Alonso Cano, Prédica de San Vicente
Ferrer, 1644, Valencia
(1419 D.C.) San Vicente
descendía de un inglés o escocés radicado en España. Nació en Valencia,
probablemente en 1350. Inspirados por las profecías que se les habían hecho
sobre la futura grandeza de Vicente, sus padres le inculcaron un gran amor por
Cristo y la Virgen María y una gran caridad por los pobres. Para ello le
constituyeron en administrador de las generosas limosnas que hacían. De sus
padres aprendió también Vicente la práctica del ayuno riguroso de los miércoles
y sábados, que conservó toda su vida. El santo era de inteligencia muy precoz.
En 1367, tomó el hábito de Santo Domingo en el convento de Valencia y, antes de
cumplir los veintiún años, fue nombrado profesor de filosofía en Lérida, que
era entonces la más famosa de las universidades de Cataluña. Durante su
profesorado, publicó dos tratados de gran mérito. Más tarde, sus superiores le
destinaron a predicar en Barcelona, aunque no era más que diácono. La ciudad
atravesaba entonces por un período de hambre; los navíos que traían el grano no
habían llegado aún y el pueblo estaba desesperado. San Vicente predicó un
sermón al aire libre, en el que predijo que los navíos llegarían antes de la
caída de la noche. Su superior le reprendió severamente por hacer profecías,
pero los navíos llegaron, como él lo había predicho y el pueblo se precipitó
jubilosamente al convento para aclamar al profeta. Al ver esto, sus superiores
juzgaron prudente trasladar a Vicente a Tolosa, donde permaneció un año.
Después volvió a Valencia, donde sus clases y sermones tuvieron un éxito
extraordinario. Sin embargo, su estancia en Valencia fue también un período de
prueba: por una parte, el demonio le asaltó con violentas tentaciones; por
otra, como era extraordinariamente bien parecido, varias mujeres se enamoraron
de él y acabaron por calumniarle, ya que no habían conseguido hacerle caer.
Todo ello curtió al santo para la dura vida que le esperaba y le preparó para
la ordenación sacerdotal. Pronto se convirtió en un predicador de gran fama; su
elocuencia impulsó a la penitencia y al fervor a numerosos católicos
negligentes y atrajo a la fe a muchos judíos; entre éstos se contaba el rabino
Pablo de Burgos, quien murió en 1435 siendo obispo de Cartagena.
Era la época del gran cisma de
occidente. Un Papa reinaba en Roma y otro en Aviñón, y aun los hombres más
santos de la época se hallaban divididos. El terrible escándalo había comenzado
en 1378. A la muerte de Gregorio XI, dieciséis de los veintitrés cardenales
habían elegido a toda prisa a un Papa italiano para complacer al pueblo; pero
después, declararon que habían procedido movidos por el temor y eligieron,
junto con los otros siete cardenales, al cardenal Roberto de Ginebra, que era
francés. Roberto tomó el nombre de Clemente VII y se estableció en Aviñón, en
tanto que Urbano VI reinaba en Roma. San Vicente fue uno de los que
reconocieron al Papa Clemente y a su sucesor, Pedro de Luna o Benedicto XIII,
quien convocó a los dominicos a Aviñón. (En razón de las circunstancias tan
especiales de su reinado, Clemente VII y Benedicto XIII no figuran en la lista
de los antipapas propiamente dichos)
Vicente fue acogido por Pedro
de Luna con grandes muestras de honor y aun se le ofreció el gobierno de una
diócesis, que él rehusó. Pero su posición era muy difícil, pues pronto cayó en
la cuenta de que la obstinación de Pedro de Luna obstaculizaba todos los
intentos de unificación. En vano le exhortó Vicente a tratar de llegar a un
acuerdo con el Papa de Roma. Aun cuando el sínodo de teólogos de París resolvió
en contra de Pedro de Luna, éste permaneció inconmovible. San Vicente, que era
consejero y confesor de Pedro de Luna, sufrió tanto por ello, que cayó enfermo;
en cuanto se repuso, logró obtener el permiso de abandonar la corte pontificia
para volver a su trabajo misional. Su primer objetivo no era, sin embargo, huir
de la corte pontificia, sino obedecer a un llamamiento de Dios, ya que, según
se cuenta, Jesucristo se le había aparecido durante su enfermedad, con Santo
Domingo y San Francisco, y le había ordenado que fuese a predicar la penitencia,
como lo habían hecho los dos santos, y le había devuelto instantáneamente la
salud. San Vicente partió de Aviñón en 1399 y predicó a enormes multitudes en
Carpentras, Arles, Aix y Marsella. Además de los habitantes de cada lugar, se
contaban entre sus oyentes los hombres, mujeres y niños que le seguían de un
sitio a otro. Al principio se trataba de una turba heterogénea, pero poco a
poco, el santo los fue organizando: les dio una regla y los convirtió en
valiosos colaboradores; los "Penitentes de Maese Vicente", como se
los llamaba, se quedaban, por ejemplo, en la ciudad en que había tenido lugar
la misión para consolidar el trabajo del santo. Es cosa digna de notarse que,
en una época de costumbres tan relajadas, no parece que se hayan levantado
sospechas contra ninguno de los miembros de aquella heterogénea compañía.
Algunos sacerdotes formaban parte de ella y se encargaban de organizar los
coros y de confesar a los peregrinos.
