Nació en Corbia, lugar de
Picardía, al Norte de Francia, el año de 1380. Fueron sus padres humildes y
respetables por su bondad. Sólo tuvieron a esta hija, y procuraron educarla bien,
logrando fácilmente sus santos deseos, porque encontraron en ella un corazón
nacido para la virtud. Desde la edad de cuatro años conoció y amó a Dios tan
tierna y constantemente, que en aquella prematura devoción se descubría la
santidad a que había de ascender con los años. Su único entretenimiento era la
oración, y su diversión el retiro.
Desde
la tierna edad cobró tal amor a los desprecios y a la penitencia, que no podían
darle mayor gusto que mortificarla en algún modo, ni mayor consuelo que
reprenderla aun sin motivo. Guardó de tal modo la preciosa virtud de la pureza,
que, habiendo oído ponderar un día su hermosura, no omitió medio de
mortificación para desfigurar y afear su rostro, y lo consiguió perfectamente.
Porque, por medio de una rigurosísima abstinencia, de un ayuno casi continuo y
de las extraordinarias penitencias con que atormentaba su virginal cuerpo,
logró borrar completamente los rasgos de su bello rostro, el que se transformó,
y en el resto de su vida se conservó siempre pálida y extenuada. Este género de
vida no pudo menos de causar admiración en el público, y el pueblo comenzó ya a
llamarla la bienaventurada
Coleta. Personas de todas clases iban a visitarla y a
encomendarse a sus oraciones. Esta general estimación, tan contraria a su
humildad y retiro, sirvió para inspirarle el deseo de huir de la vista del
mundo. Juzgó que esto lo conseguiría en el convento de religiosas de Santa
Clara, que era uno de los llamados mitigados,
porque podían poseer rentas, en virtud de una bula de Urbano IV, por la que se
mitigaba el rigor de la primitiva Regla. Pero esta templanza no le agradó,
porque ella aspiraba a la perfección; y así, por consejo de su confesor,
resolvió tomar el hábito de la Orden Terciaria de Penitencia de San Francisco.
Las que profesaban entonces
este instituto de terciarias no vivían en comunidad, viviendo cada cual en su
casa. Por lo cual, nuestra santa doncella, vestida ya del hábito de penitencia,
para huir del mundo, se encerró en una celdilla que comunicaba a un templo,
donde podía oír todos los días Misa y recibir la sagrada Comunión. Allí estuvo
encerrada por espacio de cuatro años, ejercitándose en las más heroicas
virtudes. Ayunaba toda la Cuaresma a pan y agua, haciendo lo mismo muchos días
de la semana en el resto del año. Muchas veces pasaba el día sin otro alimento
que la sagrada Eucaristía. Su cama eran unos manojos de sarmientos extendidos
en el suelo, donde descansaba pocas horas. Traía de continuo junto a las carnes
un áspero cilicio. Su oración era continua, y, absorta siempre en la
contemplación más elevada, bebía en la misma fuente de la divina Sabiduría el
sublime espíritu de Coleta, que fue la admiración de su siglo, y la hacía tan
célebre en el mundo sin salir del rincón de su retiro.
Pero no la quería el Señor tan
escondida. A pesar de su amor a la soledad, se vio precisada a rendirse a las
visibles señales que dio a la joven Coleta el Señor, de ser voluntad suya que
saliese de aquella celda para ocuparse en la reforma de las religiosas de Santa
Clara. Meditaba un día sobre los medios de que se valdría para agradar a su
Celestial Esposo, cuando, arrebatada en éxtasis, se la dio a conocer el
lastimoso estado de las religiosas, que, relajadas las Reglas de su profesión,
hacían poco caso de cumplir los deberes de su Orden, descubriéndosela al mismo
tiempo las penas a que serían condenadas. Derramaba Coleta copiosas lágrimas,
meditando todo esto, cuando la pareció ver a la Virgen Santísima y al patriarca
San Francisco, quienes, tomándola por la mano, se la proponían a Jesucristo
como instrumento proporcionado para restablecer el espíritu de la primitiva
observancia entre las religiosas franciscanas, que no observaban ya la
Regla.
Aunque nuestra santa doncella
deseaba con vehemencia ver reformado el fervor antiguo entre sus hermanas de
religión, carecía por sí misma de facultad para emprender tan importante
reforma. El título de reformadora y de superiora asustaba su modestia y detenía
su celo; y, aunque era muy obediente a su confesor, en este punto no fue
posible vencerse hasta que, viéndose de repente muda y ciega, en castigo de su
resistencia, como se lo habían pronosticado, conociendo claramente la voluntad
de Dios, se sometió al fin, y al instante recobró la vista y el habla.
