San
Jorge, uno de los más célebres mártires de la Iglesia, a quien los griegos
llaman por excelencia el
gran mártir, nació en Capadocia, de familia ilustre y distinguida
por su nobleza, pero más señalada por el celo con que profesaba y defendía la
verdadera religión. Su calidad y distinción le precisaron a seguir la profesión
de las armas; y como era un joven de los más bien dispuestos, más valientes y
más cultivados de todo el ejército, ganó en poco tiempo la gracia del emperador
Diocleciano, quien le dio una compañía y le hizo su maestre de campo. Acreditó
el acierto de esta elección el valor, la prudencia y toda la conducta de su
porte en una edad tan poco avanzada. Y descubriendo cada día el Emperador más y
más las prendas, los fondos y el extraordinario mérito del nuevo oficial,
pensaba elevarle a los primeros cargos, colmándole de favores, cuando comenzó a
descubrirse la tempestad que desde algunos años antes se iba fraguando contra
los cristianos, y desde los primeros anuncios se comenzó a temer que al cabo
inundaría en sangre de mártires a toda la Iglesia de Dios.
Desde entonces, aunque Jorge
tenía sólo veinte años, se consideró como víctima destinada al sacrificio, y se
dispuso para él con el ejercicio de las más heroicas virtudes. Como tenía el
grado de oficial general, era del Consejo del Emperador, y conoció que esto le
obligaría a declararse de los primeros, dando pruebas de su fe, y no
disimulando su religión. Hizo sacrificio de sus bienes antes de llegar el caso
de hacer el de su vida. Y, hallándose heredero de una rica sucesión por muerte
de su madre, la repartió toda entre los pobres; vendió sus preciosos muebles,
sus ricos vestidos, y distribuyó el precio entre los fieles, que al primer
ruido de la persecución se habían esparcido aquí y allí, dando libertad a sus
esclavos.
Despojado ya de todo, entró,
por decirlo así, en la lid, y se fue a la sala del Consejo. Habiendo propuesto
el Emperador el impío y cruel intento de exterminar a todos los cristianos, le
aplaudió toda la Junta; pero toda ella quedó extrañamente sorprendida y
admirada cuando vio levantarse de su asiento a nuestro joven oficial, y con un
noble despejo, pero modesto, atento y respetuoso, contradecir lo que todos
habían dicho, y en pocas pero graves palabras reprender la resolución que se
había tomado de perseguir a los cristianos y de exterminarlos en todo el
imperio.
Era
naturalmente elocuente; y como hablaba con mucha gracia, con energía y con
fuego, se hizo escuchar con admiración y con respeto. Hizo demostración al
Consejo de la injusticia y de la impiedad de aquella resolución; defendió con
una discreta apología a los cristianos, y acabó exhortando al Emperador a que
revocase unos edictos que sólo se dirigían a oprimir violentamente a la
inocencia. Había ya acabado de hablar, y aun no habían vuelto de su admiración
los que le oían; la viveza de su discurso, el aire religioso con que le
pronunció, y su rara modestia, tenían como entredichos a los oyentes, y por
algún tiempo suspendieron las pasiones de todo el Consejo. El Emperador, aún
más aturdido que los otros, mandó al cónsul Magencio que respondiese a nuestro
Santo. Bien se
conoce, le dijo el cónsul , por el desahogo con que has hablado en presencia del
Emperador, que eres uno de los principales jefes de esta secta; tu confesión
confirmará tu insolencia; pero nuestro augusto príncipe, defensor de los dioses
del imperio, sabrá vengarlos de tu impiedad. —Si la impiedad ha de castigarse, respondió
Jorge, no sé yo que
haya otra más abominable que la de atribuir a las criaturas, aun a aquellas que
son inanimadas, los soberanos títulos y derechos propios y peculiares de la
Divinidad. No puede haber más que un solo Dios verdadero; Éste es aquel a quien
yo sirvo y adoro. Sí, cristiano soy, y de este nombre me glorío, no aspirando a
mayor dicha en esta vida que a darla derramando toda mi sangre por aquel Señor
de quien la recibí. Enfurecido el Emperador al oír este
discurso, y temiendo que hiciese impresión en los ánimos de los circunstantes,
mandó que al punto le cargasen de cadenas y le encerrasen en un calabozo.
