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p.c.) El valor y la constancia para resistir el mal forman parte de las
virtudes esenciales de un obispo. En ese sentido, San Ambrosio fue uno de los
más grandes pastores de la Iglesia de Dios desde la época de los Apóstoles. Por
otra parte, su ciencia hace de él uno de los cuatro grandes doctores de la
Iglesia de occidente. El santo nació en Tréveris, probablemente el año 340. Su
padre, que se llamaba también Ambrosio, era entonces prefecto de la Galia. El
prefecto murió cuando su hijo era todavía joven, y su esposa volvió con la
familia a Roma. La madre de San Ambrosio dio a sus hijos una educación
esmerada, y puede decirse que el futuro santo debió mucho a su madre y a su
hermana Santa Marcelina. El joven aprendió el griego, llegó a ser buen poeta y
orador y se dedicó a la abogacía. En el ejercicio de su carrera llamó la
atención de Anicio Probo y de Símaco. Este último, que era prefecto de Roma, se
mantenía en el paganismo. El otro era prefecto pretorial de Italia. Ambrosio
defendió ante este último varias causas con tanto éxito, que Probo le nombró
asesor suyo. Más tarde, el emperador Valentiniano nombró al joven abogado
gobernador de la Liguria y de la Emilia, con residencia en Milán. Cuando
Ambrosio se separó de su protector Probo, éste le recomendó: "Gobierna más
bien como obispo que como juez." El oficio que se había confiado a
Ambrosio era del rango consular y constituía uno de los puestos de mayor
importancia y responsabilidad en el Imperio de occidente. Ambrosio, que no
había cumplido aún los cuarenta años, supo ejercer su oficio con extraordinario
acierto, como se verá por lo que sigue.
Auxencio,
un arriano que había gobernado la diócesis de Milán durante casi veinte años,
murió el año 374. La ciudad se dividió en dos partidos, ya que unos querían a
un obispo católico y otros a un arriano. Para evitar en cuanto fuese posible
que la división degenerase en pleito, San Ambrosio acudió a la iglesia en la que iba a llevarse
a cabo la elección, y exhortó al pueblo proceder a ella pacíficamente y sin
tumulto. Mientras el santo hablaba, alguien gritó: "¡Ambrosio
obispo!" Todos los presentes repitieron unánimemente ese grito, y
católicos y arríanos eligieron al santo para el cargo. Ambrosio quedó
desconcertado tanto más cuanto que, aunque era cristiano, no estaba todavía
bautizado. Pero los obispos presentes ratificaron su nombramiento por
aclamación. Ambrosio alegó irónicamente que "la emoción había pesado más
que el derecho canónico y trató de huir de Milán. El emperador recibió un
informe sobre lo sucedido. Por su parte, Ambrosio también le escribió,
rogándole que le permitiese renunciar. Valentiniano respondió que se sentía muy
complacido por haber sabido elegir a un gobernador que era digno de ser obispo,
y mandó al vicario de la provincia que tomase las medidas necesarias para
consagrar a Ambrosio. Este trató de escapar una vez más y se escondió en casa
del senador Leoncio. Pero, cuando Leoncio se enteró de la decisión del
emperador, entregó al santo, y éste no tuvo más remedio que aceptar. Así pues,
recibió el bautismo
y, una semana más tarde, el 7 de diciembre de 374, se le confirió la
consagración episcopal. Tenía entonces unos treinta y cinco años.
