Claudio Coello, S. Francisco Javier
Iglesia Parroquial Valdemoro
(1552
p.c.) Cristo confió a sus Apóstoles la misión de ir a predicar a todas las
naciones. En todas las épocas, Dios ha suscitado y llenado de su Espíritu
divino a hombres dispuestos a continuar esa ardua misión. Enviados con la
autoridad y en el nombre de Cristo por los sucesores de los apóstoles en el
gobierno de la Iglesia, esos hombres han conducido al redil de Cristo a todas
las naciones, con el propósito de completar el número de los santos. Entre los
misioneros que más éxito han tenido en la tarea, se cuenta al ilustre San
Francisco Javier, a quien San
Pío X nombró patrono oficial de las misiones extranjeras y de todas las obras
relacionadas con la propagación de la fe. San Francisco Javier fue sin duda uno de los
misioneros más grandes que han existido. A este propósito, vale la pena citar,
entre otros, el testimonio sorprendente de Sir Walter Scott: "El
protestante más rígido y el filósofo más indiferente no pueden negar que supo
reunir el valor y la paciencia
de un mártir con el buen sentido, la decisión, la agilidad mental y la
habilidad del mejor negociador que haya habido nunca en embajada alguna." San Francisco nació en
Navarra, cerca de Pamplona, en el castillo de Javier, en 1506. Su lengua
materna era, por consiguiente, el vascuense. El futuro santo era el benjamín de
la familia. A los dieciocho años, fue a estudiar a la Universidad de París, en
el colegio de Santa Bárbara, donde en 1528, obtuvo el grado de licenciado. Ahí
conoció a San Ignacio
de Loyola, a cuya influencia opuso resistencia al principio. Sin embargo, fue
uno de los siete primeros jesuitas
que se consagraron al servicio de Dios en Montmartre, en 1534. Junto con ellos
recibió la ordenación sacerdotal en Venecia, tres años más tarde, y con ellos
compartió las vicisitudes de la naciente Compañía. En 1540, San Ignacio envió a
San Francisco
Javier y a Simón Rodríguez a la India. Fue esa la primera expedición misional
de la Compañía de Jesús.
San Francisco
Javier llegó a Lisboa hacia fines de junio. Inmediatamente, fue a reunirse con
el P. Rodríguez, quien moraba en un hospital donde se ocupaba de asistir e
instruir a los enfermos. San
Francisco Javier se hospedó también ahí y ambos solían salir a instruir
y catequizar en la ciudad. Pasaban los domingos oyendo confesiones en la corte,
pues el rey Juan III los tenía en gran estima. Esa fue la razón por la que el
P. Rodríguez tuvo que quedarse en Lisboa. También San Francisco Javier se vio
obligado a permanecer ahí ocho meses y, fue por entonces cuando escribió a San
Ignacio: "El rey no está todavía decidido a enviarnos a la India, porque
piensa que aquí podremos servir al Señor tan eficazmente como allá." Antes
de la partida de San
Francisco Javier, que tuvo lugar el 7 de abril de 1541, día de su
trigésimo quinto cumpleaños, el rey le entregó un breve por el que el Papa le
nombraba nuncio apostólico en el oriente. El monarca no pudo conseguir que
aceptase como presente más que un poco de ropa y algunos libros. Tampoco quiso
Javier llevar consigo a ningún criado, alegando que "la mejor manera de
alcanzar la verdadera dignidad es lavar los propios vestidos sin que nadie lo
sepa." Con él partieron a la India el P. Pablo de Camerino, que era
italiano, y Francisco Mansilhas, un portugués que aún no había recibido las
órdenes sagradas. En una afectuosa carta de despedida que el santo escribió a
San Ignacio, le decía a propósito de este último, que poseía "un bagaje de
celo, virtud y sencillez, más que de ciencia extraordinaria".
