Fue San Anselmo uno de los más
ilustres y más santos prelados de su siglo, y nació en Aosto, ciudad del
Piamonte, el año de 1033. Era hijo del conde Gondulfo y de Ermerberga, uno y
otro de las más nobles familias de la Lombardía y del Piamonte; y como reinaba
en su casa el esplendor y la abundancia, fue criado Anselmo con delicadeza y
cuidado. Ermerberga, su madre, señora más distinguida aun por su piedad que por
su nobleza, conociendo las inclinaciones y máximas de Gondulfo, más ajustadas a
los dictámenes del mundo que a los de la religión, se encargó ella sola de la
educación de su hijo. A pocos días pudo darse el parabién de su determinación.
No hubo niño más dócil; y si la brillantez y la vivacidad de su ingenio, casi
desde la cuna, fueron asunto de la admiración de cuantos le trataban, su candor
y su bello natural le conquistaron los corazones de todos. Correspondió a los
progresos que cada día iba haciendo en la virtud, el que hizo en el estudio de
las letras humanas. Desde luego se le descubrió una devoción tan tierna a la
Santísima Virgen, que nadie dudó sería con el tiempo uno de los siervos más
amados y más favorecidos de esta Señora.
Como las lecciones y los
ejemplos de su virtuosa madre sólo inspiraban al niño Anselmo un santo amor a
la virtud y un deseo encendido de su salvación, se disgustó pronto de las
grandezas y de los oropeles del mundo. Siendo de edad de quince años se
determinó a abrazar el estado religioso; mas, por no desazonar a su familia, no
le quisieron recibir. Se entristeció tanto con esta repulsa, que le costó una
enfermedad; pero no le duró mucho el fervor; se entibió en él luego que recobró
la salud, y no contribuyó poco para apagarle del todo la muerte de la condesa,
su madre. El poco caso que el conde hacía de él, su vida no muy cristiana, y su
poca inclinación a la virtud, dejaron al joven Anselmo tanta libertad, que pronto
pasó a ser disolución; aunque no duró en ella mucho tiempo, porque se sirvió
Dios de la misma aversión que el padre concibió contra él para traerle hacia
Sí. No hubo sumisión ni rendimiento que Anselmo no practicase para desenojar a
un padre irritado, de quien había sido el ídolo hasta entonces; pero de nada
sirvió sino de enconar más aquel corazón irreconciliablemente enfurecido. No
quiso Gondulfo ver más a su hijo; y Anselmo tomó la resolución de ausentarse,
pareciéndole que esto podría contribuir a templar el enojo de su padre; y,
retirándose a Francia, estuvo allí tres años, sin saber qué rumbo seguir ni a
qué determinarse.
Esta misma indecisión despertó
en él su antiguo amor a los libros; y llegando a su noticia la fama de
Lanfranco, que también había llegado a Francia desde Lombardía, resolvió pasar a
la abadía de Bec en Normandía, donde se hallaba prior aquel insigne hombre. En
la escuela de tan hábil como santo maestro aprendió la filosofía y la teología,
en cuyas facultades hizo tan ventajosos progresos, que ellos mismos encendieron
más su ardiente pasión por el estudio. Considerando un día la penosa vida que
traía sólo por hacerse sabio, se avergonzó de lo poco que trabajaba por hacerse
santo; y esta reflexión volvió a encender en él los antiguos deseos de abrazar
el estado religioso. Le abrazó finalmente, siendo de veintisiete años, en la
misma abadía de Bec, recibiendo el hábito de manos de Herluin, que era su abad
y había sido su fundador. Fueron tan extraordinarios y tan prontos los
progresos que hizo en la perfección religiosa, que, habiendo sido electo abad
de San Esteban de Caen el célebre Lanfranco, tres años después de su noviciado,
fue Anselmo sucesor suyo en el priorato de Bec.
No obstante la virtud de los
monjes más antiguos de aquella abadía, no pudieron disimular el
resentimientillo que esta preferencia les causaba; pero a poco tiempo supo
Anselmo calmar los ánimos y ganar los corazones con su dulzura, con su humildad
y con su invencible paciencia. Parecía que sólo le habían hecho superior para
ser más oficioso, y para prevenir hasta las más menudas necesidades de los
monjes. Su caridad no tenía límites; pero menos parece que tenía su mortificación.
