SAN BERNARDO MENTHON,
Confesor
A un Papa milanés y alpinista, en el sentido estricto de la
palabra, pues fueron precisamente los Alpes los montes preferidos para sus
escaladas, le correspondió declararle patrono de los habitantes de los Alpes y
de todos los alpinistas. Nos referimos a Pío XI. Pero, sin necesidad de esta
declaración, ya San Bernardo era famoso en todo el mundo por los dos abrigos o
refugios que preparó en lo alto de la cordillera y por los famosos perros que
llevan su nombre.
Había nacido en el corazón de Europa. Menthon es un pueblo al
borde del lago de Annecy. Dista tan sólo unos diez kilómetros de esta ciudad
episcopal, célebre por estar ligada al recuerdo de San Francisco de Sales,
Santa Juana de Chantal y el nacimiento de la Orden de la Visitación. Un plácido
recorrido por el maravilloso lago basta para trasladarse de Annecy a Menthon,
pueblo que hoy ha añadido a su nombre el de su más glorioso hijo: Menthon-Saint
Bernard. Nos encontramos en el mismo corazón de Europa. A un paso, Suiza. Tras
los montes, Italia. En tierras de Saboya, desde hace cosa de un siglo
francesas. La vida de San Bernardo había de responder a este claro designio
europeo.
Nació, según parece, pues su discutida cronología se mueve
holgadamente en un siglo entero, hacia el año 996. Como en el caso de tantos
otros santos, recibe su formación en París. Al terminarla vuelve a su castillo
natal de Menthon. Allí le espera su padre, que tiene trazados ya para él
ambiciosos planes. En concreto, un ventajoso matrimonio. Tan preparado estaba
todo, que, cuando quiere darse cuenta Bernardo, es ya la víspera de la boda. Su
padre no quiere atender a las razones del hijo, que aspira a hacerse sacerdote.
Todo aquello que él dice que ha madurado largamente durante su estancia en
París no pasa de ser una locura. Así las cosas, no quedaba a Bernardo más que
un remedio heroico: escapar por una ventana del castillo. Dicho y hecho. Aún
hoy se muestra a los visitantes el barrote que hubo de romper para lograrlo.
Inmediatamente quiso aprovechar la libertad recobrada. Y llamó a
las puertas de los canónigos regulares del valle de Aosta, al otro lado de los
Alpes. El arcediano del valle le ha acogido con cariño y comprensión. Recibe el
sacerdocio y años después se ve colocado en ese mismo cargo de arcediano.
Fue entonces cuando pudo darse cuenta a fondo de una urgente
necesidad que existía. En sus predicaciones por los pueblos del valle, en sus
contactos con los curas de las montañas, había visto ya algo. Pero no todo.
Ahora, cuando su cargo de arcediano le imponía la obligación de atender con
limosnas a los pobres peregrinos que tenían que atravesar los Alpes, se dio
cuenta de la tragedia en todas sus dimensiones. No era sólo que el camino fuese
áspero, arriesgado y, sobre todo en invierno, mortalmente peligroso. A los
rigores de la naturaleza se añadían otros, provenientes de la malicia de los
hombres. Aquellas caravanas, que tenían que pasar días enteros sin encontrar
abrigo alguno frente a los elementos desencadenados, eran no pocas veces
cruelmente saqueadas por los sarracenos, los húngaros o simplemente por gentes
sin entrañas del mismo país.
Y se repitió entonces lo que tantas veces ha ocurrido y seguirá
ocurriendo en la historia de la Iglesia. San Bernardo salió, como Santo Domingo
de la Calzada, como San Vicente de Paúl, como San Juan de Mata... y como tantos
otros santos, al paso de aquella necesidad. En verdad, la empresa era difícil,
casi diríamos que descabellada. Enterrar a unos hombres en la nieve, obligarles
a recorrer aquellos intransitables caminos de montaña en pleno invierno,
obligarles a permanecer siempre atentos a la llamada de cualquier caminante, es
mucho hoy, cuando se puede contar con medios que entonces ni siquiera podían
entreverse. Pero era inmensamente más entonces. Y, sin embargo, pese a todo, se
hizo. La caridad llegó a tanto. Y, pese a todas las dificultades, San Bernardo
logró edificar, en lugar de los miserables refugios de tablas que hasta
entonces existían, dos sólidos hospicios en Mont-Jeux y Colonne-Jeux. Como en
tiempo de Nehemías, fue necesario tener en una mano la espada mientras con la
otra se edificaba, pues las bandas de salteadores no dejaron de intentar hacer
imposible la empresa. Pudo más la caridad del Santo. Y los dos hospicios
llegaron a ser una feliz realidad.
