martes, 2 de marzo de 2021

3 de marzo SANTA CUNEGUNDA EMPERATRIZ, VIRGEN Y VIUDA

 




Fue Santa Cunegunda hija de Sigfrido o Sigefrido, señor palatino del Rhin, primer conde de Luxemburgo y de Heduiga, señora de las mayores casas de Alemania. Salió a la luz del mundo hacia el fin del décimo siglo, y correspondió su educación a lo alto de su nacimiento y a la piedad de sus padres. Mamó con la leche una ternísima devoción a la Santísima Virgen, y con esta devoción se la pegó aquel amor ardiente, que conservó toda la vida a la virtud hermosa de la castidad.

El aplauso universal y la general estimación que se granjearon las prendas de Cunegunda encendieron la inclinación de los mayores señores para pretenderla; pero logró ser preferido a todos San Enrique, duque de Baviera, que, muerto el emperador Otón III, fue elevado y proclamado rey de romanos.

Habían nacido la una para la otra aquellas dos grandes almas; y siendo el matrimonio tan igual, no podía dejar de ser el más feliz. Raras veces se ha ofrecido a los ojos y a la veneración del mundo virtud más heroica en este estado. Prevenidos los dos castos esposos de aquellas gracias especiales que están destinadas para hacer los mayores santos, convinieron recíprocamente el primer día de la boda en guardar perpetua castidad, consagrando a Dios su pureza.

Resuelto el emperador Enrique a pasar a Roma para recibir la corona imperial de mano del papa Benedicto VIII, quiso que le acompañase en este viaje su esposa Cunegunda, para que asimismo recibiese de la misma mano la corona de emperatriz. No hay voces para expresar los grandes ejemplos de virtud que iban esparciendo por todas partes estos dos insignes dechados de perfección cristiana.

Muchos años habían pasado Enrique y Cunegunda en aquella perfecta unión, cuando el enemigo común de la salvación del género humano, que no podía sufrir tan rara y tan heroica virtud en medio de una corte, movió todas sus máquinas para derribarla, o a lo menos para obscurecerla.

Se atrevió el espíritu de la maledicencia y la calumnia a la fidelidad y a la pureza de la Santa Emperatriz, y halló resquicio para introducir en el pecho del Santo Emperador la aprensión o la sospecha; porque permitió el Cielo que se dejase preocupar, para acrisolar más la virtud de Cunegunda. La castísima princesa, aconsejada únicamente por la virtud de la humildad, a que era inclinadísima, resolvió desde luego abrazar con alegría esta obscura humillación con que la ennegrecía la calumnia. Ya su silencio y su resignación habían hecho más insolentes o más atrevidos los recelos, cuando le representaron la obligación en que estaba de quitar el escándalo de sus pueblos, a quien debía de justicia el ejemplo de una vida intachable e irreprensible. Llena de segura confianza en Aquel que a un mismo tiempo era protector y testigo de su virginidad, ofreció justificarla, encomendando a la prueba del fuego el testimonio de su inocencia.

Anduvo Cunegunda con los pies descalzos por barras encendidas sin recibir lesión alguna. Conoció el mundo el mérito de su pureza; y el Emperador, condenando su nimia credulidad, no perdonó medio ni diligencia para reparar la injuria que habían hecho a su castísima esposa, a la facilidad de su genio, y a la excesiva delicadeza de su pundonor. Desde entonces se estrechó más el vínculo o casto nudo que dulcemente los unía. Convinieron ambos en edificar a nombre y expensas comunes la catedral de Bamberga, con magnificencia verdaderamente imperial; la Emperatriz por sí sola fue fundadora del célebre monasterio de benedictinos que, con el nombre de San Miguel, fue adorno y ejemplo de la misma ciudad, y poco tiempo después fundó allí mismo otro segundo con la advocación de San Esteban, siendo muy contadas las ciudades de Alemania donde no dejase religiosos monumentos de su singular piedad.

