Pompeo Batoni: Santa Catalina de Siena recibe las
estigmatizaciones
(1743, Museo de Villa Guinigi, Lucca)
(1380 D.C.) - Santa Catalina
nació en Siena el día de la fiesta de la Anunciación de 1347. Junto con su
hermana gemela, quien murió poco después de nacida, era la más joven de los
veinticinco hijos de Giacomo Benincasa, un pintor acomodado. Lapa, la madre de
la santa, era hija de un poeta que ha caído en el olvido. Toda la familia vivía
en la espaciosa casa, que la piedad de los habitantes de Siena ha conservado
intacta hasta el día de hoy. Cuando niña, Catalina era muy alegre. En ciertas
ocasiones, al subir por la escalera, se arrodillaba en cada escalón para decir un
Avemaría. A los seis años tuvo una extraordinaria experiencia mística, que
definió prácticamente su vocación. Volvía con su hermano Esteban de la casa de
su hermana Buenaventura, que estaba casada, cuando se detuvo de pronto, como si
estuviese clavada en el suelo y fijó los ojos en el cielo. Su hermano, que se
había adelantado algunos pasos, regresó y la llamó a gritos, pero la niña no le
oía. Catalina no volvió en sí hasta que su hermano la tomó por la mano:
"¡Oh! —exclamó—, si hubieses visto lo que yo veía no me habríais
despertado." Y empezó a llorar porque había desaparecido la visión en la
que el Salvador se le apareció en su trono de gloria, acompañado por San Pedro,
San Pablo y San Juan. Cristo había sonreído y bendecido a Catalina. A partir de
ese instante, la muchacha se entregó enteramente a Cristo. En vano se esforzó
su madre, que no creía en la visión, por despertar en ella los intereses de los
niños de su edad; lo único que interesaba a Catalina eran la oración y la
soledad y sólo se reunía con los otros niños para hacerles participar en sus
devociones.
A los doce años de edad, sus
padres trataron de que empezase a preocuparse un poco más de su apariencia
exterior. Por dar gusto a su madre y a Buenaventura, Catalina arregló sus
cabellos y se vistió a la moda durante algún tiempo, pero pronto se arrepintió
de esa concesión. Hizo a un lado toda consideración humana y declaró
abiertamente que no pensaba casarse nunca. Como sus padres insistieron en
buscarle un partido, la santa se cortó los cabellos, que con su color de oro
mate constituían el principal adorno de su belleza. La familia se indignó y
trató de vencer la resistencia de Catalina por medio de una verdadera
persecución. Todos se burlaban de ella de la mañana a la noche, le confiaban
los trabajos más desagradables y, como sabían que amaba la soledad, no la
dejaban sola un momento y le quitaron su antiguo cuartito. La santa soportó
todo con invencible paciencia. Muchos años más tarde, en su tratado sobre la
Divina Providencia, más conocido con el nombre de "El Diálogo", dijo
que Dios le había enseñado a construirse en el alma un santuario, al que
ninguna tempestad ni tribulación podía entrar. Finalmente, el padre de Catalina
comprendió que era inútil toda oposición y le permitió llevar la vida a la que
se sentía llamada. La joven dispuso nuevamente de su antiguo cuartito, no mayor
que una celda, en el que se enclaustraba con las ventanas entreabiertas para
orar y ayunar, tomar disciplinas y dormir sobre tablas. Con cierta dificultad,
logró el permiso que había deseado tanto tiempo, de hacerse terciara en la
Orden de Santo Domingo. Después de su admisión, aumentó todavía las
mortificaciones para estar a la altura del espíritu, entonces tan riguroso, de
la regla.
Aunque tuvo consolaciones y
visiones celestiales, no le faltaron pruebas muy duras. El demonio producía en
su imaginación formas horrendas o figuras muy atractivas y la tentaba de la
manera más vil. La santa atravesó por largos períodos de desolación, en los que
Dios parecía haberla abandonado. Un día en que el Señor se le apareció al cabo
de uno de aquellos períodos, Catalina exclamó: "Señor, ¿dónde estabas
cuando me veía yo sujeta a tan horribles tentaciones?" Cristo le contestó:
"Hija mía, yo estaba en tu corazón, para sostenerte con mi gracia." A
continuación le dijo que, en adelante, permanecería con ella de un modo más
sensible, porque el tiempo de la prueba se acercaba a su fin. El martes de
carnaval de 1366, mientras la ciudad se entregaba a la celebración de la
fiesta, el Señor se apareció de nuevo a Catalina, que estaba orando en su
cuarto. En esta ocasión acompañaban a Cristo, su Madre Santísima y un coro
celestial. La Virgen tomó por la mano a la joven y la condujo hacia el Señor,
quien puso en su dedo un anillo de esponsales y la alentó al anunciarle que
ahora estaba ya armada con una fe capaz de vencer todos los ataques del
enemigo. La santa veía siempre el anillo, que nadie más podía ver. Esos
esponsales místicos marcaron el fin de los años de soledad y preparación. Poco
después, Catalina recibió aviso del cielo de que debía salir a trabajar por la
salvación del prójimo, y la santa empezó, poco a poco, a hacerse de amigos y
conocidos. Como las otras terciarias, fue a asistir a los enfermos en los
hospitales, pero escogía de preferencia los casos más repugnantes. Entre las
enfermas que atendió, se contaban una leprosa llamada Teca y otra mujer que
sufría de un cáncer particularmente repulsivo. Ambas correspondieron
ingratamente a sus cuidados, la insultaban y esparcían calumnias sobre ella
cuando se hallaba ausente. Pero la bondad de la santa acabó por conquistarlas.
