Daniel Georg Schultz, San Casimiro
Fue San Casimiro hijo de
Casimiro III, rey de Polonia y gran duque de Lituania, y de Isabel de Austria,
hija del emperador Alberto, rey de Hungría y de Bohemia. Nació en Cracovia el
día 5 de Octubre del año 1458, y desde la cuna le fueron formando en la virtud
y en la devoción los cuidadosos desvelos de la reina, su madre, una de las más
piadosas princesas de aquel siglo. Apenas dejó que hacer a la educación el
bello natural de Casimiro; y con su ingenio vivo, penetrante y delicado hizo en
poco tiempo maravillosos progresos en las letras.
Pero fueron mucho más prontos y
más admirables los que adelantó en la virtud. No es posible imaginar mayor
inocencia, mayor compostura, mayor devoción ni mayor virtud en un príncipe de
tierna edad. Le previno el Señor desde la cuna con tan singulares bendiciones
de su gracia, que por toda la vida ignoró hasta el nombre del vicio. Tan lejos
estuvo de envanecerle su elevado nacimiento, y el verse heredero de una casa
que era de las más ilustres de Europa, que ni aun le mereció siquiera la más
ligera atención. Era hijo de rey, hermano de rey, y él mismo era también rey de
Hungría; pero hizo tan poco caso de estos majestuosos títulos, que sólo escogió
el de ciudadano del Cielo, sin apreciar ni darse a sí mismo otro.
Fue tan enemigo de los
entretenimientos más ordinarios y aun más inocentes de aquella edad, que no
encontraba recreo más dulce ni más de su gusto que pasar largas horas en la
iglesia, haciendo corte, como él decía, a Jesucristo; y cuando sus ayos le advertían
que era menester desahogar el ánimo con alguna diversión honesta, les respondía
con gracia que en el templo, a los pies de Jesucristo, hallaba él toda la
diversión del paseo, del juego y de la caza.
Era tan particular y tan tierna
la devoción que profesaba a la Sagrada Pasión del Señor, que al oír hablar de
los dolores y de los tormentos que se le representaron en el Huerto, y que
padeció en el Calvario; al considerar aquel exceso de amor que le hizo víctima
de nuestros pecados, sólo con poner los ojos en un crucifijo se le derretían en
lágrimas, y no pocas veces caía en una especie de deliquio, que parecía
verdadero desmayo.
No ha habido ni habrá
predestinado alguno que no profese una ternísima devoción a la Santísima
Virgen; la de San Casimiro a esta Reina de los escogidos era extraordinaria. No
acertaba a llamarla con otro nombre que con el de su buena Madre; se explicaba
con excesiva ternura y con los términos más enérgicos para manifestar el respeto
y el ardiente amor que le profesaba.
Por desahogar en parte su
encendida devoción a la Emperatriz de los ángeles, fuera de otros muchos
devotos ejercicios que le eran familiares, compuso en honra suya, siendo aún
muy joven, una especie de prosa con consonantes, llena de los más tiernos
afectos de su corazón, y era como sigue traducida al castellano:
«Alma
mía, no dejes pasar día alguno sin rendir tus respetos a María; solemniza con
devoción sus fiestas, celebra sus asombrosas virtudes.
«Admira
su grandeza y su elevación sobre todas las criaturas; no ceses de publicar la
dicha que logró en ser Madre de Dios, sin dejar de ser Virgen.
«Hónrala
como a tu Reina, para que te alcance el perdón de los pecados; invócala como a
tu Madre, y no permitirá que te arrastre el torrente de las pasiones.
«Aunque
sé muy bien que María es superior a toda alabanza, también sé que es impiedad,
que es locura dejar de alabarla porque no se puede hacer dignamente.
«Esta
Señora debe ser singularmente alabada y exaltada por todos los hombres; y no
debiéramos cesar jamás de honrarla, bendecirla e invocarla.
«Virgen
Santa, ornamento y gloria de tu sexo, Tú, que eres reverenciada en toda la
Tierra y estás colocada tan elevadamente en el Cielo,
«Dígnate
oír las oraciones de los que se glorían en cantar tus alabanzas; alcánzanos el
perdón de nuestros pecados y haznos dignos de la felicidad eterna.
«Dios
te Salve, Virgen y Madre, pues por Ti se nos abrieron a nosotros miserables las
puertas del Cielo; y a Ti no te pudo morder ni engañar la antigua serpiente.
«Después
de Dios, ninguno tuvo más parte que Tú en nuestra redención; por eso ponemos en
Ti toda nuestra confianza, y esperamos por tu santa intercesión que no nos ha
de tocar la infeliz suerte de los réprobos.