Ayunaba todos los días, y
maceraba su cuerpo sin piedad. El estudio y la oración le ocupaban casi todo el
tiempo que le dejaban libre las obligaciones del oficio. No contento con orar,
enseñaba a otros a tener oración. Todo cuanto se veía en él era instrucción y
enseñanza; el aire, la modestia, las conversaciones, hasta el mismo silencio,
todo inspiraba amor a la virtud. Con estas mudas lecciones del joven prior
floreció presto la observancia y disciplina regular en el monasterio; y a vista
de sus ejemplos se volvió a encender en él el primitivo fervor.
Pero lo que sobre todo hizo
célebre en toda Europa la abadía de Bec, fue la aplicación y la gracia que
tenía Anselmo para criar la juventud. Su modo grato, dulce, cortesano, con una
prudente indulgencia, acompañada de una oficiosa y suave severidad, yendo en
todo delante con el ejemplo, eran los eficacísimos medios de que se valía para
allanar todas las dificultades. Escribiéndole un abad demasiadamente rígido, y
quejándose de la poca docilidad de sus súbditos, el Santo le respondió en estos
términos: «¿Cómo quieres que reine en tu casa la paz y la observancia, si no
aciertas a alimentar a tus hijos más que con hiel y amargura?» A otro monje
joven le decía en cierta ocasión: «¿Quieres ser feliz en la vida religiosa?
Pues olvídate del mundo, y alégrate mucho de que el mundo se olvide de ti». «El
mayor tirano del monje —añadió en otra ocasión— es la propia voluntad; porque
sólo sirve para turbar su quietud, y para hacerle padecer cada día nuevos
tormentos. El claustro es el verdadero Paraíso terrenal para aquel que puede
decir: ‘No vivo yo, sino Cristo en mí’».
No hubo en su tiempo hombre más
estimado, ni que más mereciese serlo. Concurrían de todas partes sujetos de la
primera calidad a ponerse debajo de su gobierno; y su virtud, no sólo eminente,
sino apacible, cortesana, urbanísima, y aun culta, por decirlo así, convirtió
la abadía de Bec en un seminario de santos.
Ya no
permitía a Herluin su avanzada edad atender a los negocios del monasterio, y
así encargó todo el peso del gobierno a la prudencia de su santo prior. Pero ni
esta multitud de ocupaciones le sirvieron de estorbo para no enriquecer al
público con excelentes obras, cuales fueron los libros De la verdad de la existencia de Dios,
De su esencia y atributos, De la caída de los ángeles, y El libre albedrío. Así
sus Cartas, como
los Tratados sobre la
oración, están llenos de una doctrina tan espiritual y de una
moción tan exquisita, que muestran bien no haber sido nuestro Santo menos
eminente en los sublimes secretos de la teología mística que en los puntos más
profundos de la teología escolástica.
Muerto el venerable abad Herluin,
tuvieron poco que deliberar los monjes en la elección del sucesor. En vano fue
la suma tenacidad con que se resistió Anselmo; pues se vio precisado a rendirse
a una elección, que fue aplaudida de todos. Pero la nueva dignidad sólo sirvió
para que brillase desde más alto su virtud, creciendo su fervor al paso de los
años. Tan humilde, tan mortificado y tan exacto en todo era cuando abad, como
había sido cuando novicio. No se observó la menor alteración en su
dulzura, en su modestia y en su apacibilidad; de manera que sólo se conocía que
era superior en que iba delante de todos a los ejercicios más humildes y más
penosos de la observancia regular.
