(1170 p.c.) Hay una
tradición muy conocida en la que se relata que la madre de Santo Tomás Becket
era una princesa sarracena que, perdidamente enamorada de un peregrino o un
cruzado inglés apellidado Becket, lo siguió desde Tierra Santa y a través de
Europa, sin pronunciar ante las gentes que encontraba a su paso más que las dos
únicas palabras que conocía en inglés y que le interesaban: "London"
y "Becket". Así fue como encontró por fin a su amado, se convirtió al
cristianismo y se casó con él. En realidad, no hay ningún fundamento para esta
historia. Varios contemporáneos nos han hablado de los parientes del santo. Un
tal FitzStephen, un clérigo al servicio de la familia, dice: "Su padre era
Gilbert, alguacil de Londres, y el nombre de su madre era el de Matilda. Los
dos eran ciudadanos de estirpe burguesa que no hicieron dinero con la usura ni
ejercieron el comercio, pero vivían respetablemente con lo que tuviesen"
(Sin duda que los padres de Tomás fueron dignos ejemplares de esas gentes en
pro de las que habla el propio FitzStephen: "Los ciudadanos de Londres se
destacan sobre los demás por sus buenas maneras y educación, en la mesa y en la
charla. Las matronas son verdaderas Sabinas".) Otros dicen que el nombre
de la madre era Rohesia y que fue normanda como su marido. De todas maneras, se
sabe que el hijo de la pareja nació el día de Santo Tomás del año 1118, en
Londres, y que fue enviado a educarse con los canónigos regulares en Merton,
localidad del Surrey. Al cumplir los veintiún años, perdió a su madre y, poco
después, a su padre. Ya para entonces, los bienes de Gilbert habían menguado
bastante y Tomás tuvo que "trabajar como empleado" de un pariente,
llamado Osbert Eightpence en Londres. También trabajó para Richer de l'Aigle,
quien gustaba de hacerse acompañar por el chico en sus cacerías, sobre todo
cuando las hacía con halcones, y así despertó en Tomás la afición por las
correrías a campo abierto que siempre cultivó. Cierto día en que perseguía a
una presa, el halcón que llevaba sobre el hombro, se lanzó al río para atrapar
a un pato. Tomás, temeroso de perder a su halcón, se lanzó también al agua con
la intención de rescatarlo, pero la rápida corriente lo arrastró hasta un
molino y sólo salvó la vida gracias a que la rueda del molino se detuvo,
milagrosamente según se dijo, cuando estaba a punto de triturar el cuerpo del
joven (Se dice que ese molino estaba situado en el lugar denominado Wade's
Mili, en el Hertfordshire, en el terreno comprendido entre Ware y el Colegio de
Saint Edmund, un sitio mejor conocido por su relación con otro Tomás, Tomás
Clarkson, el abolicionista de la esclavitud). Aquel incidente fue
característico de la impetuosidad de Tomás y no uno de los motivos que "le
hicieron tomar la vida más en serio". Al cumplir los veinticuatro años
obtuvo un puesto en la servidumbre de Teobaldo, el arzobispo de Canterbury. No
pasó mucho tiempo sin que recibiese las órdenes menores y muchos favores por
parte de Teobaldo, quien se preocupó de que Tomás obtuviese numerosos
beneficios en toda la zona comprendida desde Beverley hasta Shoreham. En 1154
fue ordenado diácono, y el arzobispo le nombró archidiácono de Canterbury, un
puesto que era, por entonces, el primero en dignidad eclesiástica en
Inglaterra, después de los obispos y los abades. Teobaldo le encomendó el
manejo de asuntos muy delicados, rara vez hacía algo sin consultarle, en varias
ocasiones le envió a Roma con misiones importantes. Por otra parte, el
arzobispo jamás tuvo motivos para arrepentirse de haber depositado su entera
confianza en Tomás de Londres, como se le llamaba generalmente.
En el Thomas Saga
Erkibyskupus, de Norse, se describe al joven y brillante clérigo de esta
manera: "Era delgado de cuerpo y de tez pálida, con cabello oscuro, nariz
larga y facciones duras. Su carácter alegre le hacía atractivo y amable en la
conversación; hablaba siempre con sinceridad y, no obstante cierto leve
tartamudeo, era tan claro su discernimiento y tan ágil su mente, que siempre
hacía de las cuestiones más difíciles y complicadas el asunto más simple, por
su diestra manera de tratarlo." Los monarcas gustan tener a la mano a
hombres de esta calidad. Además, gracias a la diplomacia de Tomás de Londres,
se había conseguido que el Papa, Beato Eugenio III, dejase de apoyar la
sucesión al trono de Eustacio, el hijo de Esteban, y de esta manera, la corona
quedó firme en la cabeza de Enrique de Anjou. En consecuencia, hacia 1155, nos
encontramos a Santo Tomás Becket, a la edad de treinta y seis años, nombrado
canciller del rey Enrique II.