«Líbrame
de aquel estanque de fuego donde se padecen todos los tormentos, y consígueme
por tus oraciones un lugar en la estancia feliz de los bienaventurados.
«Alcánzame
una pureza inalterable, una modestia que edifique, una dulzura universal, una
devoción constante, una prudencia verdadera, un corazón sin artificio y un
espíritu recto.
«Destierra
de mi corazón todo afecto de aversión o de tibieza; enciende en él una caridad
perfecta; apaga toda centella, toda inclinación de concupiscencia; consígueme
la perseverancia final y halle yo en Ti toda la asistencia que he menester
contra los enemigos de mi eterna salvación».
Se descubren bien en la notable
sencillez y en las frases de este himno los tiernos afectos del santo príncipe
para con la Madre de Dios. No contento con rezarle todos los días en forma de
oración, quiso enterrarse con él; y ciento veinte años después de su preciosa
muerte se halló en la sepultura debajo de su cabeza.
A la eminente piedad de
Casimiro correspondía el celo por la religión. En fuerza de él persuadió al rey
su hermano que despojase a los herejes de las iglesias de que se habían
apoderado, donde celebraban sus sediciosas juntas, y que no se devolviesen a
los cismáticos las que se les habían quitado.
Acompañaba a este celo ardiente
por la religión una caridad no menos ardiente por los pobres, de quienes era
amoroso padre. Si le representaban que era abatimiento de su elevación y de su
real persona el entregarse tan sin distinción a todo género de obras de
caridad, respondía que ninguna cosa honraba más a los grandes, ninguna era más
digna de la suprema elevación de los príncipes, que servir a Jesucristo en la
persona de sus pobres. Por lo que toca a mí, solía añadir, toda mi gloria la
coloco en servir al pobre más andrajoso y despreciado.
Fue electo rey de Bohemia su
hermano mayor Ladislao, y toda la Polonia celebraba ya la dicha que esperaba de
lograr algún día por su rey a Casimiro, cuando llegó la noticia de haberle
elegido rey de Hungría toda la nobleza y todos los estados del reino, que,
cansados ya de las intolerables costumbres y gobierno del rey Matías Hunyadi,
le habían precipitado del trono. A pesar de la resistencia que hizo al cetro la
modestia del joven Casimiro, le fue forzoso rendirse. Partió, en efecto, a
tomar posesión de la corona; pero la lentitud de su marcha, efecto de la
repugnancia y aun del fastidio con que miraba las grandezas de la Tierra,
dieron tiempo a Matías para volver a ganar los corazones y la compasión de la
principal nobleza húngara, y para levantar un ejército considerable con que
hacer frente al nuevo rey, que estaba muy ajeno de querer conquistar con la
sangre de sus vasallos una corona cuya aceptación había costado a su
inclinación y a su heroica virtud tanto sacrificio. Rindió mil gracias al Cielo
por aquel suceso tan conforme a su desengaño y a sus piadosos deseos, y lleno
de gozo dio la vuelta a Polonia.
Los doce años que le restaron
de vida los dedicó enteramente a santificarse más y más por la práctica de
todas las virtudes, y singularmente por el ejercicio de una rigurosísima
penitencia. Traía siempre a raíz de las carnes un áspero cilicio; su ayuno era
perpetuo; dormía en la tierra al pie de la rica cama, que era sólo de honor y
de respeto, pasando muy de ordinario en oración la mayor parte de la noche.
Aunque joven de gallarda
disposición, y criado entre las delicias de la corte, conservó hasta la muerte
su primera inocencia. Hizo voto de perpetua castidad una vez que tuvo años y
reflexión para conocer lo que vale esta heroica virtud. En vano le persuadieron
y le instaron a que se casase; no hubo razón, ni de estado, ni de familia, ni
de la propia salud que venciese su constancia; en conclusión, antes quiso perder
la vida que la virginidad.
Ya estaba el santo príncipe muy
maduro para el Cielo. No parecía justo que poseyese la Tierra por más tiempo un
tesoro tan precioso, de que no era digno el mundo. Al lento, pero maligno ardor
de una calenturilla continua, se fue disponiendo con mucho tiempo para morir.
Redobló su devoción y fervor, y habiendo recibido los últimos Sacramentos con
extraordinaria piedad, llegado, en fin, el día 4 de Marzo de 1484, a los
veintitrés años y cinco meses de su edad, murió con la muerte de los justos en
Vilna, capital del gran ducado de Lituania, cuyo título poseía el santo
mancebo.
Desde luego quiso el Señor
acreditar la santidad de su fiel siervo con multitud prodigiosa de milagros. El
papa León X terminó el proceso de su canonización con la mayor solemnidad, y
desde entonces fue reconocido por patrono singular de Lituania y de Polonia.
