritos y costumbres, épocas sagradas de la más venerable antigüedad, publican bastantemente cuál es su devoción á la Virgen María. Ninguna de sus fiestas deja de celebrarse con solemnidad. Se ven siempre quince ministros oficiando en el altar el día de todas sus fiestas.

Jamás se pronuncia en el Oficio el nombre de María, sin que se haga en señal de respeto una genuflexión o inclinación de cabeza. Todos los días se cantan al fin de Completas una antífona y una oración particular en honra suya. Y, cinco veces al año, todos los miembros de este ilustre cabildo, con velas encendidas en las manos, se ven cantar himnos de alabanza y de acción de gracias a honra de la Santísima Virgen.

Aunque la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen Santísima no sea de precepto sino después de las bulas de Sixto IV, sin embargo, se celebra ya por devoción en la mayor parte de las iglesias de Inglaterra, Francia, Italia y España, y en todas partes con mucha piedad y fruto.

El año de 1647, el emperador Fernando III de este nombre hizo una igual consagración de su persona y de los estados a la Santísima Virgen, bajo el título de su Concepción Inmaculada; y, para hacer eterna la memoria de este ofrecimiento, mandó erigir en la Plaza Mayor de Viena una soberbia columna adornada de emblemas y de figuras, que son otros tantos símbolos de la victoria que María ha conseguido sobre el pecado. Casi en los mismos términos, el rey don Juan I de Aragón y de Valencia, el año de 1394, hizo igual consagración de su persona y de su reino a la Virgen Santísima en Zaragoza, con una declaración auténtica en favor de la Inmaculada.

En el Oficio compuesto por un religioso de Verona para la fiesta de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, y publicado en dos bulas de Sixto IV, cuyo principal fin es declarar que fue enteramente preservada del pecado original, se encuentra una oración, que es la que ya regularmente se dice en toda España.

Pero entre los días más memorables señalará la historia de la Iglesia el 8 de Diciembre de 1854, en que la augusta Madre de Dios recibió de la Cátedra de la verdad un nuevo triunfo. Roma presenció en dicho día uno de los espectáculos más tiernos y conmovedores que han visto las generaciones todas. La Iglesia entera batió palmas porque el dogma, proclamado el 8 de Diciembre en la basílica Vaticana por el Vicario de Jesucristo, era creído y celebrado con anticipación por la voz de todos los obispos, y por las oraciones y súplicas más ardientes de todos los fieles de la Iglesia universal.

Acabado de cantar el Veni Creator Spiritus, se levantó el Papa Pío IX, y dijo la oración. Luego, en presencia de toda la Iglesia católica, representada por 54 cardenales, un patriarca, 42 arzobispos, 100 obispos, más de 200 prelados inferiores, por muchos miles de sacerdotes y religiosos de todas las Ordenes, ritos y naciones, sin contar 50.000 fieles, a lo menos, de todas condiciones y nacionalidades; cubierto con la tiara y como Doctor supremo, facultado para interpretar las sentencias y tradiciones, y pronunciar los dogmas de fe, comenzó a leer la bula Ineffabilis Deus, con acento grave y majestuoso. Después de haber invocado a la Santísima Trinidad y a los santos apóstoles Pedro y Pablo, al llegar al punto de la Inmaculada Concepción se le enterneció la voz, se arrasaron en lágrimas sus ojos, y al decir las palabras solemnes declaramos, pronunciamos y definimos, su emoción y sus sollozos le embargaron el habla, viéndose precisado a interrumpir la lectura del documento y a enjugarse el arroyo de lágrimas que brotaba de sus ojos. Dominada algún tanto su emoción, continuó la lectura con aquella entonación firme y llena de autoridad que conviene al Juez de la fe. No se sabía si predicaba o leía, tan tierna y enérgica era su voz, notándose bien á las claras que hablaban en él al mismo tiempo el Padre de la Cristiandad, el hijo devoto de María, el Supremo Pastor de la Iglesia y el Juez infalible de la fe y de las costumbres; mejor dicho: quien habló por su boca fue el Espíritu Santo, que une con el oráculo del Doctor de la verdad los sentimientos de un corazón totalmente consagrado a María.

