Giovanni Gottardi, Martirio de Santas Perpetua
y Felicidad 1780- 90, Pinacoteca Faenza
GLORIA DE ESTE DÍA. — La
fiesta de estas dos ilustres heroínas de la fe cristiana correspondía en las
iglesias que les fueron consagradas, al día siguiente del aniversario de su triunfo;
pero la festividad de Santo Tomás de Aquino, el 7 de marzo, eclipsaba la de las
dos mártires africanas. La santa Sede, al elevar en toda la Iglesia su
festividad al grado de rito doble, mandó anticipar un día su solemnidad; por
eso la Liturgia propone hoy a la admiración del lector cristiano el espectáculo
de que fue testigo la ciudad de Cartago en el año 202 o 203. Nada hay más
propio para hacernos comprender el verdadero espíritu del Evangelio, sobre el
cual debemos reformar en estos días nuestros sentimientos y nuestra vida. Estas
dos mujeres, estas dos madres, han soportado los mayores sacrificios; Dios les
pide sus vidas y algo más que sus vidas; y obedecen con la sencillez y magnanimidad
que hizo de Abrahán Padre de los creyentes.
LA FUERZA EN LA DEBILIDAD. —
Observa San Agustín que los dos nombres son un presagio de la suerte que el
cielo les reserva: una perpetua felicidad. El ejemplo que dan del valor
cristiano es ya de por sí una victoria que asegura el triunfo de la fe de
Cristo sobre la tierra africana. Algunos años más y la voz de San Cipriano se
dejará oír elocuente, llamando a los cristianos al Martirio; pero aún más
elocuente y penetrante son las páginas escritas por la mano de mujer de 22
años, que nos relata con una sencillez celestial las pruebas por las que ha
tenido que pasar para llegar a Dios, y que al momento de ir al anfiteatro,
entrega a otra pluma con la que debería escribir el desenlace de su sangrienta
tragedia.
Al leer tales escritos, cuyo
encanto y grandeza no han alterado los siglos, se siente uno en presencia de
nuestros antepasados en la fe, se admira el poder de la gracia divina que
suscita tal valor en el seno mismo de una sociedad idólatra y corrompida; y considerando
qué genero de héroes emplea Dios para quebrantar la formidable resistencia del
mundo pagano, no se puede por menos de decir con San Juan Crisóstomo: "Me
agrada leer las Actas de los Mártires; pero tengo atracción particular por las
que cuentan los combates que han sostenido las mujeres cristianas. Cuanto más
débil es el luchador, más gloriosa es la victoria; pues entonces el enemigo ve
venir su derrota por la parte que triunfaba hasta entonces; por la mujer nos
venció y ahora por ella es vencido. En sus manos fue una arma vuelta contra
nosotros; mas ella viene a ser la espada que le traspasa. Al principio la mujer
pecó, y como precio de su pecado se la da la muerte; el mártir muere, pero
muere para no pecar ya más. Seducida por una promesa mentirosa la mujer viola
el precepto de Dios; el mártir, para no infringir su felicidad para con su
divino bienhechor. "Qué escusa presentará el hombre ahora para que se le
perdone su molicie, cuando débiles mujeres despliegan un valor tan varonil,
cuando se las ha visto débiles y delicadas triunfar de la inferioridad de su sexo,
y fortalecidas por la gracia llevar a cabo victorias tan brillantes… "
Las
Actas de estas dos mártires reproducen los principales hechos de sus combates;
se quiere ver en ellas un fragmento del propio relato de Santa Perpetua. Sin
duda inspirará a más de un lector el deseo de leer enteramente, en las Actas de los Mártires, lo
demás de este magnífico testamento de nuestra heroína.
El emperador Severo, detuvo en Cartago,
África, a muchos catecúmenos: entre otros a Revocato y Felicidad, los dos de
humilde condición; también a Saturnino y Segundo; entre ellos se encontraban
también Vibia Perpetua, mujer joven de familia distinguida, educada con esmero,
casada con un hombre de aristocrática condición, teniendo un niño de pecho.
Contaba alrededor de 22 años de edad, y nos ha dejado el relato de su martirio
escrito por su propia mano. "Estábamos aún con nuestros perseguidores,
dice, cuando mi padre, con el cariño que me tiene, hace nuevos esfuerzos para
inducirme a cambiar de resolución. ‘Padre mío, le digo yo, no me es posible
decir otra cosa sino la verdad: soy cristiana’."
Al oír estas palabras, lleno de
cólera se arroja sobre mí para arrancarme los ojos; pero no hace más que
maltratarme y se retira vencido, lo mismo que el demonio y todos sus satélites.
