martes, 15 de junio de 2021

15 de Junio SAN BERNARDO MENTHON, Confesor

 

SAN BERNARDO MENTHON, 

Confesor


   
   A un Papa milanés y alpinista, en el sentido estricto de la palabra, pues fueron precisamente los Alpes los montes preferidos para sus escaladas, le correspondió declararle patrono de los habitantes de los Alpes y de todos los alpinistas. Nos referimos a Pío XI. Pero, sin necesidad de esta declaración, ya San Bernardo era famoso en todo el mundo por los dos abrigos o refugios que preparó en lo alto de la cordillera y por los famosos perros que llevan su nombre.
   Había nacido en el corazón de Europa. Menthon es un pueblo al borde del lago de Annecy. Dista tan sólo unos diez kilómetros de esta ciudad episcopal, célebre por estar ligada al recuerdo de San Francisco de Sales, Santa Juana de Chantal y el nacimiento de la Orden de la Visitación. Un plácido recorrido por el maravilloso lago basta para trasladarse de Annecy a Menthon, pueblo que hoy ha añadido a su nombre el de su más glorioso hijo: Menthon-Saint Bernard. Nos encontramos en el mismo corazón de Europa. A un paso, Suiza. Tras los montes, Italia. En tierras de Saboya, desde hace cosa de un siglo francesas. La vida de San Bernardo había de responder a este claro designio europeo.

   Nació, según parece, pues su discutida cronología se mueve holgadamente en un siglo entero, hacia el año 996. Como en el caso de tantos otros santos, recibe su formación en París. Al terminarla vuelve a su castillo natal de Menthon. Allí le espera su padre, que tiene trazados ya para él ambiciosos planes. En concreto, un ventajoso matrimonio. Tan preparado estaba todo, que, cuando quiere darse cuenta Bernardo, es ya la víspera de la boda. Su padre no quiere atender a las razones del hijo, que aspira a hacerse sacerdote. Todo aquello que él dice que ha madurado largamente durante su estancia en París no pasa de ser una locura. Así las cosas, no quedaba a Bernardo más que un remedio heroico: escapar por una ventana del castillo. Dicho y hecho. Aún hoy se muestra a los visitantes el barrote que hubo de romper para lograrlo.

   Inmediatamente quiso aprovechar la libertad recobrada. Y llamó a las puertas de los canónigos regulares del valle de Aosta, al otro lado de los Alpes. El arcediano del valle le ha acogido con cariño y comprensión. Recibe el sacerdocio y años después se ve colocado en ese mismo cargo de arcediano.

   Fue entonces cuando pudo darse cuenta a fondo de una urgente necesidad que existía. En sus predicaciones por los pueblos del valle, en sus contactos con los curas de las montañas, había visto ya algo. Pero no todo. Ahora, cuando su cargo de arcediano le imponía la obligación de atender con limosnas a los pobres peregrinos que tenían que atravesar los Alpes, se dio cuenta de la tragedia en todas sus dimensiones. No era sólo que el camino fuese áspero, arriesgado y, sobre todo en invierno, mortalmente peligroso. A los rigores de la naturaleza se añadían otros, provenientes de la malicia de los hombres. Aquellas caravanas, que tenían que pasar días enteros sin encontrar abrigo alguno frente a los elementos desencadenados, eran no pocas veces cruelmente saqueadas por los sarracenos, los húngaros o simplemente por gentes sin entrañas del mismo país.

   Y se repitió entonces lo que tantas veces ha ocurrido y seguirá ocurriendo en la historia de la Iglesia. San Bernardo salió, como Santo Domingo de la Calzada, como San Vicente de Paúl, como San Juan de Mata... y como tantos otros santos, al paso de aquella necesidad. En verdad, la empresa era difícil, casi diríamos que descabellada. Enterrar a unos hombres en la nieve, obligarles a recorrer aquellos intransitables caminos de montaña en pleno invierno, obligarles a permanecer siempre atentos a la llamada de cualquier caminante, es mucho hoy, cuando se puede contar con medios que entonces ni siquiera podían entreverse. Pero era inmensamente más entonces. Y, sin embargo, pese a todo, se hizo. La caridad llegó a tanto. Y, pese a todas las dificultades, San Bernardo logró edificar, en lugar de los miserables refugios de tablas que hasta entonces existían, dos sólidos hospicios en Mont-Jeux y Colonne-Jeux. Como en tiempo de Nehemías, fue necesario tener en una mano la espada mientras con la otra se edificaba, pues las bandas de salteadores no dejaron de intentar hacer imposible la empresa. Pudo más la caridad del Santo. Y los dos hospicios llegaron a ser una feliz realidad.

