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BEATA ANA MARÍA TAIGÏ
Esposa y Madre
Un día cualquiera de julio de 1837. Un trágico clamor se esparce
por toda la ciudad: ¡el cólera ha hecho su aparición en Roma! El pánico cunde y
la gente abandona sus hogares evitando todo contacto con los contaminados. En
el nuevo cementerio de Campo Verano una muchedumbre se halla en oración ante
una tumba aún reciente: piden al Señor que, por intercesión de la allí
sepultada, les libre del azote que ha caído sobre ellos. En la pequeña cruz que
preside la tumba unos débiles trazos de pintura, aún no del todo seca, componen
un nombre: Ana María Taigï, y dos fechas: 1769-1837.
¿Qué influencia puede tener esta mujer para que ahora todos acudan
a implorar su ayuda? Su historia es la más corriente y la más extraordinaria a
la vez que se pueda imaginar. Su vida, la vida de una simple mujer.
Nacida en Siena el 29 de mayo de 1769, su existencia transcurre
durante uno de los períodos más críticos para la Iglesia y Europa. La corte de
Luis XV, hundida en la lucha de intrigas y voluptuosidades, prepara activamente
su ruina al tiempo que la de la cristiandad. La Enciclopedia adquiere resonante
brillo. Voltaire reina e inunda el mundo con su filosofía pagana. Todo está
minado: la Iglesia, la moral, la realeza. En Roma Clemente XIV va a suprimir la
Compañía de Jesús a ruegos de los Borbones. Las naciones más católicas, como
España, Polonia, Austria e Italia, se ven arrastradas por el torbellino que
producen les acontecimientos. La masonería impera por doquier.
Ana María pertenece a una honorable familia: su abuelo, Pietro
Giannetti, dirige en Siena una farmacia. Su hijo Luis, después de seguir los
estudios que le permitan suceder algún día a su padre, se casa con una buena
cristiana: María Santa Masi. Nuestra Beata es el único fruto de este
matrimonio. Casi al mismo tiempo, dos meses más tarde, nace en Córcega, frente
a esta tierra toscana, Napoleón I.
Bautizada al día siguiente de su nacimiento, recibe los nombres de
Ana María Antonia Gesualda. Durante los seis primeros años la vemos jugar entre
los viñedos, olivos y rosales que, como muralla roja, coronan las arenosas
llanuras de la Toscana.
Pero esta época feliz ha de durar poco: el espíritu algo disipador
y extravagante de su padre va produciendo la falta de recursos en la familia.
Muy pronto vende todo lo que tiene en Siena y marcha a Roma con esperanza de
hacer allí fortuna. Sin embargo, ésta no se muestra propicia y la pequeña
familia ha de ir a habitar una mísera casucha en el barrio denominado de los
Montes.
En esta situación viven ocho años. Nada sobresaliente hay en su
infancia que haga prever la misión que la Providencia le tiene reservada. Cada
mañana Annette mete su comida en un pequeño serillo y marcha a la escuela
gratuita de la vía Graziosa, regentada por hermanas del Instituto Maestre Pie
fundado por Santa Lucía Filipini. Junto a las clases de religión y cálculo
recibe la pequeña Giannetti las enseñanzas propias del hogar. Los domingos
asiste en la parroquia a la catequesis semanal.
Mas los reveses de fortuna endurecen poco a poco el carácter de
sus padres. Tristes, irascibles, en lugar de conformarse con su suerte y unirse
en la adversidad avivan cada vez más la llaga. Luis, el primer responsable, en
vez de remediar su culpa, vuelve sus malos humores contra su hija,
maltratándola a diario sin razón. Hay que trabajar para comer.
Despedida a poco de ir a la escuela por causa de una epidemia de
viruelas, no podrá volver a ella por tener que ayudar a su madre en los oficios
de la casa. Ha aprendido a leer, pero no a escribir, y jamás sabrá otra cosa
que apenas garabatear su firma.
Ana María tiene ahora trece años. En este tiempo no se habla de
otra cosa sino de las innovaciones financieras de Nocker y de guerras.
Inglaterra lucha contra sus colonias americanas y termina por reconocer la
independencia de los Estados Unidos. Las nuevas ideas triunfan: Roma, París se
apasionan por Diderot, D'Alembert, El Contrato Social y los aeróstatos. ¡El
hombre, se canta, ha conquistado, los cielos y derrotado a los dioses! La
multitud aplaude clamorosamente las sarcásticas e hirientes representaciones en
las que se hace mofa de los reyes, señores, religión y moral. En cambio,
Voltaire es sublimado y su nombre figura en las letrillas populares.