El año de 1604, ciento veinte
después de su dichosa muerte, fue hallado el sagrado cuerpo entero y sin
corrupción, y en el instrumento auténtico de esta maravilla, que, con autoridad
del obispo de Vilna, se otorgó a presencia de todo el Cabildo y de los
principales de aquella ciudad, se dice que los preciosos vestidos con que fue
enterrado se hallaron tan enteros y tan nuevos como si se los hubieran puesto
aquel mismo día, aunque la humedad del sitio había penetrado las piedras de la
bóveda y los parajes inmediatos al sepulcro. Se añade en el mismo instrumento
que por espacio de tres días se percibió una admirable fragancia en toda la
iglesia, y que se halló también la devota prosa o himno en honor de la
Santísima Virgen que copiamos arriba, escrito todo de su mano, el que se
conserva aún como preciosa reliquia. El autor antiguo de su vida dice que se
invoca la intercesión de San Casimiro principalmente para conseguir de Dios el
don de la castidad, para librarse de la peste y contra las incursiones de los
infieles.
La Misa es en honra del Santo, y la oración es la que sigue:
¡Oh Dios, que entre las
delicias de la corte y en medio de los más halagüeños atractivos del mundo,
fortaleciste a San Casimiro con una inmoble constancia! Te suplicamos que, por
su intercesión, tus fieles siervos menosprecien siempre las cosas de la Tierra,
y aspiren perpetuamente a las del Cielo. Por Nuestro Señor Jesucristo, etc.
La Epístola es del capítulo XXXI del libro del Eclesiástico.
Dichoso el hombre que fue
hallado sin mancha, y que no corrió tras el oro, ni puso su confianza en el
dinero ni en los tesoros. ¿Quién es éste, y le alabaremos? Porque hizo cosas
maravillosas en su vida. El que fue probado en el oro y fue hallado perfecto,
tendrá una gloria eterna; pudo violar la ley, y no la violó; hacer mal, y no lo
hizo. Por esto sus bienes están seguros en el Señor, y toda la congregación de
los santos publicará sus limosnas.
REFLEXIONES
Asombro
es que, después de tantas experiencias de lo poco que se debe fiar en los
bienes de esta vida, cada día sea mayor el hambre que se tiene de ellos. Crece
con la edad la codicia de las riquezas, y aun se puede añadir que también crece
con la misma abundancia; porque no suele ser vicio de los pobres la avaricia.
Parece que a proporción de los bienes crece la necesidad. Aquél estaba contento
en una mediana fortuna, que en otra más sobresaliente vive sin sosiego, sin
gusto y sin seguridad. En la humildad del valle o al pie de la montaña se está a
cubierto de las tempestades; las eminencias son siempre peligrosas; y a los que
andan en alto se les suele turbar la vista y trastornarla cabeza. ¡Qué bien
prueba todo esto la insuficiencia y aun la vanidad de las riquezas! ¡La riqueza
verdadera consiste en la verdadera virtud! Las demás riquezas, a son ilusiones,
o a lo más unas espinas cubiertas de flores, que agradan y pican; se ven las
flores y se sienten las puntas. Esta es la verdadera causa de aquellos
enfadosos cuidados, de aquellas continuas inquietudes, de aquellas ansias que a
todas partes acompañan a los ricos. Es dichoso, es verdaderamente rico el que
es justo en los ojos de Dios. ¡Qué consuelo tan grande y qué consuelo tan sólido!
En vano se acumulan tesoros sobre tesoros; no es más que acumular cuidados
sobre cuidados, nuevos disgustos sobre nuevas inquietudes.
MEDITACIÓN
Del cuidado
que tiene Dios de los que le sirven con fidelidad.
Punto primero.— Considera los
términos, las figuras, los símbolos de que se vale Dios, para que comprendamos
el cuidado que tiene de los que le sirven con fidelidad y con celo. No hay cosa
más tierna, no hay cosa más expresiva.
Llega el amo, dice el Salvador;
encuentra velando a sus fieles criados por esperarle; ¡con qué bondad premia su
vigilancia en la misma hora y en el mismo instante! No contento con alabarlos,
los trata como si fueran hijos suyos; los colma de nuevos favores; se pone,
digámoslo así, haldas en cinta para servirlos con más desembarazo; los hace
sentar, y él mismo les sirve a la mesa. ¿Qué figura puede haber más expresiva
de los desvelos (quiero explicarme de esta manera) con que el Señor se aplica
voluntariamente a cuidar de sus fieles siervos?
