En tiempos en que Raimundo Berenguer, conde de Barcelona, primero de este nombre, ilustraba el Principado de Cataluña con las célebres victorias que alcanzó de los moros, nació en Barcelona en el año 1060 San Olegario, para gloria y honor inmortal de aquella capital y de todo su Principado. Fueron sus padres Olegario y Gila, ambos más ilustres por su piedad que por su nobleza, los cuales procuraron con el mayor esmero dar al niño una educación tan propia de su religiosidad como de su ilustre nacimiento.
Manifestó el ilustre joven su
inclinación al estado eclesiástico, con la idea de dedicarse enteramente al
servicio del Señor; y no queriendo sus padres quitarle tan buena vocación, le
ofrecieron a Dios y a la ilustre mártir Santa Eulalia en la Catedral de la
Santa Cruz, a la que hicieron donación de una rica heredad que poseían en el
condado de Asura, para atender a la necesidad de aquella iglesia recién
conquistada de los árabes. Admitido Olegario entre aquellos canónigos a la edad
de diecisiete años, acreditó desde ese momento que su virtud era superior a su
edad, de tal modo que fue muy pronto nombrado prior de de aquel Cabildo,
desempeñando su nuevo destino con tal gravedad, circunspección y sabiduría, que
fue la admiración de los seglares y el modelo de los eclesiásticos.
Deseoso el nuevo prior de de
mayor perfección, pensó en una vida más recogida, para lo que se retiró al
monasterio de San Adrián, que acababa de fundar Don Beltrán, obispo de
Barcelona, para canónigos regulares de San Agustín. Bien pronto se hizo admirar
en el monasterio por sus virtudes, por lo que fue nombrado por unanimidad prior
de aquella santa casa.
Cuando sólo pensaba el ilustre
prior en santificarse a sí y a sus súbditos ocurrió la muerte de Don Raimundo,
Obispo de Barcelona, y todos convinieron, por inspiración divina, en que le
sucediera Olegario, que a la sazón se hallaba en Barcelona. Fue la elección
agradable a los condes, acepta al clero, y tan a satisfacción del pueblo, que
manifestó su gozo con las más festivas demostraciones. Sólo el Santo reprobó
una elección tan aplaudida, y resolviendo no admitir tan pesada carga, huyó
secretamente a Francia en el silencio de la noche. El cardenal Bosón fue
nombrado legado apostólico, con encargo especial para que se consagrase obispo a
Olegario; y habiendo sabido que estaba oculto en el monasterio de San Rufo, le
hizo comparecer el legado, e intimándole el precepto del Papa, le consagró
inmediatamente, sin dar oídos a sus ruegos ni a sus lágrimas.
No ignoraba Olegario los
formidables cargos del estado episcopal; pero lleno de confianza en aquel Señor
que le eligió, surtió a su pueblo, con sus continuas predicaciones y con sus
saludables consejos, de abundantes pastos espirituales; y no omitiendo su
ardiente caridad los oficios de padre, socorrió las necesidades corporales de
sus ovejas. El conde Berenguer intentó recuperar a Tarragona de los moros, y convencido del celo del obispo de Barcelona, le cedió dicha ciudad
para sí y sus sucesores, según consta de su donación, fecha 1° de febrero de
1117. Olegario pasó con este motivo a obtener de Gelasio II la confirmación de
aquella nueva promoción. El Papa le recibió con las demostraciones del mayor
honor, y no sólo confirmó su elección, sino que le condecoró con el palio,
insignia de los metropolitanos.
Regresó Olegario a España, y
verificada la recuperación de Tarragona con su ayuda, restableció su iglesia
destruida, creó canónigos, y dispuso lo necesario para la defensa de los
ciudadanos. Muerto el papa Gelasio II, y habiéndole sucedido Calixto II,
convocó un Concilio general en Roma, que fue el primero de Letrán, en el que se
trató de la Cruzada para la reconquista de la Tierra Santa. Olegario concurrió
al Concilio como uno de los Padres, y representando por su medio al conde de
Barcelona; porque era no menos importante la Cruzada en España que en
Palestina, debido a la opresión que padecían en ella los cristianos. Nombró
Calixto por su legado apostólico a nuestro ilustre prelado, para que con su
autoridad favoreciese las expediciones de Tortosa, Lérida y otras muchas villas
que ocupaban los bárbaros. Volvió Olegario de Roma, condecorado con la legacía,
y empeñado todo su celo y su reputación en las expediciones expresadas,
acreditó muy pronto los felices resultados obtenidos por los cristianos.
