M I S A
JUDÍOS Y GENTILES.—El Evangelio de hace ocho días tenía por objeto la promulgación de las bodas entre el Hijo de Dios y el género humano. La realización de estas bodas sagradas es el fin que Dios se propuso en la creación del mundo visible, y el único que intenta en el gobierno de las sociedades. Por tanto, no debe admirarnos que la parábola evangélica, al revelarnos el pensamiento divino sobre este punto, haya puesto en claro también el gran hecho de la reprobación de los judíos y de la vocación de los gentiles, que es a la vez el más importante de la historia del mundo y el más íntimamente ligado a la consumación del misterio de la unión divina.
Pero la exclusión de Judá ha de cesar un día. Su obstinación fué el motivo de que a los gentiles se dirigiese el mensaje de amor. Hoy todas las naciones han oído la invitación celestial; ya falta poco para completar a la Iglesia en sus miembros con la entrada de Israel, y para dar a la Esposa la señal de la llamada suprema que pondrá ñn al largo trabajo de siglos, haciendo aparecer al Esposo. La envidia santa que quería despertar el Apóstol en los hombres de su raza al dirigirse hacia las naciones, se dejará sentir en el corazón de los descendientes de Jacob. ¡Qué alegría en el cielo al ver que su voz arrepentida y suplicante se une en presencia de Dios a los cantos de alegría de la gentilidad, que celebra la entrada de sus pueblos innumerables en la sala del banquete divino! Semejante concierto será en verdad el preludio del gran día que ya de antemano saludaba San Pablo, al decir a los judíos en su entusiasmo patriótico: Si su caída fué la riqueza del mundo y su mengua la riqueza de los gentiles, ¿qué será su plenitud?
La misa del Domingo vigésimo después de Pentecostés nos permite gustar por anticipado ese momento feliz, en que el nuevo pueblo no estará ya solo para cantar reconocido los favores de Dios. Están concordes los antiguos liturgistas en afirmar que componen la misa, por partes iguales, los acentos de los profetas de que se sirve Jacob para expresar su arrepentimiento y merecer nuevamente los beneficios divinos, y fórmulas inspiradas por las que exhalan su amor las naciones que ya tienen su puesto en la sala del festín de las bodas.
En el Gradual y en la Comunión oímos al coro de los Gentiles, y al coro de los Judíos en el Introito y el Ofertorio.
El Introito está sacado de Daniel. El profeta desterrado con su pueblo en Babilonia, en un cautiverio cuyos largos padecimientos fueron figura de los dolores de distinta manera prolongados en la peregrinación actual de la vida, vuelve a gemir con Judá en tierra extranjera y comunica a sus compatriotas el gran secreto de la reconciliación con el Señor. Este secreto lo desconoció Israel después del drama del Calvario, pero, en los siglos anteriores de su historia, había tenido de él noticias muy claras y había sentido muchas veces también los saludables efectos. Consiste, como siempre, en el humilde reconocimiento de las faltas cometidas, en el pesar suplicante del culpable y en la confianza firme de que la misericordia infinita sobrepuja a los crímenes más enormes.
INTROITO
Todo lo que has hecho con nosotros, Señor, lo has hecho con justo juicio: porque hemos pecado contra ti y no hemos obedecido tus mandatos: pero da gloria a tu nombre y haz con nosotros según tu gran misericordia. — Salmo: Bienaventurados los puros en su camino: los que andan en la ley del Señor. V. Gloria al Padre.
El perdón divino, que devuelve al alma la pureza y la paz, es como el preliminar indispensable de las bodas sagradas; la veste nupcial de los convidados debe estar sin mancha so pena de ser «xcluído, y su corazón sin inquietudes, para no llegarse a la mesa del Esposo con tristeza.
Imploremos este perdón inestimable, que el Señor nos concederá de buen grado pidiéndoselo por intercesión de su Esposa la Santa Madre Iglesia.
