Fue Santa Cunegunda hija de Sigfrido
o Sigefrido, señor palatino del Rhin, primer conde de Luxemburgo y de Heduiga,
señora de las mayores casas de Alemania. Salió a la luz del mundo hacia el fin
del décimo siglo, y correspondió su educación a lo alto de su nacimiento y a la
piedad de sus padres. Mamó con la leche una ternísima devoción a la Santísima
Virgen, y con esta devoción se la pegó aquel amor ardiente, que conservó toda
la vida a la virtud hermosa de la castidad.
El aplauso universal y la
general estimación que se granjearon las prendas de Cunegunda encendieron la
inclinación de los mayores señores para pretenderla; pero logró ser preferido a
todos San Enrique, duque de Baviera, que, muerto el emperador Otón III, fue
elevado y proclamado rey de romanos.
Habían nacido la una para la
otra aquellas dos grandes almas; y siendo el matrimonio tan igual, no podía
dejar de ser el más feliz. Raras veces se ha ofrecido a los ojos y a la
veneración del mundo virtud más heroica en este estado. Prevenidos los dos
castos esposos de aquellas gracias especiales que están destinadas para hacer
los mayores santos, convinieron recíprocamente el primer día de la boda en
guardar perpetua castidad, consagrando a Dios su pureza.
Resuelto el emperador Enrique a
pasar a Roma para recibir la corona imperial de mano del papa Benedicto VIII,
quiso que le acompañase en este viaje su esposa Cunegunda, para que asimismo
recibiese de la misma mano la corona de emperatriz. No hay voces para expresar
los grandes ejemplos de virtud que iban esparciendo por todas partes estos dos
insignes dechados de perfección cristiana.
Muchos años habían pasado
Enrique y Cunegunda en aquella perfecta unión, cuando el enemigo común de la
salvación del género humano, que no podía sufrir tan rara y tan heroica virtud
en medio de una corte, movió todas sus máquinas para derribarla, o a lo menos
para obscurecerla.
Se atrevió el espíritu de la
maledicencia y la calumnia a la fidelidad y a la pureza de la Santa Emperatriz,
y halló resquicio para introducir en el pecho del Santo Emperador la aprensión o
la sospecha; porque permitió el Cielo que se dejase preocupar, para acrisolar
más la virtud de Cunegunda. La castísima princesa, aconsejada únicamente por la
virtud de la humildad, a que era inclinadísima, resolvió desde luego abrazar
con alegría esta obscura humillación con que la ennegrecía la calumnia. Ya su
silencio y su resignación habían hecho más insolentes o más atrevidos los
recelos, cuando le representaron la obligación en que estaba de quitar el
escándalo de sus pueblos, a quien debía de justicia el ejemplo de una vida
intachable e irreprensible. Llena de segura confianza en Aquel que a un mismo
tiempo era protector y testigo de su virginidad, ofreció justificarla,
encomendando a la prueba del fuego el testimonio de su inocencia.
Anduvo Cunegunda con los pies
descalzos por barras encendidas sin recibir lesión alguna. Conoció el mundo el
mérito de su pureza; y el Emperador, condenando su nimia credulidad, no perdonó
medio ni diligencia para reparar la injuria que habían hecho a su castísima
esposa, a la facilidad de su genio, y a la excesiva delicadeza de su pundonor.
Desde entonces se estrechó más el vínculo o casto nudo que dulcemente los unía.
Convinieron ambos en edificar a nombre y expensas comunes la catedral de
Bamberga, con magnificencia verdaderamente imperial; la Emperatriz por sí sola
fue fundadora del célebre monasterio de benedictinos que, con el nombre de San
Miguel, fue adorno y ejemplo de la misma ciudad, y poco tiempo después fundó
allí mismo otro segundo con la advocación de San Esteban, siendo muy contadas
las ciudades de Alemania donde no dejase religiosos monumentos de su singular
piedad.
Le acometió una enfermedad
peligrosa, y, luego que salió de ella, en acción de gracias fundó otro tercer
monasterio de monjas benedictinas con el título de Santa Cruz, dotándole con
una magnificencia digna de tan gran princesa.
