San Simplicio, sucesor de San
Hilario en el trono pontificio, gobernó a la Iglesia desde el año 468, durante
un período especialmente difícil. Todas las provincias occidentales, excepto
Italia, habían caído ya en manos de los bárbaros, que eran en su mayoría
paganos y, durante el pontificado de San Simplicio, Roma estuvo ocupada por
Odoacro, rey de los hérulos, y el imperio de Occidente dejó de existir. El
pueblo, abrumado por los impuestos de sus gobernantes romanos, y despojado por
las incursiones de los bárbaros, opuso apenas resistencia a los conquistadores
que, por lo menos, tenían el mérito de no cargarle de tributos. San Simplicio
hizo cuanto pudo por remediar la miseria de la población y por sembrar entre
los bárbaros la semilla de la fe.
Por otra parte, tuvo que hacer
frente en el Oriente a la influencia de la herejía monofisita. El santo
Pontífice reivindicó el valor de los decretos del Concilio de Calcedonia contra
los que querían suprimirlos y trabajó con todas sus fuerzas por mantener viva
la fe. Intervino con firmeza frente a las pretensiones de la sede de
Constantinopla, que quería limitar la primacía de Roma sólo a Occidente, y
disminuir la importancia de los otros patriarcados, dejando a Constantinopla como
primada del Oriente, en base al Canon 28 del Concilio —que ya el Papa León
había rechazado—, que la Sede Romana no ratificó.
Murió el año 483 y fue
sepultado en San Pedro. Podrían escribirse muchas páginas sobre la vida de San Simplicio,
ya que su influencia se dejó sentir tanto en los asuntos de la Iglesia, como en
los de la política de la época; pero sobre su vida personal, sólo sabemos
algunas generalidades. Por otra parte, apenas hay pruebas de que se le haya
tributado culto.
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