Halló en él nuestro fervoroso
Santo abundante materia para satisfacer el ardiente deseo que tenía de padecer
por amor de Jesucristo. El primer efecto de la cólera del tirano fue mandarle
atormentar con un género de suplicio nunca oído hasta aquel día. Mandó atarle a
una rueda cubierta toda de agudas puntas de acero, la cual, a cada vuelta que
daba, le levantaba hacia arriba pedazos de carne, y hendía en sangrientos
canales aquel delicado cuerpo. Quedaron atónitos los mismos verdugos viendo la
alegría del generoso mártir todo el tiempo que duró este horrible tormento;
pero aun quedaron más asombrados cuando, suponiéndole ya muerto, le hallaron
enteramente sano de todas sus heridas.
Se convirtieron muchos gentiles
a vista de esta milagrosa curación; pero ella misma irritó más al tirano. Como
era Jorge una de las primeras víctimas que Diocleciano sacrificaba a su innata
crueldad, no perdonó a especie alguna de suplicio que no emplease para vencer
su magnanimidad y su constancia. Apenas se puede creer lo que refieren de sus
tormentos las actas más antiguas del martirio de nuestro Santo. Todo lo que
puede inventar la más bárbara inhumanidad; todo lo que es capaz de discurrir la
cólera de un tirano, y todo lo que puede sugerir la rabia y la malignidad del
Infierno, todo se puso en ejecución para atormentar al invencible mártir; pero
todo sirvió para confundir a los paganos y para manifestar más la gloria y el
poder del Dios que adoraba Jorge. El acero, el fuego, la cal viva, de todo se
valieron para combatir su resolución y su fe; pero la firmeza y aun la alegría
que manifestaba en medio de los tormentos; cierto resplandor maravilloso de que
se vio rodeado todo su cuerpo, tan brillante, que disipó las tinieblas del
oscuro calabozo; muchos milagros que obró en beneficio de los mismos que le
atormentaban, todo esto hizo triunfar la religión y convirtió a la fe a muchos
infieles. De este número fueron los dos pretores Prótolo y Anatolio. En vano
gritaban algunos que todo era hechicería, sortilegio, arte mágica,
encantamiento; la heroica paciencia que todos observaban en él, en medio
de los más crueles tormentos, y las milagrosas maravillas que obraba, hicieron
titubear a los más obstinados; tanto, que el Emperador llegó a temer una
conversión general en toda la ciudad, y aun se asegura que la emperatriz
Alejandra se convirtió. El Emperador, viendo que eran inútiles todos los
tormentos, recurrió al artificio: mudando repentinamente de tono y de conducta,
mandó que le quitasen las prisiones y le condujesen a su presencia.
Luego
que le vio en ella, le dijo con afectada blandura: Jorge: no sin gran dolor mío me he
visto precisado a mandar se ejecutase contigo todo el rigor de los edictos
publicados contra los enemigos de mi imperial religión. No puedes ignorar la
grande estimación que siempre he hecho de tu mérito; y el puesto que ocupas en
mis ejércitos es buena prueba de mi bondad. El único obstáculo que puede
oponerse a tu fortuna será tu obstinación; eres joven; logras toda la gracia
del Emperador; el favor añadido al mérito te prometen los primeros cargos del
imperio. ¿En qué te detienes para volver a tu obligación, y para aplacar con
tus sacrificios la cólera de los dioses?