Nuestro Señor había dicho a
Catalina: "Deseo unirme más contigo por la caridad hacia el prójimo."
De hecho, la vida de apostolado de la santa no interfería su unión con Dios. El
Beato Raimundo de Capua dice que la única diferencia era que "Dios no se
le aparecía únicamente cuando estaba sola, como antes, sino también cuando
estaba acompañada". Catalina era arrebatada en éxtasis, lo mismo mientras
conversaba con sus parientes, que cuando acababa de recibir la comunión en la
iglesia. Muchas gentes la vieron elevarse del suelo mientras hacía oración.
Poco a poco, la santa reunió a un grupo de amigos y discípulos que formaban
como una gran familia y la llamaban "Mamá". Los más notables de entre
ellos, eran sus confesores de la Orden de Santo Domingo, Tomás della Fonte y
Bartolomé Domenici; el agustino Tantucci, el rector del hospital de la
Misericordia, Mateo Cenni; Mateo Vanni, el artista a quien la posteridad debe
los más hermosos retratos de la santa, el joven aristócrata y poeta, Neri de Landoccio
dei Pagliaresi, Lisa Colombini, cuñada de Catalina, la noble viuda Alessia Saracini,
el inglés Guillermo Flete, ermitaño de San Agustín y el Padre Santi, un
anacoreta al que el pueblo llamaba "El Santo", que frecuentemente iba
a visitar a Catalina porque, según decía, al charlar con ella alcanzaba mayor
paz del alma y valor para perseverar en la virtud de los que había conseguido
en toda su vida de anacoreta. Catalina amaba tiernamente a su familia
espiritual y consideraba a cada uno de sus miembros como a un hijo que Dios le
había dado para que le condujese a la perfección. La santa no sólo leía el
pensamiento de sus hijos, sino que, con frecuencia, conocía las tentaciones de
los que se hallaban ausentes. El motivo de sus primeras cartas fue el de
mantenerse en contacto con ellos.
Como era de esperar, la opinión
de la ciudad estaba muy dividida a propósito de Catalina. Mientras unos la
aclamaban como santa, otros —entre los que se contaban algunos miembros de su
propia orden—- la trataban de fanática e hipócrita. Probablemente a raíz de
alguna acusación que se había levantado contra ella, Catalina compareció, en
Florencia, ante el capítulo general de los dominicos. Si la acusación existió
en verdad, la santa probó claramente su inocencia. Poco después, el Beato
Raimundo de Capua fue nombrado confesor de Catalina. La elección fue una gracia
para los dos. El sabio dominico fue, a la vez, director y discípulo de la
santa, y ésta consiguió, por medio suyo el apoyo de su orden. El Beato Raimundo
fue, más tarde, superior general de los dominicos y biógrafo de su dirigida.
El retorno de Catalina a Siena,
coincidió con una terrible epidemia de peste, en la que se consagró, con toda
"su familia", a asistir a los enfermos. "Nunca fue más admirable
que entonces", escribió Tomás Caffarini, quien la había conocido desde
niña. "Pasaba todo el tiempo con los enfermos; los preparaba a bien morir
y les enterraba personalmente". El Beato Raimundo, Mateo Cenni, el Padre
Santi y el Padre Bartolomé, que habían contraído la enfermedad al atender a las
víctimas, debieron su curación a la santa. Pero ésta no limitaba su caridad al
cuidado de los enfermos: visitaba también, regularmente, a los condenados a
muerte, para ayudarlos a encontrar a Dios. El mejor ejemplo en este sentido fue
el de un joven caballero de Perugia, Nicolás de Toldo, que había sido condenado
a muerte por hablar con ligereza sobre el gobierno de Siena. La santa describe
los pormenores de su conversión, en forma muy vívida, en la más famosa de sus
cartas. Movido por las palabras de Catalina, Nicolás se confesó, asistió a la
misa y recibió la comunión. La noche anterior a la ejecución, el joven se
reclinó sobre el pecho de Catalina y escuchó sus palabras de consuelo y
aliento. Catalina estaba junto al cadalso a la mañana siguiente. Al verla orar
por él, Nicolás sonrió lleno de gozo y murió decapitado, al tiempo que
pronunciaba los nombres de Jesús y de Catalina. "Entonces vi al Dios hecho
Hombre, resplandeciente como el sol, que recibía a esa alma en el fuego de su
amor divino", afirma ésta.