Pocos días después nos bautizan. El Espíritu Santo me inspiró entonces que no
debía pedir otra cosa sino la paciencia en las penas corporales.
Poco después nos encerraron en
la prisión. Sufrí primeramente un pasmo. No había estado nunca en tinieblas
como las de este calabozo. Después de algunos días, corrió el rumor de que
íbamos a ser interrogadas. Mi padre llegó de la ciudad, abrumado de tristeza, y
se vino junto a mí para hacerme renunciar a mi intento. Me dijo: "Hija
mía, ten compasión de mis canas, ten piedad de tu padre; si es que merezco
llamarme tu padre. Mira a tus hermanos, mira a tu madre, mira a tu hijo que no
podrá vivir si tú mueres. Deja ese orgullo y no seas la causa de nuestra
pérdida." Mi padre me decía todas estas cosas por cariño; después se
arrojó a mis pies, bañado en lágrimas, llamándome no su hija sino su señora.
Sentía yo la ancianidad de mi padre, pensando que sería el único de toda la
familia que no se alegraría de mi martirio. Le dije para fortalecerle: "De
todo esto no sucederá más que lo que Dios quiera. Sepa que no dependemos de
nosotros sino de Él." Y se retiró agobiado de tristeza.
Un día, cuando comíamos, nos
sacaron para sufrir el interrogatorio. Llegamos al foro, subimos al estrado.
Mis compañeros fueron interrogados y confesaron. Cuando me llegó la vez a mí
apareció mi padre con mi hijo; me apartó y me dijo suplicante: "Ten piedad
de tu hijo." El procurador Hilario me decía también: "Apiádate de la
vejez de tu padre y de la tierna edad de tu hijo; sacrifica a los
emperadores." Respondí: "No lo haré, soy cristiana." Entonces el
juez pronunció la sentencia por la que se me condenaba a las fieras y entramos
gozosas a la prisión. Como alimentaba a mi hijo y le había tenido hasta
entonces en la prisión conmigo, envié a pedirle a mi padre; mas no quiso
devolvérmele. Dios quiera que el niño no pida ya más de mamar, y que yo no sea
incomodada por mi leche." Todo esto está sacado del relato de Santa
Perpetua, que llevó hasta la víspera del combate.
En cuanto a Felicidad, se
hallaba encinta de ocho meses cuando fue apresada. Estando cercano el día de
los espectáculos, lloraba inconsolable, previendo que su preñez difiriera su
martirio. Sus compañeros no estaban menos afligidos que ella al pensar que
dejarían sola en el camino de la esperanza celeste a una compañera tan
excelente. Hicieron, pues, sus instancias y sus lágrimas ante Dios para obtener
su alumbramiento. Faltaban tres días para los espectáculos. Apenas acabaron su
oración cuando Felicidad se sintió presa de agudos dolores. Como el parto era
difícil, el sufrimiento le arrancaba lamentos, y le dijo un carcelero: "Si
lloras ya, ¿qué será cuando seas expuesta a las bestias que has desafiado al no
querer sacrificar?” Ella respondió: "Ahora soy yo quien sufro, pero
entonces habrá otro que sufrirá por mí, porque debo sufrir por Él. Dio a luz
una niña que fue adoptada por una de nuestras hermanas.
Llegó el día de la victoria.
Los mártires salieron de la prisión para el anfiteatro como para el cielo, con
el rostro gozoso e inundado de felicidad celestial, conmovidos por el gozo, no
por el temor. Perpetua caminaba la última; sus rasgos respiraban tranquilidad y
su porte digno como el de una noble matrona amada por Cristo. Tenía los ojos
bajos para sustraer su brillo a los espectadores. Felicidad estaba junto a
ella, llena de gozo por haber dado a luz a tiempo para combatir con las
bestias.
Una vaca feroz les había
preparado el diablo. Se les envolvió en una red para exponerlas a esta bestia; Perpetua
fue la primera. La bestia la lanzó al aire y cayó de espaldas. La mártir,
vuelta en sí, al darse cuenta de que su vestido estaba rasgado de arriba abajo,
le unió de nuevo, más codiciosa del pudor que sensible a los sufrimientos. Se
la volvió para recibir una nueva embestida; y ella entonces se ató los cabellos
que tenía desaliñados; pues no convenía que una mártir, el día de su victoria,
tuviese los cabellos esparcidos y mostrase duelo en momentos tan gloriosos.