Se emocionó de nuevo cuando, después de haber declarado que la creencia en este misterio ha sido en todos los siglos creencia católica, y que, por consiguiente, la deben profesar todos sus hijos; y después de haber establecido las penas en que incurrirían los que fuesen tan temerarios que la contradijesen, llegó al punto de referir las gracias de que se reconocía deudor él mismo a la Purísima Madre de Dios; de las esperanzas que fundaba en su protección para alivio de los males de la sociedad y de la Iglesia, y del gozo que sentía al enaltecer la gloria de Aquella que había sido siempre el objeto de su amor, y de la cual emanan todos los bienes y todos los dones del Cielo. ¡Qué hermoso estaba el Papa Pío IX derramando lágrimas de ternura en el acto de coronar a su Madre amadísima! Lágrimas preciosas que, recogidas por los ángeles, brillan como diamantes sobre la corona que la Reina de los mártires y de los ángeles reservaba en el Cielo para el Pontífice que le ha tributado gloria tan magnífica.

Pero esa brillante corona, que puso sobre la cabeza de nuestra Reina y Señora la palabra del Vicario de Jesucristo, había de tener un signo material, que la simbolizase y transmitiese su memoria á las futuras generaciones. No lo olvidó el Papa Pío IX. Una corona de oro fino, esmaltada con riquísimas piedras preciosas, adorna la frente de la Virgen Inmaculada, que ha representado perpetuamente el arte del mosaico sobre el altar mayor de la capilla de los Canónigos, en el Vaticano. Concluido el Te Deum, el Papa bendijo tan espléndida diadema sobre el altar mismo de la Confesión, y procesionalmente, con el debido acompañamiento, fue el Papa Pío IX mismo á llevar á la venerada sagrada imagen la corona, costeada por la piedad del insigne Capítulo de San Pedro. Con sus sagradas manos la colocó sobre la frente de la augusta Soberana de Cielos y Tierra, en presencia de toda la Iglesia, allí representada por obispos y fieles de todas las naciones de la Cristiandad.

La Iglesia entera se asoció en este día al afortunado pueblo de Roma. Le manifestó por modo solemnísimo la hermosa unidad católica, que sólo brilla en la verdadera religión. Con inusitados festejos celebró la Ciudad Eterna la por tantos siglos suspirada declaración del dogma de la Inmaculada Concepción de María; e indescriptible fue el entusiasmo, que se manifestó en todas partes con suntuosas fiestas religiosas y santos regocijos. No fue la última la católica España, ni podía serlo, no obstante de verse comprimida en sus manifestaciones religiosas por la impiedad que imperaba en el famoso y malhadado bienio, teniendo que limitar sus sentimientos y sus gozos a las paredes de los templos.

Para perpetuar la memoria de la solemne definición dogmática de la Inmaculada Concepción de la Virgen, dispuso el Papa Pío IX erigir un monumento en Roma, y para dar testimonio de que este misterio fue sostenido siempre por modo singular, pues la nación española quiso que el monumento se levantara en la Plaza de España, donde continúa. Para él contribuyeron con ofrendas, además de Su Santidad, gran número de fieles de todas partes. Se destinó al efecto una bella columna de mármol de Corinto, hallada en Campo Marzo en 1778; y la dirección de la obra se confió al célebre arquitecto Luis Poletti. Se levanta la columna monumental frente a la fachada del Colegio De Propaganda Fide, apoyada sobre una gran base octógona, de la cual arrancan cuatro pedestales, que sostienen las estatuas de mármol de los Profetas que hablaron por modo especial de la Virgen Inmaculada. Estas representan en colosales dimensiones a Moisés, a David, a Isaías y a Ezequiel, labradas por distintos autores. Cada una de las cuatro caras principales de la base contienen en bajo relieve en mármol: la Definición del dogma de la Concepción; el Sueño de San José; la Comunión de la Virgen y la Anunciación, ejecutados por varios artistas. La estatua de la Virgen, que remata el monumento, fue modelada por Ofici, autor también del grupo de la parte inferior, que representa los emblemas de los cuatro Evangelistas, sosteniendo un globo terrestre, sobre el cual brilla la estatua. Esta obra fue fundida en bronce por Luis Derossi. Pueden leerse en el monumento inscripciones análogas al objeto y un monograma de la Virgen. La altura total de este soberbio monumento es de treinta metros. La estatua de la Virgen mide más de tres metros. Fue inaugurado por el Papa Pío IX el 8 de Septiembre de 1857.