Suplicó
Jorge al Emperador que le mandase conducir al templo, para ver aquellos dioses a
quienes su majestad imperial quería que ofreciese sacrificio. No dudó ya
Diocleciano que su suavidad y sus promesas habían finalmente vencido y
triunfado del confesor de Jesucristo. Fue conducido al templo, acompañado de
innumerable pueblo; apenas descubrió la estatua de Apolo, cuando le preguntó
nuestro Santo: Dime:
¿Eres Dios? —No
soy Dios, respondió la estatua, con voz terrible y espantosa,
que estremeció a los circunstantes: Pues
venid acá, espíritus malignos, ángeles rebeldes, condenados por el verdadero
Dios al fuego eterno; ¿cómo tenéis atrevimiento para estar en mi presencia, que
soy siervo de Jesucristo? Al decir estas palabras, acompañadas
con la señal de la santa cruz, se oyeron en el templo gritos horribles,
aullidos espantosos, y se vieron caer derribadas por mano invisible todas las
estatuas, haciéndose pedazos contra el suelo. A vista de un espectáculo tan
maravilloso, al principio quedaron todos atónitos; pero, después, los
sacerdotes de los ídolos, con sus gritos y con sus lágrimas, excitaron una
sedición tan general, que apenas se oían más que las descompasadas voces con
que clamaba todo el pueblo, que cuanto antes se librase a la tierra de aquel
monstruo.
Informado el Emperador de lo
que acababa de suceder, mandó que al instante le cortasen la cabeza, lo que se
ejecutó el día 23 de Abril, hacia el año de 290.
En todas las iglesias de
Oriente y de Occidente ha sido siempre muy célebre la memoria de este ilustre
mártir, y su culto es de los más antiguos en la Iglesia. Se asegura que desde
el fin del quinto siglo ya había altares dedicados a su nombre, y erigidos por
Santa Clotilde, mujer del rey Clodoveo. Contribuyó mucho al culto de San Jorge
en Francia San Germán, Obispo de París, uno de los más célebres prelados del
siglo VI, cuando, con ocasión de su peregrinación al Oriente, el Emperador de
Constantinopla le honró con muchas reliquias, y a su vuelta hizo edificar una
capilla a honra de San Jorge en la iglesia de San Vicente, que hoy es la de San
Germán de los Prados. Las otras muchas capillas y altares que en toda la Europa
se han erigido con el nombre de nuestro Santo son buena prueba de la devoción
que le profesan todas las demás naciones, y del ansia con que desean todas
merecer su poderoso amparo y protección. En España también desde muy antiguo ha
habido varios templos consagrados a Dios bajo la invocación de este santo
Mártir: por ejemplo el de San Jorge que llaman de las Boqueras en Aragón, que
probablemente existía antes que entrasen los moros en nuestro reino, y el monasterio
antiquísimo de San Jorge, una de las abadías mas principales y nobles que hubo
en Navarra en el territorio llamado la Berzosa a dos leguas de Viana, que Don
Sancho el Mayor dio a su hijo Don Ramiro en el repartimiento de sus tierras,
cuando le hizo rey de Aragón.
El haber sido soldado San Jorge
dio ocasión a que la gente de guerra le invocase contra sus enemigos, y se fomentó
esta devoción con varias apariciones que del Santo se refieren en algunas
batallas, dejándose ver armado peleando en favor de los fieles. En España
especialmente tenemos de esto ejemplos en que convienen nuestros historiadores.
En la batalla que el rey Don Pedro I de Aragón dio en los campos de Alcaraz a
los moros de Huesca por los años 1095, apareció San Jorge a caballo, y peleó en
defensa de los Cristianos, hasta que por ellos se declaró la victoria. El Rey en
memoria de este singular beneficio mandó reedificar con magnificencia en aquel
mismo sitio el templo de San Jorge antes citado, el cual se había conservado
por los cristianos mozárabes que vivían en Huesca sujetos a los moros de
aquella ciudad; y desde entonces quedó el glorioso San Jorge jurado y votado
por patrón de los reyes aragoneses, y apellidado en sus guerras. No pasaron
muchos días sin que con obras confirmase San Jorge el amor con que amparaba
aquel reino; porque en el año 1096, en la batalla que el dicho rey Don Pedro y
el Cid tuvieron en Valencia con el rey moro Búcar, se halló también San Jorge
por los Cristianos. Lo propio hizo por dos veces en tiempo del rey Don Jaime el
Conquistador. Fue la una en la batalla que se dieron sus capitanes que estaban
en frontera en el castillo de Puig de Enesa, y el moro Zaen, rey de Valencia.