'Tomás", escribió
su secretario, Herbert de Bosham, "dejó de lado su dignidad de
archidiácono y se hizo cargo de sus deberes de canciller, que desempeñó con
entusiasmo y habilidad". Por cierto que su talento tuvo un amplio campo de
acción, puesto que el cargo de canciller sólo igualaba en importancia al
antiguo funcionario político y judicial llamado "Justice." Así como
otro canciller y mártir posterior, también llamado Tomás, fue amigo personal y
fiel servidor de su soberano Enrique VIII, Becket era amigo de Enrique II y en
mayor grado de intimidad. Se ha comentado que el monarca y su canciller no
tenían más que un solo corazón y una sola cabeza; si acaso era así, es
indudable que la influencia de Becket tuvo muchísimo que ver en aquellas reformas
por las que tanto se alaba a Enrique II, como por ejemplo, las medidas para
administrar mejor la justicia y la igualdad de trato, por medio de un sistema
de leyes más uniforme. Pero su amistad no se limitaba al común interés en los
asuntos de Estado y, en los momentos de descanso y de holgura, sus relaciones
personales eran de un "compañerismo retozón", como las describen
algunos escritores.
Una de las más
destacadas virtudes de Tomás como canciller, fue incuestionablemente la
magnificencia, aunque es necesario decir que cayó en algunos excesos. Su
residencia y su servidumbre se podían comparar con las de un rey. Cuando se le
envió a Francia para negociar un matrimonio real, su séquito personal estaba
formado por doscientos hombres y aún había varios cientos más, entre caballeros
y nobles, clérigos y criados, músicos y trovadores, que escoltaban la caravana
de ocho carros cargados de presentes, caballos, halcones y perros de caza,
micos y mastines (Dice FitzStephen que dos de los carros iban cargados con toneles
de hierro que contenían cerveza destinada a los franceses, "que gustan de
esa clase de bebida, porque es fuerte, clara, transparente y de muy buen
sabor"..) Los franceses se quedaron con la boca abierta al ver tanto
esplendor y comentaron entre sí: "¡Si este es el canciller del Estado,
cómo será la magnificencia del rey!" La forma en que trataba a sus
invitados y recibía a sus huéspedes, estaba a la altura correspondiente; y su
generosidad hacia los pobres estaba en proporción con todo lo demás.
En el año de 1159, el
rey Enrique formó en Francia un ejército de mercenarios, con el propósito de
recuperar el condado de Toulouse, que pertenecía, por herencia, a su esposa. En
las contiendas que resultaron, tomó parte Becket con un ejército de setecientos
de sus caballeros y no sólo dio muestras de ser un buen general, sino también
un valiente luchador. Cubierto con su armadura, encabezó los ataques y, no
obstante su condición de clérigo, participó en encuentros con el enemigo,
cuerpo a cuerpo. Por lo tanto, no es sorprendente que el prior de Leicester, al
encontrarse con él en Rouen, exclamase lleno de asombro: "¿Qué hacéis
vestido de esa manera? ¡Más parecéis un guerrero que un clérigo! Sin embargo,
sois un clérigo en vuestra persona y mucho más lo sois en vuestras dignidades:
archidiácono de Canterbury, decano de Hastings, preboste de Beverley, canónigo
de ésta y de aquella iglesia, procurador del arzobispado y, según corren los
rumores, con muchas posibilidades de llegar a arzobispo". Becket recibió los
reproches con toda serenidad y respeto, pero repuso que él conocía a tres
pobres sacerdotes ingleses a quienes vería complacido como arzobispos antes que
verse él elevado a tan alta dignidad, porque en ese caso, tendría que elegir,
inevitablemente, entre el favor del rey y el favor de Dios.
No obstante que la
participación continua en los asuntos públicos, la magnificencia espectacular y
la actividad secular eran los aspectos predominantes en la vida de Becket como
canciller, no eran los únicos. Durante toda su vida fue orgulloso, irascible y
violento, pero también sabemos de sus "retiros" en Merton, de las
disciplinas a que se sometía y de sus plegarias en las largas noches de
vigilia. Asimismo, conocemos el testimonio de su confesor sobre la intachable
vida privada del canciller bajo condiciones de extremo peligro y grandes
tentaciones de toda especie. Y, si a veces iba demasiado lejos al colaborar en
los planes y proyectos de su real señor, que a veces infringían los derechos de
la Iglesia, no tuvo reparos en marcarle el alto en otros asuntos peores, como
el caso del matrimonio de la abadesa de Romsey.
Teobaldo, el arzobispo
de Canterbury, murió en el año de 1161. En aquellos momentos, el rey Enrique se
hallaba en Normandía con su canciller, a quien ya tenía pensado entregar el
arzobispado. En cuanto le hizo la propuesta, Becket repuso con firmeza:
"Si Dios permite que yo ascienda a la dignidad de arzobispo de Canterbury,
no pasará mucho tiempo sin que pierda los favores de Vuestra Majestad, y todo
el afecto con que vos me honráis se transformará en odio. Puesto que Vuestra
Majestad proyectará hacer ciertas cosas que vayan en perjuicio de los derechos
de la Iglesia, mucho me temo que Vuestra Majestad requiera de mí una ayuda o
una aprobación que no podré darle. No faltarán personas envidiosas que
aprovechen esas ocasiones para alentar una amarga e interminable desavenencia
entre vos y yo".