Obligado a pasar a Inglaterra
por algunos negocios de la abadía, creció con su presencia el elevado concepto
que ya se tenía en aquel reino de su mérito y de su virtud. Todos los grandes,
y hasta el mismo rey Guillermo I, llamado el Conquistador, le veneraban como a
santo y le oían como a profeta. No le veneró menos que su padre el rey
Guillermo II; pero se aprovechó poco de sus consejos. Hacía cinco años que
estaba vacante la Silla de Cantorbery por muerte del célebre Lanfranco; y
dejando el Rey aquello que juzgaba ser bastante para mantenerse los monjes y
los clérigos, había incorporado en su dominio todas las demás rentas de dicha
iglesia. Se hizo sordo aquel monarca, así a las amenazas del Pontífice, como a
las justas quejas y representaciones de los buenos, sin dar oídos más que a su
pasión, hasta que la pesada mano del Señor se grabó sobre él, enviándole una
peligrosa enfermedad. Le estremeció el miedo del tremendo juicio de Dios, y le
pareció que el mejor medio de reparar los males que había hecho a la Iglesia
era nombrar a Anselmo por arzobispo de Cantorbery. No pudo ser más aplaudida la
elección del Rey; pero tampoco pudo ser mayor la resistencia de Anselmo. Le
llevaron como arrastrando hasta el cuarto del Rey; le proclamaron arzobispo;
pero ni las lágrimas de todo el clero, ni los ruegos de los prelados, ni las
órdenes del Rey pudieron doblar su constancia y aun su tenacidad en la
renuncia, hasta que, finalmente, le obligaron a aceptar por obediencia; pero
las copiosas lágrimas que derramó mientras duró la función de su consagración,
que se celebró el día 5 de Diciembre del año de 1093, acreditaron bien lo mucho
que le costaba aquel violento sacrificio.
Apenas recobró el Rey la salud,
cuando se arrepintió de su elección. Le hizo el nuevo arzobispo
representaciones llenas de respeto; mas ni aun así fueron de su agrado. La
religiosa constancia del prelado en reconocer al Beato Urbano II por legítimo
pontífice; su valor en defender los bienes de los pobres y los derechos de la
Iglesia, y su blando pero generoso tesón en corregir los abusos y en reformar
las costumbres, enconaron contra él el corazón de aquel príncipe. Pasó nuestro
Santo a verse con el Rey, y no perdonó medio alguno para conciliarse su
benevolencia; pero desde luego conoció los muchos trabajos que le amenazaban.
No por eso se acobardó, antes se animó más su ardiente y generoso celo.
Restituido a su iglesia, se aplicó enteramente a la reforma de las costumbres y
al alivio de los pobres, produciendo todo su efecto, así las crecidas limosnas
que hizo, como los grandes ejemplos que dio, y acreditando con nueva
experiencia que nada puede resistirse al celo y a la virtud de un obispo santo.
Anoticiado Anselmo de lo
irritado que estaba contra él el ánimo del Rey, juzgó que su ausencia podría
conducir para templarle. Pasó a la corte y pidió licencia a aquel monarca para
ir a recibir el palio de mano del papa Beato Urbano II. Lo mismo fue oír esto
el Rey, que arrebatarse de cólera, y, encendido en ella, declaró que durante el
cisma no quería se reconociese en Inglaterra a otro Papa que al que él mismo
reconociese. Se conformó cobardemente con el Rey la Junta del clero convocada
en Rockingham, en la cual presidía nuestro Anselmo. Pero éste tomó a su cargo
descubiertamente y con el mayor empeño la defensa del papa Beato Urbano II.
Representó que había aceptado el arzobispado con la precisa condición de
reconocerle; mas no fue oído, porque la adulación, la política y el interés
abrazaron el partido del Antipapa, y declarados los prelados por el cisma,
después de cargar de injurias a Anselmo, protestaron no reconocerle ya por
Primado.
No es fácil explicar lo mucho
que padeció el santo arzobispo. El cortesano que le insultaba más, ese hacía
mejor la corte al Rey, y alegaba por mérito el insulto. Le quitaron los criados
que eran de su mayor confianza; desterraron a sus mejores amigos; estudiaron
todos los modos y arbitrios de desazonarle; pero el ansia que tenía de ser
humillado y de padecer le preservó aun de la menor impaciencia. Le embargaron sus
rentas, le persiguieron, le despreciaron, le maltrataron; pero tan invencible
fue su heroico sufrimiento como su heroica fe. Al fin, reconciliado el Rey con
el papa Beato Urbano II, después de haberse separado del cisma, no dejó piedra
por mover para interesar al Pontífice en su pasión, insistiendo con él en que
depusiese a Anselmo; pero sólo consiguió que el Papa le estimase más,
enviándole el palio y declarándose protector y defensor suyo en todas
ocasiones.
