Entre todas las
festividades que celebra la Iglesia en honor de la Santísima Virgen, no hay otra que sea más
gloriosa que la de la Inmaculada Concepción; por tanto, ninguna debe excitar
más la devoción de los fieles. En esta festividad celebramos aquel primer
instante en que María, saliendo de la nada, se encontró, por una especial
gracia, perfectamente hermosa a los ojos de su Creador; quien, habiéndola formado como la obra
más cumplida y más cabal de su Omnipotencia, y habiéndola colmado al mismo
tiempo de todos los dones más liberalmente que jamás lo había hecho en favor de
todas las criaturas, halló en ella un objeto digno de su amor y de sus más
dulces complacencias. Este primer momento tan ignominioso y tan fatal a todos
los hombres, pues todos comienzan a ser hijos de ira desde el instante mismo
que empiezan a vivir, esclavos del demonio tan pronto como hombres [por ser
concebidos con el pecado original; este pecado se borra con el bautismo pero no
sus consecuencias que es la debilidad de la naturaleza humana caída, fomes
peccati, muerte, etc.]; este momento es en María el principio y origen de todas
las bendiciones que Dios puede derramar sobre una pura criatura. Este primer
momento, vergonzoso para todos los hombres, es un momento de gloria para Ella.
Hija del Altísimo, heredera del Cielo, digna esposa del Espíritu Santo, precioso
objeto del amor de Dios, ve a todos los hijos de Adán esclavos del demonio,
herederos del infierno [y limbo de los párvulos, que es infierno] y víctimas de
la justicia divina.
Si, Virgen santa,
exclama el sabio Idiota: Vos sois toda hermosa en todo el curso de vuestra
vida, sin exceptuar un solo momento, y jamás ha habido en Vos mancha alguna de
pecado, sea mortal, sea venial, sea original. María sola ha sido dispensada, por un privilegio
singular y único, de aquella ley general de que nadie se ha exceptuado. No por
Ti, sino por todos, se ha puesto esta ley, podemos decir de María, mejor que
Asuero de la hermosa Ester. (Esth., 15.) María en su concepción fue exenta de
aquella ley general; y esto es lo que se entiende por la Inmaculada Concepción
de la Santísima Virgen; quiere decir, que María no tuvo parte alguna en el
pecado del primer hombre; y, por consiguiente, que jamás contrajo la mancha del
pecado original que inficionó toda la descendencia de Adán. Dios, por una
gracia especialísima, hizo en favor de María una excepción de la ley. Sola
Ella, por un privilegio tan señalado, no fue envuelta en aquel naufragio
universal. Se debe exceptuar de la ley general la Virgen María, cuando se trata
del pecado, dice San Agustín; quien no puede sufrir ni aun que se ponga en
cuestión si estuvo jamás sujeta á él. (Lib. de Nat. et Grat., cap. 36.) La
razón que alega el Santo manifiesta todavía mejor su pensamiento. Porque
sabemos, añade este gran doctor, que esta incomparable Virgen recibió tanto
mayores gracias para triunfar enteramente del pecado cuanto mereció concebir y
llevar en su casto seno a
Aquel que jamás fue capaz de pecado alguno. Esto es lo que movió a los Padres del Concilio
de Trento a
declarar que no era su intención comprender a la bienaventurada e inmaculada Madre de Dios en el decreto en que se
trataba del pecado original. (Sess. 1.) No habiendo, pues, querido el santo
concilio confundirla con el resto de los hombres en la ley general del pecado,
¿quién se atreverá á
envolverla en esta maldición común?
Este es también el
motivo que ha tenido la Iglesia, gobernada por el espíritu de Dios, para
instituir esta fiesta particular bajo el título de la Concepción de María. En
ella pretende honrar la gracia privilegiada y milagrosa que santificó a la Santísima Virgen en el
momento que fue concebida.
En este dichoso momento
se cumplió en ella, dicen los Padres, lo que Dios había predicho a la serpiente: Ella te
quebrantará la cabeza. (Gen., 3.) El pecado original, dice San Agustín, es como
la cabeza de la serpiente infernal; pues este pecado es el principio fatal por
el cual el demonio se hace dueño del hombre. (Apud Ench., serm. de Conc.) Habiendo
sido María libertada de la mordedura de esta serpiente en su Inmaculada
Concepción por una gracia preveniente, dice el célebre Jacobo de Valencia,
Obispo de Crisópolis, fue propiamente en este momento cuando le quebrantó la
cabeza (Serm. Magníficat); y este insigne privilegio fue quien le hizo decir:
No se alegrará este enemigo sobre Mí.
En virtud de esta
predilección la llama la Iglesia la Primogénita entre todas las puras
criaturas, y la aplica estas palabras de los Proverbios: El Señor me poseyó
desde el principio de sus caminos. Dios la protegerá desde el amanecer, desde
el primer momento de su vida. Dios la ayudará por la mañana muy temprano, dice
el Profeta. (Ps. 45.) Él Altísimo santificó el tabernáculo que escogió para
habitar en él. La santidad más pura debe adornar su casa. (Ps. 32.) Era decente
y convenía, dice San Anselmo, que la Virgen que Dios había escogido para Madre
suya fuese de una tal pureza, que no se pudiese imaginar otra mayor en alguna
criatura. (De Conc. B. V.) Habiendo sido criados los ángeles en el estado de la
inocencia, la Reina de los ángeles, dicen los Padres, ¿debía cederles un solo
momento en santidad? ¿Cómo era posible que la gracia que Dios concedió a Eva, la primera mujer
que trajo al mundo la muerte, la negase a María, que debía dar a luz al Autor de la vida? Es cierto, dice
San Ildefonso, que fue exenta de todo pecado original Aquella por la cual, no
sólo hemos sido libertados de la maldición que había traído sobre nosotros
nuestra primera madre, sino que hemos alcanzado toda suerte de bendiciones. (De
partu Virg.) ¿Se podría creer que aquel Dios que crió a la primera virgen sin pecado, haya negado
este privilegio a
la segunda, dice San Anfiloquio? (De Deipar.) Debiendo la carne de Jesús ser
una porción de la carne de María, según la expresión de San Agustín (Serm. de
Assumpt.), ¿se podría imaginar que este Dios de pureza, tan celoso de la
inocencia y de la santidad más perfecta; que este Dios que tiene un horror
infinito a la
mancha que deja el menor pecado, hubiese permitido que la carne de María, de la
cual debía formar su propio cuerpo el Salvador del mundo, hubiese sido jamás
manchada? No quiera Dios, exclama San Bernardo, que nos venga al pensamiento el
que esta dichosa morada, donde el Verbo hecho carne habitó nueve meses, haya
necesitado jamás de ser purgada de la menor mancha. (Serm. 2.)