COLECTA
Suplicárnoste, Señor, concedas benigno a tus fieles el perdón y la paz: para que se purifiquen de todos sus pecados y, a la vez, te sirvan con un corazón tranquilo. Por Nuestro Señor Jesucristo.
EPISTOLA
Lección de la Epístola del Ap. San Pablo a los Efesios (Ef., V, 15-21).
Hermanos: Cuidaos de caminar cautamente: no como necios, sino como sabios, redimiendo el tiempo, porque los días son malos. Por tanto, no seáis imprudentes, sino inteligentes, averiguando cuál sea la voluntad de Dios. Y no os embriaguéis con vino, en el cuál está la lujuria: sino henchios del Espíritu Santo, hablando entre vosotros con salmos e himnos y cánticos espirituales, cantando y salmodiando al Señor en vuestros corazones: dando siempre gracias por todo, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, a Dios Padre. Sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo.
El acercarse la consumación de las bodas del Hijo de Dios coincidirá aquí en la tierra con un aumento de la furia del infierno para perder a la Esposa. El dragón del Apocalipsis desencadenará todas las pasiones para arrastrar en su empuje a la verdadera madre de los vivientes. Pero será impotente para mancillar el pacto de la alianza eterna y, sin fuerzas ya contra la Iglesia, dirigirá sus iras contra los últimos hijos de la nueva Eva, a quienes está reservado el honor peligroso de las luchas supremas descritas por el profeta de Patmos.
INTEGRIDAD DE LA DOCTRINA. — Entonces sobre todo, los cristianos fieles deberán recordar los consejos del Apóstol y portarse con la circunspección que nos recomienda, poniendo sumo cuidado en conservar pura su inteligencia no menos que su voluntad, en estos días malos. Porque para entonces, la luz no sólo tendrá que resistir los asaltos de los hijos de las tinieblas, que hacen ostentación de sus doctrinas perversas, sino que tal vez se amortigüe y adultere por culpa de las flaquezas de los hijos de la luz en el terreno de los principios, por las tergiversaciones, transacciones y humana prudencia de los que se tienen por sabios. Muchos parecerá que ignoran prácticamente que la Esposa del Hombre-Dios no puede sucumbir al choque de fuerza alguna creada. Si recuerdan que Cristo se comprometió a defender a su Iglesia hasta el fln del mundo, no dejarán de creer que hacen una obra admirable al proporcionar a la buena causa la ayuda de una política de concesiones que no siempre se pesan suficientemente en la balanza del santuario: sin contar que el Señor no necesita de habilidades torcidas para ayudarle a cumplir su promesa; y no se necesita decir sobre todo, que la cooperación que se digna aceptar de los suyos en defensa de los derechos de la Iglesia, no puede consistir en el menoscabo u ocultación de las verdades que constituyen la fuerza y la belleza de la Esposa. ¡Cuántos olvidarán la máxima de San Pablo escribiendo a los Romanos, que acomodarse a este mundo, buscar una adaptación imposible del Evangelio a un mundo descristianizado, no es medio para llegar a distinguir de modo seguro lo bueno, lo mejor, lo perfecto a los ojos del Señor! En muchas circunstancias de estos malhadados tiempos, será también un mérito grande y raro, comprender únicamente cuál es la voluntad de Dios, como lo dice nuestra Epístola.
Cuidad, diría San Juan, de no perder el fruto de vuestras obras; aseguraos la total recompensa que sólo se concede a la plenitud constante de la doctrina y de la fe. Por lo demás, entonces como siempre, según la palabra del Espíritu Santo, la sencillez de los justos los guiará de un modo seguro; la Sabiduría les concederá la humildad.
REDIMIR EL TIEMPO.— El único afán de los justos será, pues, acercarse más y más siempre a su Amado mediante una semejanza cada vez mayor con El, es decir, por una reproducción más acabada de la verdad en sus palabras y acciones. Y en esto servirán a la sociedad, como se debe, poniendo en práctica el consejo del Señor, que nos pide buscar primero el reino de Dios y su justicia, y en lo demás confiarnos a El. Interpretarán para su uso de distinta manera el consejo que nos da el Apóstol de redimir el tiempo dejando a otros la búsqueda de combinaciones humanas y complicadas, de compromisos inciertos, que en el plan de sus autores están ordenados a retrasar algunas semanas, algunos meses acaso, la ola ascendente de la revolución.