La otra fue en el sitio que Alarazarach, general de los moros, puso a Alcoy;
pues resistiéndole los cristianos de esta villa, y señaladamente un sacerdote
que se llamaba Mosen Torregrosa, fue visto por el andamio del muro y sobre la
puerta del debate un caballero armado en un caballo, y se acobardaron los moros
viéndole, pues por el escarmiento que tenían de otros encuentros entendieron
que era San Jorge, el cual ellos llamaban Huali en su lengua, cuya sola vista los
desmayaba y amedrentaba en tanto extremo , que se caían muertos de espanto, sin
golpe ni herida alguna. De estos fueron hallados muchos en la rota del Puig de
Enesa, según lo certifica el rey Don Jaime en la historia que de su mano
escribió.
Los de Alcoy en memoria de esta
aparición de San Jorge edificaron al santo Mártir una iglesia, y dieron a
aquélla plaza el nombre de San Jorge, y sobre el surtidor de una fuente
colocaron una imagen suya de mármol.
Comúnmente se representa a este
santo Mártir a caballo y armado, en ademan de atravesar con la lanza a un
dragón para defender a una doncella que, amenazada por la fiera, implora el auxilio
del Santo. Pero esto es más símbolo que verdadera historia, para denotar el
favor que reciben de San Jorge los pueblos que le invocan, representados por la
doncella, contra el dragón infernal.
El rey Don Pedro II de Aragón,
reconocido a los grandes favores que en sus batallas y conquistas recibió de San
Jorge, determinó instituir una orden militar en honra y gloria suya; y para
esto dio en setiembre del año 1201 el castillo de Alfama, situado en una de las
calas o puntas del Coll de Balaguer, cerca de Tortosa en el principado de
Cataluña. La insignia era la cruz llana colorada de que ahora usan los
caballeros de Montesa, y la regla la de San Agustín. Después se incorporó a la
de Montesa con todas sus posesiones, derechos y prerrogativas; y porque no se
perdiese el nombre de la Orden de $an Jorge, se acordó que la de Montesa se hubiese
de llamar en adelante: Orden de Nuestra Señora de Montesa y de San Jorge de
Alfama.
HIMNO.
Algunas Ordenes militares toman
el nombre de San Jorge, como la que fundó el emperador Federico IV, primer
archiduque de Austria, en el año de 1470; y otra en la República de Génova,
diferente de otras que, con el título de Caballeros de San Jorge de Alfama, se
fundó por los años de 1200 en el reino de Aragón. También los ejércitos
cristianos suelen ponerse bajo la protección de San Jorge.
Este glorioso Santo es patrón
del reino de Aragón, Coria, Cáceres y ciudad de Lucena; es defensor del reino
de Portugal y protector de varias órdenes militares, y de la de Montesa, que le
hace función en la iglesia de Montserrat de Madrid, y asiste al Consejo de las
Órdenes.
La Misa es en honra del Santo, y la Oración la siguiente:
¡Oh Dios, que nos alegras con
los merecimientos y con la intercesión de tu bienaventurado mártir San Jorge!
Concédenos que consigamos por tu gracia los beneficios que pedimos por su
intercesión. Por Nuestro Señor Jesucristo, etc.
La
Epístola es del capítulo II de la segunda carta del apóstol San Pablo a Timoteo.
Carísimo: Acuérdate que el
Señor Jesucristo, del linaje de David, resucitó de la muerte según mi
Evangelio. Por el cual yo padezco hasta las prisiones como malhechor; pero la
palabra de Dios no está aprisionada. Por esto sufro todas las cosas por amor de
los elegidos, para que ellos consigan también la salud que está en Cristo Jesús
con la gloria celestial. Pero tú has seguido de cerca mi doctrina, mi modo de
vivir, las intenciones, la fe, la longanimidad, la caridad, la paciencia, las
persecuciones, los trabajos, como los que me sucedieron en Antioquía, en Liconio
y en Listris; las cuales persecuciones yo sufrí, y de todas me libró el Señor.