Dijo Dios: Hágase la
luz, y la luz fue hecha. Esta luz pura, dice San Vicente Ferrer, es la feliz
concepción de la Virgen María, porque fue hecha sin tinieblas ni sombra alguna
de pecado. (Serm. 2 de Nat.) No creáis, continúa el mismo Padre, que la
Concepción de María haya sido como la nuestra. Nosotros somos concebidos todos
en pecado; pero, en la Concepción de María, lo mismo fue formarse su cuerpo y crearse su alma que ser Ella
santificada; y en este mismo instante, añade, por haberse encontrado del todo
pura, del todo santa, del todo hermosa a los ojos de Dios, los ángeles en el Cielo
celebraron, por decirlo así, la fiesta de su Concepción.
Queriendo Dios escoger
una Madre que fuese digna de Sí, para distinguirla no se propuso ni las
ventajas del nacimiento, ni los bienes de fortuna, ni lo elevado de la
condición, ni el resplandor del poder mundano, ni todo aquello que las
cualidades naturales tienen de más brillante, sino sólo la gracia santificante,
dada desde el primer momento de su Concepción. Habiendo el Verbo Eterno
resuelto hacerse Hombre, siendo arbitro de elegir una Madre que estuviese sobre
el Trono, y de hacerla Soberana de todos los reinos del mundo, en nada menos piensa
que en eso. Si la hace nacer de una sangre ilustre que había juntado el
sacerdocio y el reino, no es tanto, en vista de la nobleza, cuanto por
recompensar la fe de Abraham, de Isaac, de Jacob y la santidad de David;
porque, si hubiera buscado el esplendor del nacimiento, ¿hubiera escogido una
nobleza confundida con la plebe, reducida á la condición de artesano, pobre,
obscura, sin nombre, sin cargos y sin empleos? No piensa el Señor en todas
estas ventajas que tienen tanto atractivo para nosotros. Estos bienes naturales
serían comunes á María con todas las gentes del mundo; la Madre de un Dios
merece una distinción, un privilegio que la sea de tal modo propio, que no
convenga a otra
persona que a Ella.
Pues ¿cuál es esa ventaja que Dios se propone con preferencia a todas las otras, y que
hace el carácter y distintivo de la grandeza de María? ¿Cuál es esta insigne
gracia que la hace digna de ser Madre de Dios? ¿Cuál es este privilegio
singular que la distingue de los Jeremías, de los Bautistas, de todos los más
grandes santos y de todas las vírgenes? Es, sin duda, la gracia insigne y
especial, que distingue tanto el primer momento de su Concepción. La
santificación en el seno de su Concepción.
La santificación en el
seno de su Madre, un nacimiento del todo santo no hubieran sido un privilegio
particular de la Madre de Dios, que, en sentir de los Padres, recibió más
gracia Ella sola y más insignes favores que todos los santos juntos, y a quien Dios dio todas
las gracias, toda la perfección, toda la gloria que el entendimiento puede
concebir en una pura criatura, dice Santo Tomás de Villanueva, y todavía más de
lo que el espíritu humano puede concebir (Serm. 2 de Nat.); en fin, dice San
Bernardino de Sena, a
quien Dios dio una gracia tan grande y tan singular cual podía darse a una pura criatura. No
hay, propiamente hablando, otra prerrogativa que la de su Inmaculada
Concepción, que la distinga de todo lo criado.
Toda
eres hermosa en tu Concepción, dice el sabio
Idiota: ved aquí la sola prerrogativa que el Señor ha juzgado digna de la Madre
que escogió; y ved aquí también lo que da un lustre singular a la gloria de la Madre
de Dios. Este privilegio único es el que tira el último rasgo de semejanza
entre ella y los retratos enigmáticos que el Espíritu Santo ha hecho de ella;
entre esta Señora y todas aquellas figuras misteriosas que nos la representan,
ya bajo el símbolo de la azucena, cuya blancura se hace admirar en medio de las
espinas (Cant., 4), ya bajo el de un jardín cerrado a la serpiente y de una fuente sellada. La
Santísima Trinidad cerró de tal suerte este jardín, dice Ricardo de San
Lorenzo, que ha sido impenetrable á todo insulto enemigo. ¿Qué apariencia,
dicen los Padres, hay que la que debía ser Madre de Dios fuese un solo momento
objeto de su odio; que la Reina de los ángeles y de los hombres fuese un solo
instante esclava del demonio; y, en fin, que la gracia de la inocencia original,
concedida á los ángeles y a
Eva, fuese negada a
María?
¡Qué votos, Dios mío,
por espacio de cinco mil y ciento noventa nueve años para ver aparecer al
Redentor de los hombres! Sepultados todos los mortales en las tinieblas que se
habían esparcido sobre la faz de la tierra desde el pecado de Adán, suspiraban
por aquel hermoso día que debía producir el Sol de Justicia. La Inmaculada
Concepción de María es la aurora de este día, dice el venerable Pedro de Cluni.
¡Qué gozo ver aparecer la aurora cuando se espera con impaciencia el día! La
memoria de este gozo tan puro, el primer momento en que esta aurora aparece sin
sombra alguna, es lo que la Iglesia celebra en este día; y como no puede la
Iglesia hacer fiesta sino de lo que es santo, según Santo Tomás, la que celebra
en este día demuestra la santidad de esta Concepción Inmaculada.
María es aquella vara
derecha de que habla el Espíritu Santo, dice San Ambrosio, en la que no se
halló ni el nudo del pecado original ni la corteza del actual. Esto hizo decir
á San Juan Damasceno que la naturaleza, antes de producir su efecto respecto de
María, había esperado, por decirlo así, que la gracia produjera el suyo. Los
otros hombres, dice San Buenaventura, han sido levantados de su caída por la
gracia del Redentor; pero María ha sido sostenida para que no cayera. (In. 3,
dist. 2.) Esto hizo decir a
San Bernardino que María era la Primogénita del Redentor del mundo. El impedir
la caída es un beneficio mucho mayor que el levantar al que ha caído.