El rey hizo caso omiso
de los escrúpulos de Tomás, y éste se negó a aceptar la dignidad
obstinadamente, hasta que el cardenal Enrique de Pisa acalló sus recelos. La
elección se llevó a cabo en mayo de 1162. El príncipe Enrique, que se
encontraba en Londres, dio su aprobación en nombre de su padre, y Becket partió
inmediatamente de Londres a Canterbury. En el camino distribuyó algunos cargos
privados entre diversos miembros de su clero y a todos les recomendó
encarecidamente que le observaran y le advirtieran de la menor falta en su
conducta, "porque en esas cuestiones, cuatro ojos ajenos ven mejor y más
claramente que los dos propios". El sábado de la semana de Pentecostés,
fue ordenado sacerdote por Walter, el obispo de Rochester, y en la octava de
Pentecostés, recibió la consagración de manos de Enrique de Blois, obispo de Winchester.
(Santo Tomás decretó que el aniversario de su consagración se observase en toda
su provincia con una fiesta en honor de la Santísima Trinidad, ciento cincuenta
años antes de que esa conmemoración se adoptase en la Iglesia de occidente.)
Poco tiempo después,
recibió el palio que le enviaba el Papa Alejandro III, y hacia fines de aquel
año, se produjo un cambio notabilísimo en su manera de vivir. Sobre sus carnes
llevaba una camisa de cerdas, y su vestimenta ordinaria era una casaca negra,
una sobrepelliz de lino y la estola sacerdotal al cuello. De acuerdo con la
regla de vida que estableció para sí, se levantaba muy de mañana para leer las
Sagradas Escrituras, siempre en compañía de Herbert de Bosham, a fin de
discutir o aclarar con él algunos de los pasajes. A las nueve de la mañana,
cantaba la misa o bien asistía a ella cuando no era él quien la celebraba. Una
hora más tarde, y a diario, distribuía personalmente las limosnas, las que
elevó al doble de lo que daban sus antecesores. Dormía o descansaba un poco después
del mediodía y, a las tres de la tarde, comía con sus invitados y familiares en
el gran salón. En vez de música, durante la comida se leía un libro piadoso.
Siempre se sirvieron en su mesa los alimentos más escogidos y los manjares
suculentos, pero eso era para los huéspedes e invitados, porque el arzobispo
conservaba invariablemente una templanza y una moderación notables. Casi todos
los días visitaba la enfermería y el vecino claustro de los monjes. Entre sus
propios familiares y servidores, estableció cierta regularidad monástica.
Tomaba especial cuidado en la selección de candidatos a las sagradas órdenes,
los examinaba personalmente y, de acuerdo con su capacidad judicial, ejercía la
justicia rigurosamente. "Ni siquiera las cartas y las solicitudes del rey
tenían poder alguno para inclinarle en favor de un hombre que no tuviese el
derecho justo de su parte", dicen sus biógrafos.
No obstante que el
arzobispo había renunciado a su cancillería, en contra de los deseos del rey,
las relaciones entre ambos se conservaban tan amistosas como antes. A pesar de
ciertas diferencias, el rey Enrique le manifestaba todavía sus favores, le daba
grandes muestras de afecto y parecía conservar aún el cariño que le había
profesado desde un principio. El primer descontento serio se produjo en
Woodstock donde residía temporalmente el monarca con su corte. Era costumbre
pagar dos chelines anuales a los alguaciles de los condados, por cada una de
las parcelas de tierra arrendadas o de propiedad de los colonos, a fin de que los
alguaciles protegieran a éstos contra la rapacidad de los cobradores de
impuestos (parece que en estos cobros se hacían los chanchullos de la peor
especie). En aquella ocasión, el rey ordenó que las sumas le fueran pagadas a
su tesorero. El arzobispo le hizo ver que se trataba de un pago voluntario que
no podía ser cobrado, ni mucho menos exigido como un haber de la corona.
"Si los alguaciles, sus sargentos y oficiales", replicó Becket,
"cumplen con defender y proteger al pueblo, pagaremos; de otra manera,
nada se pagará".
A esto repuso el rey con
un juramento profano: "¡Por Dios, que sí pagaréis!", exclamó altivo y
con tono airado. "Con todo el respeto que se debe a ese santo nombre, mi
rey y señor", dijo Becket, "debo advertiros que no se pagará ni un penique
en las tierras bajo mi jurisdicción". El monarca no dijo nada más en aquel
momento, pero ya estaba resentido. Después se produjo el caso de Felipe de
Brois, un canónigo que fue acusado de asesinato. Según las leyes de aquellos
tiempos, el canónigo fue juzgado por un tribunal eclesiástico, y el obispo de
Lincoln lo declaró inocente. Pero uno de los jueces que el rey envió
observadores, Simón Fitzpeter, citó al acusado ante su propio tribunal civil.