Y todos aquellos que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, padecerán persecución.
REFLEXIONES
Omnes qui pie volunt vivere in Christo
Jesu, persecutionem patientur. Todos los que quieren vivir piadosamente en
Cristo Jesús, serán perseguidos. Son las persecuciones la herencia de los buenos;
con todo eso es cierto que no son las más crueles las que padecen de parte de
los impíos; las más terribles son las que vienen por mano de los que hacen
profesión de virtuosos, y debieran ser los más ardientes defensores de la
virtud.
Se determina á observar con la
mayor exactitud y puntualidad las más menudas reglas de su instituto una
persona religiosa, persuadida de la indispensable obligación en que está
constituida de aspirar a la perfección de su estado. Mucha resolución es
necesaria; pero aun precisará mayor paciencia para no ceder a la multitud y a
la autoridad de los que están mal con tanta reforma. Los menos fervorosos, que
en una comunidad por lo regular suelen hacer el mayor número, consideran
aquella exacta puntualidad en un particular como una especie de tácita censura,
y su fervor se les figura una muda, pero sangrienta, reprensión de su tibieza.
No le basta al tal religioso retirarse al recogimiento de su celda y su
silencio; no meterse en otra cosa que en cumplir con su obligación, y con lo
que está a su cargo; no ceder a otro alguno en humildad, en oficiosidad, en
afabilidad y cortesía. Sabida cosa es que la emulación no se vence a fuerza de
virtudes. Quieren persuadirse a sí mismos, y aun intentan persuadírselo a
otros, que aquella es una especie de secreto orgullo, un espíritu de
singularidad, un genio de reformador impertinente, que viene a introducir
novedades, y a turbar la quieta y pacífica posesión en que estaba la relajación
de la comunidad. El ceño con que le miran, el desvío y aun el desprecio con que
le tratan, las alusiones satíricas con que le hieren, consecuencias ordinarias
donde reina la emulación, ponen en terribles pruebas a una virtud tierna y recién
nacida. Hasta la estimación que hacen de él los ajustados y los fervorosos le
da muchas ocasiones en que merecer.
Se distingue en una comunidad
un sujeto por su singular virtud, por ser más humilde, más obediente, más mortificado
que los otros. Bien puede hacer el ánimo de cargar con los oficios más penosos
de la casa. Todos aquellos en que hay algún especial trabajo, todos aquellos de
que huyen los tibios y los imperfectos, todos vendrán a buscarle, y serán los
que le toquen a él. El concepto que se tiene de su mortificación y de su
rendida obediencia hace que se pase a ciegas por encima de su virtud. A los
tibios, a los imperfectos se les trata con mucho miramiento; pero permite Dios
que ninguno se tenga con los virtuosos. Los buenos suelen estar oprimidos con
el peso de las cargas, mientras los malos, los que sólo hacen aquello que se
les antoja, están ociosos, y gastan el tiempo en censurar todo cuanto hacen los
únicos que verdaderamente trabajan. La misma irregularidad se observa a
proporción en las familias y casas particulares respecto de los hijos y criados
más o menos virtuosos. Mucho tiene que padecer el amor propio en una
distribución tan desigual; pero en ella halla su cuenta la virtud; y aunque
esta distinción sea incómoda y desagradable, al cabo la honra mucho. Es verdad,
por otra parte, que si esta prueba es sumamente útil a un alma fervorosa,
también desalienta y retrae de la virtud a otras muchas pusilánimes. Aquella
condescendencia que se tiene con los imperfectos, a los cuales quizá se les
disimula, y se les consiente demasiado, y aquella aparente dureza con que se
trata a los fervorosos, con quienes en nada se repara, puede ser ocasión de que
los unos se mantengan tranquilos en su vida poco regular, y aun relajada; y
puede serlo también de que los otros, apurada la paciencia con el demasiado
ejercicio, se disgusten de su exacta observancia, viendo que a los primeros su
misma relajación les sirve para vivir con más autoridad y con mayor descanso.