Consciente
de que ya no pertenecía al mundo, el santo decidió romper todos los lazos que
le unían a él. En efecto, repartió entre los pobres sus bienes muebles y cedió
a la Iglesia todas sus tierras y posesiones; lo único que conservó fue una
renta para su hermana Santa Marcelina. Por otra parte, confió a su hermano San
Sátiro la administración temporal de su diócesis para poder consagrarse
exclusivamente al ministerio espiritual. Poco después de su ordenación,
escribió a Valentiniano quejándose con amargura de los abusos de ciertos
magistrados imperiales. El emperador le respondió: "Desde hace tiempo
estoy acostumbrado a tu libertad de palabra y no por ello dejé de aceptar tu
elección. No dejes de seguir aplicando a nuestras faltas los remedios que la ley
divina prescribe." San Basilio escribió a Ambrosio para felicitarle, o más
bien dicho para felicitar a la Iglesia por su elección y para exhortarle a
combatir vigorosamente a los arrianos. San Ambrosio, que se creía muy ignorante
en las cuestiones teológicas, se entregó al estudio de la Sagrada Escritura y
de las obras de los autores eclesiásticos, particularmente de Orígenes y San
Basilio. En sus estudios le dirigió San Simpliciano, un sabio sacerdote romano,
a quien amaba como amigo, honraba como padre y reverenciaba como maestro. San
Ambrosio combatió con tanto éxito el arrianismo que, diez años más tarde, no
había en Milán un solo ciudadano contaminado por la herejía, fuera de algunos
godos que pertenecían a la corte imperial. El santo vivía con gran sencillez y
trabajaba infatigablemente. Sólo cenaba los domingos, los días de la fiesta de
algunos mártires famosos y los sábados. En efecto, en Milán no se ayunaba nunca
en sábado; pero cuando Ambrosio estaba en Roma, ayunaba también los sábados. El
santo no asistía jamás a los banquetes y recibía en su casa con suma
frugalidad. Todos los días celebraba la Misa por su pueblo y vivía consagrado enteramente
al servicio de su grey; todos los fieles podían hablar con él siempre que lo
deseaban, y le amaban y admiraban enormemente. El santo tenía por norma no
meterse nunca a arreglar matrimonios, no aconsejar a nadie que ingresase en el
ejército, y no recomendar a nadie para los puestos de la corte. Los visitantes
invadían la casa del obispo, que estaba siempre ocupadisimo, hasta el grado de
que San Agustín fue a verle varias veces y entró y salió de la habitación de
San Ambrosio, sin que éste advirtiese su presencia. En sus sermones, San
Ambrosio alababa con frecuencia el estado y la virtud de la virginidad por amor
de Dios, y dirigía personalmente a muchas vírgenes consagradas. A petición de
Santa Marcelina, el santo reunió sus sermones sobre el tema; tal fue el origen
de uno de sus tratados más famosos. Las madres impedían que sus hijas fuesen a
oír predicar a San Ambrosio, y aun llegó a acusársele de que quería despoblar
el Imperio. El santo respondía: "Quisiera que se me citase el caso de un
hombre que haya querido casarse y no haya encontrado esposa", y sostenía
que en los sitios en que se tiene en alta estima la virginidad la población es
mayor. Según él, la guerra y no la virginidad era el gran enemigo de la raza
humana.
Como
los godos hubiesen invadido ciertos territorios romanos del oriente, el
emperador Graciano decidió acudir con su ejército en socorro de su tío Valente.
Sin embargo, para preservarse del arrianismo, del que Valente era gran
protector, Graciano pidió a San Ambrosio que le instruyese sobre dicha herejía.
Con ese objeto, el santo escribió el año 377 una obra titulada "A Graciano
acerca de la Fe" y, más tarde, la amplió. Los godos habían causado
estragos desde Tracia a la Iliria. San Ambrosio, no contento con reunir todo el
dinero posible para rescatar a los prisioneros, mandó fundir los vasos
sagrados. Los arríanos consideraron esa medida como un sacrilegio y se la
echaron en cara. El santo respondió que le parecía más útil salvar vidas
humanas que conservar el oro: "Si la Iglesia tiene oro, no es para
guardarlo, sino para emplearlo en favor de los necesitados." Después del
asesinato de Graciano en 383, la emperatriz Justina rogó a San Ambrosio que
negociase con el usurpador Máximo para evitar que éste atacase a su hijo,
Valentiniano II. San Ambrosio fue a entrevistarse con Máximo en Tréveris y
consiguió convencerle de que se contentase con la Galia, España y las Islas Británicas.
Según se dice, fue esa
la primera vez que un ministro del Evangelio intervino en los asuntos de la
alta política. El objeto de tal intervención fue precisamente defender el
derecho y el orden contra un usurpador armado.
Por entonces,
ciertos senadores trataron de restablecer en Roma el culto a la diosa Victoria.