Para terminar, recordaremos que además de la fiesta solemne de este día, que es la principal, la Iglesia celebra este misterio en otros dos días, a saber: el 11 de Febrero, en memoria de la aparición primera de la Concepción Inmaculada en Lourdes, en 1858; y el 26 de Noviembre, en memoria de la Inmaculada Concepción con el título de la Medalla Milagrosa, cuya aparición acaeció en 1830.

La Misa es en honra de la Inmaculada Concepción, y la oración la siguiente:

¡Oh Dios, que, por la Inmaculada Concepción de la Virgen, preparaste una morada digna para tu Hijo! Te suplicamos que, así como por la muerte prevista de este Hijo la preservaste de toda mancha, nos concedas también, por su intercesión, la gracia de ir a Vos después de esta vida purificados de nuestros pecados. Por Nuestro Señor Jesucristo, etc.

La Epístola es del cap. 4 del libro de los Proverbios.

 

El Señor me tuvo consigo al comenzar sus obras, desde el principio, antes de hacer cosa ninguna. Desde la eternidad tuve Yo el principado, y desde lo antiguo, antes de que fuese la Tierra. No existían aún los abismos, y ya estaba Yo concebida. Ni habían brotado las fuentes de las aguas, ni los montes estaban sentados sobre su pesada mole; antes que los collados estaba Yo parida; todavía no había hecho Él la Tierra, ni los ríos, ni los quicios del mundo. Cuando disponía los Cielos, estaba Yo presente; cuando cercaba los abismos con cierta ley en sus confines, cuando formaba allá arriba los aires, y suspendía las fuentes de las aguas; cuando fijaba al mar sus confines, e imponía ley a las aguas para que no traspasasen sus límites; cuando echaba los fundamentos de la Tierra estaba Yo con Él disponiendo todas las cosas, y me deleitaba todos los días jugando delante de Él continuamente, jugando en el Universo, y mis delicias (son) el estar con los hijos de los hombres. Ahora, pues ¡oh hijos!, oídme: Bienaventurados los que andan mis caminos. Oíd mi doctrina, y sed sabios, y no queráis despreciarla. Bienaventurado el hombre que me escucha, y que vela todos los días a la puerta de mi casa, y aguarda a los umbrales de mi puerta: el que me hallare, hallará la vida, y recibirá del Señor la salvación.