Cuando se hubo levantado y viendo a Felicidad, a quien la embestida la había
herido, tirada en tierra, fue a ella y dándola la mano la ayudó a levantarse.
Ambas se presentaron para un
nuevo ataque; mas el pueblo se compadeció de ellas y se las condujo a la puerta
Sanavivaria. Entonces Perpetua saliendo como de un sueño (tan profundo había
sido el éxtasis de su espíritu), echando una mirada en torno suyo, dijo con
gran sorpresa de todos: “¿Cuándo nos van a exponer a esta vaca furiosa?” Cuando
se la relató todo lo ocurrido, no lo creyó hasta después de haber visto, en sus
vestidos, las huellas de lo que había sufrido. Entonces mandando acercarse a su
hermano y a un catecúmeno, llamado Rústico, les dijo: "Permaneced firmes
en la fe, amaos unos a otros y no os escandalicéis de nuestros
sufrimientos."
En cuanto a Segundo, Dios le
había retirado de este mundo cuando estaba aún en la prisión. Saturnino y
Revocato, después de ser atacados por un leopardo, fueron arrastrados por un
oso. Saturnino resultó expulsado de su jaula, de suerte que el mártir, libre
dos veces, fue retirado. Al final del espectáculo, fue expuesto a un leopardo
que de una dentellada le cubrió de sangre. El pueblo, al darse cuenta, haciendo
una alusión a este segundo bautismo exclamó: ¡Salvado, lavado! ¡Salvado,
lavado! Inmediatamente se trasladó al mártir moribundo al lugar donde debía ser
degollado con los otros. El pueblo pidió que no se les volviese a llevar al
anfiteatro para saciar sus miradas homicidas viéndoles morir bajo la espada.
Los Mártires se levantaron y fueron a donde les pedía el pueblo, después de
haberse abrazado para sellar su martirio con el beso de la paz. Recibieron el
golpe mortal sin hacer ningún movimiento y sin dejar escapar suspiro alguno;
sobre todo Saturnino que fue el primero en morir. A Perpetua, para que sintiese
algún dolor, la hirió el gladiador en la espalda y le hizo dar un grito. Ella
misma llevó a su garganta la mano aún novicia de este aprendiz. Sin duda fue
porque esta mujer sublime no podía morir de otro modo puesto que el espíritu
inmundo la temía y no habría osado a atentar contra su vida si ella no hubiese
consentido.
Nota sobre la composición de las Actas
"Cuando se lee este
célebre trozo de exaltación tan ardiente y pura, una sencillez tan
impresionante y graciosa, apenas salpicada aquí y allí por alguna sospecha de
retórica, fácilmente se da uno cuenta de su contextura. El capítulo primero es
un prólogo del redactor que ha reunido las diversas partes de la narración. En
el capítulo segundo este redactor relata brevemente el arresto simultáneo de Vibia
Perpetua, una joven de 22 años, docta y de noble familia; de dos jóvenes
Saturnino y Segundo y finalmente de dos esclavos Revocato y Felicidad, todos
ellos catecúmenos. (Un poco más tarde se entregará espontáneamente cierto Saturnino,
que fue quien le instruyó en la doctrina, cristiana). A continuación declara
que va a dejar la palabra a Perpetua, que escribió ella misma la narración de
sus sufrimientos. —La narración es de Santa Perpetua; llega hasta el § X y
concluye observando que se halla en la víspera de su muerte y que por tanto a
otro toca si le place, el narrar lo sucedido en el anfiteatro. Al principio del
§ XI vuelve a tomar la pluma el redactor, pero sólo por un momento: no hace más
que atraer la atención sobre la descripción que hace el mismo Saturnino de las
visiones con que ha sido favorecida durante la prisión. Toda la parte última de
las Actas desde el § XIV es del redactor que, atendiendo a los deseos o mejor
dicho al testamento de Perpetua, describe las luchas admirables de los mártires,
su muerte sangrienta y, en una peroración de espíritu análogo al que respira el
prólogo, pone de relieve la lección que se desprende de estos ejemplos.
Es necesario representarse las
cosas poco más o menos así: Perpetua y Saturnino tuvieron tiempo en la cárcel
para relatar en una corta narración los sufrimientos que soportaron y sobre
todo los "carismas" que recibieron de Dios. Estas notas caen en manos
de un testigo de su suplicio, que saca enseñanzas complementarias de lo que no
pudo ver con sus propios ojos, terminando la narración de los mártires; y de
estos elementos diversos, forma un todo, que encierra en una exhortación moral
y religiosa. Por tanto, hay que distinguir dos partes en las Actas: la parte
del compilador y la parte compuesta por los mismos mártires.