San Francisco
Javier partió en el barco que transportaba al gobernador de la India, Don
Martín Alfonso de Sousa. Otros cuatro navíos completaban la flota. En la nave del
almirante, además de la tripulación, había pasajeros, soldados, esclavos y
convictos. San Francisco
se encargó de catequizar a todos. Los domingos predicaba al pie del palo mayor
de la nave. Por otra parte, convirtió su camarote en enfermería y se dedicó a
cuidar a todos los enfermos, a pesar de que, al principio del viaje, los mareos
le hicieron sufrir mucho a él también. Entre la tripulación y entre los pasajeros
había gentes de toda especie, de suerte que San Francisco Javier tuvo que mediar en reyertas,
combatir la blasfemia, el juego y otros desórdenes. Pronto se desató a bordo
una epidemia de escorbuto y sólo los tres misioneros se encargaban del cuidado
de los enfermos. La expedición navegó cinco meses para doblar el Cabo de Buena
Esperanza y llegar a Mozambique, donde se detuvo durante el invierno; después
siguió por la costa este del África y se detuvo en Malindi y en Socotra. Por
fin, dos meses después de haber zarpado de este último puerto, la expedición
llegó a Goa, el 6 de mayo de 1542, al cabo de tres meses de viaje (es decir, el
doble del tiempo normal). San Francisco Javier se estableció en el hospital
hasta que llegaron sus compañeros, cuyo navío se había retrasado.
Goa era
colonia portuguesa desde 1510. Había ahí un número considerable de cristianos,
y la organización eclesiástica estaba compuesta por un obispo, el clero secular
y regular, y varias iglesias. Desgraciadamente, muchos de los portugueses se
habían dejado arrastrar por la ambición, la avaricia, la usura y los vicios,
hasta el extremo de olvidar completamente que eran cristianos. Los sacramentos
habían caído en desuso; fuera de Goa había a lo más, cuatro predicadores y
ninguno de ellos era sacerdote; los portugueses usaban el rosario para contar
el número de azotes que mandaban dar a sus esclavos. La escandalosa conducta de
los cristianos, que vivían en abierta oposición con la fe que profesaban y así
alejaban de la fe a los infieles, fue una especie de reto para San Francisco
Javier. El misionero comenzó por instruir a los portugueses en los principios
de la religión y formar a los jóvenes en la práctica de la virtud. Después de
pasar la mañana en asistir y consolar a los enfermos y a los presos, en
hospitales y prisiones miserables, recorría las calles tocando una campanita
para llamar a los niños y a los esclavos al catecismo. Estos acudían en gran
cantidad y el santo les enseñaba el Credo, las oraciones y la manera de
practicar la vida cristiana. Todos los domingos celebraba la Misa a los leprosos,
predicaba a los cristianos y a los hindúes y visitaba las casas. Su amabilidad
y su caridad con el prójimo le ganaron muchas almas. Uno de los excesos más
comunes era el concubinato de los portugueses de todas las clases sociales con
las mujeres del
país, dado que había en Goa muy pocas cristianas portuguesas. Tursellini, el
autor de la primera biografía de San Francisco Javier, que fue publicada en
1594, describe con viveza los métodos que empleó el santo contra ese exceso.
Por ellos, puede verse el tacto con que supo San Francisco Javier predicar la moralidad
cristiana, demostrando que no contradecía ni al sentido común, ni a los
instintos verdaderamente humanos. Para instruir a los pequeños y a los
ignorantes, el santo solía adaptar las verdades del cristianismo a la música
popular, un método que tuvo tal éxito que, poco después, se cantaban las
canciones que él había compuesto, lo mismo en las calles que en las casas, en
los campos que en los talleres.
Cinco
meses más tarde, se enteró San
Francisco Javier de que en las costas de la Pesquería, que se extienden
frente a Ceilán desde el Cabo de Comorín hasta la isla de Manar, habitaba la
tribu de los paravas. Estos habían aceptado el bautismo para obtener la
protección de los portugueses contra los árabes y otros enemigos; pero, por
falta de instrucción, conservaban aún las supersticiones del paganismo y practicaban sus errores.
(El P. Coleridge, S. J. escribe con razón: "Probablemente todos los
misioneros que han ido a regiones en las que sus compatriotas se hallaban ya
establecidos . . . han encontrado en ellos a los peores enemigos de su obra de
evangelización. En este sentido, las naciones católicas son tan culpables como
las protestantes. España, Francia y Portugal son tan culpables como Inglaterra
y Holanda".) Javier partió en auxilio de esa tribu que "sólo sabía
que era cristiana y nada más". El santo hizo trece veces aquel viaje tan
peligroso, bajo el tórrido calor del sur de Asia. A pesar de la dificultad, se
puso a aprender el idioma nativo y a instruir y confirmar a los ya bautizados.