El canónigo Felipe se negó a aceptar aquel proceso y se dirigió a Fitzpeter con
altanería y en términos insultantes. Entonces, el rey ordenó que el reo fuese
juzgado por el delito original y por desacato a la autoridad. Pero intervino
Tomás Becket para exigir que el proceso se siguiese en su propio tribunal, a lo
que el monarca tuvo que acceder contra toda su voluntad. La sentencia previa
fue aceptada como válida, pero, a causa del desacato al juez Fitzpeter, se le
condenó a ser azotado y a la suspensión temporal de sus beneficios. Al rey
Enrique le pareció demasiado benigna aquella sentencia y convocó a los asesores
para demandarles: "¿Me juraréis en nombre de Dios que no salvasteis al
acusado por ser un miembro del clero?" Todos se manifestaron prontos a
jurar, pero Enrique no quedó satisfecho y su resentimiento aumentó. Se
acumularon incidentes y conflictos semejantes, hasta que, en el mes de octubre
de 1163, el rey convocó a los obispos a un concilio en Westminster, para
exigirles que se hiciera entrega a los poderes civiles de los clérigos
delincuentes y criminales a fin de aplicarles el merecido castigo. Los obispos
se mostraron un tanto vacilantes y atemorizados, pero Tomás los alentó a
mantenerse firmes. Entonces el rey les pidió una solemne promesa de atenerse a
sus reales costumbres, las cuales no especificó. Santo Tomás y los otros
miembros del concilio accedieron, pero con la salvedad de que, "si las
costumbres del rey afectaban a la Iglesia", no podrían tolerarlas. De
acuerdo con los objetivos del monarca, aquella salvedad equivalía a una rotunda
negativa y, en consecuencia, al día siguiente despojó a Tomás de algunos títulos,
beneficios y castillos que el arzobispo conservaba desde sus tiempos de
canciller. En el curso de una tempestuosa entrevista realizada en Northampton,
el rey trató en vano de obligar a su antiguo amigo a modificar su actitud, y el
conflicto estalló por fin en el consejo de Clarendon, cerca de Salisbury, a
principios de 1164. Como Tomás no había recibido más que un apoyo muy débil por
parte del Papa Alejandro III, al comienzo de las sesiones se mostró
conciliatorio y aun prometió hacer "todo lo posible por aceptar las
"costumbres" del rey", pero en cuanto leyó las constituciones en
las que se exponían detalladamente esas costumbres reales que él debía aprobar,
exclamó: "¡No permita Dios que yo ponga mi sello en esto!" Las
constituciones pedían, inter alia, que ningún prelado podía abandonar el
territorio del reino sin el permiso del monarca, ni apelar a Roma sin el
consentimiento del mismo; ningún funcionario con algún alto puesto civil o
cortesano podría ser excomulgado en contra de la voluntad del rey (esto se
había reclamado desde los tiempos de Guillermo I, pero nunca se concedió porque
era una evidente infracción a la jurisdicción espiritual de la Iglesia); los
beneficios de las sedes u otros puestos eclesiásticos vacantes y las ganancias
que produjeran, quedarían bajo la custodia del rey (aquel abuso ya había sido
reconocido durante el reinado de Enrique I); y —lo que llegó a ser la cláusula
crítica— los clérigos convictos y sentenciados en los tribunales eclesiásticos
deberían quedar a disposición de los funcionarios del rey (con la posibilidad
de recibir el castigo por partida doble).
El arzobispo estaba ya
profundamente arrepentido de haberse mostrado débil, al principio, en su
oposición a las pretensiones del rey y se mostraba muy dispuesto a poner un
ejemplo que, los otros obispos habrían de seguir sin vacilaciones. "¡Soy
un hombre orgulloso y vano!", exclamó entonces, lleno de amargura.
"No soy nada más que un criador de aves de presa y perros de caza. ¡Y es a
mí a quien han hecho pastor de un rebaño! No merezco otra cosa sino que me
expulsen de la sede que ocupo". Desde aquel momento y durante más de
cuarenta días, en tanto que aguardaba la absolución y la autorización del Papa,
no volvió a celebrar la misa. Hizo repetidos intentos de allanar las cosas y
llegar a la concordia, pero ya el rey Enrique le consideraba como su enemigo y
le había sometido a una persecución sistemática que culminó con una denuncia
judicial contra Tomás para que pagase 30 000 marcos que supuestamente le debía
de los tiempos en que fue canciller del reino (no obstante que, al ser
consagrado arzobispo, obtuvo un documento de descargo, perfectamente claro y
preciso). El rey Enrique se negó a recibirlo cuando fue a solicitarle audiencia
en Woodstock y en dos ocasiones se le impidió cruzar el canal para trasladarse
al continente a fin de presentar su caso ante el Pontífice. Después, el rey
Enrique convocó a un nuevo concilio en Northampton. De aquella reunión resultó
un ataque concreto y directo en contra del arzobispo, en el que los prelados se
plegaron a los deseos de los señores. En primer lugar, se le condenó a pagar