San Buenaventura se
explica sobre este insigne favor de un modo todavía más preciso: digo que
nuestra Señora fue llena de la gracia preveniente en su santificación, dice
este seráfico doctor, esto es, de una gracia preservativa de la mancha del
pecado original, el que hubiera contraído por la corrupción de la naturaleza si
no hubiera sido preservada por una gracia especial, con la que fue prevenida
(Bonav., dist. 13); porque se debe creer que por un nuevo género de
santificación la preservó el Espíritu Santo del pecado original, no porque
estuviese ya en Ella, sino porque, si hubiera entrado por una gracia singular,
no hubiera sido preservada de él. (Id., Sermón de B. V.)
El angélico doctor Santo
Tomás, oráculo de la teología, y uno de los más devotos de la Santísima Virgen, no se
explica menos claramente sobre su Inmaculada Concepción. He hallado, dice, un
hombre sin pecado, es a
saber, Jesucristo; pero no he hallado mujer alguna que fuese totalmente exenta
de él, hasta del original y venial, fuera de la Santísima Virgen, toda pura y digna de toda
alabanza. (In. Epist. ad Gal.) Bien se puede hallar, dice en otra parte, una
criatura más pura que todo lo que hay puro entre lo creado, si se halla exenta del pecado
original; y tal fue la pureza de la bienaventurada Virgen, la que fue exenta de
todo pecado original y venial. (In 1 Sent., dist. 44, art. 3.)
En este mismo sentido
habla de la Inmaculada Concepción de Maria San Bernardo, uno de los más devotos
de la Señora, cuando, en su sermón sobre la Salve Regina, exclama: Vos habéis
sido inocente, María, así por lo que mira al pecado original, como a los actuales, y no hay
otro que lo sea sino Vos sola... Porque de todas partes, esto es, de parte del
pecado original y del actual, sois inocente Vos sola: todos los otros, si
fueran preguntados, ¿qué podrían decir sino lo que dice el Apóstol San Juan? Si
decimos que no tenemos pecados, mentimos; no hay uno entre los hijos de los
hombres, ni grande ni pequeño, que esté dotado de una tan grande santidad, ni
tan privilegiado que no esté concebido en pecado, excepto la Madre de Aquel que
no puede tener pecado, sino que quita Él mismo los pecados del mundo. (Serm. 15
in Coena Dom.) Estas palabras las tomó San Bernardo de San Agustín.
Si esta gracia de
predilección, que María hubiera preferido, en sentir de los Padres, a la maternidad divina:
si el uno ó el otro de estos dos insignes favores se hubieran dejado á su
elección; si esta gracia, si este privilegio ensalza tanto la gloria de María,
no excita menos la devoción de los fieles. Desde el nacimiento de la Iglesia no
ha habido siglo alguno en que la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios no haya
sido el objeto de su veneración y de su culto.
En el primer siglo se
ven los Santiagos, San Marcos y San Andrés en sus liturgias, y especialmente en
la de Santiago [Jacobo] el Mayor, referida por Tesifón y por Alacio. En el
segundo, San Justino, mártir, San Hipólito y San Cipriano. En el tercero, San
Gregorio Taumaturgo, Orígenes y San Dionisio Alejandrino. En el cuarto, San
Atanasio, San Ambrosio y San Antiloquio, que todos hablan de la Santísima Virgen como
exenta por una gracia especial de toda mancha de pecado. La Virgen María, dice
Orígenes, es digna del Digno, inmaculada del Inmaculado, una del Uno, única del
Único (Orig., t. 1 in Matth.) En el quinto siglo tenemos a San Agustín, San Jerónimo,
San Máximo de Turín y a
Teodoreto. En el sexto, a
San Fulgencio y San Sabas, que se cree autor de un Oficio a honra de la Inmaculada
Concepción de la Madre de Dios, al cual San Germán, patriarca de
Constantinopla, añadió una antífona. En el siglo VII están San Ildefonso, Sofronio, patriarca de
Jerusalén, y el sexto Concilio general tenido en Constantinopla, que recibió
con aplauso la carta de este patriarca, quien llama á María inmaculada y exenta
de todo contagio de pecado. En el VIII, Radverto, abad de Corbia; San Juan Damasceno; Raimundo
Jordán, abad de Seles, tan conocido bajo el nombre de Idiota, que tomó por
humildad; y el segundo Concilio general Niceno, que llama a la Santísima Virgen más pura que toda la naturaleza sensible e intelectual; esto es,
más pura que los mismos ángeles, que jamás fueron manchados con el menor
pecado, ni original ni actual. En el siglo ix, Teófanes y las Meneas griegas
tan antiguas (In Moenis. hom. de Ann.); éstos son unos libros eclesiásticos
para el uso de los griegos, donde está bien señalada su devoción a la Concepción
Inmaculada: Por singular providencia, se dice en ellos, hizo Dios que la
sagrada Virgen, desde el mismo principio de su vida, fuese tan pura como
convenía a la que
había de ser digna de tanto bien; esto es, de Cristo. En el siglo X, San
Gilberto y San Anselmo; San
Pedro Damián,
cardenal, y San Bruno, fundador de los cartujos. En el XI, los Beatos Ibos de Chartres. En el XII, Santo Tomás de
Aquino, San Buenaventura y Escoto. En el XIII, San Alberto Magno y Alejandro de Ales. En el
XIV, San Lorenzo
Justiniano. Se cuentan más de cuatrocientos autores de los tres siglos
siguientes, de los cuales setenta son obispos, célebres todos por su piedad y por su ciencia; todos los
cuales han escrito en favor de la Concepción Inmaculada de la Madre de Dios.
Los soberanos pontífices
hablan siguiendo el lenguaje de los Padres. Todos los que han gobernado la
Iglesia después de Sixto IV, excepto tres, que, no habiendo vivido más que un
mes en el pontificado, no han tenido tiempo de mostrar su devoción a la Inmaculada
Concepción de la Santísima
Virgen, todos los otros han procurado excitar el fervor de los fieles
franqueando los tesoros de la Iglesia en favor de todos los que honran con un
culto religioso a esta
Inmaculada Concepción.