Particular atención consagró a la enseñanza del catecismo a los niños. Los
paravas, que hasta entonces no conocían siquiera el nombre de Cristo, recibieron
el bautismo en grandes multitudes. A este propósito, San Francisco Javier informaba a sus
hermanos de Europa que, algunas veces, tenía los brazos tan fatigados por
administrar el bautismo, que apenas podía moverlos. Los generosos paravas que
eran de casta baja, dispensaron a San Francisco Javier una acogida calurosa, en
tanto que los bramanes,
de clase elevada, recibieron al santo con gran frialdad, y su éxito con ellos
fue tan reducido que, al cabo de doce meses, sólo había logrado convertir a un bramán. Según parece, en
aquella época Dios obró varias curaciones milagrosas por medio de San Francisco Javier.
Por su
parte, San Francisco
Javier se adaptaba plenamente al pueblo con el que vivía. Lo mismo que los
pobres, comía arroz, bebía agua y dormía en el suelo de una pobre choza. Dios
le concedió maravillosas consolaciones interiores. Con frecuencia, decía Javier
de sí mismo:
"Oigo exclamar a este pobre hombre que trabaja en la viña de Dios: 'Señor
no me des tantos consuelos en esta vida; pero, si tu misericordia ha decidido
dármelos, llévame entonces todo entero a gozar plenamente de Ti' ". San Francisco Javier
regresó a Goa en busca de otros misioneros y volvió a la tierra de los paravas
con dos sacerdotes y un catequista indígenas y con Francisco Mansilhas a
quienes dejó en diferentes puntos del país. El santo escribió a Mansilhas una
serie de cartas que constituyen uno de los documentos más importantes para
comprender el espíritu de San
Francisco Javier y conocer las dificultades con que se enfrentó. El
sufrimiento de los nativos a manos de los paganos y de los portugueses se
convirtió en lo que él describía como "una espina que llevo constantemente
en el corazón". En cierta ocasión, fue raptado un esclavo indio y el santo
escribió: "¿Les gustaría a los portugueses que uno de los indios se
llevase por la fuerza a un portugués al interior del país? Los indios tienen
idénticos sentimientos que los portugueses". Poco tiempo después, San
Francisco Javier extendió sus actividades a Travancore. Algunos autores han
exagerado el éxito que tuvo ahí, pero es cierto que fue acogido con gran
regocijo en todas las poblaciones y que bautizó a muchos de los habitantes. En
seguida, escribió al P. Mansilhas que fuese a organizar la Iglesia entre los
nuevos convertidos. En su tarea solía valerse el santo de los niños, a quienes
seguramente divertía mucho repetir a otros lo que acababan de aprender de
labios del misionero. Los badagas del norte cayeron sobre los cristianos de
Comoín y Tuticorín, destrozaron las poblaciones, asesinaron a varios y se
llevaron a otros muchos como esclavos. Ello entorpeció la obra misional del
santo. Según se cuenta, en cierta ocasión, salió solo San Francisco Javier al encuentro del
enemigo, con el crucifijo en la mano, y le obligó a detenerse. Por otra parte,
también los portugueses entorpecían la evangelización; así, por ejemplo, el
comandante de la región estaba en tratos secretos con los badagas. A pesar de
ello, cuando el propio comandante tuvo que salir huyendo, perseguido por los
badagas, San Francisco Javier escribió inmediatamente al P. Mansilhas: "Os
suplico, por el amor de Dios, que vayáis a prestarle auxilio sin demora".
De no haber sido por los esfuerzos infatigables del santo, el enemigo hubiese
exterminado a los paravas. Y hay que decir, en honor de esa tribu, que su
firmeza en la fe católica resistió a todos los embates.
El
reyezuelo de Jaffna (Ceilán del norte), al enterarse de los progresos que había
hecho el cristianismo en Manar, mandó asesinar ahí a 600 cristianos. El
gobernador, Martín de Sousa, organizó una expedición punitiva que debía partir
de Negatapam. San Francisco Javier se dirigió a ese sitio; pero la expedición
no llegó a partir, de suerte que el santo decidió emprender una peregrinación,
a pie, al santuario de Santo Tomás en Milapur, donde había una reducida colonia
portuguesa a la que podía prestar sus servicios. Se cuentan muchas maravillas
de los viajes de San Francisco Javier. Además de la conversión de numerosos
pecadores públicos europeos, a los que se ganaba con su exquisita cortesía, se
le atribuyen también otros milagros. En 1545, el santo escribió desde Cochín
una extensa carta muy franca al rey, en la que le daba cuenta del estado de la
misión. En ella habla del peligro en que estaban los neófitos de volver al
paganismo, "escandalizados y desalentados por las injusticias y vejaciones
que les imponen los propios oficiales de Vuestra Majestad . . . Cuando nuestro
Señor llame a Vuestra Majestad a juicio, oirá tal vez Vuestra Majestad las
palabras airadas del Señor: '¿Por qué no castigaste a aquellos de tus súbditos sobre los que
tenías autoridad y que me hicieron la guerra en la India?' ". El santo
habla muy elogiosamente del vicario general en las Indias, Don Miguel Vaz, y
ruega al rey que le envíe nuevamente con plenos poderes, una vez que éste haya
rendido su informe
en Lisboa. "Como espero morir en estas partes de la tierra y no volveré a
ver a Vuestra Majestad en este mundo, ruégole que me ayude con sus oraciones
para que nos encontremos en el otro, donde ciertamente estaremos más
descansados que en éste". San Francisco Javier repite sus alabanzas sobre
el vicario general en una carta al P. Simón Rodríguez, en donde habla todavía
con mayor franqueza acerca de los europeos: "No titubean en hacer el mal,
porque piensan que no puede ser malo lo que se hace sin dificultad y para su
beneficio. Estoy aterrado ante el número de inflexiones nuevas que se dan aquí
a la conjugación del verbo 'robar'".