Libre ya nuestro Obispo de
estas ocupaciones, aconsejó al conde de Barcelona la celebración de unas Cortes
generales, que se convocaron en Barcelona en el año 1135, a las que
concurrieron Raimundo, Obispo de Vich, y Bernardo de Gerona, los abades, los condes,
los nobles y los apoderados de las ciudades del Principado. El virtuoso
Olegario, satisfecho con el buen estado de su Iglesia, hizo un viaje a Jerusalén,
en donde fue obsequiado por sus virtudes, y regresó a España con la más
edificante piedad. A su vuelta estableció la Orden de los Templarios, y fue el
arbitro de los príncipes, decidiendo con su prudencia las diferencias
suscitadas entre los reyes de Aragón y Castilla, Don Ramiro y Don Alonso, los
condes de Tolosa y Venecia, y otros varios. Por último, agobiada su naturaleza
con tantos trabajos, quiso Dios acrisolar su virtud en una dolorosa enfermedad,
que soportó con increíble resignación. Restablecido, convocó un Sínodo
diocesano en Noviembre de 1136. Volvió a recaer enfermo, y, celebrando otro
Sínodo, recibió los últimos Sacramentos en presencia de todos los que
asistieron al Sínodo; y dándoles su bendición, descansó en el Señor el día 6 de
marzo del año 1137, a los setenta y seis de su edad.
Su cuerpo se trasladó con gran
pompa a Barcelona, donde actualmente se conserva con veneración sobre un altar
algo separado de la pared, por cuyo espacio se ve el cadáver íntegro, a
excepción de un poco de carne que le falta en el rostro.
La Epístola es del capítulo XI
de la carta del apóstol San Pablo a los hebreos.
Hermanos: Los santos por la fe
vencieron los reinos, obraron justicia, alcanzaron lo que se les había
prometido, cerraron las bocas de los leones, apagaron la violencia del fuego,
escaparon del filo de la espada, convalecieron de su enfermedad, se hicieron
esforzados en la guerra, desbarataron los ejércitos de los extraños. Las madres
recibieron resucitados a sus hijos que habían muerto. Unos fueron extendidos en
potros y despreciaron el rescate, para hallar mejor resurrección. Otros padecieron
vituperios y azotes, y además cadenas y cárceles; fueron apedreados,
despedazados, tentados, pasados a cuchillo, anduvieron errantes, cubiertos de
pieles de ovejas y de cabras, necesitados, angustiados, afligidos; hombres que
no los merecía el mundo, anduvieron errantes por los desiertos, las cuevas y
cavernas de la tierra. Y todos éstos se hallaron probados por el testimonio de
la fe en Cristo Jesús Nuestro Señor.
REFLEXIONES
No solamente vive el justo por
la fe, sino que, en cierta manera, se puede decir que la fe es el móvil
principal, o, al menos, uno de los principales de las mayores acciones del
justo. La fe es la que le infunde aquel gran valor con que arrostra todas las desigualdades
de la vida, teniendo su corazón fijo en Jesucristo por la fe.
Pero
para que produzca estos efectos, para que sea meritoria, es necesario que sea
entera y universal. No hay cosa tan vasta como la fe; no hay cosa tan dilatada a
que no se extienda la fe: lo que pasa en el Cielo y lo que sucede en los
Infiernos; lo que está sepultado en las tinieblas de lo pasado y lo que está
aún escondido en los abismos de lo venidero; lo que sucedió en el principio del
tiempo y lo que sucederá hacia su fin, todo pertenece a la fe, que siendo, como
es, una participación de la ciencia del mismo Dios, encierra en sí hasta los
conocimientos más remotos. Pero, aunque la fe sea tan vasta y nos descubra
tanta diferencia de cosas, se debe notar, no obstante, que es una e
invisible. Una sola
fe, como dice el Apóstol. Divídanse cuanto se quieran las
materias de la fe, pero jamás se llegará a dividir la fe misma, porque su
objeto formal, como dicen los teólogos, es la primera verdad, esto es, Dios
revelando a su Iglesia los dogmas que ella nos propone. Cualquiera que deja de
creer alguno de ellos, cesa de asentir y someterse a esta primera verdad, y
será reprobado de Dios como si ninguna hubiera creído.