No podía durar mucho tiempo la
paz entre la avaricia del Rey, que quería absolutamente poseer todas las rentas
de la Iglesia de Cantorbery, y la delicada conciencia del Santo, que no podía
permitirlo. Pero juzgó que debía prevenir la tempestad, y se retiró a Francia,
con ánimo de pasar a Roma. Se vio precisado a detenerse en Lyon para descansar
y reponerse de lo mucho que le habían debilitado las fatigas del viaje, juntas
con sus excesivas penitencias. Desde allí escribió al Papa, representándole la
repugnancia con que había aceptado el arzobispado, y suplicándole se sirviese
exonerarle de él, sin obligarle a pasar los Alpes; mas Su Santidad, lejos de
dar oídos a sus instancias, le ordenó que se llegase a Roma, donde le recibió
con la mayor ternura y con toda la distinción que se merecía uno de los más
sabios y más santos prelados de la Iglesia. Mandó que le pusiesen cuarto en su
mismo palacio de San Juan de Letrán, y con la presencia de Anselmo creció el
grande concepto que ya tenía de su santidad. Instruido el Papa de lo mucho que
había padecido por defender los derechos de la Iglesia, admiró su paciencia, y
mucho más la moderación con que se quejaba del Rey; pero, haciéndosele más
insufribles las honras con que le distinguían en Roma, que los malos
tratamientos que había recibido en Inglaterra, suplicó a Su Santidad le diese
licencia para retirarse a Telesio, ciudad del reino de Nápoles, en la abadía de
San Salvador, cuyo abad había sido discípulo suyo en la de Bec.
En el retiro de la soledad se
le renovó el tedio con que miraba el obispado, y así hizo nuevas instancias al
Papa para que le permitiese renunciarle, pero tan sin fruto como las
antecedentes. Estando en aquel santo retiro tuvo orden de pasar a Bari para asistir
al concilio que se celebraba en aquella ciudad. Se dejó ver y oír con general
estimación, y habló con tanta energía y con tanta elocuencia contra el error de
los griegos, probando con tanta solidez el dogma de la Iglesia sobre el modo
con que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, que, así el Papa como
el Concilio, exclamaron que el mismo Espíritu Santo había hablado por la boca
de Anselmo. Como fue tan elevado el concepto que formaron todos de las prendas
de aquel hombre verdaderamente grande, quisieron los Padres instruirse a fondo
de los motivos que había para perseguir a un hombre como él: conocieron toda su
iniquidad y toda su malicia, y ya estaba el Papa resuelto a fulminar excomunión
contra el Rey de Inglaterra, cuando fueron tantos los ruegos, y aun las
lágrimas de nuestro Santo, que estorbó con ellas a que se pasase a este
extremo.
Concluido el concilio, volvió a
Roma en compañía del Papa, y asistió a otro concilio que se celebró en aquella
ciudad, donde le oyeron con la misma veneración que en el de Bari. Pero las
extraordinarias honras que le tributaban en Italia, le obligaron a buscar en
Francia un asilo, que fuese como defensivo de su profunda humildad. Consiguió,
finalmente, licencia para volver a pasar los Alpes; y Hugo, arzobispo de Lyon,
le recibió con especial alegría. Pero no pudo detenerse mucho en aquel reino,
por la funesta muerte del rey Guillermo, que sucedió el año de 1100, porque su
sucesor, Enrique II, le llamó a Inglaterra, donde no le dejó vivir más en paz
que su predecesor. Suspendió, por decirlo así, la nueva persecución el papa
Pascasio II, sucesor del Beato Urbano II, y Anselmo se aprovechó de esta
especie de tregua para dedicarse a la reforma de las costumbres. Celebró en
Londres un concilio nacional, en que restableció la disciplina eclesiástica,
restituyéndola a su primitivo vigor; instruyó al pueblo con sus palabras y
escritos, pero mucho más con sus ejemplos.
