sábado, 6 de marzo de 2021

6 de marzo SAN OLEGARIO, OBISPO DE BARCELONA

    


En tiempos en que Raimundo Berenguer, conde de Barcelona, primero de este nombre, ilustraba el Principado de Cataluña con las célebres victorias que alcanzó de los moros, nació en Barcelona en el año 1060 San Olegario, para gloria y honor inmortal de aquella capital y de todo su Principado. Fueron sus padres Olegario y Gila, ambos más ilustres por su piedad que por su nobleza, los cuales procuraron con el mayor esmero dar al niño una educación tan propia de su religiosidad como de su ilustre nacimiento.

Manifestó el ilustre joven su inclinación al estado eclesiástico, con la idea de dedicarse enteramente al servicio del Señor; y no queriendo sus padres quitarle tan buena vocación, le ofrecieron a Dios y a la ilustre mártir Santa Eulalia en la Catedral de la Santa Cruz, a la que hicieron donación de una rica heredad que poseían en el condado de Asura, para atender a la necesidad de aquella iglesia recién conquistada de los árabes. Admitido Olegario entre aquellos canónigos a la edad de diecisiete años, acreditó desde ese momento que su virtud era superior a su edad, de tal modo que fue muy pronto nombrado prior de de aquel Cabildo, desempeñando su nuevo destino con tal gravedad, circunspección y sabiduría, que fue la admiración de los seglares y el modelo de los eclesiásticos.

Deseoso el nuevo prior de de mayor perfección, pensó en una vida más recogida, para lo que se retiró al monasterio de San Adrián, que acababa de fundar Don Beltrán, obispo de Barcelona, para canónigos regulares de San Agustín. Bien pronto se hizo admirar en el monasterio por sus virtudes, por lo que fue nombrado por unanimidad prior de aquella santa casa.

Cuando sólo pensaba el ilustre prior en santificarse a sí y a sus súbditos ocurrió la muerte de Don Raimundo, Obispo de Barcelona, y todos convinieron, por inspiración divina, en que le sucediera Olegario, que a la sazón se hallaba en Barcelona. Fue la elección agradable a los condes, acepta al clero, y tan a satisfacción del pueblo, que manifestó su gozo con las más festivas demostraciones. Sólo el Santo reprobó una elección tan aplaudida, y resolviendo no admitir tan pesada carga, huyó secretamente a Francia en el silencio de la noche. El cardenal Bosón fue nombrado legado apostólico, con encargo especial para que se consagrase obispo a Olegario; y habiendo sabido que estaba oculto en el monasterio de San Rufo, le hizo comparecer el legado, e intimándole el precepto del Papa, le consagró inmediatamente, sin dar oídos a sus ruegos ni a sus lágrimas.

No ignoraba Olegario los formidables cargos del estado episcopal; pero lleno de confianza en aquel Señor que le eligió, surtió a su pueblo, con sus continuas predicaciones y con sus saludables consejos, de abundantes pastos espirituales; y no omitiendo su ardiente caridad los oficios de padre, socorrió las necesidades corporales de sus ovejas. El conde Berenguer intentó recuperar a Tarragona de los moros, y convencido del celo del obispo de Barcelona, le cedió dicha ciudad para sí y sus sucesores, según consta de su donación, fecha 1° de febrero de 1117. Olegario pasó con este motivo a obtener de Gelasio II la confirmación de aquella nueva promoción. El Papa le recibió con las demostraciones del mayor honor, y no sólo confirmó su elección, sino que le condecoró con el palio, insignia de los metropolitanos.

Regresó Olegario a España, y verificada la recuperación de Tarragona con su ayuda, restableció su iglesia destruida, creó canónigos, y dispuso lo necesario para la defensa de los ciudadanos. Muerto el papa Gelasio II, y habiéndole sucedido Calixto II, convocó un Concilio general en Roma, que fue el primero de Letrán, en el que se trató de la Cruzada para la reconquista de la Tierra Santa. Olegario concurrió al Concilio como uno de los Padres, y representando por su medio al conde de Barcelona; porque era no menos importante la Cruzada en España que en Palestina, debido a la opresión que padecían en ella los cristianos. Nombró Calixto por su legado apostólico a nuestro ilustre prelado, para que con su autoridad favoreciese las expediciones de Tortosa, Lérida y otras muchas villas que ocupaban los bárbaros. Volvió Olegario de Roma, condecorado con la legacía, y empeñado todo su celo y su reputación en las expediciones expresadas, acreditó muy pronto los felices resultados obtenidos por los cristianos.