El Esposo compró el tiempo a precio muy alto para que sus miembros místicos lo empleasen en la glorificación del Altísimo. La multitud le perdió descarriada en la rebeldía y en los placeres, y las almas fieles le redimieron poniendo tal intensidad en los actos de su fe y de su amor, que, si ello es posible, no decreciese hasta el último instante el tributo que ofrecía todos los días la tierra a la Suma Trinidad. Contra la bestia de boca insolente y llena de blasfemias, ellos se apropiarán el grito de Miguel frente a Satanás, impulsor de la bestia: ¿Quién como Dios?
El pueblo antiguo cantó, en el Introito, su arrepentimiento y su humilde confianza. Los Gentiles, en el Gradual, cantan sus esperanzas sobradamente cumplidas en las delicias del banquete nupcial.
GRADUAL
Los ojos de todos están fijos en ti. Señor: y tú das a todos el sustento en tiempo oportuno. V. Abres tu mano: y llenas de bendición a todo viviente.
Aleluya, aleluya. V. Preparado está mi corazón, oh Dios, preparado está mi corazón: te cantaré y entonaré salmos a ti, gloria mía. Aleluya.
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio, según San Juan (Jn., IV, 46-53).
En aquel tiempo había un régulo cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaúm. Cuando supo que Jesús venía de Judea a Galilea, fué a él y le rogó que bajase, y curase a su hijo, que comenzaba a morirse. Dijóle entonces Jesús: Si no viereis milagros y prodigios, no creéis. Díjole el régulo: Señor, baja antes de que muera mi hijo. Díjole Jesús: Vete, tu hijo vive. Creyó el hombre lo que le dijo Jesús, y se fué. Cuando ya bajaba, le salieron al encuentro los siervos y le dijeron que su hijo vivía. El les preguntó la hora en que había mejorado. Y le dijeron: Ayer, a las siete, le dejó la fiebre. Y vió el padre que era la misma hora en que le había dicho Jesús: Tu hijo vive: y creyó él y toda su casa.
El Evangelio se toma hoy de San Juan, y es la primera y la única vez en todo el curso de los Domingos después de Pentecostés. Del Oficial de Cafarnaúm recibe el nombre este vigésimo Domingo. La Iglesia le ha escogido porque no deja de haber cierta relación misteriosa en el estado del mundo, con los tiempos a que se refieren proféticamente los últimos días del ciclo litúrgico.
EL MUNDO ENFERMO. — El mundo va camino de su fin y empieza también a morir.
Minado por la fiebre de las pasiones en Cafarnaúm, la ciudad del lucro y de los placeres, no tiene ya fuerzas para ir por sí mismo ante el médico que podría curarle. Su padre, los pastores que le han engendrado por el bautismo a la vida de la gracia, los que gobiernan al pueblo cristiano como oficiales de la santa Iglesia, son los que tienen que presentarse ante el Señor a pedirle la salud del enfermo. El discípulo amado nos hace saber, al principio de su relato que encontraron a Jesús en Caná, la ciudad de las bodas y de la manifestación de su gloria en el banquete nupcial; el Hombre-Dios reside en el cielo desde que abandonó nuestra tierra, y dejó a sus discípulos, huérfanos del Esposo, ejercitarse por algún tiempo en la tierra de la penitencia.
EL REMEDIO. — El único remedio está en el celo de los pastores y en la oración de la porción del rebaño de Cristo que no se ha dejado arrastrar por las seducciones del libertinaje universal. Pero ¡cuánto importa que fieles y pastores, sin rodeos personales, entren de lleno sobre este punto en los sentimientos de la santa Iglesia! A pesar de la ingratitud más insultante de las injusticias, calumnias y perfidias de todo género, la madre de los pueblos olvida sus injurias para pensar sólo en la saludable prosperidad y en la salvación de las naciones que la insultan; ruega como lo hizo siempre y con más ardor que nunca, para que tarde en llegar el fin, pro mora finis.