Por
último, y como cualidad la más necesaria, la fe debe ser viva, activa y que nos
una y nos incorpore con Jesucristo, como dice el Apóstol en la epístola de este
día: En obsequio de
Cristo. El creer no consiste en rezar simplemente el Credo, ni el ser fiel
en decir solamente con la boca las palabras de la fe, sin dar a conocer por las
obras lo mismo que se cree; la fe que justifica, y sin la cual nadie puede
salvarse, es una fe que obra por medio de la caridad, se explica en obras de
caridad; ésta es la fe de que vive el justo; ésta es la que elogia San Pablo en
su epístola a los hebreos, en donde, recorriendo todos los siglos pasados, nos
hace ver los grandes hombres que hubo en el Antiguo Testamento, y nos los
representa grandes sólo en cuanto lo fueron delante de Dios, diciendo que esto
lo lograron sólo por la fe.
No sólo la Ley antigua tuvo
esta ventaja; también la nueva puede lisonjearse, y con razón, de haber tenido
héroes y conquistadores por la fe. Imitemos, pues, si no podemos la fortaleza
de los mártires, la fe de tantas almas puras y justas con la que dan
incesantemente frutos de buenas obras, y que nada perdonan ni olvidan por ganar
el Cielo. Sea, en una palabra, nuestra fe obediente, entera, viva y activa, y
conseguiremos como los santos sus premios.
El
Evangelio es del Capítulo XXI de San Lucas:
En aquel tiempo dijo Jesús á
sus discípulos: Cuando oyereis las guerras y sediciones no os asustéis, porque
es menester que haya antes estas cosas, pero no será luego el fin. Entonces les
decía: Se levantará una nación contra otra nación, y un reino contra otro
reino, y habrá grandes terremotos por los lugares, y pestes y hambres, y habrá
en el cielo terribles figuras y grandes portentos. Pero antes de todo esto os
echarán mano, y os perseguirán, entregándoos a !as sinagogas, a las cárceles,
trayéndoos ante los reyes y presidentes por causa de mi nombre. Y esto os
acontecerá en testimonio. Fijad, pues, en vuestros corazones que no cuidéis de
pensar antes lo que habéis de responder. Porque Yo os daré boca y sabiduría, a
la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros contrarios. Y seréis
entregados hasta por vuestros padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a
algunos de vosotros. Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre; mas
no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza. En vuestra paciencia poseeréis
vuestras almas.
MEDITACIÓN
De la violencia que todos deben hacer para salvarse.
Punto primero.— Considera que
el Salvador ni exageró ni ponderó más de lo justo la moral de su Evangelio
cuando aseguró que el Reino de los Cielos padece fuerza, y que solamente los
que se hacen violencia le conquistan. En efecto, las dificultades de la
salvación son reales y efectivas; el camino es muy estrecho, todo está cubierto
de enemigos, y casi a cada paso se tropieza con un estorbo. Si fue menester que
Jesucristo padeciese para entrar en su gloria, ¿quién puede racionalmente
prometerse entrar en ella sin padecer?
¿Qué significan tantas figuras,
tantas parábolas, y todas tan expresivas, de que se vale el Salvador para
hacernos concebir una idea cabal de la dificultad de la salvación? Unas veces
el Reino de los Cielos es un convite general al que todo el mundo es invitado,
sin excepción de personas; pero a nadie se le admite excusa alguna, ni
ocupaciones, ni atenciones, ni pretexto de ningún género. Otras es una guerra
sangrienta; y en ella ¡cuántos ataques se han de resistir, cuántas batallas hay
que sostener, cuántos trabajos se han de tolerar para llegar a vencer! No
solamente no hay salvación fuera de la religión de Jesucristo, ni tampoco la
hay dentro de la misma religión, sino por el camino que el mismo Jesucristo nos
dejó señalado. Así lo comprendieron los gloriosos mártires de este día, que
todo lo renunciaron, hasta su vida, por conseguir el gran premio señalado a los
que no perdonan violencias ni sacrificio alguno por Jesucristo. Ahora,
pregunto: las reglas que sigo, el camino por donde ando, y las máximas que
observo, ¿son las reglas, el camino y las máximas de Jesucristo?
Punto segundo.— Considera que
para comprender bien lo mucho que es menester combatir y lo mucho que
necesariamente ha de costar la victoria en punto de salvación, no hay más que
conocer lo que es nuestra religión y lo que es el corazón humano. Pero esto,
bastante bien lo sabemos por nuestra propia experiencia. Mas ¿cuándo ha de
llegar el tiempo de que discurramos como prudentes y como racionales sobre dos
principios tan conocidos?