Pero los edificios no bastaban. Había que poblarlos. Un grupo de
canónigos regulares venidos de Aosta, se establecieron en ellos y sirvieron de
núcleo inicial a la Congregación Hospitalaria de San Nicolás y San Bernardo del
Monte de Júpiter, como hoy se llama oficialmente, por haber elegido San
Bernardo a San Nicolás como patrono del más importante de los dos hospicios, el
que hoy se conoce como el Gran San Bernardo.
Vida dura, heroicamente dura, la de los canónigos en aquellas
alturas. Solos en la agreste soledad de las montañas, aislados del mundo,
esperaban la primera señal para ponerse en movimiento en búsqueda del viajero
perdido. Sus célebres perros, maravillosamente adiestrados, les servían de
ayuda. Y miles de caminantes debieron la vida a esta ingeniosa caridad de San
Bernardo.
Tranquilo estaba en medio de sus hijos, cuando vinieron a
buscarle. El emperador Enrique, según parece el cuarto de este nombre, estaba
irritado por una revuelta que había tenido lugar en Pavía. Se le pedía con
angustia al Santo que interviniera para aplacarle. Y así lo hizo. Se puso rápidamente
en camino, descendió a la planicie y realizó plenamente su labor de paz. Pero
esta caridad suya le iba a suponer un serio sacrificio: el morir lejos de sus
hijos.
Caminando, ya de vuelta, hacia sus amados Alpes, se sintió enfermo
en Novara. Halló acogida entre los benedictinos. Y atendido por ellos, expiró
plácidamente el año 1081 al parecer. Nacido en tierras saboyanas, educado en la
capital de Francia, canónigo regular en el valle de Aosta, rincón hoy día de
habla francesa en Italia; fundador en Suiza, iba a descansar, fiel a este
destino europeo, en la planicie lombarda, no lejos de Milán. Pese a las
protestas, mantenidas tensamente durante siglos, de sus hijos los Canónigos del
Gran San Bernardo, su cuerpo permanecerá en Novara. Primero en la iglesia de
los hospitalarios benedictinos, que le habían acogido en su última enfermedad.
Y después, hasta nuestros días, en la catedral misma de Novara, a la que fue
trasladado en 1454.
Ya en 1123 se procedió, según el procedimiento entonces usual para
declarar la santidad de una persona, a levantar su sepulcro sobre el suelo. La
fecha de esta elevación, o la de su traslación a la catedral, parece que fue el
15 de junio, día en que durante siglos se ha venido celebrando su fiesta. Desde
1922, sin embargo, su elogio se hace en el martirologio romano el 28 de mayo,
sin que por eso se haya trasladado su fiesta en las diócesis en que se celebra.
En 1923 se celebró solemnemente su milenario. No obstante, hoy se
da como más segura la cronología que hemos indicado, ya que el encuentro con el
emperador, de que nos habla su biógrafo Ricardo de Val d'lsére, tiene todas las
características de haber ocurrido con Enrique IV, lo que sitúa a San Bernardo
en pleno siglo XI.
La Congregación por él fundada continúa existiendo, y tiene en la
actualidad (1959) setenta y dos miembros. Por influjo de un insigne prelado
vasco, el abad don Fernando Urquía, se ha confederado con las demás
Congregaciones de Canónigos Regulares de San Agustín, medida esta que permite esperar
un glorioso resurgimiento.
El hospicio del Gran San Bernardo ha perdido, como es lógico, la
mayor parte de su utilidad con la perforación de los túneles bajo los Alpes,
que hacen innecesario atravesarlos durante el invierno. No obstante, la Congregación
continúa viviendo fielmente su primitivo espíritu, y no hace muchos años
intentó emprender tareas similares en tierras de misiones, lo que,
desgraciadamente, no pudo lograrse por las circunstancias políticas que el
mundo ha venido atravesando.
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