Detalle del retablo del martirio de San Emeterio y San
Celedonio, en la catedral de Calahorra (restaurado en 2011).
Entre
los prodigios de valor que manifestaran los Mártires de Jesucristo en tiempo
que los gentiles perseguían a la Iglesia con la mayor crueldad, fue y ha sido
memorable en todos los siglos el de San Emeterio y Celedonio, hijos, según
refieren varios escritores, de San Marcelo, centurión de la legión que tenían los
romanos en la ciudad de León, una de las principales de España, donde los
Santos siguieron la profesión militar desde su juventud. Educados en la
religión cristiana por un padre que mereció la corona del martirio, persuadidos
firmemente que fuera de ella no hay salvación para los hombres, luego que
supieron la cruel persecución que suscitaron los emperadores de Roma contra los
discípulos de Cristo, encendidos en vivísimos deseos de testificar con su
sangre las verdades infalibles de nuestra Santa Fe, resolvieron de común
acuerdo hacerlo así, manifestando en su defensa el brío militar, de que se
hallaban asistidos, ante los perseguidores. Para alentarse a una acción tan
gloriosa, que serviría de ejemplo capaz de animar a no pocos fieles tímidos a
vista de los estragos que en ellos hacían los gentiles, habló Emeterio a su
hermano en estos términos: Ya
sabes, Celedonio, que hace muchos años que servimos a las potestades de la
tierra en la guerra del mundo, sin otro objeto que el del honor y premios
caducos, arriesgando nuestra vida en las funciones militares. Supuesto que al
presente se nos ofrece otra guerra más noble, más digna y más meritoria contra
los enemigos de Jesucristo, cuyos premios son eternos, vamos a lograrlos en un
combate laudable.
No
necesitas, respondió Celedonio, gastar
palabras para que te siga en una resolución tan acertada: estoy muy bien
persuadido de la gran diferencia que hay entre los premios indefectibles del
cielo y los perecederos temporales del mundo, que son los que pueden solamente
lograr los hombres en esta vida. Hace mucho tiempo que suspiro por aquellos a
costa de una expedición que los merezca, pronto a derramar la sangre por amor
de Jesucristo. Alentados los dos hermanos con estas y otras
semejantes expresiones, nacidas de unos corazones abrasados de la llama del
amor divino, sin esperar a ser llamados manifestaron públicamente su fe a los
gentiles. Pero, o bien fuese su primera confesión en León de donde fueron conducidos
presos a Calahorra, según quieren unos; o ya en esta ciudad, como escriben
otros, todos convienen que en Calahorra tuvieron su glorioso combate contra los
enemigos de la religión cristiana, donde el gobernador romano ejecutaba con los
fieles que rehusaban sacrificios a los ídolos, sus acostumbradas crueldades;
presentados al tribunal de aquel impío, le reprendieron cara a cara los dos
hermanos con gran valor y espíritu la injusticia de sus procedimientos contra
la inocencia de los Cristianos, declamaron sobre las necedades y delirios de
las supersticiones adoptadas por el gentilismo, y manifestaron con admirables
discursos las verdades inefables de la religión de Jesucristo.
No es fácil explicar la cólera que
concibió el magistrado al oír semejante lenguaje, que graduó por uno de los mas
criminales atentados contra los príncipes del mundo a su presencia; y queriendo
vengarse, mandó poner en una dura prisión a los santos Confesores, donde les
tuvo padeciendo mucho tiempo con el perverso fin de prolongar su martirio, tan dilatado
que, según escriben varios, les creció excesivamente la barba y el cabello,
haciéndoles después sufrir tormentos inauditos.
Prudencio, uno de los más
antiguos y más célebres entre los poetas latinos, que compuso a fines del siglo
IV un poema importante, bajo el título de las Coronas, en honor de algunos
ilustres Mártires de España, consagra parte de él a los elogios de los dos
hermanos Emeterio y Celedonio, quejándose en los términos más vivos de la
malignidad con que los perseguidores hicieron desaparecer las actas o proceso judicial,
formado contra los Santos, con la impía intención de abolir la memoria de un
suceso tan memorable, robándose así el conocimiento específico de las generosas
respuestas que dieron al juez, y géneros de penas que sufrieron. Lo que la fama
pudo arrancar a esta intención bárbara por el canal de una tradición fiel se
reduce a lo dicho, y a que los tormentos que padecieron fueron de los más
crueles y exquisitos: así lo afirma el Padre San Isidoro, quien escribe, que
por ser tan enormes y bárbaros, tuvieron vergüenza los gentiles de que llegasen
a hacerse públicos, valiéndose de todos los medios que pudieran contribuir a
ocultarles, para que no se supiese en el mundo hasta dónde llegó el valor de
los dos esforzados militares de Jesucristo, que sufrieron todos cuantos
artificios pudo discurrir la obstinada ceguedad de los paganos, con el perverso
fin de rendir su constancia, porque de ello resultaría sin la menor duda la
mayor confusión del gentilismo, y sería un convencimiento del ningún poder de
los falsos dioses, a quienes tributaban cultos.