Habiéndose renovado entre el
Arzobispo y el Rey la antigua diferencia sobre las investiduras, se vio
precisado a emprender un segundo viaje a Roma, donde el papa Pascasio II
excedió a su predecesor en las honras que hizo a nuestro Santo. Informado el
Rey de la general aprobación que había merecido la conducta de Anselmo en
aquella corte, le prohibió que volviese a Inglaterra; y, obedeciendo el
arzobispo, escogió por lugar de su destierro a Lyon de Francia, donde pasó dieciséis
meses, dedicado enteramente a los más fervorosos ejercicios de devoción y de
virtud.
Pero Adela, hermana del Rey,
que profesaba singular veneración a nuestro Santo, no pudo permitir que
estuviese más tiempo en su destierro. Toda la Inglaterra clamaba por su
primado, y la iglesia de Cantorbery por su arzobispo y por su apóstol. Le hizo
la condesa pasar a Normandía, donde le volvió a la gracia del Rey, el cual,
después de sus falsas preocupaciones, reconoció la virtud del arzobispo, que
acreditaba Dios cada día con grandes milagros. Le recibió con respeto, le abrazó
con ternura y le volvió a colocar en la pacifica posesión de todos sus
derechos.
No gozó Anselmo largo tiempo de
esta tranquilidad, porque, acometido de una prolija y molesta enfermedad, se
detuvo en la abadía de Bec, y no pudo restituirse a su iglesia hasta el año de
1107. Fue recibido en ella con la pompa que inspira a todos los pueblos el
respeto y la ternura que profesaban en esa época a la santidad; y no estuvo
ocioso en aquella calma, porque se aplicó el vigilante Pastor a apacentar a sus
ovejas con el más celoso desvelo.
Causa verdaderamente admiración
cómo este gran Santo, en medio de una salud tan débil y tan quebrantada con sus
excesivas penitencias, con tantas y tan molestas persecuciones, con tantos
trabajos y fatigas, pudo encontrar tiempo para enriquecer la Iglesia de Dios
con tan prodigioso número de obras excelentes, en las cuales no se sabe qué
debe admirarse más, si su profunda erudición y sabiduría, o su tierna y
fervorosa piedad. Son pocos los doctores de la Iglesia que han tratado los
dogmas más elevados y las cuestiones más espinosas y sutiles con tanta
precisión y con tanta solidez como este hombre verdaderamente grande. A él le
debe la teología escolástica su método, y la mística o ascética sus progresos.
Aunque
en todos sus escritos se deja reconocer la ternura de su devoción, en ninguno
brilla más, ni se derrama con mayor abundancia, que en sus Meditaciones sobre la Pasión de
Cristo, y siempre que trata de las excelencias de la Virgen.
La devoción a la Madre de Dios nació con él, y creció al paso de sus años. Fue
uno de los primeros doctores de la Iglesia que hablaron con mayor énfasis y con
mayor energía de su Inmaculada Concepción; y no podía reprimir las lágrimas en
el altar, ni cuando oía hablar de los privilegios y del poder de la Santísima
Virgen.
Hacía tres años que Anselmo
gobernaba en paz su Iglesia de Cantorbery, acabando de consumir las pocas
fuerzas que le restaban en las penosas tareas de su pastoral ministerio, cuando
reconoció que se acercaba su fin. Dobló visiblemente los ardientes esfuerzos de
su fervor; y como su gran debilidad no le permitiese celebrar todos los días el
santo sacrificio de la Misa, se hacía llevar a la iglesia para asistir a él.
Finalmente, el Miércoles Santo del año de 1109, que cayó en 21 de Abril,
estando tendido sobre la ceniza y cubierto con un áspero cilicio, mientras le
leían la Pasión del Señor, rindió en sus manos dulcísimamente aquel
bienaventurado espíritu, a los dieciséis años de arzobispo y a los setenta y
seis de su vida.
Los muchos milagros que hizo
Anselmo en vida, y los que obró Dios en su sepulcro después de muerto, le
hicieron célebre y glorioso. Se conservan sus reliquias en diversas iglesias,
como en Colonia, Praga y Bolonia; en Italia y en Amberes están expuestas a la
pública veneración. La Iglesia le venera como a uno de sus ilustres doctores, y
en sus escritos dejó eternos monumentos de su ingenio, de su piedad y de su
sabiduría.
