San Luis María Grignion de Montfort
Hace sus estudios en el colegio de los jesuitas de Rennes, y a los veinte años de edad inicia en París su formación para el sacerdocio, primero en la comunidad de M. de La Barmondière y después en San Sulpicio. Reza mucho, lee mucho -es encargado de la biblioteca del Seminario- y se acoge muy especialmente bajo el amparo de la Virgen María. En 1700 es ordenado sacerdote.
Apostolado
Los primeros ministerios de Montfort se desarrollan en los Hospitales de Poitiers y de París, pero se ve obligado a dejar la atención a los pobres en el uno y en el otro. Da entonces misiones populares con gran éxito, y ya en 1701 conoce a María Luisa Trichet, con la que más adelante fundará las Hijas de la Sabiduría.
Sin embargo, las contradicciones que halla en los ambientes eclesiásticos, entonces dominados por el jansenismo, le llevan en 1706 a Roma. Allí se ofrece al papa Clemente XI para ir a las misiones del Oriente. Pero el papa le confirma en sus trabajos apostólicos de Francia, y le da el título de misionero apostólico.
Dedica su vida desde entonces a predicar misiones populares en el nordeste de Francia, especialmente en las diócesis de Saint-Brieuc, Saint-Malo, Nantes, Luçon y La Rochelle. En todas ellas consigue conversiones y frutos duraderos de vida cristiana. Es significativo, por ejemplo, que la región de La Vendée, que se alza en armas en 1793 contra la Revolución que atacaba la fe católica, había sido misionada por Montfort ochenta años antes.
San Luis María muere en 1716, al terminar una misión en Saint-Laurent-sur-Sèvre.
Espiritualidad
En 1710 profesa Monfort como terciario dominico. Su ideal, sin duda, es el mismo de Santo Domingo: orar y predicar, «hablar con Dios y hablar de Dios».
La vida de Montfort es netamente evangélica, y en ella destacan la pobreza, la oración, la penitencia y, sobre todo, el valor martirial para predicar la Palabra divina.
Las fuentes de su espiritualidad son múltiples. Influyeron en su orientación espiritual dominicos como Alain de La Roche o Suso, y franciscanos, como San Buenaventura; entre los jesuitas, Surin, Saint-Jure, los discípulos de Lallemant y también otros de tendencia salesiana; y con todos ellos, los maestros de la espiritualidad francesa de su tiempo, como Bérulle, Eudes, Olier o la escuela de Port-Royal.
En todo caso, hay que destacar en Mont-fort su profundísima asimilación de la Biblia y de la Liturgia. Esto se pone de manifiesto continuamente en sus escritos: la densidad en ellos de citas bíblicas, explícitas o implícitas, es realmente impresionante. Hay ocasiones en que su discurso se hace una verdadera antología de la sagrada Escritura. Véase como ejemplo el número 9 de la Carta a los Amigos de la Cruz.
La espiritualidad monfortiana, siempre arraigada profundamente en el Bautismo, está centrada, como dos de sus libros lo afirman con especial claridad, en Jesucristo -El amor de la Sabiduría eterna- y en la Virgen María -Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen-.
En el tiempo actual es Monfort, sin duda alguna, uno de los maestros espirituales más influyentes en personas y asociaciones cristianas, tanto por el estilo de su evangelismo directo y atrevido, como sobre todo por la profundidad maravillosa de su espiritualidad mariana.
Vida crucificada
Cuando Montfort habla de la cruz sabe por experiencia de qué está hablando. En efecto, el notable éxito apostólico que él tiene entre los pobres y entre los cristianos del pueblo no le atrae el favor de los altos ambientes eclesiásticos de su tiempo, dominados por el jansenismo, sino la persecución clara o encubierta.
Y la condición itinerante de su vida no se produce sólamente por su dedicación a las misiones populares aquí y allá, sino que también se debe a que se vió expulsado, de un modo o de otro, de varias diócesis. En algunas de ellas, incluso, le fueron retiradas las licencias ministeriales.
Una carta de Montfort a su hermana Sor Catalina, del 15 de agosto de 1713 -tres años antes de morir-, expresa bien el ambiente de contradicción continua que hubo de sufrir dentro de la Iglesia local en que le puso el amor de Dios:
«¡Viva Jesús! ¡Viva su Cruz!