una crecida multa por no haberse presentado ante el tribunal del rey luego de
haber recibido una cita para hacerlo en un proceso en su contra; en segundo
lugar, se pronunciaron varias causas por mal uso del dinero del reino y, por
fin, se le exigió que presentase ciertas cuentas de la cancillería. Enrique, el
obispo de Winchester, abogó por el descargo del canciller, pero no se le
autorizó a tomar su defensa. Entonces, se ofreció a hacer un pago ex gratia de
2 000 marcos de su propio peculio. El martes 13 de octubre de 1164, Santo Tomás
celebró la misa votiva de San Esteban Protomártir y, al término de la misma,
sin mitra ni palio, con la cruz del arzobispo metropolitano en la mano, se
dirigió a la sala del concilio. El rey y los barones deliberaban en una
habitación aparte. Tras una larga espera, el conde de Leicester salió para
hablar con el arzobispo. "El rey manda que le entreguéis las
cuentas", le dijo. "En caso contrario, seréis sometido a un
juicio". "¿Un juicio?", preguntó extrañado Santo Tomás. "La
iglesia de Canterbury me fue entregada libre de toda obligación temporal. Por
lo tanto, en lo que se refiere a obligaciones temporales, no tengo nada de que
responder ni puedo ser sometido a proceso". Luego de una fría reverencia,
el de Leicester dio media vuelta para informar al rey sobre la contestación,
pero Becket le detuvo. "Señor conde e hijo mío, escuchad", v dijo en
tanto que tendía una mano hacia él: "estáis obligado a obedecer a Dios y a
mí antes que a vuestro rey terrenal. No hay ley ni razón que permita a los
hijos juzgar a sus padres ni condenarlos. Por eso rechazo el juicio del rey y
el vuestro y el de todos. Tan sólo por el Papa puedo ser juzgado, después de
Dios y ante El". Ya para entonces, los barones habían salido de la
habitación privada y escuchaban a Becket en la sala de concilios. Este se dirigió
concretamente a los prelados: “A vosotros, obispos, compañeros míos, que habéis
servido al hombre antes que a Dios, a vosotros os convoco ante el Pontífice. De
esta manera, protegido por la autoridad de la Iglesia católica y de la Santa
Sede, salgo de aquí". Un vocerío en el que se destacaba la palabra
"¡Traidor, traidor!", siguió al arzobispo que abandonó la sala
pausadamente. Aquella misma noche, Tomás Becket huyó desde el puerto de
Northampton (Santo Tomás de Canterbury es el patrono principal de la actual
diócesis y la catedral de Northampton), bajo una lluvia torrencial y, tres
semanas más tarde, dentro del mayor secreto, abordó una nave en Sandwich.
Santo Tomás y los pocos
fieles que le siguieron, desembarcaron en Flandes y se refugiaron en la abadía
de Saint Omer, gobernada por San Bertino. Desde ahí, el arzobispo envió
delegados a Luis VII, rey de Francia, quien los recibió amablemente y formuló
la invitación para que Tomás Becket se amparase en sus dominios.
En aquellos momentos, el
Papa Alejandro III se encontraba en la ciudad de Sens. Antes de que Santo Tomás
pudiese llegar allí, los obispos y caballeros del bando del rey Enrique se le
adelantaron para formular gravísimas acusaciones contra el arzobispo ante el Pontífice,
(Entre los clérigos, su principal enemigo era Gilbert Foliot, obispo de
Londres. Este comenzó su arenga con mucha vehemencia y el Papa le interrumpió:
"|Por gracia, hermano!", le dijo. "¿Debo tener gracia para él,
mi señor?", preguntó Gilbert. "No imploro la gracia para él, hermano,
sino para ti mismo") pero ya habían partido cuando llegó el acusado. Tomás
mostró al Papa las dieciséis Constituciones de Clarendon, muchas de las cuales
fueron calificadas de "intolerables" por el Pontífice, quien incluso
reconvino al arzobispo por haber pensado en aceptarlas. Al día siguiente, en la
segunda entrevista, confesó Becket haber recibido la sede de Canterbury, aunque
en contra de su voluntad, pero sí por medio de una elección que posiblemente se
llevó a cabo fuera de los cánones y en la que él no había participado de ninguna
manera. Después de esta admisión, renunció a su dignidad en manos del Sumo
Pontífice, le entregó el anillo que sacó de su dedo y se retiró. En seguida, le
llamó de nuevo el Papa y le devolvió todas sus dignidades y le mandó que no
abandonase su puesto, ya que eso equivaldría, evidentemente, a abandonar la
causa de Dios. El Papa recomendó al exilado arzobispo al abad del Pontigny para
que le hospedara y protegiera.
Santo Tomás ingresó a
aquel monasterio de la orden del Cister, como a un retiro religioso, un lugar
de penitencia para expiación de sus pecados; se sometió a las reglas del
convento y no permitió que se hiciera ninguna distinción en su favor. Dedicó el
tiempo al estudio y a escribir cartas, tanto a sus partidarios como a sus
contrincantes, aunque de nada sirvieron para alcanzar un acuerdo pacífico.