Últimamente, viendo los
perseguidores frustradas todas sus tentativas para vencer a los santos
hermanos, unos en la fe, unos en los sentimientos, unos en la fortaleza, y unos
en el valor y espíritu, mandó el gobernador degollarles, no encontrando otro arbitrio;
se ejecutó la sentencia en el día 3 de marzo del año 298 según unos, a 306
según otros, cerca del rio llamado antiguamente Araneto, hoy Arnedo. En el
momento que les derribó las cabezas el verdugo, sucedió el prodigio, de que
fueron testigos oculares los mismos gentiles, de elevarse por el viento hasta
las nubes el anillo del uno y banda del otro, lo cual se tuvo por una cierta
seguridad de la gloria con que Dios recompensaba la fidelidad y pureza de los
Santos, de cuyas cualidades son símbolo la banda blanca y anillo de oro. San
Gregorio de Tours no ha olvidado esta circunstancia en el elogio que hizo de
estos dos ilustres Mártires, reputándola por un gran milagro.
Los
venerables cuerpos de los Santos parece fueron por entonces sepultados en la
ribera del rio dicho, donde se mantuvieron ocultos todo el tiempo que duró el
furor de la persecución, y descubiertos luego que cesó la tempestad; después de
sus traslaciones al monasterio de Leger en la diócesis de Pamplona, según
escribe Yepes, y de la que sostienen otros a Sellés en Cataluña, se
conservan hoy en la iglesia catedral de Calahorra, donde se les tributa el
culto y honores correspondientes a los de patronos de la ciudad y toda la
diócesis, que por su intercesión ha conseguido del Señor muchos y muy grandes
beneficios. En cuanto a las cabezas de los Santos, se cree halladas en uno de
los puertos de la montaña, llamado antiguamente de San Emeterio, y hoy en día
Santander, en cuya iglesia permanecen con el honor y veneración debida.
La Misa es en honor de los santos Emeterio y Celedonio, y la Oración
la siguiente:
Oh Dios, que diste fortaleza a
los gloriosos mártires Emeterio y Celedonio para confesar tu santo nombre;
concédenos, piadosísimo Señor, que, pues veneramos en la tierra sus sagrados
cuerpos, lleguemos a gozar también de su compañía en los cielos. Por Nuestro
Señor Jesucristo, etc.
La Epístola
es del capítulo III del libro
de la Sabiduría.
Las
almas de los justos están en la mano de Dios, y no llegará a ellos el tormento
de la muerte. Pareció a los ojos de
los necios que morían, y se juzgó ser una aflicción el que saliesen de este
mundo, y una entera ruina el separarse de nosotros; pero ellos están en paz: y
si han sufrido tormentos en presencia de los hombres, su esperanza está llena
de la inmortalidad. Habiendo padecido ligeros males, recibirán grandes bienes;
porque Dios los tentó, y los halló dignos de Sí. Los probó como al oro en la
hornilla, y los recibió como a una hostia de holocausto, y a su tiempo los
mirará con estimación. Resplandecerán los justos, y correrán como centellas por
entre las cañas. Juzgarán a las naciones, y dominarán a los pueblos, y su Señor
reinará eternamente.
REFLEXIONES
Las almas
de los justos las tiene Dios en su mano. ¿Qué
consuelo podrá igualar a la satisfacción que engendra por sí sola esta
sentencia? ¿Quiénes, sino los justos, podrán gloriarse de un apoyo tan fuerte,
tan sólido, tan duradero, tan incontrastable? La mano de Dios, que
es decir aquella virtud infinita que sacó de la nada los cielos y la tierra;
aquel poder inmenso, a que no se encuentra oposición ni resistencia; aquella
fuerza y valor que postra todo poder de los asirios, y nubla en un momento todo
el resplandor de sus victorias; aquel dominio omnipotente que manda a las olas
del mar Bermejo que se rompan y formen dos murallas mientras se salva el pueblo
electo, y que se junten y sumerjan al Faraón con todo su ejército; la mano de Dios, que
es la omnipotencia de Dios, inseparable de su justicia, de su bondad, de su
misericordia y de todos sus atributos, es el sitio, el castillo y muro donde
los justos se refugian, y en donde colocan su seguridad y confianza.