Estos sucesos y la fama de
santidad y milagros de Catalina le habían ganado ya un sitio único en el
corazón de sus conciudadanos. Muchos de ellos la llamaban "la Beata
Popolana" y acudían a ella en todas sus dificultades. La santa recibía
tantas consultas sobre casos de conciencia, que había tres dominicos encargados
especialmente de confesar a las almas que Catalina convertía. Además, como
poseía una gracia especial para arreglar las disensiones, las gentes la
llamaban constantemente para que fuese el árbitro en todas sus diferencias. Sin
duda que Catalina quiso encauzar mejor las energías que los cristianos perdían
en luchas fratricidas, cuando respondió enérgicamente al llamamiento del Papa
Gregorio XI para emprender la Cruzada que tenía por fin rescatar el Santo
Sepulcro de manos de los turcos. Sus esfuerzos en ese sentido le hicieron
entrar en contacto con el Papa.
En febrero de 1375, Catalina
fue a Pisa, donde la recibieron con enorme entusiasmo y, su presencia produjo
una verdadera reforma religiosa. Pocos días después de su llegada a dicha
ciudad, tuvo otra de las grandes experiencias místicas que preludiaron las
nuevas etapas de su carrera. Después de comulgar en la iglesita de Santa
Cristina, se puso en oración, con los ojos fijos en el crucifijo; súbitamente
se desprendieron de él cinco rayos de color rojo, que atravesaron las manos,
los pies y el corazón de la santa y le causaron un dolor agudísimo. Las heridas
quedaron grabadas sobre su carne como estigmas de la pasión, invisibles para
todos, excepto para la propia Catalina, hasta el día de su muerte. Se hallaba
todavía en Pisa, cuando supo que Florencia y Perugia habían formado una Liga
contra la Santa Sede y los delegados pontificios franceses. Bolonia, Viterbo,
Ancona y otras ciudades se aliaron pronto con los rebeldes, debido en parte, a
los abusos de los empleados de la Santa Sede. Catalina consiguió que Lucca, Pisa
y Siena, se abstuviesen durante algún tiempo, de participar en la contienda. La
santa fue en persona a Lucca y escribió numerosas cartas a las autoridades de
las tres ciudades. El Papa apeló, en vano, desde Aviñón, a los florentinos;
después despachó a su legado el cardenal Roberto de Ginebra, al frente de un
ejército y lanzó el interdicto contra Florencia. Esta medida produjo efectos
tan desastrosos en la ciudad, que las autoridades pidieron a Catalina, quien se
hallaba entonces en Siena, que ejerciese el oficio de mediadora entre Florencia
y la Santa Sede. Catalina, siempre dispuesta a trabajar por la paz, partió
inmediatamente a Florencia. Los magistrados le prometieron que los embajadores
de la ciudad la seguirían, en breve, a Aviñón; pero de hecho, éstos no
partieron sino después de largas dilaciones. Catalina llegó a Aviñón el 18 de
junio de 1376 y, muy pronto, tuvo una entrevista con Gregorio XI, a quien ya
había escrito varias cartas "en un tono dictatorial intolerable,
dulcificado apenas por las expresiones de deferencia cristiana". Pero los
florentinos se mostraron falsos; sus embajadores no apoyaron a Catalina, y las
condiciones que puso el Papa eran tan severas, que resultaban inaceptables.
Aunque el principal objeto del
viaje de Catalina a Aviñón había fracasado, la santa obtuvo éxito en otros
aspectos. Muchas de las dificultades religiosas, sociales y políticas en que se
debatía Europa, se debían al hecho de que los Papas habían estado ausentes de
Roma durante setenta y cuatro años y a que la Curia de Aviñón estaba formada,
casi exclusivamente, por franceses. Todos los cristianos no franceses
deploraban esa situación, y los más grandes hombres de la época habían clamado
en vano contra ella. El mismo Gregorio XI había tratado de partir a Roma, pero la
oposición de los cardenales franceses se lo había impedido. Como Catalina había
tocado el tema en varias de sus cartas, nada tiene de extraño que el Papa haya
tratado el asunto con ella, cuando se encontraron frente a frente.