El papa Sixto IV, en dos
bulas expedidas a
este fin, publica un Oficio compuesto por un religioso de Verona para la fiesta
de la Inmaculada Concepción de la Virgen, cuyo fin principal es declarar que
fue enteramente preservada del pecado original; y el papa San Pío V, en 1569,
dio permiso á toda la Orden de San Francisco para rezar este Oficio; cuyo
permiso extendió a
todo el clero secular y regular de España el papa Clemente XIII en 1761. El
papa Clemente VII había ya publicado con el mismo fin un Breviario compuesto
por el cardenal Quiñones, en el cual, a más de la oración, hay en los Maitines un
invitatorio en estos términos: Celebremos la Concepción Inmaculada de la Virgen
María, y adoremos a
Jesucristo nuestro Señor, que la preservó. Fuera de esto, en los himnos que
Zacarías, obispo de Guardia, compuso de orden y con la aprobación del papa León
X y de Clemente VII, se dice que nuestra Señora fue creada en estado de gracia. Alejandro VI y
Adriano VI aprobaron que algunas comunidades religiosas tomasen el título de
Orden de la Concepción Inmaculada de la Virgen María, y las honraron
concediéndolas muchos privilegios. Pocos papas ha habido que no hayan concedido
muchas indulgencias á las cofradías erigidas bajo el título de la Inmaculada
Concepción y en favor de esta fiesta. El célebre P. Antiste, de la Orden de
Predicadores, hace mención de una Orden de religiosas, fundada en honor de la
Inmaculada Concepción de la Reina del Cielo, con la autoridad del papa
Inocencio VIII, y confirmada después por Julio II el año 1507, a 17 de Septiembre. En la
Regla que este Papa da a
estas religiosas, después de haber dicho en el cap. 1.° que las que entran en
esta Orden pretenden honrar la Concepción Inmaculada de la Madre de Dios, añade
que, entrar en esta Orden, es hacer un servicio singular a esta augusta Reina.
Manda, igualmente, que las religiosas anden vestidas de un hábito y escapulario
blancos, y de un manto de color azul celeste; y la razón que da de esta
ordenanza es que, con este vestido, dan a entender que el alma de la Santísima Virgen, desde
su creación, fue hecha de un modo particular templo del Hijo de Dios. El papa
Paulo V prohíbe, bajo graves penas, que se predique, se enseñe o se escriba que la Santísima Virgen pecó en
Adán; y Gregorio XV extiende esta prohibición hasta a los discursos particulares y
conferencias. El papa Alejandro VII, en un nuevo decreto de la Inmaculada
Concepción, de fecha 8 de Diciembre de 1661, dice que es una antigua piedad de
los fieles creer que la Madre de Dios fue preservada de la mancha del pecado
original, e hizo
que su fiesta se celebrara en Roma con magnificencia. No hay iglesia particular
que no tenga la misma devoción y procure esmerarse en celebrar con solemnidad
la misma fiesta todos los años.
Se puede decir que se ve
el mismo celo con la Concepción Inmaculada de la Santísima Virgen en los más antiguos Concilios. El
Concilio general de Éfeso,
tenido el año 431, llama a
la Santísima Virgen
Inmaculada, esto es, como lo interpretó Sofronio, citando a San Jerónimo, por eso
Inmaculada, porque en nada fue corrompida. El cuarto Concilio de Toledo del año
de 634 aprueba con elogio el Breviario reformado por San Isidoro, arzobispo de
Sevilla, en el que hay Oficio de la Inmaculada Concepción señalado para toda la
octava, y en todo él se dice preservada, por un privilegio singular, del pecado
original. El Concilio undécimo de 675 hace un elogio de la doctrina de San
Ildefonso, y da bastante a
entender, alabando a
este ilustre devoto de María, que esta señora no fue comprendida en el pecado
original.
La devoción particular
de todas las órdenes
religiosas de la Inmaculada Concepción, el celo de todas las Universidades, el
unánime consentimiento de todos los pueblos en honrar este primer privilegio de
la Reina de los Cielos, principio y fundamento de todos los otros, todo esto
hace esta fiesta todavía más célebre. El sabio P. Antiste, en su admirable
Tratado de la Inmaculada Concepción, prueba que desde Santo Domingo hasta su
tiempo, todos los grandes y santos personajes que ha habido en su Orden, cuyo
número es bien grande, han empleado su celo y su ciencia en adelantar la gloria
de la Madre de Dios, y singularmente en defender su Inmaculada Concepción. Las
célebres Ordenes de San Benito, de las Camáldulas, de los Cartujos, del Cister,
de Cluni, de los Premostratenses, y todas las que han venido después de ellas,
todas hacen profesión de honrar la santidad privilegiada de la Virgen María en
este primer momento, y darle
testimonio de su celo y tierna devoción con la magnificencia de su culto. Las
más célebres Universidades de Europa, y en particular las de París, Colonia,
Maguncia, Salamanca, Alcalá, Sevilla, Valencia, Praga, etc., tienen estatuto de
no admitir al grado de doctor a quien no se obligue a defender la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Lo mismo
practican muchas hermandades y cofradías.
A fines del siglo XIV, Juan de Monzón,
doctor en teología, habiendo osado enseñar que la Santísima Virgen fue concebida en pecado, sublevó
contra sí a todos
los fieles. La Universidad de París censuró y condenó como falsa y escandalosa
esta opinión. El obispo Pedro de Orgemonte confirmó esta censura y condenó
solemnemente las proposiciones del doctor en presencia de una infinidad de
personas que habían concurrido á este espectáculo, como al triunfo de la Santísima Virgen.
Habiendo sido llevado el negocio al Papa, después de un examen de cerca de un
año, confirmó el soberano Pontífice la sentencia del obispo de París y la
censura de la Universidad; pero, no habiendo querido el doctor sujetarse á
ella, le excomulgó el Papa con todos sus adherentes por una bula expedida
expresamente a este
fin.
