San Sotero, tan recomendable
por su caridad y por su celo, fue natural de Rundí, en el reino de Nápoles;
nació por los fines del primer siglo, y tuvo la dicha de ser educado en el seno
de la Iglesia en aquellos felices días de su primitivo fervor, y así es que
bebió todo su espíritu.
No contribuyó poco a que se
hiciese tan célebre en el Clero, así por su virtud como por su sabiduría, su
larga mansión en Roma en un tiempo en que la fe y la piedad de los romanos
servían de modelo a todas las iglesias del mundo. Le veneraban como a santo y le
oían como a profeta; y así, habiendo muerto San Aniceto por los años de 168,
fue San Sotero elegido unánimemente por su sucesor en la Silla de San Pedro.
No sirvió esta suprema dignidad
más que para dar nuevo lustre a su eminente virtud, y para que brillase más
aquella ardiente caridad que fue siempre el carácter de nuestro Santo. Le dio
grandes ocasiones para que la ejercitase durante el tiempo de su pontificado el
emperador Marco Aurelio por la cruel persecución que excitó contra los
cristianos. No fue sólo Roma el teatro donde triunfó la paciencia de los
fieles; todo el mundo fue testigo, y a un mismo tiempo admirador, de su
magnanimidad y de su constancia. Unos, enterrados vivos en profundos calabozos,
oprimidos con el peso de los hierros; otros, sepultados en las minas; éstos,
despedazados en los cadalsos; aquéllos, expuestos a las fieras en los
anfiteatros. Este era el espectáculo que ofrecían a los ojos del mundo los
cristianos cuando San Sotero se encargó del gobierno de la Iglesia; con que
tuvo ocasión de emplear toda su vigilancia y su desvelo en descubrir las
necesidades espirituales y corporales de aquellos santos confesores, y todo su
celo en remediarlas.
Imitando la caridad de los
santos pontífices sus predecesores, o siendo más feliz en los medios de
explicarla, no omitió diligencia alguna para recoger cuantas limosnas pudo,
enviándolas, como lo hizo, a las iglesias de diferentes ciudades, acompañadas
de instrucciones muy saludables en las cartas que les escribía, en que
exhortaba a los fieles a mantenerse firmes en la fe, a vivir unidos entre sí
con los obispos y pastores que los gobernaban, a sufrir con paciencia y aun con
alegría las crueles persecuciones y tormentos que padecían por amor de
Jesucristo, y que les merecían la corona del martirio.
Pero el que así atendía a que
se comunicasen los efectos de su caridad hasta los últimos ángulos del mundo,
¿cómo podría olvidar a los que estaban padeciendo, digámoslo así, delante de
sus mismos ojos y a su vista? Era, pues, digno de la mayor admiración ver a
aquel gran Papa, oprimido de años y trabajos, buscar en persona a los
cristianos dentro de las cavernas y lugares subterráneos, alentarlos con sus palabras,
animarlos con sus ejemplos y mantenerlos con sus continuas limosnas.
Aunque
la caridad de nuestro Santo a ningún pobre excluía, principalmente la
practicaba, y aun la doblaba con aquellos que actualmente estaban padeciendo
por Cristo, ya en las cárceles, ya en las minas, donde muchas veces se hallaban
destituidos de todo socorro, como se reconoce sobre todo por la carta que
escribió San Dionisio, obispo de Corinto. Desde luego, dice, te acostumbraste a derramar tu
beneficencia sobre los hermanos, enviando a muchas iglesias con qué mantenerse;
aquí socorres a los pobres en sus grandes necesidades; allí asistes a los que
trabajan en las minas; en todas partes renuevas la generosa caridad de tus
antecesores, socorriendo a los que padecen por Jesucristo. Nuestro
bienaventurado obispo Sotero no se contenta con seguir, con imitar sus
ejemplos, sino que hace excesos a su caridad; no sólo cuida de buscar y recoger
limosnas, enviándoselas a los santos, sino que recibe con amor paternal a todos
los hermanos que acuden á él, los consuela con sus palabras, los alienta con
sus ejemplos y los asiste con sus socorros.