El grupo estaba encabezado por Quinto Aurelio Símaco, hijo y sucesor del
prefecto romano que había protegido a San Ambrosio en su juventud y había sido
un admirable erudito, hombre de Estado y orador. Quinto Aurelio Símaco pidió a
Valentiniano que reconstruyese el altar de la Victoria en el senado, pues a
dicha diosa atribuía los triunfos y la prosperidad de la antigua Roma. Quinto
Aurelio Símaco redactó muy hábilmente su petición, apelando a la emoción y
empleando argumentos que se oyen todavía en labios de los no católicos:
"¿Qué importa el camino por el que cada uno busca la verdad? Existen
muchos caminos para llegar al gran misterio." La petición era un ataque
velado contra San Ambrosio. Cuando el santo se enteró por conducto privado de
la existencia del documento, escribió al emperador pidiéndole que le enviase
una copia y reprendiéndolo por no haberle consultado inmediatamente en ese
asunto que atañía a la religión. Poco después, escribió una respuesta que
sobrepasaba en elocuencia a la petición de Símaco y la demolía punto por punto.
Tras ridiculizar la idea de que los éxitos conseguidos por el valor de los
soldados se vaticinaban en las entrañas de las bestias sacrificadas, el santo,
elevándose a las cumbres de la más alta retórica, hablaba por boca de Roma,
diciendo que la ciudad se lamentaba de sus errores pasados y que no se
avergonzaba de cambiar, puesto que el mundo había cambiado también. En seguida,
Ambrosio exhortaba a Símaco y sus compañeros a interpretar los misterios de la
naturaleza a través del Dios que los había creado y a pedir a Dios que
concediese la paz a los emperadores, en vez de pedir a los emperadores que les
concediesen adorar en paz a sus dioses. La respuesta del santo terminaba con
una parábola sobre el progreso y el desarrollo del mundo. "Por medio de la
justicia, la verdad se cierne sobre las ruinas de las opiniones que
antiguamente gobernaban el mundo." Tanto el escrito de Símaco como el de
San Ambrosio fueron leídos ante el emperador y su consejo. No hubo discusión de
ninguna especie. Valentiniano dijo a los presentes. "Mi padre no destruyó
los altares, y nadie le pidió tampoco que los reconstruyese. Yo seguiré su
ejemplo y no modificaré el estado de cosas."
La
emperatriz Justina no se atrevió a apoyar abiertamente a los arríanos mientras
vivieron su esposo y Graciano; pero, en cuanto la paz que San Ambrosio negoció
entre Máximo y el hijo de Justina le dieron oportunidad de oponerse al obispo,
se olvidó de todo lo que le debía. Al acercarse la Pascua del año 385, Justina
indujo a Valentiniano a reclamar la basílica Porcia (actualmente llamada de San
Víctor), situada en las afueras de Milán, para cederla a los arríanos, entre
los que se contaban ella y muchos personajes de la corte. San Ambrosio
respondió que jamás entregaría un templo de Dios. Entonces, Valentiniano envió
a unos mensajeros a pedir la nueva basílica de los Apóstoles. Pero el santo
obispo no cedió. El emperador mandó a sus cortesanos a apoderarse de la
basílica. Los milaneses, enfurecidos al ver eso, tomaron prisionero a un
sacerdote arriano. Al enterarse de lo sucedido, San Ambrosio pidió a Dios que
no permitiese que la sangre corriese y envió a varios sacerdotes y diáconos a rescatar
al prisionero. Aunque el santo tenía de su parte a la multitud y aun al
ejército, se guardó de hacer o decir nada que pudiese desatar la violencia y
poner en peligro al emperador y a su madre. Cierto que se negó a entregar las