Sucedió la muerte del Emperador
el año 1024, y en ella sintió la santa Emperatriz el más vivo y penetrante
dolor; tanto, que hubo menester toda su virtud para no rendirse a la fuerza del
sentimiento. Libre ya de cuanto podía aprisionar su corazón en la Tierra, sólo
anheló por el retiro, para dedicar todo su espíritu al Cielo.
El
mismo día en que se celebraba el cabo del año de la muerte de su bienaventurado
esposo, convocó gran número de prelados para celebrar la dedicación de la
iglesia que había edificado á sus imperiales expensas en su muy amado
monasterio de Caffungen. Asistió a la ceremonia, adornada de ostentosas galas y
revestida de sus insignias imperiales. Concluido el Evangelio de la Misa, se
acercó al altar mayor, y ofreció un pedazo de Lignum crucis primorosamente engastado
en riquísimo relicario; se despojó después de la púrpura, y se vistió un
humilde hábito de religiosa, de color morado, que ella misma había cosido por
sus manos, y había hecho que se le bendijesen los Obispos. Se cortó los
cabellos, que se guardaron en el monasterio como preciosa reliquia; le echó el
velo sobre la cabeza el Obispo de Paderborn, y le entregó un anillo en prenda
de su desposorio con el Esposo Celestial. Acabada la ceremonia de la profesión
religiosa, aquella purísima heroína, a vista de toda la grandeza de la corte y
del inmenso gentío que se deshacía en lágrimas, entró con despejo en el
monasterio, donde pasó encerrada los quince últimos años de su vida,
entregándose únicamente al ejercicio de las más sublimes y más heroicas
virtudes.
Vivió perpetuamente en estado
de religiosa particular, rendida con humilde sumisión a todas sus hermanas,
mirándolas a todas como si fuesen superioras. No parecía posible humildad más
profunda ni más sincera, obediencia más perfecta ni más sencilla.
Las horas que no la ocupaban
otras obligaciones más esenciales, ya se sabía que todas se habían de dar a la
oración o a la asistencia de las enfermas. Era extrema su mortificación; tanto,
que vivía, al parecer, de milagro. Al fin la naturaleza se dio por entendida, y
fue necesario ceder a la suma debilidad a que la redujeron sus rigurosas
penitencias y sus continuas vigilias. Recibió los últimos Sacramentos de la
Iglesia con aquella tierna devoción y con aquellos consuelos interiores que
tiene Jesucristo reservados como de justicia para sus dignas esposas. Se afligió
tanto de que después de muerta quisiesen tratar como Emperatriz a la que había
vivido y estaba para morir como pobre religiosa, que, inmutado repentinamente
su apacibilísimo semblante, no se tranquilizó ni serenó hasta que la dieron
palabra de que sería enterrada sin la menor distinción, como todas las demás.
Murió el día 3 de Marzo del año 1040, y, conducido su santo cuerpo a Bamberga,
la honró Dios con la gloria de los milagros después de muerta, cuyo don la había
concedido cuando viva. Ciento sesenta años después, conviene a saber, el de
1200, la puso en el catálogo de los santos, con la solemnidad acostumbrada, el
papa Inocencio III.
En las actas antiguas de la
vida de esta Santa se halla la oración siguiente:
¡Oh Dios, que, entre las demás
maravillas de tu poder, hiciste tan sobresaliente en todo género de virtudes y
en todo género de estados a tu sierva la santa virgen Cunegunda, que aun en el
matrimonio no perdió la hermosa flor de la virginidad, y en la viudez, tomando
el hábito de religiosa, nos fue a todos brillante ejemplar de toda perfección
por la santidad de su vida, concédenos, por sus merecimientos, que nos
alentemos, según nuestra flaqueza, a imitar los asombrosos ejemplos de aquella
en cuyas dignas alabanzas deseamos emplearnos! Por Nuestro Señor Jesucristo,
etc.
La Epístola es del capítulo
III del libro de la Sabiduría.