Mientras tanto, el rey Enrique confiscaba los bienes de todos los amigos,
parientes y servidores de Tomás, dictaba órdenes de destierro contra ellos y a
muchos los obligaba a viajar hasta Pontigny para que se presentaran, miserables
y despojados como estaban, ante el arzobispo y le mostraran que, por culpa suya
habían caído en tan grande desgracia. Gran número de exilados comenzaron a
llegar a Pontigny para conmover a Becket. Al reunirse el capítulo general de la
orden del Cister en Citeaux, recibió una intimación del rey de Inglaterra en el
sentido de que si los monjes persistían en asilar a su enemigo, procedería a
confiscar las casas de la orden en todos sus dominios. No le quedaba al abad
del Cister otra alternativa que la de insinuar a Santo Tomás la necesidad de
abandonar su refugio de Pontigny. Así lo hizo el santo prontamente y fue a
refugiarse en la abadía de San Columbano, cerca de Sens, como huésped del rey
Luis de Francia. A lo largo de casi seis años, hubo negociaciones entre el
Papa, el arzobispo y el monarca inglés. A Santo Tomás se le nombró legado a
latere para toda Inglaterra, a excepción de York, y, desde su alto cargo,
excomulgó a muchos de sus adversarios, se mostró amenazante y también
conciliador, pero el Papa Alejandro creyó conveniente anular algunas de sus
sentencias. El rey Luis de Francia se vio arrastrado a la lucha. En enero de
1169, el monarca francés y el inglés mantuvieron una conferencia con el
arzobispo en Montmirail, donde Tomás se resistió a ceder en dos puntos de los
que se le propusieron. Una conferencia similar, que se llevó a cabo en
Montmartre durante el otoño, fracasó también, a causa de la intransigencia de
Enrique. Becket redactó una serie de cartas a los obispos para ordenarles la
publicación de una sentencia de entredicho sobre el reino de Inglaterra.
Entonces, sin que nadie lo esperase, en julio de 1170, el rey y el arzobispo se
reunieron de nuevo en Normandía y, por fin, se llegó a una reconciliación sin que
se hicieran, al parecer, referencias a los asuntos en disputa. En marzo de
aquel mismo año, es decir ocho meses antes, San Godrico había enviado un
mensaje, a Santo Tomás para vaticinarle que regresaría a Inglaterra y moriría
poco después, Cuando Santo Tomás se despidió del obispo de París, le dijo:
"Vuelvo a Inglaterra para morir".
El 1* de diciembre,
Santo Tomás desembarcó en Sandwich y, no obstante que el alguacil de Kent trató
de detenerlo, el corto trayecto desde ahí a Canterbury, fue una marcha triunfal.
Las gentes alineadas a lo largo del camino le aclamaban, y las campanas de
todas las iglesias se echaron a vuelo. Sin embargo, aquella no era la paz. Los
que retenían el poder estaban de plácemes, puesto que tenían la presa a su
merced, y Tomás se vio obligado a hacer frente a la desagradable tarea de
tratar con Roger du Pont l'Evéque, arzobispo de York, y los otros obispos que
habían colaborado con él en el acto de coronación del hijo del rey Enrique, en
abierto desafío a los derechos de Canterbury y, quizá, en contra de las
instrucciones del Papa. Ya había enviado Santo Tomás las cartas de suspensión
para el arzobispo Roger y otros, así como la excomunión de los obispos de
Londres y de Salisbury. Los tres prelados partieron juntos a Francia, donde estaba
el rey Enrique, para apelar a su justicia. Mientras tanto, Tomás Becket
permanecía en Kent, sujeto a la constante persecución y a los insultos del
señor Ranulfo de Broc, a quien el arzobispo había exigido (inoportunamente,
dadas las circunstancias) la devolución del castillo de Saltwood, un edificio
que pertenecía a su sede. Luego de pasar una semana en Canterbury, el arzobispo
hizo una visita a Londres, donde fue recibido con regocijo por todos, menos por
el hijo de Enrique, "el joven rey", quien se negó a verlo. Luego de
saludar a varios de sus amigos, el arzobispo regresó a Canterbury, donde
celebró su quincuagésimo segundo cumpleaños.
Al mismo tiempo, los
tres obispos sancionados por el de Canterbury, habían presentado sus quejas
ante el rey. La conferencia tuvo lugar en Bur, cerca de Bayeux y, en el curso
de la misma, alguien declaró en voz alta que no podría haber paz en el reino
mientras viviera Becket. Fue entonces cuando el rey Enrique, en uno de sus
accesos de furor, pronunció las palabras fatales que algunos de sus oyentes
interpretaron como una réplica por la que autorizaba a suprimir a aquel
"clérigo infernal que le hacía la vida imposible." Al momento, cuatro
caballeros emprendieron el viaje a Inglaterra y desembarcaron en las costas de
Saltwood. Sus nombres eran: Reinaldo Fitzurse, Guillermo de Tracy, Hugo de
Morville y Richard le Bretón.
El día de San Juan, el
arzobispo recibió una carta donde se le advertía sobre el peligro a que estaba
expuesto. En toda la región sudeste de Kent, la población estaba a la
expectativa y vivía en un estado de constante tensión. Por la tarde del 29 de
diciembre, era un martes, el mismo día de la semana en que Becket nació y en el
que fue bautizado, los caballeros procedentes de Francia se entrevistaron con él.
Durante la conferencia se le hicieron al arzobispo varias exigencias, entre
ellas, la de que levantase las censuras impuestas a los tres obispos que habían
pedido clemencia al rey. La entrevista empezó serenamente y terminó en una
tempestad de voces, gritos y amenazas. Los caballeros, al partir, proferían
juramentos y maldiciones. Apenas habían trascurrido unos minutos, cuando se
escuchó afuera una gritería descomunal, golpes en las puertas y el chocar de
las armas. Dentro, los familiares y servidores de Santo Tomás le rodearon y se
lo llevaron pausadamente en dirección a la iglesia. Uno de los servidores
portaba la cruz delante de él. En la catedral comenzaban a cantarse las
vísperas, y un grupo de monjes aterrorizados se acercó a la puerta del crucero
norte por donde entró el arzobispo. "¡Retiraos al coro!" les ordenó
Becket. "Mientras permanezcáis agolpados frente a la puerta, no podré
entrar". Los monjes se apartaron, sin retirarse y, cuando el arzobispo
avanzaba entre ellos, serenamente hacia el interior de la iglesia, pudieron ver
las sombras de hombres armados en la penumbra del claustro (ya casi era de
noche). Tan pronto como entró el arzobispo, los monjes cerraron y atrancaron la
puerta con tanta precipitación, que dejaron fuera a algunos de sus hermanos.