Le acometió una enfermedad peligrosa, y, luego que salió de ella, en acción de gracias fundó otro tercer monasterio de monjas benedictinas con el título de Santa Cruz, dotándole con una magnificencia digna de tan gran princesa.

Sucedió la muerte del Emperador el año 1024, y en ella sintió la santa Emperatriz el más vivo y penetrante dolor; tanto, que hubo menester toda su virtud para no rendirse a la fuerza del sentimiento. Libre ya de cuanto podía aprisionar su corazón en la Tierra, sólo anheló por el retiro, para dedicar todo su espíritu al Cielo.

El mismo día en que se celebraba el cabo del año de la muerte de su bienaventurado esposo, convocó gran número de prelados para celebrar la dedicación de la iglesia que había edificado á sus imperiales expensas en su muy amado monasterio de Caffungen. Asistió a la ceremonia, adornada de ostentosas galas y revestida de sus insignias imperiales. Concluido el Evangelio de la Misa, se acercó al altar mayor, y ofreció un pedazo de Lignum crucis primorosamente engastado en riquísimo relicario; se despojó después de la púrpura, y se vistió un humilde hábito de religiosa, de color morado, que ella misma había cosido por sus manos, y había hecho que se le bendijesen los Obispos. Se cortó los cabellos, que se guardaron en el monasterio como preciosa reliquia; le echó el velo sobre la cabeza el Obispo de Paderborn, y le entregó un anillo en prenda de su desposorio con el Esposo Celestial. Acabada la ceremonia de la profesión religiosa, aquella purísima heroína, a vista de toda la grandeza de la corte y del inmenso gentío que se deshacía en lágrimas, entró con despejo en el monasterio, donde pasó encerrada los quince últimos años de su vida, entregándose únicamente al ejercicio de las más sublimes y más heroicas virtudes.

Vivió perpetuamente en estado de religiosa particular, rendida con humilde sumisión a todas sus hermanas, mirándolas a todas como si fuesen superioras. No parecía posible humildad más profunda ni más sincera, obediencia más perfecta ni más sencilla.

Las horas que no la ocupaban otras obligaciones más esenciales, ya se sabía que todas se habían de dar a la oración o a la asistencia de las enfermas. Era extrema su mortificación; tanto, que vivía, al parecer, de milagro. Al fin la naturaleza se dio por entendida, y fue necesario ceder a la suma debilidad a que la redujeron sus rigurosas penitencias y sus continuas vigilias. Recibió los últimos Sacramentos de la Iglesia con aquella tierna devoción y con aquellos consuelos interiores que tiene Jesucristo reservados como de justicia para sus dignas esposas. Se afligió tanto de que después de muerta quisiesen tratar como Emperatriz a la que había vivido y estaba para morir como pobre religiosa, que, inmutado repentinamente su apacibilísimo semblante, no se tranquilizó ni serenó hasta que la dieron palabra de que sería enterrada sin la menor distinción, como todas las demás. Murió el día 3 de Marzo del año 1040, y, conducido su santo cuerpo a Bamberga, la honró Dios con la gloria de los milagros después de muerta, cuyo don la había concedido cuando viva. Ciento sesenta años después, conviene a saber, el de 1200, la puso en el catálogo de los santos, con la solemnidad acostumbrada, el papa Inocencio III.

En las actas antiguas de la vida de esta Santa se halla la oración siguiente:

¡Oh Dios, que, entre las demás maravillas de tu poder, hiciste tan sobresaliente en todo género de virtudes y en todo género de estados a tu sierva la santa virgen Cunegunda, que aun en el matrimonio no perdió la hermosa flor de la virginidad, y en la viudez, tomando el hábito de religiosa, nos fue a todos brillante ejemplar de toda perfección por la santidad de su vida, concédenos, por sus merecimientos, que nos alentemos, según nuestra flaqueza, a imitar los asombrosos ejemplos de aquella en cuyas dignas alabanzas deseamos emplearnos! Por Nuestro Señor Jesucristo, etc.

La Epístola es del capítulo III del libro de la Sabiduría.