Por eso
están seguros de que no
pueda tocarlos el tormento de la muerte. No solamente de la
muerte eterna, que es la que temen los justos, sino de la muerte temporal, la
cual miran con ojos distintos y con diferentes respetos que la miran los
impíos. Para éstos la muerte es el mayor de los males, y los tormentos que la
acompañan lo más horroroso entre todas las miserias; para los justos es una
condición necesaria para haber de gozar de su Dios. Para los impíos es el
cúmulo de las amarguras, porque los remordimientos de su conciencia los
despedazan; sus delitos los condenan; la necesidad de dejar para siempre
aquellas desventuradas delicias, en que fijaron su corazón, los devora; y la
consideración de que van a ser juzgados en una mala causa los llena de
turbación y de congoja. Pero los justos consideran la muerte como un sueño, la
tranquilidad de su conciencia se la representa como un descanso; ya van al
tribunal en donde se han de examinar sus obras; pero saben que éstas no son
arregladas a las leyes de Dios, y al juez le miran con el carácter de su padre
y de su amigo: saben finalmente que si
se deshace y desmorona la terrena habitación de su cuerpo, Dios les tiene
preparada una casa eterna en los cielos, que no está fabricada por mano de hombres,
como dice San Pablo. (II Corintios V).
Por eso
se equivocan tanto los ojos carnales cuando ven una muerte cercada al parecer
de tormentos; cuando ven a los justos que son destrozados en el suplicio por
los azotes, los ecúleos, los peines de hierro, las espadas y los cuchillos.
Todos estos instrumentos de horror eran para los Mártires de más agradable
aspecto que los manjares y las rosas; porque aunque en realidad padecían tormentos delante
de los hombres, abrigaban en su pecho una
esperanza inmortal de las eternas recompensas que se los hacía
dulces y aun deliciosos. Conocían que sus martirios eran unas pruebas que Dios
hacia de su fe; y que de ellas resultaban purificados y refinados, y
acrisolados como el oro, para recibirlos como holocausto agradable a sus
divinos ojos, del cual solo Él había de participar, a diferencia de los otros
sacrificios.
Pero
aun hay más razones de consolación para los esforzados soldados de Jesucristo,
llamados de las divinas Letras por excelencia los justos. Sabían que eran infalibles
las divinas promesas, y sabían cuán magníficas eran éstas a su favor. Juzgarán a las naciones, y dominarán a
los pueblos y no tendrán eternamente otro superior, otro presidente, otro rey
que aquel Dios omnipotente y eterno por quien vertieron su
sangre. Si los tiranos hubieran tenido entendidas estas sentencias, ¿se
hubieran atrevido a teñir sus manos en una sangre inocente? Pero ¡qué confusión
la suya cuando vean ser sus jueces aquellos mismos a quienes condenaran á
muerte ignominiosa con sus sentencias! ¡qué confusión la suya cuando miren
irrevocable aquella sentencia que los condena por una eternidad a los tormentos
del abismo! Tal es la equidad con que trata a los hombres la justicia divina, y
tal la recompensa con que premia y ensalza Dios a los que dan verdaderas
muestras de amarle en esta vida.
El
Evangelio es del Capítulo XXI de San Lucas:
En aquel tiempo dijo Jesús a
sus discípulos: Cuando oyereis las guerras y sediciones no os asustéis, porque
es menester que haya antes estas cosas, pero no será luego el fin. Entonces les
decía: Se levantará una nación contra otra nación, y un reino contra otro
reino, y habrá grandes terremotos por los lugares, y pestes y hambres, y habrá
en el cielo terribles figuras y grandes portentos. Pero antes de todo esto os
echarán mano, y os perseguirán, entregándoos a !as sinagogas, a las cárceles,
trayéndoos ante los reyes y presidentes por causa de mi nombre. Y esto os
acontecerá en testimonio. Fijad, pues, en vuestros corazones que no cuidéis de
pensar antes lo que habéis de responder. Porque Yo os daré boca y sabiduría, a
la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros contrarios. Y seréis
entregados hasta por vuestros padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a
algunos de vosotros. Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre; mas
no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza. En vuestra paciencia poseeréis
vuestras almas.
MEDITACIÓN.
Del
martirio que cada uno puede hacer en sí mismo.