A pesar de sus pocos años Annette comienza a darse cuenta de todo
esto. Oye las conversaciones de la calle y las noticias que cuentan las
compañeras del taller donde ha comenzado a trabajar. Para llevar algún refuerzo
al vacío erario familiar carda la seda y corta las viejas ropas en una pequeña
tienda propiedad de dos hermanas solteras. De regreso a su casa lava la ropa y
hace la comida, mientras su madre sirve de asistenta en varias casas para sacar
con qué comer. Durante estos trabajos siempre tiene la sonrisa en los labios,
tratando de alegrar un poco la amargada vida de sus padres.
Poco a poco su cuerpo va desarrollándose: su cimbreante tipo,
interesante rostro y serena mirada atraen la atención de cuantos la ven por las
calles de Roma. La llaman Anita la guapa. Como todas las chicas italianas de su
edad, ella sueña con fundar un hogar maravilloso, adora los romances
sentimentales y le gusta bailar.
En 1787 abandona el taller para ocupar una plaza de doncella en el
palacio donde trabaja su padre. La patrona, encantada de sus condiciones
domésticas, ofrece también un empleo a su madre, y desde entonces los Giannetti
trasladan su residencia a dos habitaciones que amablemente les ha cedido la
señora Sierra, su patrona. La indigencia de la familia ha terminado: su madre
no tendrá ya que ir de asistente por las casas y, al menos, no les faltará
comida y techo en que cobijarse.
En este palacio, mezcla de fortaleza y de convento, como todos los
antiguos de Roma, es donde conoce a un criado que, dos veces por semana, les
lleva provisiones desde el palacio Chigi. Domenico Taigï es hombre de buenas
costumbres, de sólida piedad, aunque rudo, inculto y de vivo genio. Poco tiempo
después se celebra la boda en la iglesia de San Marcelino y, como en todas las
demás, hay una buena comida, se baila y se canta hasta el cansancio. Annette
acaba de cumplir veinte años y su esposo veintiocho.
El príncipe Chigi les cederá dos habitaciones de su palacio y allí
pasarán su luna de miel y les nacerán seis de sus siete hijos. Estamos en 1790
y la tempestad que va a purificar al mundo se encuentra próxima. Pero aún Dios
no cree llegada la hora de su conversión. Durante los tres primeros años de su
matrimonio Ana María sigue siendo la muchacha bonita, alegre y entusiasta de la
vida mundana.
Un día Domenico y su esposa, arrastrados por la multitud, ganan la
plaza de San Pedro. En París ha estallado la revolución y la noticia corre de
boca en boca entre el estupor de algunos y la alegría de no pocos. Mas Dios ha
elegido ya a su sierva. Junto a la columnata de Bernini su dulce mirada se
cruza con la de un religioso servita, el padre Angelo. Este no había visto
nunca a la joven, pero una voz interior le anuncia de repente: “Presta atención
a esa mujer. Yo te la confiaré un día; tú trabajarás por su conversión. Ella se
santificará porque yo la he escogido para santa".
Ana comienza a no gustar las cosas de este mundo. Se despoja de su
vanidad y busca el consuelo a su insatisfacción en la piedad. Va de uno a otro
confesor en busca de consuelo y apoyo, hasta que un día entra en la iglesia de
San Marcelo, donde se casó. Hay allí un confesonario y a él se dirige nuestra
Beata. El confesor, un religioso servita, el padre Angelo, la reconoce por la
voz y le dice: “¡Ah, al fin habéis venido, hija mía! El Señor os llama a la perfección
y vos no debéis desatender su llamada". Y acto seguido le cuenta el
mensaje recibido en la plaza de San Pedro.
Han pasado tres años de matrimonio en medio de las vanidades del
mundo. Una nueva vida comienza para Ana María: vida de penitencia, de
mortificación. En casa se impone el sacrificio de la sed, y no bebe agua sino
cuando su marido se extraña de su conducta. Castiga su cuerpo con cilicios y
correas, y es el propio confesor el que ha de advertirle de su condición de
esposa para que no maltrate su cuerpo, que no le pertenece enteramente. En 1808
toma el hábito de terciaria trinitaria y quiere perfeccionarse más.
Pero la verdadera perfección consiste, como le dijo el Señor en
una de sus apariciones, en la mortificación de la propia voluntad, en ocultar
dentro de lo posible a los ojos de los hombres las obras que se hacen, en ser
buena, caritativa y paciente. Y Ana María sigue fielmente estos consejos del
Maestro.
Quizá lo que más llama la atención de su vida es cómo ha sabido
conjugar o ser perfecta en su estado matrimonial. Máxime cuando Domenico no era
precisamente un San José. Ella deberá tener presente cada día sus deberes de
esposa y de madre.
En su casa todo debe de seguir igual. Atiende a sus hijos con
maternal solicitud. Se levanta temprano para tener preparado el desayuno,
arregla la casa, hace la comida e inculca a sus hijos el amor al trabajo, la
economía y el orden. Los manda al colegio y les enseña sus deberes para con
Dios y la sociedad; pero jamás usará la violencia contra ellos, sino la
persuasión, la bondad.