La Misa es en honra del Santo Doctor, y la oración la que sigue:
¡Oh Dios, que hiciste al
bienaventurado Anselmo ministro de la eterna salvación de tu pueblo! Te
suplicamos nos concedas que merezcamos tener por intercesor en el Cielo al que
tuvimos por maestro y por doctor en la Tierra. Por Nuestro Señor Jesucristo,
etc.
La
Epístola es del capítulo IV de la segunda del apóstol San Pablo a Timoteo.
REFLEXIONES
Vendrá tiempo en que no podrán
sufrir la doctrina sana. Pregunto: ¿y no ha llegado ya este desgraciado tiempo?
¿Qué caso se hace hoy de la doctrina de Jesucristo? ¿Qué respeto se profesa a
sus mandamientos? ¿Qué rendimiento a su voluntad? ¿Qué sumisión humilde a las
decisiones de la Iglesia?
Se erige el día de hoy, por
autoridad propia, el espíritu del mundo en tribunal supremo, al cual pretende
que deben hacer estar sujetas las más sagradas máximas del Evangelio, las más
respetables verdades de la religión, y hasta la doctrina del mismo Jesucristo.
Todo se examina, todo se proscribe, todo se condena, según el capricho, según
las débiles ideas del entendimiento humano. Se pretende que un entendimiento de
tan limitados alcances, que no puede penetrar las verdaderas causas de los
defectos naturales más comunes, que ignora lo mismo que palpa y ve, que no
descubre la formación maravillosa de una hormiga, ni las propiedades de la
hojita de un árbol; se pretende, digo, que este limitadísimo entendimiento,
medio sepultado dentro de la carne, y esclavo siempre de sus pasiones en el
mundo, ha de ser juez supremo en materia de dogma y de doctrina. Todo lo que no
es conforme a la extravagancia de su juicio y de sus inclinaciones se reprueba,
todo lo que es contrario al error de los sentidos se proscribe. Si la razón no
puede juzgar en punto de doctrina, entra siempre a ser sustituta, y
lugarteniente la pasión. Por aquí podremos conocer la rectitud y la justicia de
sus decisiones. La fe sigue ordinariamente la fortuna del mortal; por donde va
éste, va regularmente aquélla. Luego de que la pasión se apodera del tribunal
de la religión, y quiere presidir en él, rompe los diques el error, y todo lo
inunda; entonces todo es descamino, todo ilusión, todo orgullo, todo obstinación.
Pronto ciega del todo el que ni ve ni quiere ver sino con la luz medio apagada
de su propio entendimiento. Este es el destino de los que no pueden tolerar la
sana doctrina; ni los sentidos ni el amor propio se acomodan con ella; vencerse,
violentarse, mortificarse, es una doctrina incómoda; pero, al fin, ésta es la
doctrina sana, porque es la del Evangelio. Mas el amor propio busca otros
maestros que le enseñen al gusto de sus deseos.
El
Evangelio es del capítulo V de San Mateo
MEDITACIÓN
De la conversión verdadera.
Punto primero.— Considera que
no hay cosa más ordinaria que conversiones aparentes, y acaso tampoco la hay
más rara que una conversión verdadera. Gran prueba son de esta verdad las
frecuentes recaídas. Conoce uno que es pecador, confiesa su iniquidad, se acusa
de sus culpas; pero ¿detesta íntimamente sus pecados? El espíritu está
humillado; pero ¿está igualmente contrito el corazón?
Si consistiera la verdadera
conversión en declarar sus maldades, en reconocer sus desaciertos y en sentir
alguna displicencia, algún dolor de sus faltas, muchos estarían convertidos, de
los que en medio de todo esto mueren impenitentes. Judas Iscariote reconoció y
confesó su pecado; Antíoco lloró los suyos, y ni uno ni otro se convirtieron.
Los más se confiesan en las principales fiestas; pero ¿cuántos se convierten en
ellas?
