BEATOS MÁRTIRES DE UGANDA
"Quién fue el que primero introdujo en África la fe cristiana
se disputa aún; pero consta que ya antes de la misma edad apostólica floreció
allí la religión, y Tertuliano nos describe de tal manera la vida pura que los
cristianos africanos llevaban, que conmueve el ánimo de sus lectores. Y en
verdad que aquélla región a ninguna parecía ceder en varones ilustres y en
abundancia de mártires. Entre éstos agrada conmemorar los mártires scilitanos,
que en Cartago, siendo procónsul Publio Vigelio Saturnino, derramaron su sangre
por Cristo, de las preguntas escritas para el juicio, que hoy felizmente se
conservan, se deduce con qué constancia, con qué generosa sencillez de ánimo
respondieron al procónsul y profesaron su fe. Justo es también recordar los
Potamios, Perpetuas, Felicidades, Ciprianos y "muchos hermanos
mártires" que las Actas enumeran de manera general, aparte de los mártires
aticenses, conocidos también con el nombre de "masas cándidas", o
porque fueron quemados con cal viva, como narra Aurelio Prudencio en su himno
XIII, o por el fulgor de su causa, como parece opinar Agustín. Pero poco
después, primero los herejes, después los vándalos, por último los mahometanos,
de tal manera devastaron y asolaron el África cristiana que la que tantos
ínclitos héroes ofreciera a Cristo, la que se gloriaba de más de trescientas
sedes episcopales y había congregado tantos concilios para defender la fe y la
disciplina, ella, perdido el sentido cristiano, se viera privada gradualmente
de casi toda su humanidad y volviera a la barbarie."
Así comienza Benedicto XV las letras apostólicas de beatificación
de los siervos de Dios Carlos Lwanga, Mattías Murumba y sus compañeros, más
conocidos con el nombre de los Mártires de Uganda.
En efecto, ya hacia fines del siglo XIX, cuando las glorias del
África cristiana habían pasado a una remota perspectiva histórica, mientras los
exploradores iban penetrando en los misterios del continente negro, los
misioneros emulaban, y en no pocas ocasiones superaban, sus trabajos y sus
esfuerzos. Entre ellos destacaba un insigne hijo de Bayona, el cardenal
Lavigerie, a quien correspondió la gloria de restituir la gloriosa sede de
Cartago. Él fue quien, con el deseo de promover eficazmente el apostolado
misional en África, instituyó los "misioneros de África", más
conocidos con el nombre de Padres blancos.
Ya en los principios del apostolado, los Padres blancos se
encargaron de la región de Uganda, como parte del Vicariato del Nilo superior,
el año 1878. Consiguieron entrar en la región, y hasta obtener no pocos
neófitos. Establecida una estación misional, la de Santa María de Rubaga,
acudieron a ella por centenares los negros, y hubo momentos en que podía
esperarse una rápida cristianización de toda aquella región. El mismo rey, llamado
Mtesa, al principio les favoreció, aunque luego, por temor a que la nueva
religión fuera obstáculo para el floreciente comercio de esclavos que él
mantenía, obligó a los misioneros a alejarse. Pero, muerto el rey Mtesa, le
sucedió su hijo Muanga, amigo de los cristianos, con lo que volvieron a renacer
las esperanzas.
Aún más: con ocasión de una conjuración que fue descubierta, el
nuevo rey decidió rodearse de cristianos, y así gran parte de su corte estuvo
compuesta por jóvenes bautizados, con alguno de los cuales había llegado el rey
a establecer auténtica amistad. Pronto, sin embargo, aquel panorama iba a verse
enteramente turbado.
Se interpuso, de una parte, la política. El primer ministro, que
había tenido cierta intervención en la conjura descubierta y no podía perdonar
a los cristianos su lealtad, empezó a tramar su destrucción. Acabó de
exasperarle la noticia de que el rey pensaba nombrar para su cargo a José
Mñasa, un cristiano. Pero acaso sus maniobras hubieran fracasado si no hubiese intervenido
otra causa: la lujuria. Por influjo de las costumbres mahometanas el rey, que
hasta entonces había llevado una vida pura, cayó en la lujuria en su forma más
abyecta y opuesta a la naturaleza. Y se encontró con que los jóvenes que
formaban parte de su corte y eran cristianos oponían una negativa rotunda a sus
infames solicitaciones. Lo que debiera haber servido en honor de la religión
fue utilizado como pretexto para la persecución.