   Pero los edificios no bastaban. Había que poblarlos. Un grupo de canónigos regulares venidos de Aosta, se establecieron en ellos y sirvieron de núcleo inicial a la Congregación Hospitalaria de San Nicolás y San Bernardo del Monte de Júpiter, como hoy se llama oficialmente, por haber elegido San Bernardo a San Nicolás como patrono del más importante de los dos hospicios, el que hoy se conoce como el Gran San Bernardo.

   Vida dura, heroicamente dura, la de los canónigos en aquellas alturas. Solos en la agreste soledad de las montañas, aislados del mundo, esperaban la primera señal para ponerse en movimiento en búsqueda del viajero perdido. Sus célebres perros, maravillosamente adiestrados, les servían de ayuda. Y miles de caminantes debieron la vida a esta ingeniosa caridad de San Bernardo.

   Tranquilo estaba en medio de sus hijos, cuando vinieron a buscarle. El emperador Enrique, según parece el cuarto de este nombre, estaba irritado por una revuelta que había tenido lugar en Pavía. Se le pedía con angustia al Santo que interviniera para aplacarle. Y así lo hizo. Se puso rápidamente en camino, descendió a la planicie y realizó plenamente su labor de paz. Pero esta caridad suya le iba a suponer un serio sacrificio: el morir lejos de sus hijos.

   Caminando, ya de vuelta, hacia sus amados Alpes, se sintió enfermo en Novara. Halló acogida entre los benedictinos. Y atendido por ellos, expiró plácidamente el año 1081 al parecer. Nacido en tierras saboyanas, educado en la capital de Francia, canónigo regular en el valle de Aosta, rincón hoy día de habla francesa en Italia; fundador en Suiza, iba a descansar, fiel a este destino europeo, en la planicie lombarda, no lejos de Milán. Pese a las protestas, mantenidas tensamente durante siglos, de sus hijos los Canónigos del Gran San Bernardo, su cuerpo permanecerá en Novara. Primero en la iglesia de los hospitalarios benedictinos, que le habían acogido en su última enfermedad. Y después, hasta nuestros días, en la catedral misma de Novara, a la que fue trasladado en 1454.

   Ya en 1123 se procedió, según el procedimiento entonces usual para declarar la santidad de una persona, a levantar su sepulcro sobre el suelo. La fecha de esta elevación, o la de su traslación a la catedral, parece que fue el 15 de junio, día en que durante siglos se ha venido celebrando su fiesta. Desde 1922, sin embargo, su elogio se hace en el martirologio romano el 28 de mayo, sin que por eso se haya trasladado su fiesta en las diócesis en que se celebra.

   En 1923 se celebró solemnemente su milenario. No obstante, hoy se da como más segura la cronología que hemos indicado, ya que el encuentro con el emperador, de que nos habla su biógrafo Ricardo de Val d'lsére, tiene todas las características de haber ocurrido con Enrique IV, lo que sitúa a San Bernardo en pleno siglo XI.

   La Congregación por él fundada continúa existiendo, y tiene en la actualidad (1959) setenta y dos miembros. Por influjo de un insigne prelado vasco, el abad don Fernando Urquía, se ha confederado con las demás Congregaciones de Canónigos Regulares de San Agustín, medida esta que permite esperar un glorioso resurgimiento.

   El hospicio del Gran San Bernardo ha perdido, como es lógico, la mayor parte de su utilidad con la perforación de los túneles bajo los Alpes, que hacen innecesario atravesarlos durante el invierno. No obstante, la Congregación continúa viviendo fielmente su primitivo espíritu, y no hace muchos años intentó emprender tareas similares en tierras de misiones, lo que, desgraciadamente, no pudo lograrse por las circunstancias políticas que el mundo ha venido atravesando.

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