martes, 16 de junio de 2020

MIERCOLES DE LA INFRAOCTAVA DEL CORPUS

LA SAGRADA COMUNION
UNIÓN CON LA VÍCTIMA INMOLADA. — ¡Gloria a Cristo Salvador, que nos da en su carne inmolada el pan de vida y entendimiento! ¡Cuerpo de Jesús, templo augusto edificado por la eterna Sabiduría! De su costado, abierto violentamente, sale el río sagrado cuyas olas traen el Verbo a nuestras bocas sedientas. Visitando Jesús la tierra, la embriaga; prepara su alimento a los hijos de los hombres. Mas la copa que presenta, es la del Sacrificio; la mesa que prepara, es un altar; porque tal es la preparación de este alimento: una victima es la que nos da su carne a comer y su sangre a beber; la inmolación es, pues, la preparación directa y necesaria del banquete en que se entrega a los convidados.
Pero ¿no son ellos mismos la comida de Cristo en esta sagrada mesa? Si da El todo lo que es, ¿no es para tomarlo todo a su vez? ¿Cuáles serán, pues, nuestros preparativos del festín, sino aquellos mismos por donde El pasa? No es una víctima, sino victimas, las que inmola la Sabiduría, para el banquete misterioso de pan y vino que prepara en su casa.
¿No se nos quiere decir con esto que, para los miembros de Cristo, la verdadera preparación inmediata al banquete sagrado, no es otra que el mismo Sacrificio, la Misa, celebrada u oída en la unión más perfecta y posible con la máxima y principal Víctima?
LA LITURGIA EUCARÍSTICA. — ¿Podría hacer cosa mejor el cristiano en este momento, que dejarse conducir dócilmente por la Iglesia en su Liturgia? ¿Podrá temer abandonarse sin reserva a aquella a quien Cristo se confió enteramente, para la determinación de las reglas que deben presidir la administración del Sacramento de su amor, para la disposición, solemnidad, preparativos, y lo que acompaña al Sacrificio, del que la Comunión es a la vez el complemento y término glorioso?
La Comunión no es obra de devoción privada; la devoción privada no puede disponer al hombre convenientemente para esta visita del Señor, cuyo ñn es estrechar cada vez más los lazos con Cristo y todos sus miembros, unificados ya en la inmolación del único y universal Sacrificio para la gloria del Padre. El acto sagrado bien comprendido y atentamente seguido, el desarrollo progresivo de las ceremonias y fórmulas santificadas, por sí solo es capaz de poner completamente al alma que siente el atractivo de Dios, en el grandioso punto de vista católico, que es el mismo del Señor. No tema el alma que ha de disminuir de este modo su recogimiento, o que se ha de entibiar el amor que con razón desea llevar a la sagrada mesa; se presentará a ella tanto más agradable y mejor adornada a las miradas del Esposo, cuanto el egoísmo inconsciente o el individualismo estrecho, frutos frecuentes de métodos particulares, queden más seguramente desterrados de su corazón en la gran escuela de la Iglesia y bajo la poderosa acción de la Liturgia.
Así lo comprendieron los Apóstoles y sus discípulos inmediatos, fundadores autorizados de la Liturgia de los primeros tiempos; no pensaron que exponían la piedad de los nuevos convertidos a una peligrosa tibieza, con todo el aparato de pompas exteriores que desde el principio tendieron a hacerle como inseparable de la participación de los sagrados Misterios. Así lo practicaron nuestros abuelos los mártires en el glorioso seguro de las catacumbas, desarrollándose en estos estrechos subterráneos esplendores que nunca conoceremos; como Sixto II, inmolado en la cátedra en que presidía con majestad apostólica, rodeado de los numerosos ministros de las funciones sagradas, no temieron desafiar la cólera imperial bajo el fuego de la persecución, para salvaguardar la solemnidad de las asambleas cristianas, donde se estrechaba el vínculo de las almas y se animaba su valor con el banquete común del Pan de los fuertes. Así continuó haciendo, y todavía lo hizo con mayor solemnidad la Iglesia libre de las persecuciones, en el oro y esplendor de las basílicas que reemplazaron a las criptas de los cementerios en el siglo de triunfo. Los Padres y Doctores de la Iglesia, los santos de los tiempos antiguos, no conocieron otra preparación habitual para el Santísimo Sacramento que las magnificencias de la Liturgia, las solemnidades del Sacrificio ofrecido con el concurso de todos y la participación activa del pueblo cristiano.