En la
primavera de 1545, San Francisco Javier partió para Malaca, donde pasó cuatro
meses. Malaca era entonces una ciudad grande y próspera. Albuquerque la había
conquistado para la corona portuguesa en 1511 y, desde entonces, se había
convertido en un centro de costumbres licenciosas. Anticipándose a la moda que
se introduciría varios siglos más tarde, las jóvenes se paseaban en pantalones,
sin tener siquiera la excusa de que trabajaban como los hombres. El santo fue
acogido en la ciudad con gran reverencia y cordialidad, y tuvo cierto éxito en
sus esfuerzos de reforma. En los dieciocho meses siguientes, es difícil
seguirle los pasos. Fue una época muy activa y particularmente interesante,
pues la pasó en un mundo en gran parte desconocido, visitando ciertas islas a
las que él da el nombre genérico de Molucas y que es difícil identificar con
exactitud. Sabemos que predicó y ejerció el ministerio sacerdotal en Amboina,
Ternate, Gilolo y otros sitios, en algunos de los cuales había colonias de
mercaderes portugueses. Aunque sufrió mucho en aquella misión, escribió a San
Ignacio: "Los peligros a los que me encuentro expuesto y los trabajos que
emprendo por Dios, son primaveras de gozo espiritual. Estas islas son el sitio
del mundo en que el hombre puede más fácilmente perder la vista de tanto
llorar; pero se trata de lágrimas de alegría. No recuerdo haber gustado jamás
tantas delicias interiores y los consuelos no me dejan sentir el efecto de las
duras condiciones materiales y de los obstáculos que me oponen los enemigos
declarados y los amigos aparentes." De vuelta a Malaca, el santo pasó ahí
otros cuatro meses, predicando a aquellos cristianos tan poco generosos. Antes
de partir a la India, oyó hablar del Japón a unos mercaderes portugueses y
conoció personalmente a un fugitivo del Japón, llamado Anjiro. San Francisco Javier
desembarcó nuevamente en la India, en enero de 1548.
Pasó
los siguientes quince meses viajando sin descanso entre Goa, Ceilán y Cabo de
Comorín, para consolidar su obra (sobre todo el "Colegio Internacional de
San Pablo" de Goa) y preparar su partida al misterioso Japón, en el que
hasta entonces no había penetrado ningún europeo. Entonces, escribió la última
carta al rey Juan III, a propósito de un obispo armenio y de un fraile
franciscano. En ella decía: "La experiencia me ha enseñado que Vuestra
Majestad tiene poder para arrebatar a las Indias sus riquezas y disfrutar de
ellas, pero no lo tiene para difundir la fe cristiana." En abril de 1549,
partió de la India, acompañado por otro sacerdote de la Compañía de Jesús y un
hermano coadjutor, por Anjiro (que había tomado el nombre de Pablo) y por otros
dos japoneses que se habían convertido al cristianismo. El día de la fiesta de
la Asunción del mismo año, desembarcaron en Kagoshima, en tierra japonesa.