No se puede negar que este disgusto será irracional, y que este pretexto será
frívolo; pues nadie ignora que Dios muchas veces parece que perdona al pecador,
y que aflige al justo. Con este mismo espíritu proceden los superiores en la distribución
de los empleos, y en las condescendencias que suelen tener con los imperfectos.
La prosperidad, que parece que habría de ser el privilegio de los virtuosos aun
en esta vida, es de ordinario la legítima de los indevotos. Pero ¿será menos
feliz la suerte de los buenos porque sea más trabajosa? Y ¿qué motivo tendrán
los justos para quejarse, dice San Gregorio, de que Dios les reserve todo el
premio para la otra vida, al mismo tiempo que a los malos los recompensa en
aquello poco bueno que hacen?
El Evangelio
es del capítulo XV de San Juan
MEDITACIÓN
De la vida inútil de la mayor parte de los hombres.
Punto primero. —Considera
que todo aquello que no sirve ni conduce para el cielo es inútil: negocios
grandes, trabajos inmensos, gastos excesivos, palacios soberbios, herencias
ricas, vida deliciosa, honras, dignidades, distinciones; si no contribuís a mi
salvación, si no hacéis un gran caudal de méritos para la eternidad, si de nada
me servís para la otra vida, no sois para mí sino vanidad, fruslerías,
puerilidades, sueños lisonjeros, manantial funesto de mil remordimientos, de
mil desesperados ayes a la hora de la muerte.
¡Buen Dios! pues ¿en qué se
ocupan nuestros días? Si ningún pensamiento, ningún deseo, ninguna acción
nuestra debiera dejar de referirse á Dios, ¡de cuántas inutilidades, de cuántas
nadas está llena nuestra vida! Conversaciones ociosas, visitas divertidas,
entretenimientos frívolos, diversiones sin sustancia, horas de juego, paseos,
espectáculos, placeres; esto es en lo que pasa su vida la mayor parte de los
hombres del mundo, a lo menos mientras algún grande contratiempo, los achaques,
o los muchos años no los condenan al retiro de su casa, y entonces ocupa el
lugar de una ociosidad delicada una inacción enfadosa. Los últimos días de la
vida son más molestos, pero no son menos ociosos. Está el viejo ocioso por
necesidad, después de haberlo estado por su gusto. Este es el retrato de la
vida de muchos; pero ¿será este el retrato de la vida cristiana?
Y aun aquellos que al parecer
están más ocupados, ¿lo estarán por eso menos inútilmente? ¿Qué fruto, qué
provecho se saca para la eternidad de esos continuos viajes, de esas vigilias
que desecan, de esa vida afanada, austera, llena de cuidados, de esos negocios
que sólo sirven para acortar los días de la vida? Porque este es el fruto que
se recoge de todo lo que no sirve para la vida eterna.
Velad,
orad sin intermisión, daos prisa, esforzaos a entrar por la puerta del cielo,
dice el Salvador: Contendite; luchad-
No trabajando incesantemente por el cielo, no haciéndose una continua violencia
para llegar a tiempo, ya no hay lugar en él. Aunque fue pura, aunque
fue irreprensible la vida de aquellas vírgenes que, por haberse dormido o
descuidado, no hicieron a tiempo la provisión necesaria para recibir al esposo,
este descuido y falta de providencia fue bastante para carecer eternamente de
su presencia, y para que fuesen justamente reprobadas. Los motivos de aquella
dichosa sentencia que pondrá a los escogidos en posesión del Reino de los Cielos,
todos se reducen al ejercicio de las obras de misericordia; el siervo perezoso
solo fue condenado por no haber negociado con su talento. Cotejemos estas
verdades con la vida inútil y regalona de la mayor parte de los seglares, y aun
de no pocos eclesiásticos, que haciéndose sordos a sus más estrechas
obligaciones, pasan la vida en una delicada y escandalosa ociosidad.
¡Oh mi Dios, y qué impresión,
qué efecto tan triste hará algún día en nuestros corazones el paralelo entre la
vida laboriosa de los Santos y la ociosidad de la nuestra!