Con su marido, de mal genio, ha de mostrar continuamente su
paciencia: ni una disputa, ni un mal gesto en sus cuarenta y ocho años de
matrimonio. Ella sabe que Domenico, como jefe de familia, debe ser respetado y
obedecido. Sabe los derechos que sobre su persona tiene, y nunca se opone a su
legítimo cumplimiento. Humildad y confianza en Dios fueron siempre sus armas
para salir de los malos trances. Porque Dios le ha dicho: "Yo seré tu guía
en la vida de perfección".
Más Él quiere que su sierva sea víctima expiatoria por los pecados
ajenos. Y uno tras otro tiene que soportar dolores, vejámenes y sufrimientos.
Ve morir a cuatro de sus hijos con santa resignación, aceptando siempre la
voluntad del Todopoderoso; sufre calladamente las burlas de muchas personas que
la consideran visionaria. Jamás protesta por su humilde condición. Poco a poco
su alma se va purificando.
Ya Napoleón Bonaparte ha dado el golpe del 18 Brumario y se ha
erigido emperador de los franceses. Sus ejércitos avanzan incontenibles por
todos los suelos de Europa. Se profanan las iglesias, se hace mofa de la
religión, se predice por doquier el fin de la cristiandad. Las ideas
revolucionarias alcanzan su máximo esplendor.
Ana María es la respuesta de Dios a todas estas cosas: al
racionalismo triunfante, al orgullo de los poderosos, al materialismo del
siglo. El Señor sigue fiel a su promesa: "Ensalzaré a los humildes y
abatiré a los orgullosos".
En su cotidiano vivir esta mujer nunca ha dejado de ser pobre,
sencilla. Buena madre, fiel esposa y modelo de suegras. Inculta y sin apenas
saber firmar, es a ella a la que se le concede uno de los más extraordinarios
dones con que santo alguno haya sido distinguido: desde el año de su conversión
podrá ver en una especie de globo luminoso el pasado, el presente y el
porvenir. Los principales personajes políticos desfilan ante su mirada con sus
sinceridades e hipocresías. Los designios de Dios para confundirlos, los
complots y reuniones de las sectas secretas, los acontecimientos futuros en
todo el mundo, las almas que padecen en el purgatorio, las que se condenan y se
salvan. Todo lo ve con una claridad meridiana.
Las circunstancias extraordinarias por las que van a pasar el
mundo y la Iglesia son la probable explicación, dice el decreto de
beatificación, del prodigio, único en los anales de la santidad, con que la
Providencia distinguió a esta simple mujer.
Pobres, cardenales y embajadores vienen a pedirle consejo o
solución a sus problemas. Ella trata a todos igual. Nunca rehúsa el consuelo y
la ayuda a nadie y jamás admite regalo ni limosna alguna. Y cuando, como en
alguna ocasión, una reina, desterrada en Roma, quiere ayudarla dándole oro,
ella le responde: "Señora, yo sirvo al más grande de los reyes y Él sabrá
recompensarme espléndidamente".
Con su santidad -Ana María Taigï es la única beata que murió
estando casada- Dios ha querido darnos dos estupendas lecciones: que la
santidad no es patrimonio de ricos ni de clases y que, además, no está reñida
con estado alguno. Cada persona puede ser santa en medio de su quehacer
habitual, en el convento o en la calle, guardando la virginidad o cumpliendo
los deberes matrimoniales.
Su actuación en esta vida habrá de servir de ejemplo a las muchas
almas que pretenden ser perfectas en medio de los peligros del mundo. Durante
su permanencia en él no dejó sino constancia de las virtudes que deben adornar
a las madres y esposas. Sus milagros fueron incontables: ve desde Roma la
muerte de Pío VI en el destierro, contempla día a día las tribulaciones de Pío
VII durante los cinco años de su cautividad. Cura enfermedades, anuncia muertes
y señala las fechas de elección de los nuevos papas. Así quiso la Providencia
premiar su oscura y pobre vida, concediéndole a sus ruegos el que la peste no
entre en Italia hasta después de su muerte.
Pero aún debe purificarse más. Como si fuera poco lo que ha tenido
que sufrir, Dios le reserva siete meses de dolorosa agonía. A pesar de ello su
eterna sonrisa no desaparece de sus labios. Lleva con alegría esta última
prueba, sabiendo que sus días están contados. Por fin el 7 de junio de 1837,
rodeada de su marido y tres hijos, deja de existir a los sesenta y ocho años de
edad. Al día siguiente es enterrada en el nuevo cementerio de Campo Verano.
Ocho días más tarde la peste entra en Roma.
Beatificada por Benedicto XV, es declarada patrona de las madres
de familia y su cuerpo descansa, incorrupto, en la basílica de San Crisógono,
de Roma.
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