Punto
primero.— Considera que la significación de este nombre mártir es propia de
todo cristiano, aunque vulgarmente se apropie a aquellos que tuvieron la gloria
de dar su sangre por Cristo. Mártir no quiere decir otra cosa que testigo, y aquel que en
las obras da testimonio de la fe que profesó en el Bautismo, ése podrá llamarse
con propiedad mártir de la fe y del Evangelio. Este testimonio es tan esencial
y necesario a la vida cristiana, que sin él falta lo que caracteriza nuestra
Religión por santa y poseedora de aquella sublime revelación que nos asegura
contra todas las dudas. Sin el testimonio de la fe nuestras obras serán
infructuosas para la vida eterna; así como la fe carecerá de su preciosa vida
cuando no se sensibilice su movimiento con las obras.
Pero
¿será necesario para dar a nuestro Salvador un testimonio verdadero de la fe
que tenemos en nuestras almas padecer efectivamente aquellos horrorosos
tormentos que quitaron la vida a los Mártires? ¡Infelices cristianos, si sólo
en la época de los sangrientos emperadores y de la persecución de la Iglesia
les fuese dado manifestar a su Dios lo heroico de la caridad que le tenían!
Tiranos tenemos dentro de nosotros mismos, cuyo vencimiento nos dará el título
de mártires o testigos de la fe de Jesucristo. La cruz de este Señor es una
herencia universal de que todos participamos como verdaderos hijos suyos. El
que no la toma sobre sus hombros y le sigue no es digno de su amistad ni de sus
recompensas. ¿Quién hay que no sienta, como decía
el Apóstol, una ley en
sus miembros que contradiga a la ley del espíritu? Esos
deseos de lograr cuanto te sugiere la ambición y la gloria de que te admiren en
el mundo; ese odio disimulado y secreto que conservas a tu enemigo, aun después
de una tibia y superficial reconciliación que acredita delante de Dios la
traición que le estás haciendo; esa propensión a los placeres sensibles, que tu
condescendencia la ha puesto ya en el grado de irresistible; esa soberbia, en
fin, que en todas tus acciones te aconseja antes a favor tuyo que de la ley,
antes a preferir tus intereses que los intereses de Dios, ¿qué son sino unos
tiranos que atormentan tu conciencia, que aprisionan tu corazón, que encarcelan
tu alma para que apostate de Dios y de las obras de su fe dando incienso a los
ídolos de tus sentidos?
Así
es; pues nuestra fe es
la victoria con que se vence al mundo. La verdadera fe sujeta
y oprime los deseos, para que no se dirijan sino a los objetos santos y
permitidos. La verdadera fe hace que borre la penitencia con sus dolores y
sacrificios aun las más leves reliquias de odio o de enemistad. La verdadera fe
te enseña que no tienes
aquí habitación permanente, sino que debes anhelar por la futura, y
que de consiguiente debes negarte a los placeres sensibles, hacer de tu
interior y de tu espíritu una mística crucifixión para imitar a los Santos, y
poner entredicho a todas tus pasiones y a todos tus apetitos para vivir una
vida propiamente mortificada. Y todo ello forma en ti un testigo de Jesucristo,
o un mártir de su fe, con sola la diferencia que los Santos pasaron de un solo
trago toda la amargura del cáliz; pero tú deberás apurar sus heces gota a gota
mientras te dure la vida. ¿Ha sido en esta conformidad la que hasta ahora has
vivido? ¿Podrás decir con verdad que has dado un testimonio de la fe y de la
Religión con tus inocentes obras? Esta sola consideración exige todas tus
reflexiones, y que tomes para lo sucesivo las más oportunas medidas.
Punto segundo.— Considera que
el martirio es un sacrificio, y que dificultosamente se podrá decidir si es más
doloroso el que se hace de la vida, o el que se hace de las luces y del
entendimiento. Cada vez que se sacrifica a la fe cuanto sugiere la razón
natural, la experiencia y la filosofía, padece nuestro amor propio y nuestra
soberbia un sangriento martirio, que la sumisión a la palabra de Dios y la
humildad deberán hacer meritorio. Pero cuando Dios habla, ¿se atreverá a
levantar la voz la vana y pueril sabiduría? Esta consideración, siendo sólida,
causa en las almas mucha paz y confianza; pero al mismo tiempo aminora la
repugnancia que encuentra la curiosidad en cautivar sus débiles faces en
obsequio de la fe.