REFLEXIONES

El Señor me ha poseído desde el principio de sus caminos. ¿Quién es esta hija favorecida del Cielo, a quien la Iglesia aplica estas palabras, y que puede gloriarse de no haber estado jamás bajo la esclavitud del demonio? Es una pura criatura que Dios escogió por Madre desde la eternidad. ¿Nos pasmaremos, a vista de esto, de que el Señor haya sido tan celoso de la posesión de su corazón, y de que se haya reservado sus primeros homenajes? Es un templo donde debe residir toda la plenitud de la Divinidad. ¿Debe pasmarnos el que Dios no sufra en él la menor profanación? No es hombre, es Dios para quien se prepara esta habitación. (Par. 9.) Es preciso que María sea exenta del pecado original, porque el Hijo de Dios debe nacer en su seno como en su templo; y el primer uso de su destino y de su oficio merece el privilegio de su santidad. No se debe discurrir de su Concepción como de la concepción de los otros hombres. María parece exteriormente una mujer como las demás; pero es un templo que la gracia prepara para Dios. Y si para honrar el templo de Jerusalén quiso Dios, en cierto modo, prepararse Él mismo, bajando sensiblemente en figura de una nube, ¿no era preciso que, habiendo formado el designio de bajar al templo vivo de María, le consagrase también? En este templo no debe preceder la construcción a la consagración, como sucede en los otros: es necesario que el primer momento de su vida sea asimismo el de su consagración, para que de este modo se pueda decir de ella lo que se dijo del templo de Salomón, que Dios le llenó de su majestad y de su gloria. De tal suerte llenó Dios todos los estados de la vida de María, de su gracia y de su gloria, que ninguno estuvo vacío de Dios, y, por consiguiente, el primer momento de su concepción estuvo lleno de su majestad y consagrado con su gloria. En el templo de Salomón no se oyó, cuando se edificaba, ni martillo, ni cuña, ni ruido de otro instrumento: figura perfecta de la pureza y de la santidad de la Concepción y de toda la vida de la Santísima Virgen. Es esta Señora el Arca de Noé, que se salva sola de las aguas que anegaron a todos los habitadores dé la tierra. Es el Arca de la Alianza, fabricada de una madera incorruptible, y adornada de un oro finísimo por dentro y por fuera. Es un espejo sin mancha, que jamás ha sido empañado con el soplo de la serpiente. Es una sangre de que el Espíritu Santo debe formar un cuerpo para el mismo Dios. ¿No es justo, pues, que impida el que se corrompa? El Santo de los santos ¿podría unir a Sí una carne manchada con el pecado? Aprendamos de la Iglesia á reverenciar en María una prerrogativa tan singular, sin querer escudriñar este misterio con una curiosidad infiel que deroga mucho a la gloria de la Madre del Salvador. Podemos aprender de esta prerrogativa la idea que es preciso formar de la gracia santificante por la distinción que Dios pretende hacer de María, dándosela desde el primer instante de su origen; y asimismo el horror que Dios tiene al pecado, y el que nosotros debemos tener; pues Dios exime a María de la ley común para no unirse a una carne que hubiera estado un solo momento manchada con el borrón del pecado.

Nosotros no podemos embarazar el ser concebidos en pecado; pero podemos y debemos vivir sin pecado, con la ayuda de la gracia, que a ninguno falta.

El Evangelio es del cap. 1, versículos 26 al 28 de San Lucas.

En aquel tiempo envió Dios al ángel Gabriel á una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una Virgen, desposada con un varón, por nombre José, de la casa de David, y el nombre de la Virgen era María. Y, habiendo entrado el ángel adonde Ella estaba, le dijo: Dios te salve ¡oh llena de gracia! El Señor es contigo; bendita Tú eres entre todas las mujeres.

MEDITACIÓN

De la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen.