Pero
aun esto no es bastante. Dime, pregunta
el mismo Señor por el Profeta. (Isaías XLIX, 15) ¿Podrá
una tierna madre olvidarse de su hijo, podrá no compadecerse, no tener cuidado
de aquél infante que estuvo nueve meses dentro de sus mismas entrañas? ¡Oh
ternísima comparación! Pues mira: posible es que
una madre se olvide de su hijo; pero no es posible que Yo me olvide jamás de
los míos. Dios mío, ¿puede haber cosa de mayor consuelo? ¡Y después de
esto os serviremos con frialdad o con indiferencia!
Mas no
creáis que este cuidado mío es un cuidado que ligeramente se desvanece. A todos
os tengo grabados en la parte exterior y superior de mi misma mano. ¡Oh
gran Dios, y que expresiones tan vivas para que comprendamos la continuación de
vuestro desvelo y el exceso de vuestra ternura!
Punto segundo.— Considera que
no sólo se ha valido Dios de los profetas para manifestarnos sus afectos de
ternura, sus cuidados, sus desvelos en hacernos bien; sino que más sensible,
más eficazmente se ha explicado por la boca de su Hijo. ¡Mira bien el ardor y
el celo de Jesucristo por nuestra salvación!
Si servimos al Señor con disgusto,
y muchas veces por fuerza, ¿de qué nos quejamos cuando no somos oídos? ¿Nos
halla acaso velando siempre que nos llama y nos busca? ¿No nos encuentra
dormidos muchas veces? Y después de esto ¿extrañaremos que no nos siente a su
mesa? ¡Se le sirve tan mal, y se pretende que nos colme de favores! Sirvamos a
Dios como le sirvió San Casimiro, y hasta en el trono. Sirvámosle como tantos y
tan ilustres santos de todos sexos, edades y condiciones, y con ellos
experimentaremos los continuos y dulces efectos de su sabia y amorosa
providencia.
Trae a la memoria las
demostraciones de bondad, de protección y de paciencia que has recibido de Dios
durante el curso de tu vida, y juzga si debes tardar un solo momento en
dedicarte a servirle. No, Dios mío, nada tengo que deliberar en este punto.
Solamente os suplico que os dignéis no desechar a un siervo perezoso, ingrato y
cobarde en vuestro servicio, pero que está resuelto con vuestra divina gracia a
mudarse enteramente, y a ser en adelante un siervo fiel. Aumentad, Señor,
vuestras misericordias; concededme vuestros auxilios, pues desde este mismo
instante doy principio a amaros y a serviros con fervor y fidelidad.
JACULATORIAS
Sí por
cierto; el Señor siempre está velando sobre sus siervos, sin que el sueño sea
capaz de interrumpir su vigilancia.— Salmo CXX.
Sirvamos
a Dios, que Él será centinela para que nada nos dañe ni nos inquiete. Sirvamos a
Dios, que Él velará continuamente en nuestra conservación.— Ibídem.
PROPÓSITOS
1. Siendo tan
admirable el cuidado que tiene Dios de nuestra conservación y de nuestra vida,
no son menos dignos de admiración y de reconocimiento los medios espirituales
que nos ofrece en la protección poderosa de los santos. No despreciemos, pues,
estos medios tan fáciles para nuestra santificación; imitemos las grandes
virtudes que practicaron, y seremos, como ellos, de gloria coronados. En todos
los estados, clases y condiciones podemos ser santos. La virtud no es
patrimonio de algunas y determinadas personas, lo es de todas. Mil y mil
ejemplos tenemos de ello, y particularmente en el glorioso San Casimiro, que se
santificó en el trono y santificó a sus pueblos. Procura tú, á imitación de tan
gran Santo, adelantar de día en día en la perfección, santificándote á tí, y
santificando con el buen ejemplo á tu familia, criados y personas que en alguna
manera dependan de ti. Socorre las necesidades de tus hermanos en la forma que
pudieres. Prívate de tal y cual gasto superfluo, y enjugarás el llanto del
afligido, llevando pan á la boca del hambriento.
2. Procura,
como ya se ha dicho repetidas veces, tener un Crucifijo en tu cuarto; pero no
sea como un adorno; medita en él, como San Casimiro, los dolores y los
tormentos y muerte de cruz que padeció por todos nosotros, y ciertamente que
esto sólo será bastante para retraerte del pecado. Ten particular devoción a la
Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, y te llenarás de gracias y
mercedes sin fin. Profesa igualmente una ternísima devoción a la Purísima
Virgen María, Madre de todo consuelo, de toda vida, de toda esperanza. Pídela
continuamente su amparo y protección para todo, y sobre todo que reciba tu
último suspiro y abogue por ti ante su divino Hijo, y de este modo tu vida será
santa, tu muerte será dichosa, y después gozarás eternamente en las mansiones
de los bienaventurados. Todo cuanto hagamos será poco para recompensa, honor y
felicidad tan grande, sin igual y completa.
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