Hacía ya más de
setecientos años que la Iglesia griega celebraba la fiesta de la Inmaculada
Concepción de la Santísima
Virgen, como es fácil mostrarlo por las tablas de los griegos, cuando se
comenzó á celebrar en el Occidente, á principios del siglo XII. Hallándose un abad
de Normandía, llamado Elsín, en una furiosa tempestad de mar, tuvo revelación
que evitaría el naufragio si hacía voto a Dios de celebrar en su monasterio la fiesta de
la Inmaculada Concepción. Hizo el voto, la tempestad cesó, y la fiesta fue
celebrada con la mayor solemnidad. De Normandía pasó la celebridad a Inglaterra, donde se
solemnizó todavía más por el celo y devoción de San Anselmo; de Inglaterra pasó
luego a Francia. La
iglesia de Lyon, tan célebre por su antigüedad, por el número de sus mártires,
y singularmente por su tierna devoción a la Santísima Virgen, fue la primera en celebrar públicamente la
fiesta de su Inmaculada Concepción el año de 1545. La fiesta de la Inmaculada
Concepción se ha celebrado cada año en ella con más solemnidad; y se puede
decir que, como en la Cristiandad no hay iglesia particular más noble, más
ilustre y más respetable que la de Lyon, tampoco hay otra más amante de
promover la gloria y el culto de la Virgen Santísima. Sus méritos y costumbres, épocas
sagradas de la más venerable antigüedad, publican bastantemente cuál es su
devoción á la Virgen María. Ninguna de sus fiestas deja de celebrarse con
solemnidad. Se ven siempre quince ministros oficiando en el altar el día de
todas sus fiestas.
Jamás se pronuncia en el
Oficio el nombre de María, sin que se haga en señal de respeto una genuflexión o inclinación de cabeza.
Todos los días se cantan al fin de Completas una antífona y una oración
particular en honra suya. Y, cinco veces al año, todos los miembros de este
ilustre cabildo, con velas encendidas en las manos, se ven cantar himnos de alabanza
y de acción de gracias a
honra de la Santísima
Virgen.
Aunque la fiesta de la
Inmaculada Concepción de la Virgen Santísima no sea de precepto sino después de las bulas de Sixto
IV, sin embargo, se celebra ya por devoción en la mayor parte de las iglesias
de Inglaterra, Francia, Italia y España, y en todas partes con mucha piedad y
fruto.
El año de 1647, el
emperador Fernando III de este nombre hizo una igual consagración de su persona
y de los estados a
la Santísima Virgen,
bajo el título de su Concepción Inmaculada; y, para hacer eterna la memoria de
este ofrecimiento, mandó erigir en la Plaza Mayor de Viena una soberbia columna
adornada de emblemas y de figuras, que son otros tantos símbolos de la victoria
que María ha conseguido sobre el pecado. Casi en los mismos términos, el rey
don Juan I de Aragón y de Valencia, el año de 1394, hizo igual consagración de
su persona y de su reino a
la Virgen Santísima
en Zaragoza, con una declaración auténtica en favor de la Inmaculada.
En el Oficio compuesto
por un religioso de Verona para la fiesta de la Inmaculada Concepción de
Nuestra Señora, y publicado en dos bulas de Sixto IV, cuyo principal fin es
declarar que fue enteramente preservada del pecado original, se encuentra una
oración, que es la que ya regularmente se dice en toda España.
Pero
entre los días más memorables señalará la historia de la Iglesia el 8 de
Diciembre de 1854, en que la augusta Madre de
Dios recibió de la Cátedra de la verdad un nuevo triunfo. Roma presenció en
dicho día uno de los espectáculos más tiernos y conmovedores que han visto las
generaciones todas. La Iglesia entera batió palmas porque el dogma, proclamado
el 8 de Diciembre en la basílica Vaticana por el Vicario de Jesucristo, era
creído y celebrado con anticipación por la voz de todos los obispos, y por las
oraciones y súplicas más ardientes de todos los fieles de la Iglesia universal.
Acabado de cantar el Veni Creator Spiritus, se levantó el Papa Pío IX, y dijo la oración. Luego,
en presencia de toda la Iglesia católica, representada por 54 cardenales, un
patriarca, 42 arzobispos, 100 obispos, más de 200 prelados inferiores, por
muchos miles de sacerdotes y religiosos de todas las Ordenes, ritos y naciones,
sin contar 50.000 fieles, a
lo menos, de todas condiciones y nacionalidades; cubierto con la tiara y como
Doctor supremo, facultado para interpretar las sentencias y tradiciones, y
pronunciar los dogmas de fe, comenzó a leer la bula Ineffabilis Deus, con
acento grave y majestuoso. Después de haber invocado a la Santísima Trinidad y a los santos apóstoles Pedro y Pablo, al llegar al
punto de la Inmaculada Concepción se le enterneció la voz, se arrasaron en
lágrimas sus ojos, y al decir las palabras solemnes declaramos, pronunciamos y
definimos, su emoción y sus sollozos le embargaron el habla, viéndose precisado
a interrumpir la
lectura del documento y a
enjugarse el arroyo de lágrimas que brotaba de sus ojos. Dominada algún tanto
su emoción, continuó la lectura con aquella entonación firme y llena de
autoridad que conviene al Juez de la fe. No se sabía si predicaba o leía, tan tierna y
enérgica era su voz, notándose bien á las claras que hablaban en él al mismo
tiempo el Padre de la Cristiandad, el hijo devoto de María, el Supremo Pastor
de la Iglesia y el Juez infalible de la fe y de las costumbres; mejor dicho:
quien habló por su boca fue el Espíritu Santo, que une con el oráculo del
Doctor de la verdad los sentimientos de un corazón totalmente consagrado a María.
Se emocionó de nuevo
cuando, después de haber declarado que la creencia en este misterio ha sido en
todos los siglos creencia católica, y que, por consiguiente, la deben profesar
todos sus hijos; y después de haber establecido las penas en que incurrirían
los que fuesen tan temerarios que la contradijesen, llegó al punto de referir las
gracias de que se reconocía deudor él mismo a la Purísima Madre de Dios; de las esperanzas que fundaba en su
protección para alivio de los males de la sociedad y de la Iglesia, y del gozo
que sentía al enaltecer la gloria de Aquella que había sido siempre el objeto
de su amor, y de la cual emanan todos los bienes y todos los dones del Cielo.
¡Qué hermoso estaba el
Papa Pío IX derramando lágrimas de ternura en el acto de coronar a su Madre amadísima!
Lágrimas preciosas que, recogidas por los ángeles, brillan como diamantes sobre
la corona que la Reina de los mártires y de los ángeles reservaba en el Cielo
para el Pontífice que le
ha tributado gloria tan magnífica.