Libre ya nuestro Obispo de estas ocupaciones, aconsejó al conde de Barcelona la celebración de unas Cortes generales, que se convocaron en Barcelona en el año 1135, a las que concurrieron Raimundo, Obispo de Vich, y Bernardo de Gerona, los abades, los condes, los nobles y los apoderados de las ciudades del Principado. El virtuoso Olegario, satisfecho con el buen estado de su Iglesia, hizo un viaje a Jerusalén, en donde fue obsequiado por sus virtudes, y regresó a España con la más edificante piedad. A su vuelta estableció la Orden de los Templarios, y fue el arbitro de los príncipes, decidiendo con su prudencia las diferencias suscitadas entre los reyes de Aragón y Castilla, Don Ramiro y Don Alonso, los condes de Tolosa y Venecia, y otros varios. Por último, agobiada su naturaleza con tantos trabajos, quiso Dios acrisolar su virtud en una dolorosa enfermedad, que soportó con increíble resignación. Restablecido, convocó un Sínodo diocesano en Noviembre de 1136. Volvió a recaer enfermo, y, celebrando otro Sínodo, recibió los últimos Sacramentos en presencia de todos los que asistieron al Sínodo; y dándoles su bendición, descansó en el Señor el día 6 de marzo del año 1137, a los setenta y seis de su edad.

Su cuerpo se trasladó con gran pompa a Barcelona, donde actualmente se conserva con veneración sobre un altar algo separado de la pared, por cuyo espacio se ve el cadáver íntegro, a excepción de un poco de carne que le falta en el rostro.

La Epístola es del capítulo XI de la carta del apóstol San Pablo a los hebreos.

Hermanos: Los santos por la fe vencieron los reinos, obraron justicia, alcanzaron lo que se les había prometido, cerraron las bocas de los leones, apagaron la violencia del fuego, escaparon del filo de la espada, convalecieron de su enfermedad, se hicieron esforzados en la guerra, desbarataron los ejércitos de los extraños. Las madres recibieron resucitados a sus hijos que habían muerto. Unos fueron extendidos en potros y despreciaron el rescate, para hallar mejor resurrección. Otros padecieron vituperios y azotes, y además cadenas y cárceles; fueron apedreados, despedazados, tentados, pasados a cuchillo, anduvieron errantes, cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, necesitados, angustiados, afligidos; hombres que no los merecía el mundo, anduvieron errantes por los desiertos, las cuevas y cavernas de la tierra. Y todos éstos se hallaron probados por el testimonio de la fe en Cristo Jesús Nuestro Señor.

REFLEXIONES

No solamente vive el justo por la fe, sino que, en cierta manera, se puede decir que la fe es el móvil principal, o, al menos, uno de los principales de las mayores acciones del justo. La fe es la que le infunde aquel gran valor con que arrostra todas las desigualdades de la vida, teniendo su corazón fijo en Jesucristo por la fe.

Pero para que produzca estos efectos, para que sea meritoria, es necesario que sea entera y universal. No hay cosa tan vasta como la fe; no hay cosa tan dilatada a que no se extienda la fe: lo que pasa en el Cielo y lo que sucede en los Infiernos; lo que está sepultado en las tinieblas de lo pasado y lo que está aún escondido en los abismos de lo venidero; lo que sucedió en el principio del tiempo y lo que sucederá hacia su fin, todo pertenece a la fe, que siendo, como es, una participación de la ciencia del mismo Dios, encierra en sí hasta los conocimientos más remotos. Pero, aunque la fe sea tan vasta y nos descubra tanta diferencia de cosas, se debe notar, no obstante, que es una e invisible. Una sola fe, como dice el Apóstol. Divídanse cuanto se quieran las materias de la fe, pero jamás se llegará a dividir la fe misma, porque su objeto formal, como dicen los teólogos, es la primera verdad, esto es, Dios revelando a su Iglesia los dogmas que ella nos propone. Cualquiera que deja de creer alguno de ellos, cesa de asentir y someterse a esta primera verdad, y será reprobado de Dios como si ninguna hubiera creído.