Punto segundo. —Considera que
si en el día del Juicio, como dice el Salvador, hemos de dar estrecha cuenta
hasta de la menor palabra ociosa, ¡qué cuenta se dará de todas aquellas horas
perdidas, de todos aquellos días inútiles!
La higuera de que se habla en
el Evangelio no tenía otro defecto que el no haber dado fruto, aunque no era
tiempo de él: con todo eso el Señor la echó la maldición, y al punto se secó.
Fácil es entender el verdadero sentido de esta parábola. Nunca debe ser estéril
la vida del cristiano; comienza a ser culpada desde que comienza a ser
infecunda. A vista de esto, la vida de aquella gente de conveniencias, de
aquellos hombres de distinción, de aquellas damas del mundo, y aun de tantas
personas eclesiásticas, que se gasta y se consume en vanas inutilidades, ¿será
vida muy inocente, será muy alabada de aquel Señor que quiere que aun los que
han trabajado más estén persuadidos de que nada han hecho?
¡Cuántos hombres, cuántas
mujeres ociosas hay que hacen punto de nobleza de la ociosidad, y juzgarían
acreditarse de gente plebeya si trabajasen! Hoy se establece por ley en el
mundo, y aun se llega a hacer mérito, de no saber hacer cosa; el mundo, la
diversión, el juego y las bagatelas se absorben todo el tiempo.
Una gran parte de él se la
lleva el tocador y el espejo, y el juego y las diversiones ocupan otra gran
porción, y aquellas visitas inútiles, que muchas veces no tienen otro asunto
que verse y que mirarse, y aun aquellos negocios, cuyo único móvil es la
ambición y la codicia, ¿pasarán en el tribunal del supremo Juez por ocupaciones
serias y legítimas? ¿serán recibidas en cuenta como obras de vida? ¿se
admitirán por frutos sazonados, que se conservan por toda la eternidad? ¿Y
semejante vida será obra digna de nuestra santa ley?
¡Buen Dios, qué sentirán
aquellas almas mundanas, aquellos corazones terrenos, aquellos cristianos flojos
e imperfectos, cuando disipados los prestigios de las pasiones, a favor de la
luz de la razón, que hasta entonces había estado como esclava, y de una fe que
había estado casi del todo apagada, descubrirán y verán que todos aquellos
proyectos de que tanto se alimentaban eran vanos, aquellas acciones brillantes
que hacían tanto ruido, aquella elevada fortuna que les costó tantos sudores,
aquellas diversiones seguidas de tantos remordimientos; que todo esto no fue más
que ilusión, inutilidad, pérdida de tiempo, manantial fecundo de
arrepentimientos, y semilla, por decirlo así, de una eternidad de suplicios. ¡Cuando
verán que aquella vida, sólo regular en la apariencia y en la superficie, fue
no más que una virtud de perspectiva; aquellas obras, que parecían buenas y
virtuosas, estaban viciadas con fines torcidos que las hicieron inútiles Seminastis
multum, et intulistis parum (Ageo I, 6). ¡Qué de trabajos perdidos! ¡qué de días
vacíos! ¡qué de acciones malogradas! ¡qué de flores! ¡qué de hojarascas sin
fruto!
Se padece mientras se vive una
especie de atolondramiento. La inclinación natural, el mal ejemplo, la perversa
costumbre, todo conspira, todo contribuye a que pasemos la vida en una
perniciosa inutilidad para el cielo en medio de los más penosos trabajos.
¡Ah mi Dios! me veis aquí ya
hacia el fin de mi carrera: ya estoy descubriendo la sepultura; ya va
declinando el día, y he pasado la vida en inutilidades frívolas, en vanos
pasatiempos, en ocupaciones pueriles. No permitáis, Señor, que aumente el
número de los días vacíos; cese desde hoy la esterilidad de las buenas obras.
No, divino Salvador mío, ya no quiero vivir una vida inútil y ociosa:
concededme vuestra gracia, y ya no seré un árbol estéril, bueno solo para el
fuego.
Jaculatorias. —Seré de aquí
adelante como oliva fecunda plantada en la casa de mi Dios, que crecerá y
fructificará a los ojos de su divina misericordia. (Salmo LI, 10).