Es necesaria la conversión del
espíritu, es indispensable la conversión del corazón; sin esto no hay
conversión verdadera. Es menester mudar totalmente de ideas, de principios y de
motivos. Hallabas antes razones de equidad, de necesidad, de congruencia para
esos contratos usurarios, para esa vida poco cristiana, para esas frívolas
dispensaciones. ¿Te has convertido de veras? Pues ya es preciso pensar todo lo
contrario. Te parecían difíciles y aun impracticables los mandamientos de la
ley de Dios; no consultabas más que a tu pasión, a tu inclinación, a tu amor
propio. ¿Estás verdaderamente convertido? Pues se deshicieron esos encantos, y
esos atractivos se desvanecieron. Ya no sólo te parece posible, sino justa,
dulce, fácil la ley santa de Dios; ya no sigues tu inclinación, y el Evangelio
es la única regla de tu vida; ya no te parecen falsas y aparentes las
brillanteces del mundo, sus placeres amargos, sus diversiones insulsas, sus
halagos insípidos. Ya apenas aciertas a concebir cómo un hombre de razón puede
ser libertino, cómo un corazón criado para el verdadero bien puede hallar gusto
en lo que es veneno y ponzoña. Se siente una especie de indignación contra su
propia brutalidad. ¿Es posible que siendo yo cristiano pude ser vicioso? ¿Es
posible que creyendo unas verdades tan terribles como las que creo pude vivir
tan descaminado? ¿Es posible que experimentando en mí mismo la vanidad, la
nada, y aun la amargura de estos falsos deleites, hice de ellos mi ídolo? Estos
son los ordinarios efectos de una verdadera conversión; ¿tiene la mía estas
señales?
Punto segundo.— Considera que,
aunque la verdadera conversión consiste principalmente en el corazón y en el
espíritu, no por eso deja de ser muy visible. El aire, los modales, la
conducta, el traje, las conversaciones, todo grita que el corazón está
verdaderamente convertido. Los objetos son los mismos, pero no hacen la misma
impresión; puede ser que se encuentren los mismos estorbos, las mismas
dificultades; pero se siente nuevo vigor, nuevo aliento. El mundo presenta sus
rosas, pero se las trata como si fueran espinas. Y como ya no se discurre sino
por los principios del Cristianismo, tampoco se habla sino según las máximas y
las verdades de la religión.
Es de admirar que se padezcan
tantas equivocaciones en materia de conversión, siendo así que no hay cosa más
visible que las señales que la caracterizan. No sólo se tiene horror al pecado;
se tiene, por lo menos, otro tanto a las ocasiones de pecar. No sólo se huye de
la culpa, sino del lugar y de la persona que sirvió de tentación. No sólo se
destierra el jugador del juego, pero aun de la casa donde se juega; porque,
desengañémonos, el que sólo se convierte a medias, no está verdaderamente
convertido.
¿Quieres ver un perfecto
retrato de una verdadera conversión? Pues pon los ojos en la Magdalena; detesta
tus culpas, y, como el motivo de su dolor es el amor de su Dios, no guarda
medidas; y así se le perdonan todos sus pecados, porque amó mucho. No se avergonzó
de ser pecadora, pero se avergüenza mucho menos de parecer arrepentida. Se
arrojó a los pies del Salvador en la misma sala del convite; no busca ocasión
de que no la vean; antes quiere entienda todo el mundo que está ya convertida.
Es grande su confusión, pero es mucho mayor su resolución y su aliento. Y,
después de este paso, ¡qué vida fue la suya! ¡Qué perseverancia en ella!
Ya no se aparta más del lado de
Jesucristo; mira con horror al mundo, y desea que el mundo la mire con horror a
ella. Su devoción no está pendiente de la prosperidad; en todos tiempos es su
fervor inalterable. Sigue al Salvador, no sólo hasta el Calvario, sino hasta el
sepulcro. Tanto excitan su amor las ignominias que Cristo padece, como los
milagros que hace. ¡Qué deseo, qué ardor, qué ansia por hurtar, si pudiera, el
cuerpo de su divino Maestro después de sepultado! Ni la enorme y pesada piedra
del sepulcro, ni el sello del príncipe, ni la compañía de los soldados que le
guardaban, son capaces de templar su fervor, de desalentar su animosidad. Así
piensa, así obra, así se muestra siempre una misma, un alma verdaderamente
convertida. Concluyamos de aquí, que hay pocas conversiones verdaderas, y
juzguemos también esto mismo por la poca perseverancia.