Otro martirio causa en el alma
la sumisión a la alteza de los divinos consejos en toda la serie de sucesos que
parecen ordenados únicamente por unas causas bajas y naturales. Son pocos los
que elevan su vista a las disposiciones de la divina Providencia. Contémplalo
en ti mismo. ¿Y es acaso en tu enemigo otra cosa que el odio con que busca con
arte tu perdición?; ¿ves en tus amigos más que la mala fe y la perfidia con que
te venden, y dan al traste con todas tus esperanzas? Tu suerte, tu situación,
tu pobreza, los contrastes de la fortuna, ¿son para ti otra cosa que efecto de
la injusticia, de la falta de medios, de la casualidad o de la iniquidad que
todo lo vende? ¿Y Dios? ¿Es acaso este Señor en la gran máquina del mundo como
una pieza ociosa que no tenga conexión con sus movimientos? ¿Y la Providencia
divina? ¿No cuida de tus trabajos, de tu pobreza? ¿No ve tus infortunios? ¿No advierte
la tempestad, el robo, el homicidio mucho antes de que sucedan? Pues ¿cómo no
cuentas con este Dios y con esta Providencia en tus sucesos? ¿Cómo tus ojos no
se elevan al cielo para esparcir en tus suspiros el mérito de la fe?
Consiste en que te falta
sumisión, en que estás muy fijado en lo terreno, en que tus pensamientos siguen
las huellas de tu fe, y ésta no se ha acostumbrado a domar las impresiones de
los sentidos. No te haces padecer a ti mismo una continua violencia en tus aprensiones,
y así careces del mérito que te correspondía por este género de mortificación y
de martirio. ¡Oh Dios mío, vuestra fe es una luz soberana que ilumina mi
entendimiento; vuestra gracia es una ilustración que esclarece mi entendimiento
e inflama mi voluntad! Dadme, Señor, gracia, y aumentad en mi alma los efectos
de una fe verdadera.
Jaculatorias.
—Desde
mi juventud, oh Dios mío, has sido mi doctor y mi maestro, y así yo no dejaré
jamás de publicar tus portentosas maravillas. (Salmo LXX).
Padecemos
trabajos y persecuciones, y somos malditos, porque tenemos nuestra esperanza en
Vos, Dios nuestro, que sois el Salvador de todos, principalmente de los fieles.
(I Timoteo IV).
PROPÓSITOS.
1 Todo cristiano está desposado con un
esposo de sangre, que quiere decir que todo cristiano debe
imitar a Jesucristo, con quien el alma se desposó en el Bautismo, recibiendo su
fe por prenda de su amor y obligándose a dar testimonio de ella según su
posibilidad. Si el modo con que los Mártires han cumplido esta precisa
obligación ha sido nada menos que el sufrimiento de una muerte, y una muerte
atrocísima, que en lo horroroso equivalía a muchas, ¿con qué cara podrán los
demás cristianos excusarse de unas ligeras mortificaciones que pueden más bien
tener el lugar y concepto de satisfacción a la Divinidad ofendida, que el de
sacrificios hechos por su amor? ¿Qué razón podrán alegar para eximirse de estos
testimonios de nuestra fe tantos hombres sumergidos en los tráficos del mundo,
y tantas mujeres rodeadas a todas horas y por todas partes de delicias?
2 Sin fe es imposible agradar a
Dios, y sin las obras de la fe lograr el concepto de verdadero
cristiano. Los Mártires desempeñaron este concepto vertiendo su sangre, y
mirando sus miembros destrozados por Jesucristo. De este modo pensaron que se podía
subir a los cielos, y de este modo cumplieron las obligaciones que impone la fe
a los verdaderos cristianos. ¡Qué
diferencia de tu modo de pensar al de estos esforzados soldados de Jesucristo!
Y si no, atiende a toda la serie de tu vida, porque tu elección toda es un tejido
de delicias. Apenas tienes más desazón ni más trabajo que el que te produce el
empeño de disfrutar todas las diversiones. El nombre de mortificaciones y de
penitencia son para ti nombres exóticos, forasteros, y sólo tienen
significación para causarte horror y susto.
Pero
¿qué piensas?, ¿que tu suerte será privilegiada respecto de la de los Santos?
¿Juzgas acaso que en el tribunal de Dios habrá las excepciones con que el mundo
distingue ricos y pobres, infelices y poderosos? ¿Te persuades de que
trastornará Dios para ti sus leyes, sus decretos, su providencia, su Evangelio
y su justicia? ¡Qué necedad tan execrable! Vuelve en ti; lo que no has hecho
hasta ahora propón ejecutarlo de aquí en adelante. Busca un sabio director de
tu alma; aprende de él tus obligaciones y la manera de ejecutarlas; ponte en
sus manos, y procura en lo
sucesivo dar testimonio de Jesucristo en la santidad de tus obras.
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