No se
contentaba Sotero con aliviar a los generosos confesores de Cristo con las
grandes limosnas que los hacía; los alentaba, los mantenía, los fortificaba en
la fe por medio de sus cartas, que inspiraban a todos los fieles nuevo fervor,
y así se leían con veneración en las iglesias. Hoy vemos celebrado el santo día del domingo, continúa
el santo obispo de Corinto, y
hemos leído vuestra epístola, que proseguiremos leyendo para nuestra
instrucción.
Ni se dedicó con menor
aplicación a cortar, prevenir y atajar todo cuanto podía corromper la pureza de
la fe que los herejes pretendían alterar, principalmente después de la muerte
de los Apóstoles. Se opuso con vigor y fortaleza a los montanistas (o
catafrigios), cuya herejía comenzó a asomar la cabeza en su pontificado; y lo
hizo con tanta valentía y con tanta felicidad por medio de sus sabios escritos,
que muchos años después no se echaba mano de otras armas para combatir contra
Tertuliano, cuando se declaró sectario suyo.
Atento Sotero a las necesidades
de la Iglesia, expidió varios decretos, entre los cuales hay uno que prohíbe a
las vírgenes consagradas a Dios tocar los vasos y ornamentos sagrados, como
también suministrar el incienso en el oficio divino. Gobernó San Sotero la
Iglesia por espacio de nueve años, y no podía faltar la corona del martirio a
una vida tan pura, tan santa y tan apostólica como la suya, en un tiempo en que
todo el Infierno parecía haberse desencadenado contra los cristianos.
Despedazadas en todas partes las ovejas, era consiguiente que el Pastor no se
escapase al furor de los tiranos; y aunque ignoramos el género de martirio con
que nuestro Santo ilustró la fe, en todos los Martirologios le hallamos contado
en el número de los santos mártires. Sergio II trasladó su cuerpo del
cementerio de Calixto a la iglesia de Equicio, dedicada a los santos San
Silvestre y San Martín. Se veneran en Toledo algunas reliquias suyas, y se
celebra su fiesta en aquella iglesia con grande solemnidad. También guardan
algunas en la suya los jesuitas de Munich en Baviera, y las conservan con mucha
veneración.
El mismo día celebra la Iglesia
la fiesta del santo pontífice Cayo, originario de Dalmacia, y pariente del
emperador Diocleciano. Es probable que sus padres fueran cristianos, y que
desde niño le criaran en los principios de nuestra religión. No se sabe con qué
ocasión se vino a Roma; y sólo es cierto que por la pureza de sus costumbres,
por el celo de la religión y por su vida ejemplar fue recibido en el Clero con
general gozo de todos, y que en él se hizo desde luego distinguir, no menos por
su sabiduría que por su virtud. Y como universalmente estaba reputado en Roma
por uno de los más santos clérigos de la Iglesia, muerto el papa Eutiquiano el
año de 283, no se deliberó un punto sobre colocarle en la Silla de San Pedro.
Hallándose Cabeza de los
obispos y Padre común de todos los fieles, dio bien a conocer que estaba
eminentemente dotado de todas las prendas necesarias para desempeñar tan
elevado empleo. El celo, el valor, la prudencia, la heroica virtud y la
ardiente caridad que mostró en todas ocasiones, le acreditó desde luego por uno
de los más dignos pontífices que había logrado la Iglesia. No es fácil explicar
la solicitud, el caritativo desvelo y las fatigas de este santísimo Papa
durante aquellos calamitosos tiempos de persecuciones y de trabajos. Como los
cristianos se veían precisados a estar escondidos en los bosques y sepultados
en las cavernas, el santo Pontífice por algún tiempo tomó también el mismo
partido de esconderse, para poder asistirlos. Los visitaba en las cuevas y en
los montes; los consolaba, los socorría y los animaba a defender valerosamente
la fe, aunque fuese a costa de la vida.