Las almas de los justos están en la mano de Dios, y no llegará a ellos el tormento de la muerte. Pareció a los ojos de los necios que morían, y se juzgó ser una aflicción el que saliesen de este mundo, y una entera ruina el separarse de nosotros; pero ellos están en paz y, si han sufrido tormentos en presencia de los hombres, su esperanza está llena de la inmortalidad. Habiendo padecido ligeros males, recibirán grandes bienes; porque Dios los tentó y los halló dignos de sí. Los probó como al oro en la hornilla, y los recibió como a una hostia de holocausto, y a su tiempo los mirará con estimación. Resplandecerán los justos, y correrán como centellas por entre las cañas. Juzgarán a las naciones, y dominarán a los pueblos, y su Señor reinará eternamente.

REFLEXIONES

Las almas de los justos las tiene Dios en su mano. ¿Qué consuelo podrá igualar a la satisfacción que engendra por sí sola esta sentencia? ¿Quiénes, sino los justos, podrán gloriarse de un apoyo tan fuerte, tan sólido, tan duradero, tan incontrastable? La mano de Dios, es decir, aquella virtud infinita que sacó de la nada los Cielos y la Tierra; aquel poder inmenso a que no se encuentra oposición ni resistencia; aquella fuerza y valor que postra todo el poder de los asirios y anubla en un momento todo el resplandor de sus victorias; aquel dominio omnipotente que manda a las olas del mar Bermejo que se rompan y formen dos murallas mientras se salva el pueblo electo, y que se junten y sumerjan a Faraón con todo su ejército. La mano de Dios, que es la omnipotencia de Dios, inseparable de su justicia, de su bondad, de su misericordia y de todos sus atributos, es el sitio, el castillo y muro donde los justos se refugian y en donde colocan su seguridad y confianza.

Por eso están seguros de que no pueda tocarlos el tormento de la muerte. No solamente de la muerte eterna, que es la que temen los justos, sino de la muerte temporal, la cual miran con ojos distintos y con diferentes respetos que la miran los impíos. Para éstos la muerte es el mayor de los males, y los tormentos que la acompañan lo más horroroso entre todas las miserias; para los justos es una condición necesaria para haber de gozar de su Dios.

Pero aun hay más razones de consolación para los esforzados soldados de Jesucristo, llamados en las divinas Letras por excelencia los justos. Sabían que eran infalibles las divinas promesas, y sabían cuán magnificas eran éstas a su favor. Juzgarán a las naciones y dominarán a los pueblos, y no tendrán eternamente otro superior, otro presidente, otro rey que aquel Dios omnipotente y eterno por quien vertieron su sangre. Si los tiranos hubieran tenido entendidas estas sentencias, ¿se hubieran atrevido a teñir sus manos en una sangre inocente? Pero ¡qué confusión la suya, cuando vean ser sus jueces aquellos mismos a quienes condenaron a muerte ignominiosa con sus sentencias! ¡Qué confusión la suya cuando miren irrevocable aquella sentencia que los condena por una eternidad a los tormentos del abismo! Tal es la equidad con que trata a los hombres la justicia divina, y tal la recompensa con que premia y ensalza Dios a los que dan verdaderas muestras de amarle en esta vida.

 

El Evangelio es del capítulo XXI de San Lucas.

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Cuando oyereis las guerras y sediciones, no os asustéis; porque es menester que haya antes estas cosas, pero no será luego el fin. Entonces les decía: se levantará una nación contra otra nación, y un reino contra otro reino, y habrá grandes terremotos por los lugares, y pestes y hambres, y habrá en el Cielo terribles figuras y grandes portentos. Pero antes de todo esto os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, trayéndoos ante los reyes y presidentes por causa de mi Nombre. Y esto os acontecerá en testimonio. Fijad, pues, en vuestros corazones que no cuidéis de pensar antes lo que habéis de responder. Porque Yo pondré palabras en vuestra boca y os daré una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros contrarios. Y seréis entregados hasta por vuestros padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros. Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi Nombre; mas no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza. En vuestra paciencia poseeréis vuestras almas.

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