UNA DESVIACIÓN DE LA PIEDAD. — Muchos fieles de nuestros días han perdido el sentido de la Liturgia no teniendo ni la noción del Sacrificio. El augusto misterio eucarístico se resume para éstos en la presencia real del Señor, que quiere permanecer en medio de los suyos para recibir sus homenajes particulares. El toque de la campanilla que anuncia la elevación, no es para ellos más que la señal de la simple llegada del Señor: adoran, mas sin pensar unirse a la Víctima, sin inmolarse con la Iglesia en las grandes intenciones católicas, cuya fiel expresión rememora cada año la Liturgia. Si por casualidad van a comulgar ese día, tal vez dejen entonces a un lado el libro piadoso que los tenía santamente ocupados en su interior, para pasar el tiempo dulcemente en emociones más o menos estudiadas que sacaron de él: hasta el momento en que, admitidos a la sagrada mesa, Cristo deberá buscar en la gracia lejana de su bautismo, más bien que en sus afectos o pensamientos del presente, esta indispensable cualidad de miembro de la Iglesia, que la Comunión requiere sobre todos las otras y que principalmente viene a confirmar.
¿Es, pues, de admirar que en gran número de almas la Religión, cuyo fundamento verdadero es el Sacrificio, descanse más bien sobre un sentimentalismo vago, con cuya influencia se obscurecen siempre las nociones fundamentales del dominio divino, de la justicia suprema, del culto propiamente dicho mediante la reparación, el servicio y el homenaje, que son nuestros deberes primeros para con la suprema Majestad? ¿De donde resulta en tantos cristianos que se confiesan y comulgan, esta debilidad en la fe, esta i o»---«niela total de la noción práctico ía Iglesia, sino de que, habiendo P«-C¡IUO el culto para ellos, con las pompas de la Liturgia, que desconocen ya, su carácter social, la Comunión ha perdido también su verdadero sentido y deja en su aislamiento tranquilo a esos hombres para quienes no es ella el lazo de unidad, mediante Cristo-Cabeza, con todo el cuerpo cuyos miembros fueron hechos por el bautismo? Aun fuera de esos católicos de nombre, para quienes la Iglesia no parece otra cosa que un término de historia incomprendido, ¿cuántas almas hay de las admitidas a la Comunión frecuente o diaria, que comprendan hoy este axioma de San Agustín: La Eucaristía es nuestro pan cotidiano, porque la virtud que significa, es la UNIDAD, salud del cuerpo y de los miembros?
DOCTRINA DEL CONCILIO DE TRENTO. — Resumiendo esta enseñanza tradicional, mejor que nosotros pudiéramos hacerlo y con la autoridad del Espíritu Santo, los Padres de Trento se expresan así en la sesión XIII: "El Santo Concilio, con todo afecto paternal, advierte, exhorta, ruega y conjura por las entrañas misericordiosas de nuestro Dios a todos los que llevan el nombre de cristianos y a cada uno de ellos, que se reúnan unánimemente en este signo de la unidad, en este lazo de la caridad, en este símbolo de la concordia. Que se acuerden de la suprema majestad, del inefable amor de Jesucristo nuestro Señor, que entregando su preciosa vida en precio de nuestra salvación, nos dió su carne por alimento. Que crean y confiesen con tal constancia y firmeza estos sagrados Misterios de su Cuerpo y Sangre, que los honren y reverencien con tanta devoción y amor que puedan recibir con frecuencia este pan superior a toda sustancia. ¡Ojalá sea para ellos la verdadera vida, la salud perpetua del alma! Confortados por su fuerza, pasen de la peregrinación de esta tierra miserable a la patria celestial, para comer allí al descubierto ese pan de los ángeles que los alimenta aquí abajo oculto en los velos de las sagradas especies"

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