Habiendo calmado un poco la
tempestad, volvió a Roma nuestro Cayo, acompañado de crecido número de
confesores de Cristo. Pero, renovada pronto la persecución contra los
cristianos con mayor furia que nunca, en todas las plazas públicas, esquinas y
encrucijadas de las calles colocaron unos idolillos, con bando riguroso de que
nada se pudiese comprar ni vender sin haberlos antes incensado, y ni aun se
podía sacar agua de las fuentes y los pozos públicos, sin ofrecer primero estos
impíos sacrificios.
En tan tristes circunstancias,
nuestro vigilantísimo Pontífice ordenó a Cromacio, que había sido prefecto de
Roma, y era a la sazón uno de los más fervorosos discípulos de Cristo, que se
retirase a su tierra para asistir a los cristianos que se habían refugiado en
ella; y aunque deseó que San Sebastián fuese también en su compañía, supo
alegar tales razones este generoso defensor de la fe para persuadirle lo mucho
que importaba que él asistiese cerca de su persona, que al fin se rindió a
ellas, y dio orden al presbítero Policarpo para que siguiese a Cromacio.
Luego de que partieron estos
confesores, Cayo ordenó a los dos hermanos Marco y Marceliano, y de presbítero a
Tranquilino, su padre. Vivían todos juntos en casa de un oficial del emperador,
llamado Cástulo, celosísimo cristiano, el cual tenía cuarto dentro del mismo
palacio, y estaba en lo más alto del edificio. Allí se juntaban secretamente
los fieles todos los días, y el santo Pontífice los apacentaba con la palabra
de Dios, distribuyéndoles el Pan de los fuertes y celebrando el divino
sacrificio.
Tiburcio, que era un caballero
mozo, gran cristiano y muy distinguido entre todos por su celo de la religión,
conducía cada día algún nuevo neófito, a los cuales bautizaba San Cayo después
de haberlos instruido.
Mientras
nuestro Santo se ocupaba día y noche en estas obras de caridad y religión,
vinieron a decir a su hermano San Gabino que Maximiano, hijo adoptivo del
emperador Diocleciano, pedía a su hija Susana para casarse con ella. Anoticiado
de esto el santo Papa, envió a llamar a su sobrina, la cual, informada del ánimo
del Emperador, venía a echarse a los pies de su santo tío para pedirle su
bendición y disponerse para el martirio. La conferencia fue breve, pero
tierna. Ya sabéis,
amado tío mío (dijo la santa doncella), que, habiendo hecho voto de castidad,
no puedo dar la mano a otro esposo que a Jesucristo, y vengo á declararos que
jamás la daré a otro. Viendo estoy que no habrá género de tormentos de que no
se valga el tirano para obligarme a mudar de resolución; pero, llena de
confianza en la misericordia de mi Señor Jesucristo, espero que antes me
arrancarían mil almas del cuerpo que la fe del corazón, y que no hará ni aun
titubear la determinación de vuestra humilde sobrina. Se deshacían
en lágrimas de ternura todos los circunstantes; pero, más enternecido que todos
nuestro Santo, se contentó con darle su bendición, y con exhortarla breve pero
patéticamente a la perseverancia, y a no hacerse indigna de la gloria del
martirio. Triunfó Santa Susana de la crueldad y del furor de los tiranos, y
todos cuantos estaban en Roma con nuestro Santo tuvieron la misma dicha y
consiguieron la misma victoria.
San Cayo la alcanzó poco
después, conservándole Dios, al parecer, sólo para que lograse el consuelo de
enviar delante de sí al Cielo aquella ilustrísima tropa; siendo cierto que sus
gloriosos trabajos y felicísimas fatigas le habían hecho muy digno de la corona
del martirio. La padeció el 22 de Abril del año 296, habiendo ocupado la Silla
de San Pedro doce años y algunos meses. Fue enterrado en el cementerio de
Calixto, y de allí fue trasladado su santo cuerpo el año de 1631 a una iglesia
muy antigua de su mismo nombre, y en Novellara de Italia se conserva parte de
sus preciosas reliquias.