Se relaja San Anselmo, resbala
en el desorden; no son extraordinarias sus caídas, pero conoce su perdición en
el auxilio de la divina gracia. ¡Qué arrepentimiento, qué mudanza, qué firmeza!
Se convirtió una vez de veras, y jamás se desmintió. Dios mío, ¡qué debo yo
pensar de mis frívolos arrepentimientos, de mis inconstantes propósitos, de mis
ineficaces deseos!
No permitáis, Señor, que suceda
lo mismo con esta mi presente conversión; detesto mis pecados, siento un
verdadero deseo de convertirme y de mudar de vida. Pero ¿de qué me servirán
estos propósitos, si son ineficaces? Haced que lo sean con vuestra gracia, y
que sea éste el primer día de mi perfecta conversión.
JACULATORIAS
Confirma,
Señor, y haz eficaces los deseos que Tú mismo me has inspirado. —Salmo LXVII.
Restituidme,
Señor, aquel espíritu de alegría que debe ser la prenda de mis paces con Vos;
pero dadme al mismo tiempo el espíritu principal de la firmeza y de la
perseverancia. —Salmo L.
PROPÓSITOS
1. Puesto que
la conversión no es otra cosa que la vuelta del alma a Dios, ¿es de extrañar
que haya tan pocas conversiones sinceras? ¿A quién se pretenderá engañar con
esas resurrecciones aparentes? ¿Qué fruto se sacará de esas hazañas? Si la
conversión es verdadera, ¿cómo no es constante? Y si el propósito es falso,
¿qué será la penitencia? Tantas confesiones sin enmienda no pueden tranquilizar
nuestra conciencia; pero ¿estará más tranquila cuando se prosigue pecando sin
confesarse? No dilates un punto el poner remedio a este inagotable manantial de
amargos arrepentimientos. Sea tu confesión en estas Pascuas efecto de una
conversión verdadera, y que vaya acompañada de todas las señales que la
caracterizan. Detesta tus pecados, y mira con horror todas las ocasiones de
pecar. Es ilusión imaginar posible una voluntad seria de no pecar, sin una
resuelta determinación de romper toda comunicación con el cómplice. ¿Estás
resuelto a entablar una vida cristiana? Pues comienza desde hoy a moderar esos
excesos en las galas, esa refinada delicadeza, esos aparatos de profanidad;
comienza prohibiendo esa frecuente concurrencia al juego, esos cortejos en que
se gasta el tiempo en algo más que en cosas inútiles; esa vida regalona, esos
días ociosos y vacíos. Sin reforma no hay conversión; por aquélla se conoce
ésta. Ese aire, esos modales, esa fantasía, toda esa conducta no corresponde a
la santidad de tu estado.
2. - La contrición es
interior, pero la conversión debe ser visible. Jesucristo resucitó, decía el
ángel a las mujeres que le iban a buscar al sepulcro; ya no está aquí. Este es
el verdadero modelo de un alma verdaderamente convertida. Detesta ya los
desórdenes de tu vida pasada, tu conducta poco regular, tus frecuentes
recaídas, tu vida regalona, inútil, entretenida. Pues haz que después de esta
Pascua se pueda decir con verdad: Fulano resucitó. Y así no hay ya que buscarle
en esas concurrencias del mundo, en esas ocasiones próximas, en esas costumbres
de pecar, porque ya no está aquí; en nada de esto se le encuentra, ni se halla
en esas diversiones peligrosas, ni asiste a esas tertulias ocasionadas; su
frecuente asistencia a la iglesia, su respeto y su devoción en el templo, y
aquella moderación, aquella apacibilidad en el trato, aquella circunspección,
son visibles pruebas de su perfecta resurrección. Y ¿por qué no podrás tú
lograr desde hoy el dulce consuelo de notar en ti mismo estas bellas pruebas?
Acaso será ésta la postrera
Pascua para ti.
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