Por último, y como cualidad la más necesaria, la fe debe ser viva, activa y que nos una y nos incorpore con Jesucristo, como dice el Apóstol en la epístola de este día: En obsequio de Cristo. El creer no consiste en rezar simplemente el Credo, ni el ser fiel en decir solamente con la boca las palabras de la fe, sin dar a conocer por las obras lo mismo que se cree; la fe que justifica, y sin la cual nadie puede salvarse, es una fe que obra por medio de la caridad, se explica en obras de caridad; ésta es la fe de que vive el justo; ésta es la que elogia San Pablo en su epístola a los hebreos, en donde, recorriendo todos los siglos pasados, nos hace ver los grandes hombres que hubo en el Antiguo Testamento, y nos los representa grandes sólo en cuanto lo fueron delante de Dios, diciendo que esto lo lograron sólo por la fe.

No sólo la Ley antigua tuvo esta ventaja; también la nueva puede lisonjearse, y con razón, de haber tenido héroes y conquistadores por la fe. Imitemos, pues, si no podemos la fortaleza de los mártires, la fe de tantas almas puras y justas con la que dan incesantemente frutos de buenas obras, y que nada perdonan ni olvidan por ganar el Cielo. Sea, en una palabra, nuestra fe obediente, entera, viva y activa, y conseguiremos como los santos sus premios.

El Evangelio es del Capítulo XXI de San Lucas:

En aquel tiempo dijo Jesús á sus discípulos: Cuando oyereis las guerras y sediciones no os asustéis, porque es menester que haya antes estas cosas, pero no será luego el fin. Entonces les decía: Se levantará una nación contra otra nación, y un reino contra otro reino, y habrá grandes terremotos por los lugares, y pestes y hambres, y habrá en el cielo terribles figuras y grandes portentos. Pero antes de todo esto os echarán mano, y os perseguirán, entregándoos a !as sinagogas, a las cárceles, trayéndoos ante los reyes y presidentes por causa de mi nombre. Y esto os acontecerá en testimonio. Fijad, pues, en vuestros corazones que no cuidéis de pensar antes lo que habéis de responder. Porque Yo os daré boca y sabiduría, a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros contrarios. Y seréis entregados hasta por vuestros padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros. Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre; mas no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza. En vuestra paciencia poseeréis vuestras almas.

MEDITACIÓN

 De la violencia que todos deben hacer para salvarse.

Punto primero.— Considera que el Salvador ni exageró ni ponderó más de lo justo la moral de su Evangelio cuando aseguró que el Reino de los Cielos padece fuerza, y que solamente los que se hacen violencia le conquistan. En efecto, las dificultades de la salvación son reales y efectivas; el camino es muy estrecho, todo está cubierto de enemigos, y casi a cada paso se tropieza con un estorbo. Si fue menester que Jesucristo padeciese para entrar en su gloria, ¿quién puede racionalmente prometerse entrar en ella sin padecer?

¿Qué significan tantas figuras, tantas parábolas, y todas tan expresivas, de que se vale el Salvador para hacernos concebir una idea cabal de la dificultad de la salvación? Unas veces el Reino de los Cielos es un convite general al que todo el mundo es invitado, sin excepción de personas; pero a nadie se le admite excusa alguna, ni ocupaciones, ni atenciones, ni pretexto de ningún género. Otras es una guerra sangrienta; y en ella ¡cuántos ataques se han de resistir, cuántas batallas hay que sostener, cuántos trabajos se han de tolerar para llegar a vencer! No solamente no hay salvación fuera de la religión de Jesucristo, ni tampoco la hay dentro de la misma religión, sino por el camino que el mismo Jesucristo nos dejó señalado. Así lo comprendieron los gloriosos mártires de este día, que todo lo renunciaron, hasta su vida, por conseguir el gran premio señalado a los que no perdonan violencias ni sacrificio alguno por Jesucristo. Ahora, pregunto: las reglas que sigo, el camino por donde ando, y las máximas que observo, ¿son las reglas, el camino y las máximas de Jesucristo?

Punto segundo.— Considera que para comprender bien lo mucho que es menester combatir y lo mucho que necesariamente ha de costar la victoria en punto de salvación, no hay más que conocer lo que es nuestra religión y lo que es el corazón humano. Pero esto, bastante bien lo sabemos por nuestra propia experiencia. Mas ¿cuándo ha de llegar el tiempo de que discurramos como prudentes y como racionales sobre dos principios tan conocidos?