La Misa es en honra de los
Santos Sotero y Cayo, y la oración la que sigue:
Te suplicamos, Señor, que nos
defienda la festiva memoria que celebramos de tus santos mártires y pontífices
Sotero y Cayo, y que su venerable intercesión nos sirva de recomendación para
Vos. Por Nuestro Señor Jesucristo, etc.
La
Epístola es del Apocalipsis de San Juan, capítulo XIX.
En aquellos días: Después de
esto, yo Juan oí como la voz de muchas turbas en el Cielo, que decían: Aleluya:
salud y gloria y virtud sea a nuestro Dios. Porque sus juicios son verdaderos y
justos, y juzgó a la gran ramera que corrompió la Tierra con su prostitución, y
vengó la sangre de sus siervos, que ella derramó con sus manos. Y dijeron por
segunda vez: Aleluya: y el humo de ella subió por los siglos de los siglos, Y
los veinticuatro ancianos, y los cuatro animales se postraron y adoraron a Dios
sentado sobre el trono, diciendo: Amén; aleluya. Y salió del trono una voz que
dijo: Dad alabanza a nuestro Dios, vosotros todos sus siervos, y vosotros que
le teméis, pequeños y grandes. Y oí una voz como de una gran multitud, y como
la voz de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos, que decían: Aleluya:
porque reinó nuestro Señor Dios omnipotente. Alegrémonos y regocijémonos, y
démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero y su esposa está ya
adornada. Y se le ha dado a Él para vestirse de viso cándido y resplandeciente.
Porque el viso son las justificaciones de los santos. Y me dijo: Escribe:
Bienaventurados aquellos que han sido llamados a la cena de las bodas del
Cordero.
REFLEXIONES
Bienaventurados los que son
llamados a la cena de las bodas del Cordero. Cualquiera otra idea de felicidad
es quimérica. La estancia de los bienaventurados, la alegría de la Corte
Celestial, la bienaventuranza eterna que esta cena y estas bodas representan,
es lo único que puede hacer a un hombre verdaderamente feliz. Como sólo Dios
puede llenar nuestro corazón, sólo Él puede saciar nuestros deseos; cualquier
otro objeto inquieta la conciencia, cansa y disgusta necesariamente. Sólo Dios
puede contentar un alma, calmar sus inquietudes, sus desconfianzas, sus temores
y todas las turbaciones que nacen del fondo de nuestro corazón. Aquellos que se
juzgan dichosos por los bienes de fortuna, por las felicidades del mundo,
hablando en propiedad, son dichosos de teatro y felices de representación como
personajes de comedia. Toda su imaginaria felicidad consiste en mostrar lo que
no son; pero siempre descubren lo que verdaderamente son, aunque manden como
reyes o hablen en tono de amos. Este es el retrato menos lisonjero y más
natural de los dichosos del siglo.
«Por más que me esfuerce, decía
San Agustín, a llenar el inmenso vacío de mi corazón con cualquier otra cosa,
en ninguna encuentro equivalente a aquel gusto puro y exquisito que experimento
en cumplir con la obligación de servir a mi Dios. Al paso que es cosa dura y
amarga negar la obediencia o sacudir el yugo de la sujeción a tan dulce como
amable dueño, a ese mismo paso no la hay más suave ni de mayor consuelo que
amarle y que servirle». Los buenos nunca están expuestos a aquella odiosa
alternativa de alegría y de tristeza, a aquellos crueles remordimientos que
turban todas las fiestas de los mundanos y jamás les conceden un día de tregua
ni de reposo. Atentos siempre a complacer únicamente a aquel Señor cuyo enojo
será algún día motivo de desesperación a todos los que le hubieren ofendido,
hallan en su misma fidelidad una alegría y una felicidad perfecta. Si alguna
vez se les representa dificultoso el desempeño de su obligación, presto les enseña
la experiencia que no hay gusto igual al de cumplir con todas las que son
propias de su estado. Y si este gusto no es de aquellos vivos y halagüeños que
lisonjean la corrupción del corazón humano, es a lo menos tan sólido y tan
puro, que nunca tiene revueltas enfadosas y molestas. No es de aquellos gustos
momentáneos que se acaban con el día de la fiesta o del regocijo público, y que
muchas veces penden del capricho y de la extravagancia de no pocos; es un gusto
permanente y que satisface, y que puede lograrse todos los instantes de la vida
sin fastidio, sin dolor y sin remordimiento.
