(1054 D.C.) - San León IX nació
en 1002 en Alsacia, que formaba entonces parte del Sacro Romano Imperio. Hugo,
su padre, estaba estrechamente emparentado con el emperador; su madre se
llamaba Heilwig de Dabo. Ambos formaban un excelente matrimonio cristiano; eran
tan cultos, que hablaban corrientemente el francés, además del alemán, cosa
excepcional en aquella época. A los cinco años, Bruno, como se llamaba el
futuro León IX, fue a estudiar a la escuela de Bertoldo, obispo de Toul. En
ella empezó a mostrar su talento excepcional. Su tutor era un primo suyo, mucho
más grande que él, llamado Adalberto, quien fue luego obispo de Metz. Un suceso
de la niñez se quedó profundamente grabado en la mente del futuro Papa. En
cierta ocasión un animal ponzoñoso le mordió y le dejó entre la vida y la
muerte; entonces se le apareció San Benito y le tocó con una cruz; cuando
despertó el niño, estaba completamente curado. Una vez terminados sus estudios,
fue nombrado canónigo de la iglesia de San Esteban de Toul. En 1026, el
emperador Conrado II fue a Italia a combatir una rebelión de los lombardos;
Bruno, que era entonces diácono, le acompañó al mando del regimiento con el que
había contribuido el anciano obispo de Toul. Su éxito en la dirección del
regimiento le ganó fama de hábil militar, cosa que tal vez no fue muy buena,
teniendo en cuenta el porvenir. El obispo de Toul murió cuando Bruno se hallaba
todavía en Italia, y el clero y el pueblo de la ciudad le eligieron para
sustituir al difunto. El día de la Ascensión de 1027, Bruno entró en Toul, en
medio de las aclamaciones del pueblo y fue consagrado inmediatamente. Habría de
gobernar la diócesis durante veinte años. Su primera ocupación consistió en
introducir una disciplina más estricta entre su clero, tanto secular como
regular. Inspirado sin duda por su gran devoción a San Benito, tenía en alta
estima la vida religiosa; hizo, pues, cuanto estuvo en su mano por reavivar la
disciplina y el fervor de los grandes monasterios de su diócesis e introdujo en
ella la reforma de Cluny.
En el verano de 1048, murió el
Papa Dámaso II, después de un pontificado de veintitrés días. El emperador
Enrique III eligió a su pariente, Bruno, para sucederle. De camino para Roma,
Bruno se detuvo en Cluny, donde se unió a su comitiva el monje Hildebrando,
quien sería más tarde el Papa San Gregorio VII. Después de ser elegido según
los cánones, Bruno ascendió al trono pontificio con el nombre de León IX, a
principios de 1049. Durante muchos años los buenos cristianos, así clérigos
como laicos, habían luchado contra la simonía; pero el mal estaba tan
profundamente arraigado, que hacía falta una mano fuerte para combatirlo. El
Papa procedió sin vacilaciones. Poco después de su elección, convocó en Roma a
un sínodo que condenó y privó de sus beneficios a los clérigos culpables de
simonía y lanzó severos decretos contra la decadencia del celibato
eclesiástico. León IX empezó a promover entre el clero de Roma la vida
comunitaria, que ya antes había ayudado a instituir en Toul, cuando era diácono
del obispo de dicha ciudad. Además, convencido de que la reforma exigía algo
más que simples decretos, empezó a visitar los países de Europa occidental para
dar mayor fuerza a las leyes y sacudir la conciencia de las autoridades. La
reforma de las costumbres era su principal objetivo pero también insistió en la
predicación y en el canto sagrado, que amaba particularmente. San León se vio
también obligado a condenar las doctrinas de Berengario de Tours, quien negaba
la presencia real de Cristo en la Eucaristía. El enérgico Papa cruzó dos veces
más los Alpes: una vez para visitar su antigua diócesis de Toul y otra, para
reconciliar a Enrique III con Andrés de Hungría. Debido a esos viajes, el
pueblo le llamó "Peregrinus Apostolicus",
el peregrino apostólico.
León consiguió ver aumentado el
patrimonio de San Pedro con Benevento y otros territorios del sur de Italia, lo
cual acrecentó el poder temporal de los Papas. Pero ello no dejó de traerle
dificultades, pues los normandos invadieron dichos territorios. León IX salió
en persona al encuentro del enemigo, pero fue derrotado y hecho prisionero en Civitella,
y los invasores le detuvieron algún tiempo en Benevento. El golpe para el
prestigio de León fue muy rudo; además, San Pedro Damián y otros varones de
Dios le criticaron severamente, diciendo que si la guerra era necesaria, tocaba
al emperador hacerla y no al Vicario de Cristo.
El patriarca de Constantinopla,
Miguel Cerulario, aprovechó la ocasión para acusar de herejía a la Iglesia de Occidente,
a propósito de ciertos puntos de disciplina y liturgia en que difería de la
Iglesia de Oriente. El Papa respondió con una larga carta, vibrante de
indignación, pero no exenta de moderación. Muy característico de León IX fue el
hecho de empezar a aprender el griego para comprender mejor los argumentos de
sus acusadores. Pero, aunque ese fue el principio de la separación definitiva
de la Iglesia oriental y occidental, San León no vivió lo suficiente para ver
el resultado de la delegación que envió a Constantinopla. Ya para entonces, su
salud estaba muy debilitada. Ordenó, pues, que colocasen su lecho junto a un
sarcófago, en San Pedro, y murió apaciblemente ante el altar mayor, el 19 de
abril de 1054.
"El cielo ha abierto sus puertas a un
Pontífice del que el mundo no era digno; León ha llegado a la gloria de los
santos", declaró el abad de Monte Cassino, formulando
exactamente el pensamiento de la cristiandad. En los cuarenta días que
siguieron a su muerte, se habló de setenta curaciones milagrosas. En 1087, el
Beato Víctor III confirmó la canonización popular y ordenó que los restos
mortales de San León fuesen solemnemente trasladados a un monumento.
León IX fue el primer Papa que
propuso que la elección del Sumo Pontífice recayese siempre sobre uno de los
cardenales. La proposición se convirtió en ley, cinco años después de su
muerte. Uno de los monarcas con quien San León mantuvo relaciones amistosas fue
San Eduardo el Confesor, a quien concedió la autorización de fundar nuevamente
la abadía de Westminster, en vez de hacer una peregrinación a Roma. Se cuenta
que durante su pontificado, el rey MacBeth visitó la Ciudad Eterna, tal vez
para expiar sus crímenes.
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