Fué uno de los más grandes prelados y misioneros del siglo xix. Nacido en Sallent, pequeña villa de la provincia de Barcelona el 25 de diciembre de 1807, comenzó a dar desde niño señales extraordinaria s de su destino providencial. Dedicado a los trabajos del telar de su padre, donde le esperaba un porvenir risueño dadas sus buenas cualidades y su gran amor al trabajo, lo dejó todo un día para entregarse de lleno a la salvación de su propia alma y de las almas de los demás.
Comienza por estudiar el latín y la filosofía en el Seminario de Vich. Durante esta época le acometen vivos deseos de dar su sangre por Cristo, y estos mismos deseos son los que le mueven a embarcarse en Marsella para dirigirse a países de infieles, con el fin de propagar por todas partes la fe cristiana. Pero sus ambiciones de apostolado salen fallidas. intenta entonces ingresar en la Compañía de Jesús, y su salud precaria le obliga a abandonarla. Vuelve de nuevo a España, donde es ordenado de sacerdote y se le encomienda el cuidado de la parroquia de Villadraú, en la cual despliega desde el primer momento gran actividad apostólica: confiesa, predica, organiza hermandades y cofradías piadosas, consuela a los afligidos, ayuda a los pobres y siembra el bien a manos llenas en todos los rincones de su feligresía. Su fama empieza a extenderse por toda la comarca, y de todas las partes afluyen los domingos un raudal de gente que van a escuchar al famoso y austero predicador. Pronto todos los pueblos de Cataluña pueden oír su voz, y él se deja llevar. Va a pie de pueblo en pueblo desde las orillas del Ebro hasta las vertientes de los Pirineos. Su paso levanta oleadas de entusiasmo y gritos de arrepentimiento: los pueblos se transforman, los grandes pecadores cambian de vida y se obran las conversiones más estupendas. Poseía el divino secreto de arrebatar los corazones como los grandes predicadores populares, San Antonio de Padua, San Bernardino de Siena, o San Vicente Ferrer. Había tomado por modelo de su predicación al Beato Avila y, como él, ungió sus sermones a oración.
Además de predicador, el Santo P. Claret fué un incansable propagandista de la pluma: escribió miles de libros piadosos, fundó librerías religiosas, publicó periódicos católicos y promovió por todos los medios la enseñanza religiosa.
del pueblo. Esta actividad incomparable y fecunda suscitó contra él las iras del sectarismo antirreligioso y masónico que le persiguió con toda saña, levantando contra él las más viles calumnias. Pero la virtud del integérrimo misionero salió triunfante de todos sus enemigos y la gloria comenzó a orlar su f r e n t e desde esta misma vida. La reina de España le escogió para confesor suyo, pero antes se le nombró obispo de Santiago de Cuba, isla en la que su celo intensificó mucho la vida cristiana, y, finalmente, le dieron el título de Arzobispo de Trajanópolis; pero él siguió viviendo en todas partes su vida ascética y misionera.
Concentró los últimos años de su vida sobre todo en el Instituto de los Misioneros Hijos del Corazón de María, que había fundado con otros compañeros en 1849, y que continúa siendo todavía hoy la gloria más pura y más excelsa del egregio misionero de Sallent.
Al estallar la revolución de 1868, el P. Claret siguió a la reina en su destierro, muriendo dos años más tarde (1870) en la Abadía Cisterciense Fontfroide (Francia), siempre acosado, ferozmente calumniado y perseguido hasta después de muerto. Gran rabia le tenía y sigue teniendo el infierno, bien sabe Satanás el porqué.
El Papa Pío XI le declaró Beato, y Pío XII le, canonizó en medio de funciones apoteósicas. La fama y la gloria de este varón incomparable, justo orgullo de España, crece en el mundo como un desbordado más, y son de esperar asombrosas manifestaciones de su benéfica influencia en el orbe entero. Deseamos para él la aureola del doctorado en la Iglesia universal. ¡Salve padre, salve pastor infatigable de las almas, salve prez de Misioneros y Prelados; mira desde el cielo la viña que plantaste y regaste con sudores, vela por su prosperidad!
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