PUNTO PRIMERO.—Considera que por la Inmaculada Concepción de la Virgen Santísima se entiende aquel insigne y singular privilegio por el cual preservó Dios a esta dichosa criatura de la mancha del pecado original, que inficionó a toda la posteridad de Adán. Todo el mundo sabe que el privilegio es una ley particular que exime a las personas privilegiadas de una ley común a que todos los demás están sujetos. El privilegio, pues, tanto es más apreciable cuanto la ley de que exime es más universal y más dura. María, en su concepción, fue substraída de la ley que sujetaba los hombres al pecado. ¿Y hubo jamás ley más dura y más común? Imagina, si es posible, el valor, la grandeza, la excelencia del privilegio de la Inmaculada Concepción de María. Conociendo á Dios la Santísima Virgen, y amándole en aquel alto grado en que le conocía y amaba, ninguna prerrogativa, ninguna gracia, ninguna dignidad le hubiera parecido capaz de indemnizarla de la desgracia de haber estado un solo momento en la enemistad de su Dios. Aprendamos la idea que debemos formar del pecado. A la verdad, si la augusta calidad de Madre de Dios pedía que fuese exenta de toda corrupción después de su muerte, y de toda mancha de pecado venial durante su vida, ¿cuánto más pedía esta dignidad incomprensible que fuese exenta del pecado original? ¿Qué apariencia de verdad podría tener, qué decencia sería el que la Madre de Dios hubiese estado en el primer instante de su vida bajo la tiranía del demonio? ¿Qué bien parecería que, pudiendo Dios eximirla de él tan fácilmente, hubiese querido que fuese su esclava? Por otra parte, ¡cuán glorioso es para la Madre de Dios este insigne privilegio! ¡De cuántos dones, de cuántos privilegios no es origen y fundamento! Supuesta esta verdad, la Santísima Virgen fue colmada de los más grandes favores en este primer momento, y en este primer momento estuvo ya llena de gracia: Vos sola poseéis, dice San Bernardo, todas las virtudes y méritos de todos los santos juntos. ¿Con qué devoción, pues, y con qué culto no se debe honrar y celebrar el primer momento de la más santa vida? Como todos los ríos entran en el mar, dice San Buenaventura, así todos los torrentes de gracias y bendiciones que salen del seno de Dios y se reparten por todos los santos se reunieron en el corazón de María en el primer momento de su vida, en el cual fue ya santificada. ¡Cuán justo y debido es celebrar este dichoso momento con todas las demostraciones de gozo y de la solemnidad más perfecta! Un hijo bien nacido mira como la más natural y más justa obligación el tomar toda la parte que puede en las prosperidades y en la gloria de su madre. La naturaleza, la razón, el reconocimiento inspiran a todos los hijos estos sentimientos. Se han visto y se ven todos los días soberanos que hacen dar a sus madres los honores del triunfo, que ellos mismos han rehusado para sí, deseando que los pueblos hiciesen fiesta sólo para honrar a sus madres. ¡Cuál debe ser, pues, el gozo, la veneración, la alegría de todos los verdaderos fieles en este día! ¡Con qué devoción, con qué gusto, con qué fervor no debemos celebrar la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios! De todas las fiestas instituidas á honra suya, ¿qué otra le es más agradable, y en qué otra se complace más? Nuestra tibieza y nuestra indiferencia en esta ocasión ¿no serían una prueba de nuestro poco reconocimiento, de nuestra poca confianza y de nuestro poco amor? El no tener sino una mediana devoción a la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios ¿podría ser una prueba sensible de nuestra veneración y de nuestra ternura?

PUNTO SEGUNDO.—Considera que en esta admirable santificación hay tres prerrogativas singulares, tres ventajas que jamás se han encontrado juntas en la santificación de otra pura criatura, y son: que la santificación de la Santísima Virgen fue original, inalterable, y siempre fue en aumento. Los ángeles, Adán y Eva, fueron creados con la gracia santificante, pero podían perderla; y, en efecto, Adán y Eva la perdieron, como también los ángeles rebeldes. Pero María, en su inmaculada Concepción, estuvo llena de una santidad que jamás perdió, y que era incapaz de perderla, no por naturaleza, sino por gracia. Los apóstoles fueron confirmados en gracia después de la venida del Espíritu Santo; pero, además de haber sido pecadores, no estaban exentos de faltas leves; al paso que María, desde el primer instante de su vida, fue inmutablemente abrasada del más puro amor de Dios, inmutablemente unida con su Dios, y por un particular favor exenta toda su vida de faltas aun las más leves. Los bienaventurados en el Cielo están libres de toda imperfección, y gozan de una santidad incapaz de alteración; pero esta santidad no puede crecer, ni ser más perfecta; pero la de María siempre fue creciendo, multiplicándose al infinito, por decirlo así, todo el tiempo que vivió sobre la Tierra. Esta primera gracia estuvo acompañada de los dones del Espíritu Santo, de los hábitos infusos, de las virtudes morales e intelectuales de los dones de profecía, de milagros, de inteligencia de las Escrituras en el más alto grado de perfección. Las nieblas que ofuscan el entendimiento de los otros niños no obscurecían las luces del suyo. Su corazón no estuvo ocupado desde entonces sino en amar ardientemente á aquel divino Esposo de quien debía ser un día Madre; y el tiempo que es perdido para el resto de los hombres, fue para ella un tiempo de mérito y de bendiciones. ¡Qué gracia, qué gloría la de María en este primer momento! No se puede decir, ni aun se puede comprender, lo que valió este privilegio. Porque ¿qué progresos no debía hacer en la santidad un alma que tenía más gracia que todos los serafines, y que no sentía imperfección alguna de la naturaleza corrompida? ¿A qué grado de contemplación no debió elevarse la que no sentía el peso de su cuerpo, y la que tenía un espíritu tan ilustrado? ¿Cuál debió ser el exceso de su amor á Dios, pues lejos de que le entibiasen las demás pasiones, podía hacer servir todas ellas para inflamarla más y más cada instante? ¡Cuál debe ser, Dios mío, nuestra admiración, nuestra ternura, nuestra veneración para con Vuestra Madre en este primer instante de su Concepción! Pero ¡con qué devoción debemos celebrar esta fiesta!