El negocio de la salvación es un negocio arduo, espinoso, delicado. ¿Cuánto tiempo dedicamos a este importantísimo negocio? En él todo es peligros, todo lazos; apenas hay abrigo; no hay seguridad alguna; hasta la misma calma es sospechosa. Nosotros mismos somos nuestra mayor tentación; nuestro propio corazón nos vende, y del fondo de él nacen las más furiosas tempestades; los malos ejemplos se agigantan en torrentes; la corrupción general apenas asusta a nadie. ¿Qué se ha de inferir de todo esto sino que es preciso estar constantemente con las armas en la mano, que es menester hacerse una continua violencia?

No permitáis, Señor, que haga inútilmente unas reflexiones tan vivas como urgentes y necesarias. Conozco, comprendo y veo que es preciso hacer los últimos esfuerzos para entrar en el Cielo; que el camino es poco frecuentado; que la puerta es muy estrecha; pero aunque sea menester sacrificarlo todo, aunque sea necesario hacernos todavía más violencia, confío tanto en los poderosos auxilios de vuestra gracia, que estoy resuelto a hacer cuanto haya que hacer y a sufrir cuanto haya que sufrir para salvarme y gozar de vuestra divina presencia.

JACULATORIAS

¡Qué angosto, qué estrecho es el camino que lleva á la vida eterna! Mateo VII, 14.

Penetrad, Señor, mi alma, y también mi cuerpo, con vuestro santo temor, para que evite con la penitencia el terrible rigor de vuestro espantoso juicio.— Salmo CXVIII.

PROPÓSITOS

1. Todos confiesan que el negocio de la salvación es muy dificultoso, y con todo eso, todos viven como si fuese la cosa más fácil de conseguir. Cuesta mucho ir al Cielo; ningún santo dejó de caminar por la senda estrecha, ninguno dejó de llevar la cruz, ninguno dejó de mortificar sus pasiones, ninguno dejó de merecer el Cielo por la penitencia. Se conoce, se conviene en la verdad de todas estas proposiciones. Pero los que pasan la vida en el regalo y en la ociosidad, aquellas personas que se alimentan de las diversiones, aquellos que a solo el nombre de ayuno, de abstinencia y de mortificación se asustan y se estremecen, ¿trabajan éstos seriamente en el negocio de su salvación? ¿Trabajas tú mismo con seriedad e interés cuando vives como viven ellos? Esto es lo que debes examinar hoy, no con examen especulativo, sino práctico. El camino que lleva a la vida es estrecho; y dime: el que tú sigues ¿no es muy ancho? ¿Cuántas violencias haces a tus inclinaciones? Ea, déjate de reflexiones superficiales y estériles; no te contentes con decir: este es mi retrato; no hay rasgo en él que no me represente; añade, pero sin dilatarlo un momento: es preciso y necesario enmendarme; y comienza a hacerlo desde ahora. Hoy he de ayunar rigurosamente; desde ahora para siempre me despido de tales juegos, de tales fiestas, de tales visitas, de tales ocasiones de perder miserablemente mi alma. Se acabaron ya para mí tales reuniones y concurrencias, y desde este mismo momento quiero entablar una vida regular y cristiana.

2. Pero no basta evitar lo malo; es menester que no dejes pasar el día sin hacer alguna obra buena. Pocos cristianos habrá en el mundo que no tengan algo que reformar en sus trajes, costumbres e inclinaciones. Reparte entre los pobres, tus hermanos, lo que ahorres de tus superfluidades; gasta en la iglesia parte del tiempo que habrías de perder inútilmente en las visitas, en el teatro y en el juego. Lee todos los días con tu familia la vida del Santo o Santa del día. Vela un poco más sobre tus hijos y criados. Si eres persona retirada, si tienes la dicha de vivir en el estado religioso, examina cuidadosamente cómo cumples con tus gravísimas obligaciones; mira si vives según el espíritu de tu instituto. Reforma desde ahora esos modales tan desarreglados, esa excesiva inclinación a salir de casa, esa perpetua alternativa de tibieza y de fervor, esas aversiones o antipatías, y también esas amistades particulares.


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