Nada faltaba al esquema clásico. Como motor, las pasiones. La codicia,
excitada por el temor a perder el comercio de esclavos. La ambición de los
políticos, temerosos de verse al margen del poder. La lujuria, en su forma más
baja y repugnante. Nada iba a faltar tampoco para ese mismo esquema clásico en
el desarrollo. Las escenas que habíamos leído en los primeros tiempos del
cristianismo las vamos a encontrar reproducidas, en algunas ocasiones casi a la
letra, en 1886, en el corazón del continente africano.
En efecto, el rey, irritado por aquella resistencia que encontraba,
decretó la persecución contra "todos los que hicieren oración", que
ésta fue la preciosa definición de los cristianos que se dio en el decreto
persecutorio. E inmediatamente se desataron las furias de los paganos contra
aquella cristiandad naciente. Cuántos fueron los que perecieron no lo sabemos,
ni será fácil que se sepa nunca, habiendo ocurrido aquellos martirios en sitios
donde la escritura era desconocida prácticamente y donde, por tanto, no podían
perpetuarse los hechos ocurridos. Dios quiso, sin embargo, que conociéramos
siquiera el martirio de algunos africanos que, por ocupar puestos más
relevantes, dieron su vida en condiciones que permitieron luego averiguar lo
sucedido. Tales son los mártires que Benedicto XV beatificó solemnemente el 6
de junio de 1920.
Pueden dividirse en dos grupos, de los que hablaremos
sucesivamente. El primero está constituido por unos cuantos jóvenes, cuyas
edades fluctúan entre los trece y los veintiséis años. A última hora se les
agregó un compañero de treinta años. Todos ellos tienen como nota común el
formar parte de la corte y estar viviendo como pajes en el palacio del rey.
Todos fueron martirizados un mismo día, y casi todos con un mismo martirio.
Puede tenerse como principal a Carlos Lwanga. Tenía veintiún años
el día de su martirio y podía considerarse como el favorito del rey, que había
contado con él siempre para sus encargos más delicados. Siempre, hasta el día
en que el rey se atrevió a pedirle lo que él no podía en manera alguna darle.
Entonces fue arrojado al calabozo, y allí vinieron muy pronto a acompañarle sus
compañeros de martirio. Entre ellos Mbaga Tuzindé, hijo de Mkadjanga, el
principal y el más cruel de los verdugos. Era catecúmeno cuando empezó la
persecución, y el mismo Carlos Lwanga le bautizó poco antes de ser condenado a
muerte. Con él sucedió una escena que ya habían conocido los cristianos en las
actas de las Santas Perpetua y Felicidad: su padre se presentó en el calabozo
para pedirle una y otra vez que abjurase la religión católica, o que, al menos,
dejase que le escondieran y que prometiera no volver a orar. A lo que el
adolescente, pues no había cumplido todavía dieciséis años, respondió, con la
firmeza que tantas veces hemos contemplado en los mártires cristianos, diciendo
que prefería perderlo todo antes que abjurar. El padre tuvo que limitarse a
utilizar su cargo para obtener para su hijo un triste privilegio: encargó a uno
de los verdugos que estaban a sus órdenes que, cuando ya estuviera su hijo
junto a la pira, le diera un golpe en la cabeza para que perdiera el sentido y
así fuese quemado sin sufrir tanto.
No es posible dar, ni siquiera en síntesis, las biografías de los
trece mártires que forman este primer grupo. Dos de ellos, Mgagga y Gyavira, de
dieciséis y diecisiete años, fueron bautizados en la misma cárcel por Carlos
Lwanga. Otro, Santiago Buzabaliao, intentó repetidas veces la conversión del
mismo rey, con quien le había unido buena amistad antes de su elevación al
trono. Los demás, jóvenes todos, resistieron impávidos todas las amenazas. Pero
entre ellos destaca la figura angelical y encantadora de Kizito, niño aún de
trece años, que fue, sin embargo, el que dio la nota de máxima valentía. Él
levantó el ánimo de los que desfallecían. Él fue también el que, camino del
patíbulo, invitó a todos a tomarse de las manos, de tal manera que llevaran
unos a otros, si alguno decayera en su ánimo. Él fue, en fin, el que con mayor
fuerza rechazó proposiciones libidinosas del rey.