«Si conocieras en detalle mis cruces y humillaciones, dudo que tuvieras tantas ansias de verme. En efecto, no puedo llegar a ninguna parte sin hacer partícipes de mi cruz a mis mejores amigos, frecuentemente a pesar mío y a pesar suyo. Todo el que me defiende o se declara en mi favor, tiene que sufrir por ello y a veces caer bajo la furia del infierno, a quien combato; del mundo, al que contradigo; de la carne, a la que persigo. Un enjambre de pecadores y pecadoras a quienes ataco no me da tregua ni a mí ni a los míos. Siempre alerta, siempre sobre espinas, siempre sobre guijarros afilados, me encuentro como una pelota en juego: tan pronto la arrojan de un lado, ya la rechazan del otro, golpeándola con violencia. Es el destino de este pobre pecador. Así estoy sin tregua ni descanso desde hace trece años, cuando salí de San Sulpicio.
«No obstante, querida hermana, bendice al Señor por mí. Pues me siento feliz en medio de mis sufrimientos, y no creo que haya nada en el mundo tan dulce para mí como la cruz más amarga, siempre que venga empapada en la sangre de Jesús crucificado y en la leche de su divina Madre. Pero además de este gozo interior hay gran provecho en llevar la cruz. ¡Cuánto quisiera que pudieras ver mis cruces! ¡Nunca he logrado mayor número de conversiones que después de los entredichos más crueles e injustos!».
Tan acostumbrado está Montfort a llevar sobre sí su amada cruz, que en sus escasos tiempos de bonanza se siente extraño y a disgusto. Por ejemplo, cuando en 1708 obtiene un éxito notable en la misión de Vertou, exclama: «Ninguna cruz, ¡qué cruz!».
Sólo en 1711, cinco años antes de su muerte, gracias a Mons. de Lescure, obispo de La Rochelle, «encuentra por fin su inserción armoniosa y definitiva en la vida de la Iglesia» (Laurentin 149).
«Dios, por fin, le deparaba dos diócesis en que iba a poder trabajar con santa libertad: la de Luçon y la de La Rochela. Sus obispos eran de los poquísimos que en Francia no se habían dejado doblegar por el espíritu jansenista [...] Al tiempo mismo que el prelado de Nantes, presionado más o menos por los jansenistas, se deshacía del misionero, los de Luçon y la Rochela le llamaaban a sus diócesis» (Abad 41).
De todos modos, la cruz pesa sobre Montfort hasta su muerte, entre otras cosas porque no logra consolidar un grupo de misioneros populares que asimilen su espíritu y continúen su obra. A su muerte, en 1716, apenas ha reunido en la Compañía de María a dos sacerdotes y siete hermanos. Y las Hijas de la Sabiduría no son apenas más numerosas, aunque bajo la guía de Sor María Luisa Trichet forman una asociación más organizada.
Carta a los Amigos de la Cruz
La devoción a la cruz es absolutamente central en la espiritualidad de Monfort, como en tantos otros santos cristianos. Encabeza con frecuencia sus cartas con el lema ¡Viva Jesús, viva su cruz! En una de sus obras principales, El amor de la Sabiduría eterna, ofrece un programa completo de vida cristiana fundamentado en la cruz de Cristo (capítulos XII-XIV). Son también muy hermosos los cánticos que dedica a la cruz, especialmente el 11, La fuerza de la paciencia, de treinta y nueve estrofas; el 13, La necesidad de la penitencia; y el 19, El triunfo de la cruz.
En la Francia de 1700 existe en muchas diócesis una asociación de fieles llamada Los Amigos de la Cruz. Y Montfort la establece en Nantes, en 1708, al terminar la misión que dió allí en una parroquia. A partir de 1710 no pudo seguir visitando y animando a sus cofrades, porque el obispo de Nantes le quita las licencias para predicar y confesar.
Pues bien, en 1714, hallándose Montfort en Rennes, donde también tiene prohibido predicar, se retira al colegio de los jesuitas, donde hace unos ejercicios espirituales de ocho días. Y es al terminar estos ejercicios cuando escribe a sus antiguos fieles de Nantes, Los Amigos de la Cruz, una Carta circular. En la literatura espiritual sobre la cruz de Cristo, que es abun-dantísima -ya desde San Pablo o San Juan, pasando por los Padres y los autores medievales y renacentistas-, no es fácil hallar una síntesis tan perfecta de la espiritualidad de la cruz.
La presente edición
La traducción que ofrezco de la Lettre circulaire aux Amis de la Croix parte del texto de la citada edición francesa de las Oeuvres complètes de Montfort.
Me he permitido introducir en el mismo texto las citas bíblicas, que cuando sólamente son implícitas o paráfrasis aproximadas van precedidas del signo +.
De entre las obras de Montfort, ésta, la Carta a los Amigos de la Cruz es una de las más difundidas. Y es que los cristianos de diferentes tiempos y culturas, concretamente los de habla hispana, se identifican cordialmente con tan precioso texto y una y otra vez lo devoran con espiritual afecto. Ellos saben que, como dice Santa Teresa de Jesús,
en la cruz está la vida y el consuelo,
y ella sola es el camino para el cielo.
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