Me diste, Señor, medidos y
limitados los días de la vida, y esos pocos días no han tenido jugo ni
sustancia en vuestros divinos ojos. [Salmo XXXVIII, 6).
PROPÓSITOS
1 La ociosidad adormece,
pero no hace insensibles a los que amodorra. Hay ciertos intervalos de religión
y de razón, que dejan conocer con espanto el caos horroroso de pecados en que cría
y sepulta la vida inútil a las personas mundanas. Por más que se disimule, se
siente el escozor de los remordimientos, se gusta la amargura de las funestas
consecuencias que trae consigo la ociosidad. ¿De qué otro principio puede
provenir aquel tedio de la virtud, aquella debilidad en la fe, aquellas
comunicaciones ilícitas, aquellos enredos y artificios? Y después se
preguntará, ¿qué mal hay en pasar una vida ociosa? Antes se debiera preguntar,
¿puede haber mayor mal en la vida de un cristiano? ¿Y será este mal menos de
temer en las personas consagradas a Dios? La ociosidad y delicadeza pueden tal
vez introducirse hasta en el retiro más austero; ¿y qué estragos no causará en
un estado santo, pero menos solitario, y por lo mismo más expuesto? A una
gruesa renta en el estado eclesiástico acompañan, por lo común, grandes
obligaciones; pero ¿no es verdad que no pocas veces esta misma gruesa renta es
causa de que haya grandes ociosos? Los beneficios ricos, por lo general, están
llenos de grandes cargas, y el fruto de la piedad de los fieles, el patrimonio
de los pobres, ¿estará por ventura destinado para perpetuar una ociosidad más
brillante, y para fomentar una delicadeza más escandalosa? En cualquier estado
en que te halles, en cualquier lugar que ocupes en el mundo, huye la ociosidad
como madre de todos los vicios. Lo más ordinario en las personas entregadas á
la ociosidad es precipitarse en el desorden. Ella es perniciosa a los grandes,
peligrosa a la gente común, y nociva para todos. Ninguna cosa perjudica tanto
como una vida inútil: ¿está exenta la tuya de este perjuicio? ¿Se pueden llamar
llenos todos tus días? Pero advierte que pueden ocuparse en mil inutilidades.
¿Y no podrán entrar en este número esas conversaciones poco serias, esas
diversiones continuas, esos pasatiempos, esas visitas inútiles, tantas horas
perdidas en el día, y tantos días malogrados en el discurso de tu vida? Haz el
cálculo en este mismo día, examina si son útiles todas tus ocupaciones, y ten
entendido que las que no conducen para la salvación se deben contar por nada.
Desde hoy te has de
imponer una ley de no estar jamás ocioso. Tiene el cuerpo necesidad de algún
descanso, y el espíritu de algún desahogo; pero aun este mismo desahogo y este
mismo descanso deben ser útiles, y has de cuidar tú de santificarlos con la oración,
o a lo menos con frecuentes jaculatorias. Mientras tuviéremos a Cristo
realmente presente en el Sacramento del altar, mientras hubiere pobres enfermos
en los hospitales, y vergonzantes en las casas particulares, ¿se podrá decir
sin vergüenza que no hay nada que hacer, y que no sabemos en qué emplear el
tiempo? Una señora cristiana siempre debe tener en las manos alguna labor,
porque esta continuación en el trabajo celebra y alaba el Espíritu Santo en la
mujer fuerte. Las señoras de la mayor distinción hacen vanidad de estar siempre
con la labor en las manos; ¡y una mujer ordinaria, orgullosa con los bienes de
fortuna, o con el empleo de su marido, tendrá vergüenza de que la vean
trabajar! También las personas devotas pueden dar en el extremo de fanáticas y
de holgazanas: una contemplación demasiadamente abstraída, y una oración de
quietad demasiadamente quieta, sin otros peligros que traen consigo, son no
pocas veces una mera ociosidad. Nada se ha de temer tanto como la inacción y la
inutilidad aun en las mismas acciones: Dios debe ser el objeto principal, el
motivo y el fin de todas ellas.
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