Nota curiosa constituye la presencia en el grupo de Mukasa
Kiriwanu. Formaba parte del grupo de los pajes de la corte, pero aún no estaba
bautizado. Cuando sus compañeros salían hacia el lugar del suplicio, uno de los
verdugos le preguntó si era cristiano. El contestó que sí y se unió a los condenados.
Y así, sin haber recibido el bautismo de agua, sino únicamente el de sangre,
ascendió a los altares.
Es hermoso también el caso de Lucas Banabakintu. No pertenecía a
la servidumbre regia, sino a la de un gran señor. Había recibido hacía cuatro
años el bautismo y la confirmación, y, cuando después recibió la primera
comunión, se distinguió por su extraordinaria pureza de vida y su fervor en las
cosas santas. Al estallar la persecución le hubiera sido fácil evitar ser
apresado. Con gran fortaleza de ánimo se presentó, sin embargo, a su dueño, y
éste le entregó a los soldados del rey. Así, a pesar de que su edad era
superior a la de sus compañeros (tenía treinta años), mereció padecer el
martirio con ellos.
Amaneció el día 3 de junio de 1886. Agrupados todos los mártires,
salieron del calabozo camino de una colina llamada Namugongo. No todos, sin
embargo, llegaron a ella. Algunos, que no pudieron andar con la suficiente
presteza, fueron alanceados por el camino. Los que quedaban llegaron, por fin,
al lugar del suplicio. Les ataron de pies y manos; les envolvieron en una red
hecha de cañas y les pusieron en pie sobre unos haces de leña, para que sus
cuerpos se fueran consumiendo lentamente. Y entonces se produjo la maravilla
que colmó de admiración a los verdugos, que jamás habían visto cosa parecida:
empezó a arder la leña y comenzaron las llamas a lamer los pies de los
mártires; quedaron éstos envueltos en una nube de humo. Y, en lugar de salir de
ella gemidos o maldiciones, salieron únicamente murmullos de oración y cánticos
de victoria. Exhortándose unos a otros estuvieron firmes sobre el fuego, hasta
que, por fin, sus voces se fueron extinguiendo. Grex immolatorum tener, tierna
grey de los inmolados, les llama Benedicto XV, aplicándoles la frase que la
Sagrada Liturgia dedica a los santos inocentes.
Pasemos al segundo grupo de mártires, formado por nueve de ellos.
En realidad, sin embargo, muy bien pudieran agregarse cinco al grupo anterior,
pues, aunque no fueron martirizados el mismo día ni de la misma forma,
pertenecían también, como los anteriores, a la corte, estaban unidos con ellos
por lazos de íntima amistad, eran jóvenes de la misma edad, y sólo
circunstancias fortuitas hicieron que no fuesen atormentados el mismo día 3 de
junio.
Junto a ellos nos encontramos con otros mártires, que también
repiten, por su parte, las más hermosas páginas de los primeros tiempos del
cristianismo.
Recordemos en primer lugar a Matías Kalemba Murumba. Era ya un
hombre hecho, pues tenía cincuenta años y ejercía la profesión de juez. Había
sido primero mahometano y después protestante, para terminar recibiendo el
bautismo en la Iglesia católica el 28 de mayo de 1882. Entonces, temiendo las
dificultades de su profesión, la dejó, y se dedicó con alma y vida a la
propagación de la religión, no sólo mediante la educación cristianísima de sus
propios hijos, sino también con una labor de ardiente proselitismo. Llamado a
la presencia del primer ministro, confesó abiertamente la fe y fue condenado a
morir con muerte horrible. Sus verdugos le llevaron a un lugar inculto y
desierto, temiendo que la piedad de los espectadores pudiera poner obstáculos a
la ejecución de la tremenda sentencia. Allí fue Matías, con sus verdugos,
alegre y contento. Empezaron por cortarle las manos y los pies. Después le
arrancaron trozos de carne de la espalda, que asaron ante sus propios ojos.