No es
de aquellos gustos que consumen la hacienda, manchan la honra y alteran la salud;
es un gusto útil en todos tiempos, siempre honroso, y que no contribuye poco a
conservar la salud del cuerpo por la
tranquilidad, por la satisfacción que causa al que la disfruta. A las demás
diversiones no se las toma el gusto sino por la pasión que las da todo
el sainete; el gusto que se siente en cumplir cada uno con su
obligación y en servir a Dios no admite otro sainete que el que le da la razón.
El
Evangelio es del capítulo XV de San Juan.
En aquel tiempo dijo Jesús a
sus discípulos: Yo soy la vid, y vosotros los sarmientos. El que permanece en
Mí, y en quien Yo permanezco, da mucho fruto, porque sin Mí nada podéis hacer.
Si alguno no permanece en Mí, será echado fuera como el sarmiento, se secará,
lo recogerán, lo echarán al fuego y arderá. Si permaneciereis en Mí y mis
palabras permanecieren en vosotros, pediréis lo que quisiereis, y se os
concederá. Es para gloria de mi Padre que vosotros deis mucho fruto y seáis mis
discípulos. Como mi Padre me ha amado, así os he amado Yo a vosotros.
Permaneced en mi amor. Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor,
así como Yo he guardado los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor. Os
he dicho estas cosas para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea
cumplido.
MEDITACIÓN
De las recaídas.
Punto primero. —Considera que
todo pecado es el mayor mal del hombre; pero la reincidencia en el pecado es
prueba muy sensible de la extrema malignidad de este mal. Muchos se escapan de
los mayores males, pero pocos se levantan de las recaídas. En lo moral, el que
recae da motivo para sospechar que no estaba bien curado.
Las recaídas en las
enfermedades, lo más común, suelen causarse por aquellos mismos humores que
alteraron el cuerpo la primera vez y no quedaron del todo corregidos o
purgados. ¿Y será menos de temer que estos nuevos pecados no sean todavía
efectos de los antiguos? La falsa penitencia es de ordinario causa de la
recaída. Es inconstante la voluntad, no lo niego; pero no es regular que se
mude de repente en orden a aquellas cosas que llegó a querer con vehemencia; es
menester, por decirlo así, que el tiempo la vaya disponiendo, que vaya borrando
poco a poco las ideas, los motivos de la primera resolución. ¡Cuántos
argumentos, cuántas instancias, cuántas razones fuertes y eficaces vemos cada
día, que son menester alegar para obligarnos a mudar partido, para desvanecer
todas nuestras preocupaciones, para empeñarnos en dar un paso que hasta aquí
juzgábamos perjudicial, por aquel errado dictamen que había impreso en nuestras
almas una pasión tan nociva como vehemente! Pecadores y penitentes, casi en una
misma hora presumimos pasar de un extremo a otro sin pasar por el medio. Amar
lo que hace poco tiempo se aborrecía, tomar ya gusto en lo que se acababa de
detestar como el mayor mal de todos los males, buscar con ansia aquello mismo
de que habías resuelto huir, aunque te costase la vida: volver a tragar con
apetito lo que acabas de vomitar con horror. Motivos, razones, religión,
eternidad, cólera de Dios, Infierno, nada hace ya fuerza; todo desaparece de
repente, todo es inútil. ¡Y se persuadirá de que era verdaderamente penitente
el que tan de golpe y con tanto descaro pasa a ser un público, o a lo menos un
intrépido pecador!; ¡el que no conserva ni aun la menor reliquia de la
antecedente penitencial Esas imaginarias conversiones, seguidas de prontas
recaídas, son, hablando con propiedad, ciertos intervalos de frío que preceden a
los accesos más violentos de la calentura. Son, a lo más, una suspensión de
armas que sirve para volver a la guerra con mayor furor: esa facilidad en
mudarte no arguye que se mudaron los principios por donde te gobernabas.