iglesias, pero se abstuvo de oficiar en ellas para no encender los ánimos. Sus
adversarios, que le llamaban "el Tirano", hicieron lo posible por
provocarle. San Ambrosio preguntó a sus enemigos: "¿por qué me llamáis
tirano? Cuando me enteré de que la iglesia estaba rodeada de soldados, dije que
no la entregaría, pero que tampoco me lanzaría a la lucha. Máximo no afirma que
tiranizó a Valentiniano, a pesar de que a él le impedí marchar sobre
Italia." En el momento en que el santo explicaba un pasaje del libro de
Job al pueblo, irrumpió en la capilla un pelotón de soldados, a los que se
había dado la orden de atacar; pero ellos se negaron a obedecer y entraron a
orar con los católicos. A los pocos momentos, todo el pueblo se dirigió a la
basílica contigua, arrancó las decoraciones que se habían puesto para recibir
al emperador, y las dio a los niños para que jugasen con ellas. Sin embargo,
San Ambrosio no aprovechó ese triunfo y no entró en la basílica sino hasta el
día de Pascua, cuando Valentiniano retiró de ahí a los soldados. El pueblo
celebró con gran júbilo esa victoria. San Ambrosio escribió un relato de los
hechos a Santa Marcelina, que estaba entonces en Roma, y añadió que preveía
desórdenes todavía mayores: "El eunuco Calígono, que es camarlengo
imperial, me dijo: 'Tú desprecias al emperador, de suerte que te voy a mandar
decapitar.' Yo repuse: ‘¡Dios lo quiera! Así sufriría yo como corresponde a un
obispo, y tú obrarías como las gentes de tu calaña.' "
En
enero del año siguiente, Justina convenció a su hijo de que promulgase una ley para autorizar a
los arríanos a celebrar reuniones y las prohibiera a los católicos. Dicha ley
amenazaba con la pena de muerte a quien tratase de impedir las reuniones de los arríanos. Nadie tenía
derecho a oponerse legalmente a que las iglesias fuesen cedidas a los arríanos,
sin exponerse al destierro por el hecho mismo. San Ambrosio no hizo caso de la
ley y se negó a entregar una sola iglesia. Sin embargo, nadie se atrevió a
tocarle. "Yo he dicho ya lo que un obispo tenía que decir. Que el emperador
proceda ahora como corresponde a un emperador. Nabot se negó a entregar la
herencia de sus antepasados. ¿Cómo voy yo a entregar las iglesias de
Jesucristo?" El Domingo de Ramos, el santo predicó sobre su decisión de no
entregarlas. Entonces, el pueblo, temeroso de la venganza del emperador, se
encerró con su pastor en la basílica. Las tropas imperiales la sitiaron con
miras a vencer al pueblo por el hambre; pero ocho días después, el pueblo
seguía ahí. Para ocupar a las gentes, San Ambrosio se dedicó a enseñarles
himnos y salmos que él mismo había compuesto. Todos cantaban en coros
alternados. El emperador envió al tribuno Dalmacio a conferenciar con el santo.
Proponía que Ambrosio y el obispo arriano, Auxencio, eligiesen conjuntamente un
grupo de jueces para decidir la cuestión. Si San Ambrosio no aceptaba esa
proposición, debía retirarse y dejar la diócesis en manos de Auxencio. Ambrosio
respondió por escrito al emperador, haciéndole notar que los laicos (pues
Valentiniano había propuesto que se eligiesen jueces laicos) no tenían derecho
a juzgar a los obispos ni a dictar leyes eclesiásticas. En seguida, el santo
subió al pulpito y expuso al pueblo el desarrollo de los acontecimientos en el
último año. En una sola frase resumió espléndidamente el fondo de la disputa:
"El emperador está en la Iglesia, no sobre la Iglesia."