El negocio de la salvación es
un negocio arduo, espinoso, delicado. ¿Cuánto tiempo dedicamos a este
importantísimo negocio? En él todo es peligros, todo lazos; apenas hay abrigo;
no hay seguridad alguna; hasta la misma calma es sospechosa. Nosotros mismos
somos nuestra mayor tentación; nuestro propio corazón nos vende, y del fondo de
él nacen las más furiosas tempestades; los malos ejemplos se agigantan en
torrentes; la corrupción general apenas asusta a nadie. ¿Qué se ha de inferir
de todo esto sino que es preciso estar constantemente con las armas en la mano,
que es menester hacerse una continua violencia?
No permitáis, Señor, que haga
inútilmente unas reflexiones tan vivas como urgentes y necesarias. Conozco,
comprendo y veo que es preciso hacer los últimos esfuerzos para entrar en el
Cielo; que el camino es poco frecuentado; que la puerta es muy estrecha; pero
aunque sea menester sacrificarlo todo, aunque sea necesario hacernos todavía
más violencia, confío tanto en los poderosos auxilios de vuestra gracia, que
estoy resuelto a hacer cuanto haya que hacer y a sufrir cuanto haya que sufrir
para salvarme y gozar de vuestra divina presencia.
JACULATORIAS
¡Qué
angosto, qué estrecho es el camino que lleva á la vida eterna! Mateo VII, 14.
Penetrad,
Señor, mi alma, y también mi cuerpo, con vuestro santo temor, para que evite
con la penitencia el terrible rigor de vuestro espantoso juicio.— Salmo CXVIII.
PROPÓSITOS
1. Todos confiesan que el
negocio de la salvación es muy dificultoso, y con todo eso, todos viven como si
fuese la cosa más fácil de conseguir. Cuesta mucho ir al Cielo; ningún santo
dejó de caminar por la senda estrecha, ninguno dejó de llevar la cruz, ninguno
dejó de mortificar sus pasiones, ninguno dejó de merecer el Cielo por la
penitencia. Se conoce, se conviene en la verdad de todas estas proposiciones.
Pero los que pasan la vida en el regalo y en la ociosidad, aquellas personas
que se alimentan de las diversiones, aquellos que a solo el nombre de ayuno, de
abstinencia y de mortificación se asustan y se estremecen, ¿trabajan éstos
seriamente en el negocio de su salvación? ¿Trabajas tú mismo con seriedad e
interés cuando vives como viven ellos? Esto es lo que debes examinar hoy, no
con examen especulativo, sino práctico. El camino que lleva a la vida es
estrecho; y dime: el que tú sigues ¿no es muy ancho? ¿Cuántas violencias haces a
tus inclinaciones? Ea, déjate de reflexiones superficiales y estériles; no te
contentes con decir: este es mi retrato; no hay rasgo en él que no me
represente; añade, pero sin dilatarlo un momento: es preciso y necesario
enmendarme; y comienza a hacerlo desde ahora. Hoy he de ayunar rigurosamente;
desde ahora para siempre me despido de tales juegos, de tales fiestas, de tales
visitas, de tales ocasiones de perder miserablemente mi alma. Se acabaron ya
para mí tales reuniones y concurrencias, y desde este mismo momento quiero
entablar una vida regular y cristiana.
2. Pero no basta evitar lo
malo; es menester que no dejes pasar el día sin hacer alguna obra buena. Pocos
cristianos habrá en el mundo que no tengan algo que reformar en sus trajes,
costumbres e inclinaciones. Reparte entre los pobres, tus hermanos, lo que ahorres
de tus superfluidades; gasta en la iglesia parte del tiempo que habrías de
perder inútilmente en las visitas, en el teatro y en el juego. Lee todos los
días con tu familia la vida del Santo o Santa del día. Vela un poco más sobre
tus hijos y criados. Si eres persona retirada, si tienes la dicha de vivir en
el estado religioso, examina cuidadosamente cómo cumples con tus gravísimas
obligaciones; mira si vives según el espíritu de tu instituto. Reforma desde ahora
esos modales tan desarreglados, esa excesiva inclinación a salir de casa, esa perpetua
alternativa de tibieza y de fervor, esas aversiones o antipatías, y también
esas amistades particulares.
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