BEATO JUAN DOMINICI
Obispo y Confesor
¡Ignorante y tartamudo! No son éstas, padre prior, las mejores
cualidades para un dominico. Y Juan fue rechazado. Aquélla noche Paula y
Domingo lamentaron su pobreza. Su hijo era un obrero y cualquier otra
aspiración fracasaría por la escasez de medios económicos. Aquel muchacho
tendría que continuar partiendo el pan áspero con sus duras manos. Sin embargo,
en aquel hogar pobre ardía una llama inextinguible y poderosa: Dios. Y lo
llenaba todo, y todo lo envolvía y transformaba. El trabajo, duro y necesario,
era un paréntesis que se abría, de madrugada, en la iglesia de los dominicos de
Santa María-Novella, y se cerraba allí mismo con la tarde.
Su carácter viril y la voz de Dios vitalmente sentida le
determinan a pedir nuevamente el ingreso en la Orden de Predicadores. Los
Padres comprendieron que aquel joven tenía en su vida un camino único, que
nacía allí, en Santa María-Novella. Y, sin querer parar mientes en su aspecto
rústico y la torpeza de su decir, Juan fue admitido.
El año de noviciado fue una línea ascendente: desde los primeros
días en que su estilo torpe constituía motivo para la sonrisa vana, hasta el
respeto y la admiración por el hombre esforzado y por el religioso entregado a
Dios plenamente. El silencio, la oración, el ascetismo de su vida, la
amabilidad entregada, el amor absoluto a Dios y a los suyos constituyeron la
meta ganada con la gracia de Dios y el esfuerzo continuo y vigilante. Desde el
principio dio con la clave que transforma lo mínimo e insignificante. El
detalle delicado, la palabra cálida, el gesto y la mirada reprochando
dulcemente, todo habla de amor. La observancia exacta, la rúbrica sentida, la
disciplina cruel, el sueño domeñado y la entrega absoluta y sencilla, todo
habla de amor. Y Dios con él, impulsando aquel brío irresistible. Fray Juan
tenía una misión difícil en la Orden: vitalizar la observancia. Por eso
convenía que él probase hasta dónde puede el hombre y en qué punto ha de
esperar.
La profesión constituyó para él la autonomía de la austeridad y de
la exigencia. Frecuentemente era pan y agua su única refección. Dormía
escasamente sobre un saco y vestía muy pobremente, pero con limpieza.
El estudio, tan sagrado en la Orden de Predicadores, constituyó su
pasión. Hombre inteligente y fino terminó la carrera, siendo propuesto para
graduarse académicamente. Renunció, sin embargo. Se lo sugirió una humildad
sencilla y cierta.
La fatiga del estudio busca compensaciones. Fray Juan es artista.
Y llenará los libros corales con sus delicadas y sugestivas miniaturas. Así
comenzó su predicación. El dibujo cariñoso y sugerente de la vida de Cristo y
sus milagros orientaba la salmodia hacia la meditación. Esta preocupación por
el arte al servicio de Dios le acompañará más tarde a los conventos que visite
y funde.
Con la ordenación sacerdotal el amor a las almas culmina en un
anhelo impetuoso por la predicación. Sólo una pena ensombrece el gozo de su
vida. Su lengua sigue torpe y ridícula. Estando en Siena le invadió la
tristeza. Se sintió inútil. Lloró. Las lágrimas dieron transparencia a su
mirada y aquella noche se arrodilló ante una imagen de Santa Catalina. Y le
pidió un milagro. Se lo exigió por amor de Dios y el prodigio se realizó. Su
lengua se torna ágil y expedita.
Florencia girará en torno de este extraordinario y súbito
predicador. Su ciencia, su prodigiosa memoria, su pasión avasalladora y serena
se conjugan en un decir limpio y cautivador. Predicará durante muchas Cuaresmas
en Florencia. Habrá días que suba al púlpito cinco y seis veces. Nunca el
cansancio en él. Siempre el interés en los que le escuchan. "El hombre
tiene un alma generosa y se deja convencer más difícilmente por la dulzura que
por el rigor." Eso dijo y así obró. Recorre las principales ciudades y
villas de Italia. Censura los vicios con un patetismo profético e invita a los
pueblos a una renovación de la vida cristiana. El flagelo en su palabra suscita
el rencor hasta el punto de ser amenazado con el exilio. Por amor de la paz
abandona Venecia y se retira a Florencia. Allí conjuga el aislamiento monástico
con la predicación cíclica en los tiempos litúrgicos, San Vicente Ferrer
renuncia a predicar en Florencia: "¿A quién queréis oír teniendo al padre
Juan Dominici?"