Creo que el redactor se puede
identificar decididamente con Tertuliano. Es su estilo, son sus mismas
palabras... El texto debió ser redactado entre el 202, 203, fecha del suplicio de
los mártires." (Pedro de Labriolle, Historia de la literatura latina
cristiana.)
Perpetua, mientras estaba
encarcelada, tuvo varias visiones, las cuales transcribió en su diario. Así
relató una de ellas:
«Pocos días después, mientras estaba yo
orando, se me escapó el nombre de Dinócrates (su hermano de sangre que había
muerto a los siete años). La cosa me sorprendió mucho, pues yo no estaba
pensando en él. Al punto comprendí que debía orar por él y así lo hice con gran
fervor e insistencia… ».
Gracias
a este precioso relato escrito, podemos saber cuán valioso era, ya desde el
tiempo de los primeros cristianos, la oración a los fieles difuntos y a las
almas del purgatorio.
SANTA PERPETUA. — La
cristiandad entera se postra ante ti, oh Perpetua; más aun: todos los días, el
sacerdote en el altar pronuncia tu nombre, entre los nombres privilegiados que merecieron
estar ante la sagrada víctima; así tu memoria está asociada para siempre a la
inmolación de Cristo, a quien manifestaste tu gran amor derramando tu sangre.
Pero ¡cuán grande beneficio se ha dignado concedernos permitiéndonos penetrar
los sentimientos de tu alma generosa en esas bellísimas páginas escritas por tu
propia mano, y que han llegado a nosotros a través de los siglos! En ellas
aprendemos cómo este amor "es más fuerte que la muerte" (Cantar de
los Cantares VIII, 6), y te hizo triunfar en todos tus combates. Aun el agua
bautismal no había regado tu frente y ya estabas alistada entre los mártires.
Pronto tuviste que soportar los asaltos de un padre y triunfar de la ternura
filial natural para salvaguardar la que debías a este otro Padre que está en los
cielos. Tu corazón maternal no tardó en verse sometido a la más terrible de las
pruebas, cuando te arrebataron, como nuevo Isaac, el niño al que diste de mamar
en las oscuras bóvedas de un calabozo, y te quedaste sola en la víspera del
último combate.
"¿Dónde estabas, diremos
con San Agustín, cuando ni siquiera veías esa bestia feroz a la que fuiste
expuesta? ¿De qué delicias gozabas, hasta el punto de hacerte insensible a
tales dolores? ¿Qué amor te embriagaba? ¿Qué belleza celeste te cautivaba? ¿Qué
bebida te había arrebatado el sentimiento de las cosas de la tierra, a pesar de
que estabas aún atada con las cadenas de un cuerpo mortal?". Pero el Señor
te había preparado para el sacrificio. Así se comprende que tu vida llegase a
ser celestial y que tu alma, habitada ya por el amor con que Jesús te había
pedido todo y al que diste todo, fueses desde entonces como extranjera a este
cuerpo que tan pronto habías de abandonar. Una atadura te retenía aún, y la
espada la había de romper; pero con el fin de que tu inmolación fuese voluntaria,
hasta el fin se necesitaba que tú misma llevases esta espada libertadora que
abriría el paso a tu alma hacia el Bien soberano. ¡Oh mujer verdaderamente
fuerte, enemiga de la serpiente infernal y objeto de su odio, tú la has
vencido! Desde hace tantos siglos tu corazón tiene el privilegio de hacer latir
a todo corazón cristiano.
SANTA FELICIDAD. —
Recibe también tú nuestros homenajes, Felicidad, porque has sido digna de ser
compañera de Perpetua. En el siglo, ella brillaba en la categoría de las
matronas de Cartago; pero, a pesar de tu condición servil, el bautismo la hizo
tu hermana y fuisteis juntas al combate del martirio. Apenas se levantaba de
sus caídas violentas corría a ti y tú le tendías la mano; la mujer noble y la
sierva se confundieron en el abrazo del martirio, y los espectadores del teatro
podían ya prever que la nueva religión encerraba en sí misma una virtud en cuya
fuerza haría desaparecer la esclavitud.
¡Oh Perpetua y Felicidad! Pedid
que no desaprovechemos vuestros ejemplos y el pensamiento de vuestros heroicos
sacrificios nos sostenga en los pequeños que el Señor exige de nosotros. Rogad
también por nuestras nuevas Iglesias que surgen en África; se encomiendan a
vosotras; bendecidlas y haced que florezcan la fe y las costumbres cristianas
por vuestra intercesión.
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