En
Kagoshima, los habitantes los dejaron en paz. San Francisco Javier se dedicó a
aprender el japonés. Lejos de poseer el don de lenguas que algunos le
atribuyen, el santo tenía más bien dificultad en aprender los idiomas. Tradujo
al japonés una exposición muy sencilla de la doctrina cristiana que repetía a
cuantos se mostraban dispuestos a escucharle. Al cabo de un año de trabajo,
había logrado unas cien conversiones. Ello provocó las sospechas de las
autoridades, las cuales le prohibieron que siguiese predicando. Entonces, el
santo decidió trasladarse a otro sitio con sus compañeros, dejando a Pablo al
cuidado de los neófitos. Antes de partir de Kagoshima, fue a visitar la
fortaleza de Ichiku; ahí convirtió a la esposa del jefe de la fortaleza, al
criado de ésta, a algunas personas más y dejó la nueva cristiandad al cargo del
criado. Diez años más tarde, Luis de Almeida, médico y hermano coadjutor de la
Compañía de Jesús, encontró en pleno fervor a esa cristiandad aislada. San
Francisco Javier se trasladó a Hirado, al norte de Nagasaki. El gobernador de
la ciudad acogió bien a los misioneros, de suerte que en unas cuantas semanas
pudieron hacer más de lo que había hecho en Kagoshima en un año. El santo dejó
esa cristiandad a cargo del P. de Torres y partió con el hermano Fernández y un
japonés a Yamaguchi, en Honshu. Ahí predicó en las calles y delante del
gobernador; pero no tuvo ningún éxito y las gentes de la región se burlaron de,
él.
San Francisco Javier
quería ir a Miyako (Kioto), que era entonces la principal ciudad del Japón.
Después de trabajar un mes en Yamaguchi, donde apenas cosechó algo más que
afrentas, prosiguió el viaje con sus dos compañeros. Como el mes de diciembre
estaba ya muy avanzado, los aguaceros, la nieve y los abruptos caminos hicieron
el viaje muy penoso. En febrero, llegaron los misioneros a Miyako. Ahí se
enteró el santo de que para tener una entrevista con el mikado (cuyo poder era
puramente aparente) necesitaba pagar una suma mucho mayor a la que poseía. Por
otra parte, como la guerra civil hacía estragos en la ciudad, San Francisco
Javier comprendió que, por el momento, no podía hacer ningún bien ahí, por lo
cual volvió a Yamaguchi, quince días después. Viendo que la pobreza evangélica
no producía en el Japón el mismo efecto que en la India, el santo cambió de
método. Vestido decentemente y escoltado por sus compañeros, se presentó ante
el gobernador como embajador de Portugal, le entregó las cartas que le habían
dado para el caso las autoridades de la India y le regaló una caja de música,
un reloj y unos anteojos, entre otras cosas. El gobernador quedó encantado con
esos regalos, dio al santo permiso de predicar y le cedió un antiguo templo
budista para que se alojase mientras estuviese ahí. Habiendo obtenido así la
protección oficial, San Francisco Javier predicó con gran éxito y bautizó a
muchas personas.
Habiéndose
enterado de que un navío
portugués había atracado en Funai (Oita) de Kiushu, el santo partió para allá.
Uno de los miembros de la expedición era el viajero Fernando Méndez Pinto,
quien dejó una descripción muy completa y divertida de la procesión que
organizaron los portugueses para acompañar ceremoniosamente a su admirado San Francisco Javier en
su visita al gobernador de la ciudad. Desgraciadamente, Méndez Pinto era un
escritor muy imaginativo, de suerte que no se puede dar crédito a lo que nos
cuenta sobre las actividades y peripecias del santo en Funai. San Francisco Javier
resolvió partir en ese barco portugués a visitar sus cristiandades de la India
antes de hacer el deseado viaje a China. Los cristianos del Japón, que eran ya
unos 2000 y constituían
la semilla de tantos mártires del futuro, quedaron al cuidado del P. Cosme de
Torres y del hermano Fernández. A pesar de los descalabros que había sufrido en
el Japón, San Francisco Javier opinaba que "no hay entre los infieles
ningún pueblo más bien dotado que el japonés."
La
cristiandad había prosperado en la India durante la ausencia de San Francisco Javier;
pero también se habían multiplicado las dificultades y los abusos, tanto entre
los misioneros como entre las autoridades portuguesas, y todo ello necesitaba
urgentemente la atención del santo. San Francisco Javier emprendió la tarea con tanta caridad como
firmeza. Cuatro meses después, el 25 de abril de 1552, se embarcó nuevamente,
llevando por compañeros a un sacerdote y un estudiante jesuitas, un criado indio y un joven chino
que hubiera sido su intérprete si no hubiese olvidado su lengua natal. En
Malaca, el santo fue recibido por Diego Pereira, a quien el virrey de la India
había nombrado embajador ante la corte de China.