Entre
tanto, llegó la noticia de que Máximo, con el pretexto de la persecución de que
eran objeto los católicos, así como ciertas cuestiones de fronteras, estaba
preparándose para invadir Italia. Valentiniano y Justina, sobrecogidos por el
pánico, rogaron entonces a San Ambrosio que partiese nuevamente a impedir la
invasión del usurpador. Olvidando todas las injurias públicas y privadas de que
había sido objeto, el santo emprendió el viaje. Máximo, que estaba en Tréveris,
se negó a concederle una audiencia privada, a pesar de que Ambrosio era obispo
y embajador imperial, y le propuso recibirle en un consistorio público. Cuando
Ambrosio fue introducido a la presencia de Máximo y éste se levantó del trono
para darle el beso de paz, el santo permaneció inmóvil y se negó a acercarse a
recibir el ósculo. En seguida, demostró públicamente a Máximo que la invasión
que proyectaba era injustificable y constituía una deslealtad y terminó
pidiéndole que enviase a Valentiniano los restos de su hermano Graciano como
prenda de paz. Desde su llegada a Tréveris, el santo se había negado a mantener
la comunión con los prelados de la corte que habían participado en la ejecución
del hereje Prisciliano, y aun con el mismo Máximo. Por ello, se le ordenó al
día siguiente que abandonase Tréveris. El santo regresó a Milán, no sin
escribir antes a Valentiniano para referirle lo sucedido y aconsejarle que no
se dejase engañar por Máximo, pues consideraba a éste como un enemigo velado
que prometía la paz pero buscaba la guerra. En efecto, Máximo invadió
súbitamente Italia, donde no encontró oposición alguna. Justina y Valentiniano
dejaron en Milán a San Ambrosio para que hiciese frente a la tormenta y huyeron
a Grecia en busca del amparo del emperador de oriente, Teodosio, en cuyas manos
se pusieron. Teodosio declaró la guerra a Máximo, le derrotó y ejecutó en
Panonia, y devolvió a Valentiniano sus territorios y los que le había
arrebatado el usurpador. Pero en realidad, Teodosio fue quien gobernó desde
entonces el imperio.
El
emperador de oriente permaneció algún tiempo en Milán, e indujo a Valentiniano
a abandonar el arrianismo y a tratar a San Ambrosio con el respeto que merecía
un obispo verdaderamente católico. Sin embargo, no dejaron de surgir conflictos
entre Teodosio y San Ambrosio, como era de esperarse, y hay que reconocer que
en el primero de esos conflictos no faltaba razón a Teodosio. En efecto,
ciertos cristianos de Kallinikum de Mesopotamia habían demolido la sinagoga de
los judíos. Cuando Teodosio se enteró, ordenó que el obispo del lugar, a quien
se acusaba de estar complicado en el asunto, se encargase de reconstruir la
sinagoga. El obispo apeló a San Ambrosio, quien escribió una carta de protesta
a Teodosio; pero, en vez de alegar
que no se conocían con certeza las circunstancias del caso, el santo basó su
protesta en la tesis de que ningún obispo cristiano tenía derecho a pagar la
construcción de un templo de una religión falsa. Como Teodosio hiciese caso
omiso de esa protesta, San Ambrosio predicó contra él en su presencia, lo que
dio lugar a una discusión en la iglesia. El santo no cantó la Misa hasta haber
arrancado a Teodosio la promesa de que revocaría la orden que había dado.
El año 390, llegó a Milán la noticia de una horrible matanza que había tenido lugar en Tesalónica. Buterico, el gobernador, había encarcelado a un auriga que había seducido a una sirvienta de palacio, y se negó a ponerle en libertad por más que el pueblo quería verlo correr en el circo. La multitud se enfureció tanto ante la negativa, que mató a pedradas a varios oficiales y asesinó a Buterico. Teodosio ordenó que se tomasen represalias increíblemente crueles. Los soldados rodearon el circo cuando todo el pueblo se hallaba congregado en él, y cargaron contra la multitud. La carnicería duró cuatro horas. Los soldados dieron muerte a 7,000 personas, sin distinción de edad, de sexo, ni de grado de culpabilidad. El mundo entero quedó aterrorizado y volvió los ojos a San Ambrosio, quien reunió a los obispos para consultarles sobre el caso. En seguida, escribió a Teodosio una carta muy digna, en la que le exhortaba a aceptar la penitencia eclesiástica y declaraba que no podía ni estaba dispuesto a recibir su ofrenda y celebrar ante él los divinos misterios hasta que hubiese cumplido esa obligación. "Los sucesos de Tesalónica no tienen precedentes... Sois humano y os habéis dejado vencer por la tentación. Os aconsejo, os ruego y os suplico que hagáis penitencia. Vos, que en tantas ocasiones os habéis mostrado misericordioso y habéis perdonado a los culpables, mandasteis matar a muchos inocentes. El demonio quería sin duda arrancaros la corona de piedad que era vuestro mayor timbre de gloria. Arrojadle lejos de vos ahora que podéis hacerlo... Os escribo esto de mano propia para que lo leáis en particular".