"Cumplid vuestra promesa", le respondió la santa, aludiendo a un voto
secreto del Papa, del que éste no había hablado a nadie. Gregorio decidió
cumplir su voto sin pérdida de tiempo. El 13 de septiembre de 1376, partió de
Aviñón para hacer, por mar, la travesía a Roma, en tanto que Catalina y sus
amigos salían, por tierra, rumbo a Siena. Las dos comitivas se encontraron de
nuevo, casi incidentalmente, en Génova, donde Catalina había tenido que
detenerse debido a la enfermedad de dos de sus secretarios, Neri di Landoccio y
Esteban Maconi. Este último era un noble sienés, a quien la santa había
convertido y quería tal vez más que a ningún otro de sus hijos, excepto
Alessia. Un mes después, Catalina llegó a Siena, desde donde escribió al Papa
para exhortarle a hacer todo lo que estaba en su mano por la paz de Italia. Por
deseo especial de Gregorio XI, Catalina fue nuevamente a Florencia, que seguía
estragada por las facciones y obstinada en su desobediencia. Ahí permaneció
algún tiempo, a riesgo de perder su vida en los diarios asesinatos y tumultos;
pero siempre se mostró valiente y se mantuvo serena cuando la espada se levantó
contra ella. Finalmente, consiguió hacer la paz con la Santa Sede, bajo el
sucesor de Gregorio XI, Urbano VI.
Después de esa memorable
reconciliación, Catalina volvió a Siena, donde, según escribe Raimundo de Capua,
"trabajó activamente en componer un libro, que dictó bajo la inspiración
del Espíritu Santo". Se trataba de su famosísima obra mística, dividida en
cuatro tratados, conocida con el nombre de "Diálogo de Santa
Catalina". Pero ya desde antes, la ciencia infusa que poseía se manifestó
en varias ocasiones, tanto en Siena como en Aviñón y en Génova, para responder
a las abrumadoras cuestiones de los teólogos, con tal sabiduría, que los había
dejado desconcertados. La salud de Catalina empeoraba por momentos y tenía que
soportar grandes sufrimientos, pero en su pálida faz se reflejaba una perpetua
sonrisa y, con su encanto personal ganaba amigos en todas partes.
Dos años después del fin del
"cautiverio" de los Papas en Aviñón, estalló el escándalo del gran
cisma. A la muerte de Gregorio XI, en 1378, Urbano VI fue elegido en Roma, en
tanto que un grupo de cardenales entronizaba, en Aviñón, a un Papa rival.
Urbano declaró ilegal la elección del Pontífice de Aviñón, y la cristiandad se
dividió en dos campos. Catalina empleó todas sus fuerzas para conseguir que la
cristiandad reconociese al legítimo Papa, Urbano. Escribió carta tras carta a
los príncipes y autoridades de los diferentes países de Europa. También envió
epístolas a Urbano, unas veces para alentarle en la prueba y, otras, para
exhortarle a evitar una actitud demasiado dura que le restaba partidarios.
Lejos de ofenderse por ello, el Papa la llamó a Roma para disfrutar de su
consejo y ayuda. Por obediencia al Vicario de Cristo, Catalina se estableció en
la Ciudad Eterna, donde luchó infatigablemente, con oraciones, exhortaciones y
cartas, para ganar nuevos partidarios al Papa legítimo. Pero la vida de la
santa tocaba a su fin. En 1380, en una extraña visión se contempló aplastada
contra las rocas por la nave de la Iglesia; al recuperar el sentido, se ofreció
como víctima por Ella. Nunca más se rehízo. El 21 de abril del mismo año, un
ataque de apoplejía la dejó paralítica de la cintura para arriba. Ocho días
después, murió en brazos de Alessia Saracini, a los treinta y tres años de edad.
Además del "Diálogo"
arriba mencionado, se conservan unas cuatrocientas cartas de la santa. Muchas
de ellas son muy interesantes, desde el punto de vista histórico, y todas son
notables por la belleza del estilo. Los destinatarios eran Papas, príncipes,
sacerdotes, soldados, hombres y mujeres piadosos y constituyen, por su
variedad, "la mejor prueba de la personalidad múltiple de la santa."
Las cartas a Gregorio XI, en particular, muestran una extraordinaria
combinación de profundo respeto, franqueza y familiaridad. Se ha llamado a
Catalina "la mujer más grande de la cristiandad." Cierto que su
influencia espiritual fue inmensa, pero, tal vez, su influencia política y
social fue menor de lo que se ha afirmado algunas veces. Como escribió el Padre
de Gaiffier, "la grandeza de Catalina consiste en su devoción a la causa
de la Iglesia de Cristo". Catalina fue canonizada en 1461.
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