Una idea le obsesiona: la restauración de los conventos. La terrible
peste de 1348 y los cinco años siguientes arrasó los monasterios. El de Santa
María-Novella vio morir en cuatro meses a setenta de sus frailes. Los
supervivientes se retraían y se sentían incapaces del rigor primitivo. Juan
Dominici predicaba. Los jóvenes eran su presa. Necesitaba muchachos generosos y
decididos, y los tuvo en gran número después de su predicación.
Acepta el priorato de varios conventos con el ánimo de imponer la
reforma ansiada. La labor es dura y surge la oposición. Santo Domingo de
Venecia, el convento de Cittá di Castello, el de Fabriano y otros recibieron el
impulso de su espíritu emprendedor. Posteriormente es elegido vicario general
de los conventos observantes en los Estados de Venecia y de la provincia
romana. Ha llegado el momento. Comprende que la labor es áspera y lenta. Por
eso dedica su vitalidad y esfuerzo a la creación de una Casa Noviciado. Es la
clave. Que el espíritu y la vida no se improvisan. Es preciso nacer y
respirarlo para que se haga sangre en cada uno. Con este fin nació el convento
de Cortona, situado en un paraje delicioso, donde el clima y el cielo empujan
hacia Dios.
Las religiosas, pensó el padre Juan, están íntimamente vinculadas
a nuestra vida dominicana. Con este convencimiento restauró el convento del
Corpus Domini y el de San Pedro Mártir, de Florencia. En este monasterio su
anciana madre terminó sus días. La labor tenía sólidas bases.
Una labor gigantesca exige un hombre fabuloso. El cisma de
Occidente estaba enconado.
A la muerte de Inocencio VII es elegido Gregorio XII. Éste y
Benedicto XIII pudieron llegar a un acuerdo e intentaron reunirse en Saona. Tal
entrevista no llegó a realizarse. Siete cardenales de Gregorio XII le
abandonan. Lo mismo le sucede a Benedicto XIII. Ambos grupos convocan un
concilio general en Pisa y allí eligen nuevo antipapa a Pedro Philargi, que
toma el nombre de Alejandro V. A éste sucede Juan XXIII.
La labor diplomática del padre Juan Dominici en el cónclave de
elección de Gregorio XII fue tal que el nuevo Papa, a quien hizo prometer la
renuncia al Papado en el momento conveniente, le mantuvo junto así. Fue elegido
arzobispo de Ragusa y posteriormente cardenal. La crítica se cebará en él.
"Acepto esta dignidad como Cristo aceptó su corona de espinas”.
Gregorio XII le envía a Alemania para tratar con el emperador
Segismundo el modo de terminar con el funesto cisma. Fiel a Gregorio, le
convence de la urgencia de renunciar a la dignidad papal por el bien de la
Iglesia. Por fin el Papa convoca el concilio de Constanza, en el que los tres
papas renunciarán a su pretendida dignidad. Juan XXIII promete su asistencia.
Benedicto XIII anuncia un representante suyo y Gregorio XII delega en Juan
Dominici, quien, con la renuncia escrita, envolverá hábilmente a los presuntos
papas. Anuncia que Gregorio XII abdicará si los otros dos lo hacen igualmente.
Juan XXIII aceptó. Fue el momento. Juan Dominici leyó con gran emoción la
renuncia escrita de Gregorio.
La huida de Juan XXIII y la rebeldía de Benedicto XIII fueron suficiente
razón para que aquellos hombres perdieran el prestigio.
Juan Dominici convoca nuevamente el concilio en nombre de Gregorio
XII y el 11 de noviembre de 1417 es elegido verdadero papa Martín V. Pero antes
un gesto generoso de Juan Dominici emocionó a los cardenales. Él, que había
aceptado la púrpura cardenalicia para el bien de la Iglesia, renuncia ahora
humildemente. Ahora que su labor parecía ya terminada. Despojándose de los
distintivos fue a sentarse entre los obispos. Aquel gesto hizo que los
cardenales volvieran a incorporarle al Sacro Colegio.
La unión anhelada ha sido conseguida. El prestigio de Juan
Dominici no disminuye, como tampoco se apaga su dinamismo y trabajo por el bien
de la Iglesia. Ahora es el encargo de extender en los reinos del Norte los
decretos del concilio y vencer las herejías de Wiclef y de Hus. Acompaña a
Martín V hasta su nombramiento de legado apostólico en Hungría y Bohemia.
Cuando trabajaba en el proyecto de una grandiosa obra apostólica y
de evangelización de aquellos reinos, el Señor le llamó cariñosamente a su
gozo.
Murió a los setenta años, el día 10 de junio de 1420. En plenitud
de vida y santidad, dedicado entusiásticamente, juvenilmente, a la salvación de
los hombres.
Él ha muerto. Ahí quedaba su obra, su testimonio, su martirio, su
figura como un hito sublime. Murió un hombre perfecto, un religioso terminado,
un dominico íntegro. Un santo. Que, al fin, fue su máxima obra.
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