(c. 345 D.C.) - Según
los bolandistas, en los que se basa Alban Butler, debemos todas las noticias
sobre San Afraates a Teodoreto. Dicho autor, siendo todavía niño, fue con su
madre a visitar al santo y recordaba que Afraates había abierto la puerta para
bendecirles y les había prometido encomendarlos en sus oraciones. Teodoreto
siguió invocando la intercesión de Afraates toda su vida, persuadido de que el
poder del santo no había hecho sino crecer después de su muerte.
Afraates era de familia
persa. Después de su conversión al cristianismo, se estableció en Edesa de
Mesopotamia, que era entonces uno de los principales centros cristianos, con el
objeto de aprender a servir más perfectamente a Dios. Cuando comprendió que la
única manera de conseguirlo era la soledad, se encerró en una celda en las
afueras de la ciudad, y en ella se dedicó a la penitencia y la contemplación.
Sólo comía un poco de pan al atardecer; en sus últimos años tomaba también
algunas verduras. Dormía en el suelo y se vestía con pieles. Después de algún
tiempo, se trasladó a una ermita en las proximidades de un monasterio de
Antioquía de Siria, adonde acudía el pueblo en busca de consejo. En cierta
ocasión, Antemio, que fue más tarde cónsul del oriente, trajo de Persia una
túnica y la ofreció al santo como un producto de su tierra natal. Afraates le
preguntó si encontraba razonable cambiar a un criado, que le hubiese servido
fielmente durante muchos años, por otro, simplemente porque este último era
originario de su tierra natal. "Indudablemente que no", replicó
Antemio. "Entonces llévate la túnica, porque la que tengo puesta me ha
servido durante dieciséis años y no necesito otra."
El emperador Valente
había desterrado al obispo San Melecio, y la persecución arriana hacía estragos
en la Iglesia de Antioquía. En tales circunstancias, Afraates abandonó su
retiro para acudir en ayuda de Flaviano y Diodoro, quienes gobernaban la
diócesis en ausencia de San Melecio. La fama de los milagros y de la santidad
de Afraates daban gran peso a sus acciones y palabras. Como los arrianos se
habían apoderado de las iglesias, los fieles tenían que practicar el culto en
la otra ribera del Orontes o en el campo militar que se extendía en las afueras
de la ciudad. En cierta ocasión, cuando San Afraates se dirigía a toda prisa al
campo militar, el emperador, que se hallaba en la terraza de su palacio, daba
sobre el camino, ordenó que le detuviesen y le preguntó a dónde iba: "Voy
a orar por el mundo y por el emperador", replicó el ermitaño. Entonces le
preguntó por qué, si estaba vestido de monje, había abandonado su celda.
Afraates le respondió con una parábola: "Si fuese yo una doncella retirada
en la casa de su padre y viese la casa incendiarse, ¿me aconsejaríais que
permaneciese tranquila, sin hacer nada por extinguir el fuego? Así, pues, más
bien hay que acusaros a vos, que habéis desatado el incendio, que a mí que no
hago sino tratar de apagarlo. Cuando nos reunimos para instruir y fortalecer a
los fieles, no hacemos nada contrario a la profesión monástica."
El emperador no
respondió, pero uno de sus criados insultó al varón de Dios y aun le amenazó
con matarle. Poco después, el criado cayó en un caldero de agua hirviente; su
muerte impresionó tanto al supersticioso Valente, que se negó a prestar oídos a
los arrianos, quienes le aconsejaban que desterrase a San Afraates. También
impresionaron mucho al emperador los milagros del santo, el cual curó a muchos
hombres y mujeres y, según cuenta la tradición, devolvió también la salud al
caballo favorito del emperador.
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