Pero esa brillante
corona, que puso sobre la cabeza de nuestra Reina y Señora la palabra del Vicario
de Jesucristo, había de tener un signo material, que la simbolizase y
transmitiese su memoria á las futuras generaciones. No lo olvidó el Papa Pío IX. Una
corona de oro fino, esmaltada con riquísimas piedras preciosas, adorna la
frente de la Virgen Inmaculada, que ha representado perpetuamente el arte del
mosaico sobre el altar mayor de la capilla de los Canónigos, en el Vaticano.
Concluido el Te Deum, el Papa bendijo tan espléndida diadema sobre el altar
mismo de la Confesión, y procesionalmente, con el debido acompañamiento, fue el Papa Pío IX mismo á
llevar á la venerada sagrada imagen la corona, costeada por la piedad del
insigne Capítulo de San Pedro. Con sus sagradas manos la colocó sobre la frente
de la augusta Soberana de Cielos y Tierra, en presencia de toda la Iglesia,
allí representada por obispos y fieles de todas las naciones de la Cristiandad.
La Iglesia entera se
asoció en este día al afortunado pueblo de Roma. Le manifestó por modo
solemnísimo la hermosa unidad católica, que sólo brilla en la verdadera
religión. Con inusitados festejos celebró la Ciudad Eterna la por tantos siglos
suspirada declaración del dogma de la Inmaculada Concepción de María; e indescriptible fue el
entusiasmo, que se manifestó en todas partes con suntuosas fiestas religiosas y
santos regocijos. No fue la última la católica España, ni podía serlo, no
obstante de verse comprimida en sus manifestaciones religiosas por la impiedad
que imperaba en el famoso y malhadado bienio, teniendo que limitar sus
sentimientos y sus gozos a
las paredes de los templos.
Para perpetuar la
memoria de la solemne definición dogmática de la Inmaculada Concepción de la
Virgen, dispuso el Papa
Pío IX erigir un monumento en Roma, y para dar testimonio de que este
misterio fue sostenido siempre por modo singular, pues la nación española quiso
que el monumento se levantara en la Plaza de España, donde continúa. Para él
contribuyeron con ofrendas, además de Su Santidad, gran número de fieles de
todas partes. Se destinó
al efecto una bella columna de mármol de Corinto, hallada en Campo Marzo en
1778; y la dirección de la obra se confió al célebre arquitecto Luis Poletti. Se levanta la columna monumental
frente a la fachada
del Colegio De Propaganda Fide, apoyada sobre una gran base octógona, de la
cual arrancan cuatro pedestales, que sostienen las estatuas de mármol de los
Profetas que hablaron por modo especial de la Virgen Inmaculada. Estas representan
en colosales dimensiones a
Moisés, a David, a Isaías y a Ezequiel, labradas por
distintos autores. Cada una de las cuatro caras principales de la base
contienen en bajo relieve en mármol: la Definición del dogma de la Concepción;
el Sueño de San José; la Comunión de la Virgen y la Anunciación, ejecutados por
varios artistas. La estatua de la Virgen, que remata el monumento, fue modelada
por Ofici, autor también del grupo de la parte inferior, que representa los
emblemas de los cuatro Evangelistas, sosteniendo un globo terrestre, sobre el
cual brilla la estatua. Esta obra fue fundida en bronce por Luis Derossi.
Pueden leerse en el monumento inscripciones análogas al objeto y un monograma
de la Virgen. La altura total de este soberbio monumento es de treinta metros.
La estatua de la Virgen mide más de tres metros. Fue inaugurado por el Papa Pío IX el 8 de
Septiembre de 1857.
Para terminar,
recordaremos que además de la fiesta solemne de este día, que es la principal,
la Iglesia celebra este misterio en otros dos días, a saber: el 11 de Febrero, en memoria de la
aparición primera de la Concepción Inmaculada en Lourdes, en 1858; y el 26 de
Noviembre, en memoria de la Inmaculada Concepción con el título de la Medalla
Milagrosa, cuya aparición acaeció en 1830.
La Misa es en honra
de la Inmaculada Concepción, y la oración la siguiente:
¡Oh Dios, que, por la Inmaculada
Concepción de la Virgen, preparaste una morada digna para tu Hijo! Te
suplicamos que, así como por la muerte prevista de este Hijo la preservaste de
toda mancha, nos concedas también, por su intercesión, la gracia de ir a Vos después de esta vida
purificados de nuestros pecados. Por Nuestro Señor Jesucristo, etc.
La Epístola es del
cap. 4 del libro de los Proverbios.
El Señor me tuvo consigo
al comenzar sus obras, desde el principio, antes de hacer cosa ninguna. Desde
la eternidad tuve Yo el principado, y desde lo antiguo, antes de que fuese la
Tierra. No existían aún los abismos, y ya estaba Yo concebida. Ni habían brotado
las fuentes de las aguas, ni los montes estaban sentados sobre su pesada mole;
antes que los collados estaba Yo parida; todavía no había hecho Él la Tierra,
ni los ríos, ni los quicios del mundo. Cuando disponía los Cielos, estaba Yo
presente; cuando cercaba los abismos con cierta ley en sus confines, cuando
formaba allá arriba los aires, y suspendía las fuentes de las aguas; cuando
fijaba al mar sus confines, e
imponía ley a las
aguas para que no traspasasen sus límites; cuando echaba los fundamentos de la
Tierra estaba Yo con Él disponiendo todas las cosas, y me deleitaba todos los
días jugando delante de Él continuamente, jugando en el Universo, y mis
delicias (son) el estar con los hijos de los hombres. Ahora, pues ¡oh hijos!,
oídme: Bienaventurados los que andan mis caminos. Oíd mi doctrina, y sed
sabios, y no queráis despreciarla. Bienaventurado el hombre que me escucha, y
que vela todos los días a
la puerta de mi casa, y aguarda a los umbrales de mi puerta: el que me hallare, hallará la vida,
y recibirá del Señor la salvación.
REFLEXIONES
El
Señor me ha poseído desde el principio de sus caminos.
¿Quién es esta hija favorecida del Cielo, a quien la Iglesia aplica estas palabras, y que
puede gloriarse de no haber estado jamás bajo la esclavitud del demonio? Es una
pura criatura que Dios escogió por Madre desde la eternidad. ¿Nos pasmaremos, a vista de esto, de que el Señor haya sido
tan celoso de la posesión de su corazón, y de que se haya reservado sus primeros homenajes?