San
Francisco tuvo que hablar en Malaca sobre dicha embajada con Don Álvaro de Ataide, hijo de
Vasco de Gama, que era el jefe en la marina de la región. Como Álvaro de Ataide era
enemigo personal de Diego Pereira, se negó a dejarle partir, tanto en calidad
de embajador como de comerciante. Ataide no se dejó convencer por los argumentos
de San Francisco
Javier, ni siquiera cuando éste le mostró el breve de Paulo III por el que
había sido nombrado nuncio apostólico. Por él hecho de oponer obstáculos a un
nuncio pontificio, Ataide incurría en la excomunión. Desgraciadamente, el santo
había dejado en Goa el original del breve pontificio. Finalmente, Ataide
permitió que San
Francisco Javier partiese a la China en la nave de Pereira, pero no dejó que
este último se embarcase. Pereira tuvo la nobleza de aceptar el trato. Como el
fin de la embajada hubiese fracasado, el santo envió al Japón al otro sacerdote
jesuita y sólo conservó a su lado al joven chino, que se llamaba Antonio. Con
su ayuda, esperaba poder introducirse furtivamente en China, que hasta entonces
había sido inaccesible a los extranjeros. A fines de agosto de 1552, la
expedición llegó a la isla desierta de Sancián (Shang-Chawan), que dista unos
veinte kilómetros de la costa y está situada a cien kilómetros al sur de Hong
Kong.
Por
medio de una de las naves, San
Francisco Javier escribió desde ahí varias cartas. Una de ellas iba dirigida a
Pereira, a quien el santo decía: "Si hay alguien que merezca que Dios le
premie en esta empresa, sois vos. Y a vos se deberá su éxito." En seguida,
describía las medidas que había tomado: con mucha dificultad y pagando
generosamente, había conseguido que un mercader chino se comprometiese a
desembarcarle de noche en Cantón, no sin exigirle que jurase que no revelaría
su nombre a nadie. En tanto que llegaba la ocasión de realizar el proyecto, San Francisco Javier cayó
enfermo. Como sólo quedaba uno 3 de los navíos portugueses, el santo se encontró en la
miseria. En su última carta escribió: "Hace mucho tiempo que no tenía tan
pocas ganas de vivir como ahora." El mercader chino no volvió a
presentarse. El 21 de noviembre, el santo se vio atacado por una fiebre y se
refugió en el navío.
Pero el movimiento del mar le hizo daño, de suerte que al día siguiente pidió
que le transportasen de nuevo a tierra. En el navío predominaban los hombres de Don Álvaro de Ataide, los
cuales, temiendo ofender a éste, dejaron a San Francisco Javier en la playa, expuesto al
terrible viento del norte. Un compasivo comerciante portugués le condujo a su
cabaña, tan maltrecha, que el viento se colaba por las rendijas. Ahí estuvo San Francisco Javier
recostado, consumido por la fiebre. Sus amigos le hicieron algunas sangrías,
sin éxito alguno. Entre los espasmos del delirio, el santo oraba
constantemente. Poco a poco, se fue debilitando. El sábado 3 de diciembre,
según escribió Antonio, "viendo que estaba moribundo, le puse en la mano
un cirio encendido. Poco después, entregó el alma a su Creador y Señor con gran
paz y reposo, pronunciando el nombre de Jesús." San Francisco Javier tenía
entonces cuarenta y seis años y había pasado once en el oriente. Fue sepultado
el domingo por la tarde. Al entierro asistieron Antonio, un portugués y dos
esclavos. (El fiel Antonio describió los últimos días del santo, en una carta a
Manuel Teixeira, el cual la publicó en su biografía de San Francisco Javier.)
Uno de
los tripulantes del navío
había aconsejado que se llenase de barro el féretro para poder trasladar más
tarde los restos. Diez semanas después, se procedió a abrir la tumba. Al quitar
el barro del rostro, los presentes descubrieron que se conservaba perfectamente
fresco y que no había perdido el color; también el resto del cuerpo estaba
incorrupto y sólo olía a barro. El cuerpo fue trasladado a Malaca, donde todos
salieron a recibirlo con gran gozo, excepto Don Álvaro de Ataide. Al fin del
año, fue trasladado a Goa, donde los médicos comprobaron que se hallaba
incorrupto. Ahí reposa todavía, en la iglesia del Buen Jesús. San Francisco Javier fue
canonizado en 1622, al mismo tiempo que San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Ávila, San Felipe Neri y San Isidro Labrador.
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