Virgen santa, Virgen inmaculada, yo creo firmemente que Dios te poseyó desde el principio; creo que no sólo tu Concepción, sino también toda tu vida, estuvo sin mancha; y que amaste a Dios sin interrupción alguna hasta el último instante de tu vida. Haz, Virgen, santa, que por esta confianza que tengo en tu bondad entre en la amistad de tu Hijo para no perderla jamás, y que, honrando toda mi vida tu Concepción inmaculada, lo mejor que me sea posible, alcance por tu intercesión la gracia de una santa muerte.

JACULATORIAS

Eres toda hermosa, amada Madre mía, y no hay mancha alguna, en Ti. — Cant., 4.

Todos los que celebran ¡oh Virgen santa! tu Inmaculada Concepción, experimenten los efectos de tu protección .—Eccl.

PROPÓSITOS

1. Como no hay misterio de la Santísima Virgen, ni fiesta establecida a honra suya, que le sea más agradable que la de su Inmaculada Concepción, se puede decir que tampoco hay otra en que la Santísima Virgen sea más bondadosa para los que la celebran con fervor y tienen particular devoción a este misterio. Sé tú de este número; ten toda tu vida una singular devoción a esta Inmaculada Concepción: quiero decir, que no se te pase día alguno sin honrar a la Virgen Santísima concebida sin pecado. Da gracias a Dios todos los días por este privilegio singular, por esta gracia única que hizo a su Madre. Ten en tu oratorio o en tu cuarto la imagen de la Inmaculada Concepción de María. Saluda muchas veces entre día con esta corta oración jaculatoria: Dios te salve, María, concebida sin pecado original. Inspira esta santa devoción a tus hijos, a tus criados, a tus amigos y a todo el mundo. Celebra esta fiesta con más solemnidad que las otras. Reza todos los días el Oficio parvo de la Inmaculada Concepción, lo cual puedes hacer cómodamente mientras oyes Misa. Se ha notado, de muchos siglos a esta parte, que no hay santo ni verdadero devoto de la Virgen que no tenga especial devoción a su Inmaculada Concepción.

2. Es una obra de piedad, muy agradable a la Madre de Dios, vestir de blanco el día de hoy a alguna pobre doncella, en honra de este misterio. También es una obra muy piadosa celebrar su octava, haciendo cada uno de los ocho días una oración, una limosna, o alguna otra buena obra con esta intención, y comulgando lo más a menudo que se pueda durante esta octava. Si hay una iglesia o capilla donde la santa Virgen sea honrada particularmente bajo la invocación de la Inmaculada Concepción, ve a ella a hacer oración una vez cada, día de la octava.

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