Es un templo donde debe residir toda la plenitud de la Divinidad. ¿Debe
pasmarnos el que Dios no sufra en él la menor profanación? No es hombre, es
Dios para quien se prepara esta habitación. (Par. 9.) Es preciso que María sea
exenta del pecado original, porque el Hijo de Dios debe nacer en su seno como
en su templo; y el primer uso de su destino y de su oficio merece el privilegio
de su santidad. No se debe discurrir de su Concepción como de la concepción de
los otros hombres. María parece exteriormente una mujer como las demás; pero es
un templo que la gracia prepara para Dios. Y si para honrar el templo de
Jerusalén quiso Dios, en cierto modo, prepararse Él mismo, bajando
sensiblemente en figura de una nube, ¿no era preciso que, habiendo formado el
designio de bajar al templo vivo de María, le consagrase también? En este
templo no debe preceder la construcción a la consagración, como sucede en los otros: es
necesario que el primer momento de su vida sea asimismo el de su consagración,
para que de este modo se pueda decir de ella lo que se dijo del templo de
Salomón, que Dios le llenó de su majestad y de su gloria. De tal suerte llenó
Dios todos los estados de la vida de María, de su gracia y de su gloria, que
ninguno estuvo vacío de Dios, y, por consiguiente, el primer momento de su concepción
estuvo lleno de su majestad y consagrado con su gloria. En el templo de Salomón
no se oyó, cuando se edificaba, ni martillo, ni cuña, ni ruido de otro
instrumento: figura perfecta de la pureza y de la santidad de la Concepción y
de toda la vida de la Santísima
Virgen. Es esta Señora el Arca de Noé, que se salva sola de las aguas que
anegaron a todos
los habitadores dé la tierra. Es el Arca de la Alianza, fabricada de una madera
incorruptible, y adornada de un oro finísimo por dentro y por fuera. Es un
espejo sin mancha, que jamás ha sido empañado con el soplo de la serpiente. Es
una sangre de que el Espíritu Santo debe formar un cuerpo para el mismo Dios.
¿No es justo, pues, que impida el que se corrompa? El Santo de los santos
¿podría unir a Sí
una carne manchada con el pecado? Aprendamos de la Iglesia á reverenciar en María una prerrogativa tan
singular, sin querer escudriñar este misterio con una curiosidad infiel que
deroga mucho a la
gloria de la Madre del Salvador. Podemos aprender de esta prerrogativa la idea
que es preciso formar de la gracia santificante por la distinción que Dios
pretende hacer de María, dándosela desde el primer instante de su origen; y
asimismo el horror que Dios tiene al pecado, y el que nosotros debemos tener;
pues Dios exime a
María de la ley común para no unirse a una carne que hubiera estado un solo momento manchada con el
borrón del pecado.
Nosotros no podemos
embarazar el ser concebidos en pecado; pero podemos y debemos vivir sin pecado,
con la ayuda de la gracia, que a ninguno falta.
El Evangelio es del
cap. 1, versículos 26 al 28 de San Lucas.
En aquel tiempo envió
Dios al ángel Gabriel á una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una Virgen, desposada
con un varón, por nombre José, de la casa de David, y el nombre de la Virgen
era María. Y, habiendo entrado el ángel adonde Ella estaba, le dijo: Dios te
salve ¡oh llena de gracia! El Señor es contigo; bendita Tú eres entre todas las
mujeres.
MEDITACIÓN
De la Inmaculada
Concepción de la Santísima
Virgen.
PUNTO
PRIMERO.—Considera que por la Inmaculada
Concepción de la Virgen Santísima
se entiende aquel insigne y singular privilegio por el cual preservó Dios a esta dichosa criatura
de la mancha del pecado original, que inficionó a toda la posteridad de Adán. Todo el mundo sabe
que el privilegio es una ley particular que exime a las personas privilegiadas de una ley común a que todos los demás
están sujetos. El privilegio, pues, tanto es más apreciable cuanto la ley de
que exime es más universal y más dura. María, en su concepción, fue substraída
de la ley que sujetaba los hombres al pecado. ¿Y hubo jamás ley más dura y más
común? Imagina, si es posible, el valor, la grandeza, la excelencia del
privilegio de la Inmaculada Concepción de María. Conociendo á Dios la Santísima Virgen, y
amándole en aquel alto grado en que le conocía y amaba, ninguna prerrogativa,
ninguna gracia, ninguna dignidad le hubiera parecido capaz de indemnizarla de
la desgracia de haber estado un solo momento en la enemistad de su Dios.
Aprendamos la idea que debemos formar del pecado. A la verdad, si la augusta
calidad de Madre de Dios pedía que fuese exenta de toda corrupción después de
su muerte, y de toda mancha de pecado venial durante su vida, ¿cuánto más pedía
esta dignidad incomprensible que fuese exenta del pecado original? ¿Qué
apariencia de verdad podría tener, qué decencia sería el que la Madre de Dios
hubiese estado en el primer instante de su vida bajo la tiranía del demonio?
¿Qué bien parecería que, pudiendo Dios eximirla de él tan fácilmente, hubiese
querido que fuese su esclava? Por otra parte, ¡cuán glorioso es para la Madre
de Dios este insigne privilegio! ¡De cuántos dones, de cuántos privilegios no
es origen y fundamento! Supuesta esta verdad, la Santísima Virgen fue colmada de los más grandes
favores en este primer momento, y en este primer momento estuvo ya llena de
gracia: Vos sola poseéis, dice San Bernardo, todas las virtudes y méritos de
todos los santos juntos. ¿Con qué devoción, pues, y con qué culto no se debe
honrar y celebrar el primer momento de la más santa vida? Como todos los ríos
entran en el mar, dice San Buenaventura, así todos los torrentes de gracias y
bendiciones que salen del seno de Dios y se reparten por todos los santos se
reunieron en el corazón de María en el primer momento de su vida, en el cual
fue ya santificada. ¡Cuán justo y debido es celebrar este dichoso momento con
todas las demostraciones de gozo y de la solemnidad más perfecta! Un hijo bien nacido mira como la
más natural y más justa obligación el tomar toda la parte que puede en las
prosperidades y en la gloria de su madre. La naturaleza, la razón, el
reconocimiento inspiran a
todos los hijos estos sentimientos. Se han visto y se ven todos los días
soberanos que hacen dar a
sus madres los honores del triunfo, que ellos mismos han rehusado para sí,
deseando que los pueblos hiciesen fiesta sólo para honrar a sus madres. ¡Cuál debe
ser, pues, el gozo, la veneración, la alegría de todos los verdaderos fieles en
este día! ¡Con qué
devoción, con qué gusto, con qué fervor no debemos celebrar la fiesta de la
Inmaculada Concepción de la Madre de Dios! De todas las fiestas instituidas á honra suya, ¿qué otra
le es más agradable, y en qué otra se complace más? Nuestra tibieza y nuestra
indiferencia en esta ocasión ¿no serían una prueba de nuestro poco
reconocimiento, de nuestra poca confianza y de nuestro poco amor? El no tener
sino una mediana devoción a
la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios ¿podría ser una prueba sensible de
nuestra veneración y de nuestra ternura?