EL PODER DE LA ORACIÓN. — P a r a responder a su pensamiento, "juntémonos, pues, como dice Tertuliano, en un solo regimiento, en una sola asamblea para ir al encuentro de Dios y sitiarle con nuestras oraciones como con un ejército. Le agrada esta violencia". Pero a condición de que se base en una fe íntegra y que no vacile por nada. Si nuestra fe nos da la victoria sobre el mundo, ella es también la que triunfa de Dios en los casos más peligrosos y desesperados. Pensemos, como la Iglesia, nuestra Madre, en el peligro inminente de tantos desgraciados. No tienen disculpa, ciertamente: el último Domingo se les recordaba otra vez los llantos y el crujir de dientes que en las tinieblas exteriores están reservados a los despreciadores de las bodas sagradas. Pero son hermanos nuestros y no debemos conformarnos tan fácilmente con la pena de su pérdida. Esperemos contra toda esperanza. El Hombre-Dios, que sabía con ciencia cierta la inevitable condenación de los pecadores empedernidos, ¿no derramó también por ellos toda su sangre? Queremos merecer el unirnos a El por una semejanza completa. Resolvámonos, pues, a imitarle también en esto, en la medida que podamos; roguemos sin tregua ni reposo por los enemigos de la Iglesia y por los nuestros mientras su condenación no sea un hecho consumado. En este orden de cosas, todo es útil, nada se pierde. Suceda lo que sucediere, el Señor será glorificado por nuestra fe y por el ardor de nuestra caridad.
Pongamos todo nuestro esmero únicamente en no merecer los reproches que dirigía a la fe incompleta de la generación de que formaba parte el oficial de Cafarnaúm. Sabemos que no necesita bajar del cielo a la tierra para dar su eficacia a las órdenes emanadas de su voluntad misericordiosa. Si tiene a bien multiplicar los milagros y los prodigios en nuestro derredor, le quedaremos agradecidos por nuestros hermanos más flacos en la fe: de aquí debemos tomar ocasión para ensalzar su gloria, pero afirmando que nuestra alma no necesita ya para creer en El de las manifestaciones de su poder. El antiguo pueblo, arrastrando su merecida desdicha a través de todas las tierras lejanas, vuelve hoy en el Ofertorio a sentimientos de penitencia y canta ahora con la Iglesia su admirable Salmo 136, que superó siempre a todo canto de destierro de cualquier lengua.
OFERTORIO
Junto a los ríos de Babilonia nos sentamos y lloramos, al acordarnos de ti, Sión.
Todo el poder de Dios, que cura con una palabra las almas y los cuerpos, reside en los Misterios preparados sobre el altar. Pidamos, en la Secreta, que su virtud obre en nuestros corazones.
SECRETA
Suplicárnoste, Señor, hagas que estos Misterios nos sirvan de medicina celestial y purifiquen los vicios de nuestro corazón. Por Nuestro Señor Jesucristo.
La palabra que nos recuerda la antífona de la Comunión y que sirvió para levantar al hombre abismado en su miseria, es la del Evangelio del banquete divino: ¡Venid a las bodas! Pero el hombre, deificado ya por su participación aquí abajo en el Misterio de la fe, aspira a la perfección eterna de la unión en el mediodía de la gloria.
COMUNION
Acuérdate, Señor, de la promesa hecha a tu siervo, con la cual me diste esperanza: ésta es la que me ha consolado en mi humillación.
Como lo expresa la Poscomunión la mejor preparación que puede llevar el cristiano a la santa mesa es una fidelidad constante en observar los divinos mandamientos.
POSCOMUNION
Para que seamos dignos, Señor, de estos sagrados dones, haz, te suplicamos, que obedezcamos siempre tus mandatos. Por Nuestro Señor Jesucristo.
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