Estos comenzaron a dar fuertes golpes en los maderos. Becket se detuvo y se
volvió. "¡Apartaos, cobardes!", exclamó: "Una iglesia no es una
fortaleza"- Y él mismo quitó las trancas a la puerta y la abrió. Después
prosiguió su camino y ascendió la escalera hacia el coro. Sólo tres hombres
subían con él'- Roberto, el prior de Merton, Guillermo FitzStephen y Eduardo
Grim (es decir, respectivamente, el anciano confesor y consejero del arzobispo,
un clérigo de su servidumbre y un monje inglés). El resto de sus acompañantes
se habían refugiado en la cripta o en algún rincón apartado de la catedral. Una
vez en el coro, sólo Grim se quedó con él. Los caballeros, a quienes se había
unido un subdiácono llamado Hugo de Horsea, entraron a su vez, en forma atropellada
y entre gritos de "¿Dónde está Tomás, el traidor?" "¿Dónde está
el arzobispo?" Becket respondió "Aquí me tenéis." "Aquí
tenéis no a un traidor, sino al arzobispo y al sacerdote de Dios". Al
decir esto, bajó las escaleras para ir al encuentro de sus atacantes, hasta que
se detuvo, de pie, entre los altares de Nuestra Señora y de San Benito.
Los caballeros le
intimaron a que absolviese a los tres obispos. "No puedo deshacer lo que
ya está hecho", repuso serenamente, pero un instante después levantó la
voz y alzó su mano. "¡Reinaldo!", gritó. "Tú has recibido de mí
muchos servicios, ¿por qué vienes armado a mi iglesia?" Por toda
respuesta, Reinaldo Fitzurse levantó su hacha. "Yo estoy pronto a
morir", dijo Santo Tomás. "Pero la maldición de Dios caerá sobre ti
si haces daño a mi gente'. Fitzurse le tomó por la casaca y tiró de él hacia la
puerta. Becket se desasió de un manotazo. Entonces, le prendieron entre todos
para llevarlo en vilo hasta la puerta. Se produjo la lucha y el arzobispo
derribó a uno de sus atacantes. En ese instante, Fitzurse arrojó violentamente
su hacha al suelo y desenvainó la espada. "¡Rufián!", le gritó el
arzobispo. "Tú me debes respeto y sumisión". "No te debo ninguna
sumisión antes que al rey", vociferó Fitzurse y luego gritó una orden:
"¡Golpead!" Su espada hendió los aires e hizo volar el gorro del
arzobispo. Santo Tomás se cubrió el rostro con las manos e imploró a Dios y a
sus santos. Tracy lanzó un golpe, pero Grim lo detuvo con su propio brazo. Sin
embargo, la espada de Tracy abrió una herida en la cabeza de Becket y comenzó a
caer la sangre hacia sus ojos. El se llevó las manos a la cara y las retiró
después; al verlas tintas en sangre, exclamó: '¡Oh, Señor! ¡En tus manos
encomiendo mi espíritu!" Otro mandoble que le asestó Tracy le hizo caer de
rodillas al tiempo que murmuraba estas palabras: "En nombre de Jesús y en
defensa de la Iglesia, estoy dispuesto a morir". Se dejó caer de bruces al
suelo. Le Bretón levantó muy alto .su espada, como si fuese a decapitar al
arzobispo, y el tremendo golpe que descargó le cortó de tajo la parte superior
del cráneo. El golpe fue tan fuerte, que la espada de Le Bretón se rompió en
pedazos. Hugo de Horsea metió la punta de su espada en el casco roto del cráneo
del obispo, le sacó los sesos y los diseminó sobre las losas. Tan sólo Hugo de
Morville se abstuvo de asestar golpe alguno contra el arzobispo. Los asesinos
emprendieron de prisa la retirada dando voces; "¡Los hombres del rey, los
hombres del rey!", y huyeron a través de los claustros por donde habían
penetrado apenas diez minutos antes. En ese preciso instante, las grandes naves
de la catedral se llenaban de gente y en cielo estallaba una furiosa tormenta.
El cadáver del arzobispo yacía boca abajo, sobre un charco de sangre, en la
mitad del crucero y, durante largo tiempo, nadie se atrevió a tocarlo o
siquiera a acercársele.
Aun después de tomar
completamente en cuenta el horror universal que pudo haber causado en el siglo XII
el sacrilegio de asesinar a un arzobispo metropolitano en su propia catedral,
debemos considerar la indignación y el repudio que, en un instante, se extendió
por toda Europa, así como el movimiento espontáneo del pueblo en general para
lograr la canonización de Tomás Becket, para llegar a comprender el significado
intrínseco que tuvo su trágica y heroica muerte en todos los círculos sociales.