Gemiste a los pies del confesor; te sentiste movido y aun penetrado de dolor de
tus pecados; llegó este dolor hasta arrancarte suspiros del corazón y lágrimas
de los ojos. Esto quiere decir que la gracia fue bien fuerte, que fue
extraordinario el movimiento que el Espíritu Santo imprimió en tu corazón. Pero
si al punto te volviste a enredar en los antiguos lazos y en las primeras
ocasiones; si dentro de ocho días, y acaso al día siguiente, resucitó el pecado
que parecía muerto, y aquel enemigo, vencido, desarmado, arrojado del corazón,
destruido, aniquilado, se halla un momento después tan fuerte, tan dueño de la
plaza como si Dios nunca lo hubiera tomado; todo esto ¿querrá decir que la
penitencia fue muy sincera? Las prontas recaídas forman por lo menos una
vehemente presunción de que el dolor fue fingido, el propósito imperfecto, la
reconciliación falsa, la confesión nula. Y esto que se dice de las culpas
graves, a proporción, se debe entender también de las leves. ¡Oh Dios mío,
cuántos falsos arrepentimientos, y cuántas penitencias aun todavía más falsas,
descubrirán algún día las frecuentes recaídas!
Punto segundo. —Considera que,
si la falsa penitencia es la causa más ordinaria de las recaídas, no es menos
cierto que la impenitencia es también el efecto más natural de ellas. El que
vuelve a caer tiene motivo para sospechar que no se levantó bien, y no lo tiene
menor para temer que no se volverá a levantar.
Guando el diablo fue una vez
arrojado del alma, si vuelve a entrar en ella, dice el Salvador, lleva consigo
otros siete espíritus infernales, más perversos que él, para que puedan hacer
más larga y vigorosa resistencia a la gracia. Y el enemigo que volvió a ganar
el puesto que había perdido, ¿será menos vigilante después, que lo había sido
antes de perderle? Habiéndole enseñado la experiencia por dónde puede abrir
brecha la gracia, ¿se descuidará en guardar mejor y fortificar más los parajes
más flacos y más expuestos? ¡Cuántos esfuerzos hará para evitar la confusión de
otra segunda sorpresa!
Una recaída, en cierta manera,
da más fuerza a la inclinación que tenemos al mal que cien actos repetidos
antes de la penitencia. El pecado que se comete después de una verdadera
conversión es, en cierto modo, más grave que todos los que se cometieron antes
de ella. Porque para cometerle fue menester apagar todas las ilustraciones que
nos alumbraron para salir del mal estado, todos los auxilios que se habían
recibido, todos los buenos propósitos que con tanta generosidad se habían
hecho. Se pecó, teniéndose muy presente todo lo que podía dificultar la
resolución de pecar; se atropellaron todos los estorbos que podían detener la
ejecución: verdades eternas, castigos terribles, misterios tiernos de la
redención, sangre preciosísima del Redentor, cuya superabundante virtud se
había recibido en el uso de los sacramentos durante el tiempo pascual; todo se
inutilizó; venció la pasión y arrastró la inclinación al pecado. ¿Qué estrago
no hará un torrente tan impetuoso que fue capaz de romper diques tan fuertes, y
qué cosa podrá bastar a detenerle?