PUNTO
SEGUNDO.—Considera que en esta admirable
santificación hay tres prerrogativas singulares, tres ventajas que jamás se han
encontrado juntas en la santificación de otra pura criatura, y son: que la
santificación de la Santísima
Virgen fue original, inalterable, y siempre fue en aumento. Los ángeles, Adán y
Eva, fueron creados con la gracia santificante, pero podían perderla; y, en
efecto, Adán y Eva la perdieron, como también los ángeles rebeldes. Pero María,
en su inmaculada Concepción, estuvo llena de una santidad que jamás perdió, y
que era incapaz de perderla, no por naturaleza, sino por gracia. Los apóstoles
fueron confirmados en gracia después de la venida del Espíritu Santo; pero,
además de haber sido pecadores, no estaban exentos de faltas leves; al paso que
María, desde el primer instante de su vida, fue inmutablemente abrasada del más
puro amor de Dios, inmutablemente unida con su Dios, y por un particular favor
exenta toda su vida de faltas aun las más leves. Los bienaventurados en el
Cielo están libres de toda imperfección, y gozan de una santidad incapaz de
alteración; pero esta santidad no puede crecer, ni ser más perfecta; pero la de
María siempre fue creciendo, multiplicándose al infinito, por decirlo así, todo
el tiempo que vivió sobre la Tierra. Esta primera gracia estuvo acompañada de
los dones del Espíritu Santo, de los hábitos infusos, de las virtudes morales e intelectuales de los
dones de profecía, de milagros, de inteligencia de las Escrituras en el más
alto grado de perfección. Las nieblas que ofuscan el entendimiento de los otros
niños no obscurecían las luces del suyo. Su corazón no estuvo ocupado desde
entonces sino en amar ardientemente á aquel divino Esposo de quien debía ser un
día Madre; y el tiempo que es perdido para el resto de los hombres, fue para ella un tiempo de
mérito y de bendiciones. ¡Qué
gracia, qué gloría la de María en este primer momento! No se puede decir, ni
aun se puede comprender, lo que valió este privilegio. Porque ¿qué progresos no
debía hacer en la santidad un alma que tenía más gracia que todos los
serafines, y que no sentía imperfección alguna de la naturaleza corrompida? ¿A
qué grado de contemplación no debió elevarse la que no sentía el peso de su
cuerpo, y la que tenía un espíritu tan ilustrado? ¿Cuál debió ser el exceso de
su amor á Dios, pues lejos de que le entibiasen las demás pasiones, podía hacer
servir todas ellas para inflamarla más y más cada instante? ¡Cuál debe ser,
Dios mío, nuestra admiración, nuestra ternura, nuestra veneración para con
Vuestra Madre en este primer instante de su Concepción! Pero ¡con qué devoción debemos
celebrar esta fiesta!
Virgen santa, Virgen
inmaculada, yo creo firmemente que Dios te poseyó desde el principio; creo que
no sólo tu Concepción, sino también toda tu vida, estuvo sin mancha; y que
amaste a Dios sin
interrupción alguna hasta el último instante de tu vida. Haz, Virgen, santa,
que por esta confianza que tengo en tu bondad entre en la amistad de tu Hijo
para no perderla jamás, y que, honrando toda mi vida tu Concepción inmaculada,
lo mejor que me sea posible, alcance por tu intercesión la gracia de una santa
muerte.
JACULATORIAS
Eres toda hermosa, amada
Madre mía, y no hay mancha alguna, en Ti. — Cant., 4.
Todos los que celebran ¡oh Virgen santa! tu
Inmaculada Concepción, experimenten los efectos de tu protección .—Eccl.
PROPÓSITOS
1. Como no hay misterio
de la Santísima Virgen,
ni fiesta establecida a
honra suya, que le sea más agradable que la de su Inmaculada Concepción, se
puede decir que tampoco hay otra en que la Santísima Virgen sea más bondadosa para los que la
celebran con fervor y tienen particular devoción a este misterio. Sé tú de este número; ten toda tu
vida una singular devoción a
esta Inmaculada Concepción: quiero decir, que no se te pase día alguno sin
honrar a la Virgen Santísima concebida sin
pecado. Da gracias a
Dios todos los días por este privilegio singular, por esta gracia única que
hizo a su Madre.
Ten en tu oratorio o
en tu cuarto la imagen de la Inmaculada Concepción de María. Saluda muchas
veces entre día con esta corta oración jaculatoria: Dios te salve, María,
concebida sin pecado original. Inspira esta santa devoción a tus hijos, a tus criados, a tus amigos y a todo el mundo. Celebra
esta fiesta con más solemnidad que las otras. Reza todos los días el Oficio
parvo de la Inmaculada Concepción, lo cual puedes hacer cómodamente mientras
oyes Misa. Se ha notado, de muchos siglos a esta parte, que no hay santo ni verdadero devoto
de la Virgen que no tenga especial devoción a su Inmaculada Concepción.
2. Es una obra de
piedad, muy agradable a
la Madre de Dios, vestir de blanco el día de hoy a alguna pobre doncella, en honra de este
misterio. También es una obra muy piadosa celebrar su octava, haciendo cada uno
de los ocho días una oración, una limosna, o alguna otra buena obra con esta intención, y
comulgando lo más a
menudo que se pueda durante esta octava. Si hay una iglesia o capilla donde la santa
Virgen sea honrada particularmente bajo la invocación de la Inmaculada
Concepción, ve a
ella a hacer
oración una vez cada, día de la octava.
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