El martirio del arzobispo hizo entender a todos que se había cumplido una
reivindicación necesaria de los derechos de la Iglesia contra un estado agresor
y que el arzobispo de Canterbury, que en muchos aspectos era de una
personalidad poco atractiva (precisamente cuando le estaban matando, Grim oyó
murmurar a uno de los monjes en el sentido de que aquél era el castigo que
merecía el arzobispo, por su obstinación; también en la Universidad de París y
en otras partes se podían encontrar personas que sostenían abiertamente que el
asesinato no había sido más que la ejecución justa de «un hombre que procuraba
colocarse por encima del rey»), había sido sin embargo un mártir digno de ser
venerado como un santo. El descubrimiento de la camisa de cerdas en su cadáver
y otras pruebas de que practicaba la austeridad y la penitencia en su vida
privada, así como los milagros que comenzaron a obrarse en su tumba desde un
principio, según numerosos testimonios, atizaron el fuego de su devoción. No se
puede decir positivamente hasta qué grado fue deliberado y directamente
responsable del crimen el rey Enrique II, pero de todas maneras, la conciencia
pública no habría de quedar satisfecha hasta que el soberano más poderoso de
Europa hizo una penitencia pública en la forma más humillante. Así lo hizo el
rey Enrique en el mes de julio del año 1174 (hasta hoy, existe un pilar que
señala el lugar donde el rey hizo penitencia, en el sitio donde estaba la
antigua catedral). Habían transcurrido apenas dieciocho meses desde que el Papa
Alejandro III proclamara en Segni la canonización del mártir Tomás Becket,
cuando el rey Enrique hizo, ahí mismo, su gran penitencia pública.
El 7 de julio de 1220, el
cuerpo de Santo Tomás fue solemnemente trasladado desde su tumba en la cripta
de Canterbury, a la parte posterior del altar mayor, por iniciativa del
arzobispo, cardenal Esteban Langton, y en presencia del rey Enrique III. El
cardenal Pandolfo, legado pontificio, el arzobispo de Reims y muchas otras
personalidades, asistieron también a la traslación. Desde aquel día, hasta
septiembre de 1538, el santuario de la tumba de santo Tomás fue uno de los
sitios de peregrinación más favorecidos por los cristianos y muy famoso por su
belleza y su riqueza material y espiritual. No se tienen datos concretos sobre
la forma y la fecha en que se procedió a la destrucción y saqueo de aquel
santuario durante el reinado de Enrique VIII. Incluso el destino de las
reliquias del santo es incierto. Casi seguramente fueron destruidas por aquella
época en que la memoria del santo arzobispo era particularmente execrada, sobre
todo por el rey Enrique VIII. Sin embargo, debe hacerse notar que el registro
de las crónicas donde se dice que «el rey hizo una especie de auto de fe en el
que los restos corporales de Tomás, el que fuera alguna vez arzobispo de
Canterbury y culpable de traición, se quemaron públicamente», es apócrifo. La festividad
de santo Tomás de Canterbury se celebra en toda la Iglesia de Occidente, y en
Inglaterra se le venera como patrono del clero secular. La ciudad de Portsmouth
tiene también el privilegio de conmemorar el aniversario de la traslación de
sus reliquias.
Es posible que no exista ningún otro santo medieval sobre quien hayan escrito tantas biografías sus contemporáneos. Se conocen a los autores de algunas de estas biografías, como por ejemplo la de Guillermo Fitz Stephen y la de Juan de Salisbury, pero hay muchas otras en las que la identificación del escritor no ha sido fácil. Las discusiones sobre este problema no estarían aquí en su lugar. «TheLife of St. Thomas Becket» de John Morris (1885) conserva todavía su valor y, la que escribió L'Huillier, Saint Thomas de Canterbury (2 vols. 1891), también es muy completa y digna de confianza. Para la historia del conflicto entre santo Tomás y el rey Enrique, véase The Episcopal Colleagues of Becket (1951), de D. Knowles y otra obra del mismo autor, Archishop Thomas Becket (1949). La suposición que apoya el canónigo A. J. Mason (en su libro What becante of thebones of St. Thomas?, 1920), en el sentido de que un esqueleto hallado en la cripta de la catedral de Canterbury en 1888, pertenecía al mártir, ha sido profundamente estudiada por los sacerdotes Morris y Pollen (ver TheMonth de marzo de 1888, de enero de 1908 y de mayo de 1920) y, la conclusión negativa a la que llegaron esos investigadores, fue apoyada por una autoridad tan reconocida como la de los investigadores anglicanos, deán Hutton y el profesor Tout. Uno de los rasgos más sorprendentes sobre este santo mártir, es la rapidez con que su culto se extendió por todas partes del mundo. Apenas trascurridos diez años desde su muerte, se plasmaron imágenes de santo Tomás en los mosaicos de la catedral de Monreale en Sicilia y, apenas había trascurrido un siglo, cuando su nombre quedó inscrito en un sinaxario armenio. Respecto a las representaciones pictóricas de santo Tomás, véase particularmente la monografía de Tancredo Borenio, Santo Tomaso Becket e l'arte (1932).
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