No se
convirtieron los demonios, porque ofendieron a Dios con pleno conocimiento del
pecado que cometían. Los pecados de recaída se cometen, por lo común, con una
eterna malicia, y así merecen todo el rigor de la divina Justicia. Por eso a
ningún pecador convirtió el Salvador del mundo a quien no le hiciese esta
prevención: Guárdate
bien de volver a pecar, no te suceda alguna cosa peor. ¡Y
después de esto se miran tan a sangre fría los pecados de recaída! ¡Y no
asustan al alma las reincidencias! ¡Y después de haber confesado y comulgado en
tiempo de Pascua, se vuelve otra vez a meterse en las mismas ocasiones de
pecar!
Adorable Salvador mío, si
hubiéramos de juzgar de Vos como juzgamos de los hombres, la salvación de estos
pecadores relapsos sería desesperada. Verdad es que tienen más motivos para
temer que para esperar; mas no por eso se agotaron vuestras misericordias: la
misma sangre que los lavó tantas otras veces, puede también lavarlos esta,
porque igualmente corre por vuestras divinas venas. Todo lo podéis ¡oh gran
Dios! Cuanto mayores y más enormes fueren nuestros pecados, mayor y más
gloriosa será la misericordia con que nos los perdonaréis. Conozco toda la
malicia de mis culpables recaídas; veo todas las funestas consecuencias de los
pecados de reincidencia; no permitáis, benigno Salvador mío, que tenga la
desgracia de volver a caer en ellos.
JACULATORIAS
No
permitáis, Señor, que los enemigos de mi salvación logren la satisfacción de
ejecutar los malignos intentos que tienen contra mí. —Salmo XXXIV.
No
permitáis que digan: Ya está perdido, ya le hemos tragado.— Ibíd.
PROPÓSITOS
1. La experiencia enseña que a
una verdadera conversión se sigue casi siempre un eterno divorcio con el
pecado. Si sucede alguna vez que se vuelva a caer en el mismo infeliz estado de
donde efectivamente se había salido, nunca es de golpe; porque es menester
algún tiempo para borrar la memoria de una contrición amarga. No se comienza
por los pecados graves; se van poco a poco dejando los ejercicios espirituales;
se cometen mil pequeñas infidelidades a las divinas inspiraciones, y se va
disponiendo el alma a cometer otras mayores. Pero cuando la recaída es muy
inmediata a la conversión, hay muchos motivos para desconfiar de ella. Si
quieres tener señales menos equivocas, poco inciertas de tu verdadera reconciliación
con Dios, observa cuánto es tu cuidado, cuánta tu aplicación, cuánto tu fervor
en hacer todo lo que le puede agradar, y en huir de todo lo que puede
ofenderle. El enfermo que en su convalecencia no guarda una gran dieta, y no
quiere abstenerse de todo lo que le puede hacer daño, da justo motivo para
creer que puede más con él la fuerza del apetito, que el amor de la salud. Pues
¿quién no ve que una persona que visita, que trata, que cultiva
indiferentemente la correspondencia con todos aquellos que pueden corromper su
alma y estragar su corazón; que concurre con gusto a todos los parajes donde se
respira un aire contagioso, donde el suelo está resbaladizo, y cada paso es un
peligro; quién no ve, digo, que esta tal persona no tiene mucho horror a las
recaídas? Desvíate de todo cuanto pueda servirte de peligro.
2. ¿Quieres no volver a caer?
Pues haz reflexión sobre la causa más visible de tus precedentes recaídas. ¿No
fue aquella visita, la lección de aquellos libros, aquella conversación,
aquella correspondencia, el haber dejado aquella devoción, aquel ejercicio
espiritual, el no haberte mortificado en aquella ocasión, el haberte descuidado
en el cumplimiento de las obligaciones de tu estado? La relajación y la tibieza
necesariamente van disponiendo para las recaídas. Escribe hoy mismo la causa
particular de aquellas reincidencias, de aquella funesta vuelta al vómito del
pecado, de aquella tibieza, de aquella relajación, de aquellas pasiones que
volvieron a resucitar. Todas las mañanas, al acabar la oración, o al ofrecer
las obras del día, lee el papel de estos saludables apuntes, imponte una
penitencia o una considerable limosna, para todas las veces en que te
expusieres a algún peligro.
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