Animada con tan visible prueba
de la voluntad divina; asistida de los prudentes consejos de Fray Enrique de la
Beaume, gran siervo de Dios del Orden de San Francisco, y ayudada con los
socorros que le dio la piadosa señora de Brisay, salió de su retiro en
dirección a Niza de la Provenza, y fue a verse con Don Pedro de Luna, que había
tomado el nombre de Benedicto XIII (Anti-Papa), a quien ella reconocía por
legítimo Papa (por error), como le reconocía entonces la mayor parte de
Francia, y en España San Vicente Ferrer (por error). Fue recibida con singular
benevolencia, y consiguió licencia para tomar el hábito de Santa Clara, y para
observar la Regla primitiva sin modificaciones, como también para emprender
bajo su autoridad la reforma de todos los conventos de la Orden; entendiéndose
esto con las que voluntariamente quisiesen abrazarla.
Esto último tuvo al principio
grandes dificultades; pero habiendo muerto en breve, arrebatados por la peste,
que entonces causaba muchos estragos, todos los que principalmente se oponían á
la reforma. Benedicto XIII (Anti-Papa) la nombró abadesa y superiora general de
todos los conventos de la Orden de Santa Clara. Hizo Coleta en sus manos la
profesión, y le dio el velo el mismo Pontífice (Anti-Papa). Con todo, como
siempre sucede con las obras de Dios, apenas habló de reforma nuestra Santa, el
mundo se turbó, y toda la Tierra parecía levantarse contra ella. Fue tratada de
orgullosa, de hipócrita y de ilusa, y fue tanta la oposición en Francia, que se
vio precisada a retirarse a Saboya, donde, protegida por el señor de Beaume,
hermano de su confesor, en pocos meses tuvo el consuelo de ver alistadas bajo
su santa Regla gran número de fervorosas doncellas. Se extendió luego por
Borgoña la utilísima reforma, gloriándose el convento de Besanzón de ser el
primero en abrazar el vigor de tan sagrado instituto. De Borgoña regresó Santa
Coleta a Francia, donde, calmada la tempestad, hizo en el reino maravillosos
progresos en todas partes. Se extendió después la reforma por los Países Bajos,
y más allá de las márgenes del Rin, hasta dejar a la espalda las elevadas
cumbres de los Pirineos.
No
satisfecha con los muchos conventos antiguos que redujo a la primitiva
observancia, fundó de nuevo por sí misma diez y ocho con el título de Clarisas Pobres, por
la pobreza evangélica que en ellos se profesaba. Fácil es comprender los
sinsabores, las mortificaciones y los trabajos que la costaría introducir la
reforma, luchando con costumbres arraigadas, tenidas por muy santas. Le dieron
mucho que padecer seglares, religiosos y hasta prelados; pero todo lo llevó con
valor y heroico sufrimiento, pensando siempre en el santo fin que perseguía.
De esta manera se fundó y
propagó por toda Europa, aun en vida de Coleta, la famosa reforma, que fue como
segundo nacimiento de la religión de Santa Clara. Hasta mediados del siglo
pasado se conservaba el verdadero espíritu de su primitivo instituto en todo su
vigor, y se veían resucitados en esos tiempos los grandes ejemplos de
perfección, que admiraba el mundo en jóvenes ilustres de complexión delicada,
las cuales, sepultadas en oscuro retiro, observaban los rigores de la
penitencia, haciéndose invisibles a las criaturas y aspirando únicamente a ser
vistas por los ojos del Creador. Esto se debió en parte al celo, a los sudores
y a la virtud eminente de Santa Coleta.
Cuarenta
años hacía que trabajaba en fundar por todas partes nuevas colonias de almas
seráficas, cuando el Señor le dio a entender que se acercaba el fin de su
gloriosa carrera. Hizo esfuerzos para renovar su fervor, y después de haber
recibido con extraordinaria devoción los Sacramentos, entregó dulcemente su
espíritu en manos de su Creador, en Gante, ciudad de Flandes, el 6 de Marzo del
año 1446 (ahora obedeciendo el reinante verdadero Papa, Eugenio IV), a los
sesenta y seis de edad, dejando a sus Hijas tan edificadas con sus heroicas
virtudes, como afligidas por su dolorosa ausencia. Ilustró Dios en vida la
santidad de su sierva con el don de profecía, y en muerte la declaró con la
gracia de milagros. En el mismo siglo en que murió fue beatificada por el papa
Sixto IV, por vivæ vocis
oráculo, y Urbano VII, en el siglo XVII, dio licencia para que
se celebre su fiesta en toda la religión de San Francisco.
Cada día obra el Señor nuevos
milagros en el sepulcro de su sierva. Cuando se abrió el año 1536, por orden y
en presencia del obispo de Sarepta, observó este, y lo hizo observar a los
demás presentes, que chorreando agua la bóveda por todas partes, por su gran
humedad, no caía una sola gota sobre las preciosas reliquias de Santa Coleta; y
el paño de damasco blanco en que estaban envueltas se halló tan entero y tan
fresco casi como en el día en que se puso. La canonizó el papa Pío VII, en
1807.
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