Las almas de los justos están
en la mano de Dios, y no llegará a ellos el tormento de la muerte. Pareció a
los ojos de los necios que morían, y se juzgó ser una aflicción el que saliesen
de este mundo, y una entera ruina el separarse de nosotros; pero ellos están en
paz y, si han sufrido tormentos en presencia de los hombres, su esperanza está
llena de la inmortalidad. Habiendo padecido ligeros males, recibirán grandes
bienes; porque Dios los tentó y los halló dignos de sí. Los probó como al oro
en la hornilla, y los recibió como a una hostia de holocausto, y a su tiempo
los mirará con estimación. Resplandecerán los justos, y correrán como centellas
por entre las cañas. Juzgarán a las naciones, y dominarán a los pueblos, y su
Señor reinará eternamente.
REFLEXIONES
Las
almas de los justos las tiene Dios en su mano. ¿Qué consuelo
podrá igualar a la satisfacción que engendra por sí sola esta sentencia?
¿Quiénes, sino los justos, podrán gloriarse de un apoyo tan fuerte, tan sólido,
tan duradero, tan incontrastable? La
mano de Dios, es decir, aquella virtud infinita que sacó de la
nada los Cielos y la Tierra; aquel poder inmenso a que no se encuentra
oposición ni resistencia; aquella fuerza y valor que postra todo el poder de
los asirios y anubla en un momento todo el resplandor de sus victorias; aquel
dominio omnipotente que manda a las olas del mar Bermejo que se rompan y formen
dos murallas mientras se salva el pueblo electo, y que se junten y sumerjan a
Faraón con todo su ejército. La
mano de Dios, que es la omnipotencia de Dios, inseparable de
su justicia, de su bondad, de su misericordia y de todos sus atributos, es el
sitio, el castillo y muro donde los justos se refugian y en donde colocan su
seguridad y confianza.
Por eso
están seguros de que no
pueda tocarlos el tormento de la muerte. No solamente de la
muerte eterna, que es la que temen los justos, sino de la muerte temporal, la
cual miran con ojos distintos y con diferentes respetos que la miran los
impíos. Para éstos la muerte es el mayor de los males, y los tormentos que la
acompañan lo más horroroso entre todas las miserias; para los justos es una
condición necesaria para haber de gozar de su Dios.
Pero
aun hay más razones de consolación para los esforzados soldados de Jesucristo,
llamados en las divinas Letras por excelencia los justos. Sabían que eran infalibles
las divinas promesas, y sabían cuán magnificas eran éstas a su favor. Juzgarán a las naciones y dominarán a
los pueblos, y no tendrán eternamente otro superior, otro presidente, otro rey
que aquel Dios omnipotente y eterno por quien vertieron su
sangre. Si los tiranos hubieran tenido entendidas estas sentencias, ¿se
hubieran atrevido a teñir sus manos en una sangre inocente? Pero ¡qué confusión
la suya, cuando vean ser sus jueces aquellos mismos a quienes condenaron a
muerte ignominiosa con sus sentencias! ¡Qué confusión la suya cuando miren
irrevocable aquella sentencia que los condena por una eternidad a los tormentos
del abismo! Tal es la equidad con que trata a los hombres la justicia divina, y
tal la recompensa con que premia y ensalza Dios a los que dan verdaderas
muestras de amarle en esta vida.
El Evangelio es del capítulo
XXI de San Lucas.
En aquel tiempo dijo Jesús a
sus discípulos: Cuando oyereis las guerras y sediciones, no os asustéis; porque
es menester que haya antes estas cosas, pero no será luego el fin. Entonces les
decía: se levantará una nación contra otra nación, y un reino contra otro
reino, y habrá grandes terremotos por los lugares, y pestes y hambres, y habrá
en el Cielo terribles figuras y grandes portentos. Pero antes de todo esto os
echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles,
trayéndoos ante los reyes y presidentes por causa de mi Nombre. Y esto os
acontecerá en testimonio. Fijad, pues, en vuestros corazones que no cuidéis de
pensar antes lo que habéis de responder. Porque Yo pondré palabras en vuestra
boca y os daré una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos
vuestros contrarios. Y seréis entregados hasta por vuestros padres, hermanos,
parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros. Y seréis aborrecidos de
todos por causa de mi Nombre; mas no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza.
En vuestra paciencia poseeréis vuestras almas.
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