Como Teodosio se negase a aceptar la penitencia eclesiástica, San Ambrosio salió a la puerta de la iglesia para impedirle el paso, cuando se acercaba con toda su corte a oír la Misa. El obispo le reprendió públicamente y se negó a admitirle. El emperador estuvo excomulgado ocho meses, al cabo de los cuales se sometió sin condiciones. En la oración fúnebre de Teodosio, dijo San Ambrosio : "Se despojó de todas las insignias de la dignidad regia y lloró públicamente su pecado en la iglesia. Él, que era emperador, no se avergonzó de hacer penitencia pública, en tanto que otros muchos menores que él se rehúsan a hacerla. Él no cesó de llorar su pecado hasta el fin de su vida." Ese triunfo de la gracia en Teodosio y del deber pastoral en Ambrosio demostró al mundo que la Iglesia no hace distinción de personas y que las leyes morales obligan a todos por igual. El propio Teodosio dio testimonio de la influencia decisiva de San Ambrosio en aquellas circunstancias, al señalarle como el único obispo digno de ese nombre que él había conocido.
Teodoreto
menciona otro ejemplo de la humildad y religiosidad de que Teodosio dio
muestra. Un día de fiesta, durante la Misa en la catedral de Milán, Teodosio se acercó
al altar a depositar su ofrenda y permaneció en el presbiterio. San Ambrosio le
preguntó si deseaba algo. El emperador dijo que quería asistir a la Misa y comulgar. Entonces
San Ambrosio mandó al diácono a decirle: "Señor, durante la celebración de
la Misa nadie puede
estar en el presbiterio. Os ruego que os retiréis a donde están los demás. La
púrpura os hace príncipe pero no sacerdote." Teodosio se disculpó y dijo
que estaba en la creencia de que en Milán existía la misma costumbre que en
Constantinopla, donde el sitial del emperador se hallaba en el presbiterio. En
seguida, dio las gracias al obispo por haberle instruido y se retiró al sitio
en el que se hallaban los laicos.
El año
393, tuvo lugar la patética muerte del joven Valentiniano, quien fue asesinado
en las Galias por Arbogastes cuando se hallaba solo entre sus enemigos. San
Ambrosio, que había partido en auxilio suyo, encontró la procesión funeraria
antes de cruzar los Alpes. Arbogastes, a quien se había dicho que San Ambrosio
era "un hombre que dice al sol: '¡Detente!', y el sol se detiene",
maniobró para conseguir que el santo obispo le apoyase en sus ambiciones. Pero
Ambrosio, sin nombrar personalmente a Arbogastes, manifestó claramente en la
oración fúnebre de Valentiniano que sabía a qué atenerse sobre su muerte. Por
otra parte, salió de Milán antes de la llegada de Eugenio, el enviado de
Arbogastes, de suerte que este último empezó a amenazar con perseguir a los
cristianos. Entre tanto, San Ambrosio fue de ciudad en ciudad, exhortando al pueblo
a oponerse a los invasores. Después regresó a Milán, donde recibió la carta en
que Teodosio le anunciaba que había vencido a Arbogastes en Aquileya. Dicha
victoria fue el golpe de muerte al paganismo en el imperio. Pocos meses
después, murió Teodosio en brazos de San Ambrosio. En la oración fúnebre del
emperador, el santo habló con gran elocuencia del amor que profesaba al difunto
y de la gran responsabilidad que pesaba sobre sus dos hijos, a quienes tocaba
gobernar un imperio cuyo lazo de unión era el cristianismo. Los dos hijos de
Teodosio eran los débiles Arcadio y Honorio. Es posible que un joven godo,
oficial de caballería del ejército imperial, haya estado presente en la
iglesia. Su nombre era Alarico.