Finalmente, le vendaron con cuidado las heridas, para prolongar su martirio, y
le dejaron abandonado en aquel lugar desierto. Tres días después unos esclavos
que estaban cortando cañas oyeron la voz de Matías, que les pedía un poco de
agua. Pero, al verle desfigurado, mutilado, temieron al rey y se horrorizaron
de tal manera que huyeron dejándole abandonado. Solo por completo, expiró al
poco tiempo.
Tiene también un corte evangélico el martirio de Andrés Kagwa,
pues nos recuerda la escena del de San Juan Bautista. Unido con íntima amistad
al rey, había dado muestras de una gran caridad con ocasión de la peste que
había invadido a la región. Fueron muchos los enfermos a los que, después de
haberles atendido con caridad ardiente, bautizó y enterró con sus propias
manos. En su apostolado llegó a intentar catequizar a los hijos del primer
ministro. Éste juró su ruina, hasta el punto de prometerse que no habría de
cenar aquel día sin que al verdugo le trajera a la mesa la mano cortada de
Andrés. Así se hizo aquel 26 de mayo en que el mártir, a sus treinta años de
edad, voló a los gozos del cielo.
El mismo primer ministro consiguió también que el rey le entregase
a Juan María Iamari, conocido con el sobrenombre de Muzei, es decir, el
anciano. Hombre de gran prestigio, lleno de prudencia, misericordioso con los
pobres, daba su dinero y su actividad para conseguir la redención de los cautivos,
a los que catequizaba. Cuando vio que eran perseguidos los cristianos rehusó
huir. Antes al contrario, se presentó con toda naturalidad ante el rey. Este le
envió al primer ministro. Algo sospechaba el mártir, pero, como dicen las
letras de beatificación, "pensé que era absurdo temer por algo que tuviera
relación con la causa de la religión". Y, en efecto, al presentarse al
primer ministro, éste ordenó que le arrojaran a un estanque que tenía en su
finca. Allí pereció ahogado.
Terminemos la relación, que puede parecer monótona, pero que, sin
embargo, es gloriosísima, con la primera de las víctimas: José Mkasa
Balikuddembé. Había servido ya al rey Mtesa como ayuda de cámara. Su hijo
Muanga, al llegar al trono, le conservó junto a sí y le puso al frente de la
casa regia. El mártir se dedicó a un apostolado activísimo entre los jóvenes
que formaban parte de la corte. Todo iba bien, y el rey le tenía en gran
consideración y afecto, hasta que Juan María hubo de oponerse a las obscenas
pretensiones del rey. Entonces cambió todo. Fue condenado a muerte. Y llevado a
un lugar llamado Mengo, fue decapitado. Antes, sin embargo, de que la sentencia
se ejecutara Juan María declaró públicamente que perdonaba de todo corazón al
rey y que encargaba a sus verdugos que le pidieran, por favor, en su nombre que
hiciese penitencia cuanto antes.
Tal es la historia de los Mártires de Uganda. Otros muchos
martirios hubo en aquella misma persecución, de los que, como hemos dicho, no
conservamos memoria pormenorizada. Lo que ciertamente sabemos es que al poco
tiempo cambiaba por completo la situación. Los perseguidores morían con muertes
miserables. Y, en cambio, las multitudes acudían en masa a los misioneros
solicitando el bautismo. Hoy las tierras de Uganda se han transformado en una
de las más florecientes cristiandades. Establecida la jerarquía eclesiástica
con un arzobispado y seis diócesis sufragáneas, florece el clero indígena, y
alguno de los obispos puestos al frente de las diócesis es descendiente directo
de los Beatos Mártires. Los católicos de aquélla región se cuentan por muchos
millares y ha vuelto a cumplirse la frase de Tertuliano. Como en los primeros
tiempos del cristianismo, la sangre de los mártires ha sido semilla de
cristianos.
Su causa de beatificación fue introducida por San Pío X el 15 de
agosto de 1912. Declarado que constaba el martirio el 10 de marzo de 1920, el 6
de junio del mismo año eran solemnemente beatificados por Benedicto XV. Su
fiesta se celebra en todas las casas de Padres blancos, y en todos las
circunscripciones encomendadas a su Congregación. Ojalá veamos pronto la
canonización de este grupo de mártires, de tal manera que pueda extenderse a la
Iglesia universal el culto a estos negros que, casi en nuestros días, renovaron
las hazañas que con tanta devoción leíamos en las actas de los mártires de los
primeros tiempos del cristianismo.
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