Entre 1401 y 1403, San Vicente
predicó en el Delfinado, en Saboya y en los valles de los Alpes; después fue a
Lucerna, Lausana, Tarentaise, Grenoble y Turín. Las multitudes se apiñaban para
oírle, y en todas partes el santo obró extraordinarias conversiones y milagros.
Los principales temas de su predicación eran el pecado, la muerte, el infierno,
la eternidad y sobre todo, la proximidad del día del juicio. Hablaba con tal
energía, que algunos de sus oyentes caían desmayados y los gemidos de la
multitud le obligaban con frecuencia a hacer largas pausas. Sus enseñanzas
penetraban a fondo y producían verdaderos frutos de conversión y enmienda de
vida. Bonifacio, uno de los hermanos de San Vicente, era prior de la Gran
Cartuja; el santo estuvo ahí varias veces. Los anales de la Cartuja dicen:
"Dios obró maravillas por medio de estos dos hermanos. Quienes se
convertían por la predicación del uno, tomaban el hábito de manos del
otro."
En 1405, San Vicente estuvo en Génova;
de ahí se dirigió a otro puerto para embarcarse con rumbo a Flandes. Entre
otras reformas, consiguió que las damas de Liguria simplificasen sus
fantásticos tocados; según uno de los biógrafos de San Vicente, "este fue
el mayor de sus milagros." En los Países Bajos obró tantas maravillas, que
hubo de reservar una hora diaria para la curación de los enfermos. Algunos autores
suponen que visitó también Inglaterra, Escocia e Irlanda, pero no existe el
menor indicio de ello. Aunque el mismo San Vicente afirma que, fuera de su
lengua, no había aprendido más que el latín y un poco de hebreo, debía poseer
un don de lenguas absolutamente extraordinario ya que, según autores dignos de
fe, sus oyentes ya fueran franceses, alemanes, italianos, etc., entendían todo
lo que decía, y su voz se oía claramente a distancias enormes. No podemos
seguir a San Vicente en todo su itinerario. En realidad no se trataba de un
itinerario ordenado, sino que iba de un sitio a otro según las inspiraciones
divinas y las peticiones que recibía. Volvió a España en 1407.
Granada estaba entonces ocupada
por los moros; San Vicente predicó en dicha ciudad, y se cuenta que 8000 moros
pidieron el bautismo. En Sevilla y Córdoba tuvo que predicar al aire libre,
porque no había ninguna iglesia suficientemente grande para tan enorme
auditorio. El santo volvió a Valencia después de quince años de ausencia;
predicó, obró muchos milagros y acabó con las discordias que dividían la
ciudad.
Según una carta de los
magistrados de Orihuela, los efectos de sus sermones fueron maravillosos:
desaparecieron de la ciudad el juego, la blasfemia y el vicio; los enemigos se
reconciliaron. En Salamanca convirtió San Vicente a muchos judíos; ahí fue
donde, en un ardiente sermón al aire libre sobre su tema favorito, San Vicente
declaró que él era el ángel del juicio predicho por San Juan (Apocalipsis XIV,
6). Como algunos de sus oyentes se mostrasen incrédulos, el santo hizo que le
llevasen el cadáver de una mujer y le ordenó que diese testimonio de la
veracidad de sus palabras; la mujer resucitó un momento, dio testimonio y
volvió a cerrar los ojos definitivamente. Casi resulta superfluo advertir que
San Vicente no pretendía ser de naturaleza angélica; sus palabras significaban
que se consideraba como heraldo de Dios para anunciar la proximidad del fin del
mundo.
San Vicente había sufrido
siempre ante la falta de unidad que reinaba en la Iglesia, ya que, a partir de
1409, había nada menos que tres Papas, con gran escándalo de la cristiandad.
Finalmente, en 1414 se reunió el Concilio de Constanza para resolver la
cuestión; el Concilio depuso a Juan XXIII y pidió a los otros dos que renunciasen
para poder proceder a una nueva elección. Gregorio XII se manifestó dispuesto a
ello, pero Benedicto XIII se negó rotundamente. San Vicente fue a verle a
Perpignan para convencerle de que abdicase, pero todos sus esfuerzos fueron
vanos. El rey Fernando de Castilla y Aragón le consultó sobre el asunto, y el
santo declaró que, si Benedicto XIII impedía con su conducta la unidad vital de
la Iglesia, los fieles podían legítimamente negarle la obediencia. El rey
aceptó el consejo de San Vicente y por fin, Pedro de Luna fue depuesto. Gerson
escribió a San Vicente: "Sólo gracias a vos se ha realizado la
unión."
El santo pasó los últimos tres
años de su vida en Francia. Bretaña y Normandía fueron el escenario de los
últimos trabajos de ese "legado ad latere de Cristo". San Vicente
estaba ya tan agotado, que apenas podía moverse sin ayuda; pero su vigor y
elocuencia en el pulpito eran los mismos de sus primeros años. A principios de
1419 volvió a Vannes ya moribundo, después de pronunciar una serie de sermones.
Murió el Jueves de Pasión de 1419, a los setenta años de edad. La veneración
del pueblo fue inmensa desde el primer momento, y San Vicente Ferrer fue
canonizado en 1455.
La humildad de San Vicente fue
extraordinaria, teniendo en cuenta los honores y alabanzas que se le prodigaron
en todas partes. Para él, su vida no había sido más que una cadena
ininterrumpida de pecados. "Mi cuerpo y mi alma son una pura llaga; todo
en mí huele a corrupción por mis pecados e injusticias." Lo mismo sucede
con todos los grandes santos: cuanto más cerca están de Dios, más viles se
sienten.
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