San
Ambrosio sólo sobrevivió dos años a Teodosio el Grande. Una de las últimas
obras que escribió fue el tratado sobre "La bondad de la muerte". Las
obras homiléticas, exegéticas, teológicas, ascéticas y poéticas del santo son
numerosísimas. En tanto que el Imperio Romano comenzaba a decaer en el occidente,
San Ambrosio daba nueva vida a su idioma y enriquecía a la Iglesia con sus
escritos. Cuando el santo cayó enfermo, predijo que moriría después de la
Pascua, pero prosiguió sus estudios acostumbrados y escribió una explicación al
salmo 43. Mientras San Ambrosio dictaba, Paulino, que era su secretario y fue
más tarde su biógrafo, vio una llama en forma de escudo posarse sobre su cabeza
y descender gradualmente hasta su boca, en tanto que su rostro se ponía blanco
como la nieve. A este propósito escribió Paulino: "Estaba yo tan asustado,
que permanecí inmóvil, sin poder escribir. Y a partir de ese día, dejó de
escribir y de dictarme, de suerte que no terminó la explicación del
salmo." En efecto, el escrito sobre el salmo se interrumpe en el versículo
veinticuatro. Después de ordenar al nuevo obispo de Pavía, San Ambrosio tuvo
que guardar cama. Cuando el conde Estilicen, tutor de Honorio, se enteró de la
noticia, dijo públicamente: "El día en que ese hombre muera, la ruina se
cernirá sobre Italia." Inmediatamente, el conde envió al santo unos
mensajeros para pedirle que rogara a Dios que le alargase la vida. El santo
repuso: "He vivido de suerte que no me avergonzaría de vivir más tiempo.
Pero tampoco tengo miedo de morir, pues mi Amo es bueno." El día de su
muerte, Ambrosio estuvo varias horas acostado con los brazos en cruz, orando
constantemente. San Honorato de Vercelli, que se hallaba descansando en otra
habitación, oyó una voz que le decía tres veces: "¡Levántate pronto, que
se muere!" Inmediatamente bajó y dio el viático a San Ambrosio, quien
murió a los pocos momentos. Era el Viernes Santo, 4 de abril de 397. El santo
tenía aproximadamente cincuenta y siete años. Fue sepultado el día de Pascua.
Sus reliquias reposan bajo el altar mayor de su basílica, a donde fueron trasladadas el año 835.
Su fiesta se celebra el día del aniversario de su consagración episcopal, tanto
en oriente como en occidente. Su nombre figura en el canon de la Misa del rito de Milán.
Dos obras muy importantes sobre la vida y escritos de San
Ambrosio son la de J. R. Palanque, Saint Ambroise et l´Empire Romain (1934),
acerca de la cual véase el juicio del P. Halkin en Analecta Bollandiana, vol.
III (1934), pp. 395-401, y la biografía
del canónigo anglicano F. Homes Dudden, The
Life and Times of St Ambrose (1935), 2 vols. Ambos
autores estudian la vida del santo desde muchos puntos de vista, con amplio
conocimiento de las fuentes y de la bibliografía moderna sobre el tema. Las
principales fuentes son los escritos del santo y la biografía de Paulino; pero
naturalmente, se encuentran muchos datos dispersos en las obras de San Agustín y
otros contemporáneos, lo mismo que en los documentos que el P. Van Ortroy llama
"las biografías griegas de San Ambrosio". El importante estudio de este
último autor forma parte de una valiosa colección de ensayos publicados en 1897
con motivo del décimo quinto centenario de la muerte del santo. En dicho
volumen, titulado Ambrosiana,
escribieron el Dr. Achille Ratti (Pío XI), Marucchi, Savio, Schenkl, Mocquereau,
etc. Véase también R. Wirtz, Ambrosius
und seine Zeit (1924); M. R. McGuire, en Catholic Historical Review,
vol. XXII (1936), pp. 304-318; W. Wilbrand, en Historisches Jahrbuch, vol. XII (1921),
pp. 1-19; L. T. Lefort, en Le Muséon, vol. XVIII (1935), pp. 55-73; Fliche et
Martin, Histoire de
l'Eglise, vol. III (1936), etc. La Vie de S. Ambroise publicada por el
duque de Broglie en la colección Les
Saints da una buena idea sobre el santo y su época, aunque no
está al día en todos los puntos. Más completas son las biografías de Palanque y
de Dudden, así como la que se encuentra en la última edición de
Bardenhewer, Geschichte
der altkirchuchen Literatur, vol. III. F. R. Hoarc tradujo la
biografía escrita por el diácono Paulino, en The Western Fathers, (1954).
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