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LA PERSECUCIÓN ARRIANA. — Después de la muerte trágica de Juliano el Apóstata, perseguidor de los cristianos en nombre de sus ídolos, Valente logró hacerse emperador de Oriente el año 364. Era cristiano, pero hereje, y no tardó en desencadenar una persecución tan cruel como la de los emperadores paganos. Valente exigió del clero y de los monjes la firma del símbolo arriano escogido por él, so pena del destierro, de la confiscación de bienes o de la muerte. Uno de sus ministros más fanáticos, el prefecto de Oriente Modesto, encargado de la aplicación del edicto, era especialmente temido, pues un día había hecho quemar vivos a 80 eclesiásticos en un buque cabe Constantinopla. Recorrió el Asia Menor, obligando a todos a que firmasen, y provocando desgraciadamente gran número de apostasías. Se presentó finalmente, en la gran metrópoli de Cesárea de Capadocia, cuyo Arzobispo era S. Basilio desde el año 370. San Basilio se negó a flrmar el formularlo, por lo que se siguió el dramático diálogo:
INDOMABLE VALENTÍA CRISTIANA.
—¿Cómo?—preguntó Modesto, enojado—, ¿no temes mi poder?
—No. ¿Qué es lo que puedo perder?, ¿qué puedo padecer?
—Sábete que tengo en mi mano numerosos suplicios.
—¿Cuáles? Veamos, dámelos a conocer.
—La confiscación, el destierro, las torturas y, en fin, la muerte.
--¿Eso es todo? Si dispones de otros, no dudes en amenazarme con ellos, porque ninguno de los anteriores me conmueve.
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Claro que sí, porque ¿cómo quieres que me asuste la confiscación si no poseo ningún bien? a no ser que te quieras llevar estos harapos y estos pocos libros; esto es lo único que poseo. En cuanto al destierro, no puedo experimentarlo porque no estoy fijo a ninguna mansión. La que ahora habito no es mía, y consideraría como mia cualquier casa a que me relegen. Mas bien, considero toda la tierra como posesión de Dios, y me considero como extraño en todos los lugares en que me encuentro. En lo referente a las torturas, ¿en dónde las aplicarás? Mi cuerpo es muy débil para soportarlas, a no ser que llames tortura al primer golpe que me des: es el único de que puedes disponer. En lo tocante a la muerte, me será muy grata, porque me conducirá antes a Dios, por quien vivo, por quien trabajo, por quien estoy ya medio muerto y a quien deseo unirme desde hace ya mucho tiempo.
—¡Ah! ¡Nadie me ha hablado hasta ahora con tal lenguaje, ni con tanta libertad!
—Quizás sea porque no has encontrado aún ningún Obispo verdadero; porque seguramente te habría hablado con el mismo lenguaje si hubiese tenido que defender esta misma causa. Ciertamente soy más complaciente y humilde que nadie: nuestra ley así me lo manda. Y no sólo ante las autoridades, sino también ante los recién venidos me guardo de fruncir el ceño. Mas, cuando el honor de Dios se encuentra comprometido, nadie me asusta: no considero sino sólo a El. El fuego, la espada, las bestias feroces, los garfios, que destrozan la carne, constituyen más bien mis delicias que mi espanto. Así pues, en lugar de injuriarme, de amenazarme, de desplegar tus fuerzas, lo que puedes hacer, desde ahora, es decir a tu emperador que no conseguirás hacerme sectario de la impiedad ni por la violencia ni por persuasión. (Según S. Gregorio Naclanceno, Orat., XLIII, 49-50. P G. XXXVI, 560-561.)
—No. ¿Qué es lo que puedo perder?, ¿qué puedo padecer?
—Sábete que tengo en mi mano numerosos suplicios.
—¿Cuáles? Veamos, dámelos a conocer.
—La confiscación, el destierro, las torturas y, en fin, la muerte.
--¿Eso es todo? Si dispones de otros, no dudes en amenazarme con ellos, porque ninguno de los anteriores me conmueve.
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Claro que sí, porque ¿cómo quieres que me asuste la confiscación si no poseo ningún bien? a no ser que te quieras llevar estos harapos y estos pocos libros; esto es lo único que poseo. En cuanto al destierro, no puedo experimentarlo porque no estoy fijo a ninguna mansión. La que ahora habito no es mía, y consideraría como mia cualquier casa a que me relegen. Mas bien, considero toda la tierra como posesión de Dios, y me considero como extraño en todos los lugares en que me encuentro. En lo referente a las torturas, ¿en dónde las aplicarás? Mi cuerpo es muy débil para soportarlas, a no ser que llames tortura al primer golpe que me des: es el único de que puedes disponer. En lo tocante a la muerte, me será muy grata, porque me conducirá antes a Dios, por quien vivo, por quien trabajo, por quien estoy ya medio muerto y a quien deseo unirme desde hace ya mucho tiempo.
—¡Ah! ¡Nadie me ha hablado hasta ahora con tal lenguaje, ni con tanta libertad!
—Quizás sea porque no has encontrado aún ningún Obispo verdadero; porque seguramente te habría hablado con el mismo lenguaje si hubiese tenido que defender esta misma causa. Ciertamente soy más complaciente y humilde que nadie: nuestra ley así me lo manda. Y no sólo ante las autoridades, sino también ante los recién venidos me guardo de fruncir el ceño. Mas, cuando el honor de Dios se encuentra comprometido, nadie me asusta: no considero sino sólo a El. El fuego, la espada, las bestias feroces, los garfios, que destrozan la carne, constituyen más bien mis delicias que mi espanto. Así pues, en lugar de injuriarme, de amenazarme, de desplegar tus fuerzas, lo que puedes hacer, desde ahora, es decir a tu emperador que no conseguirás hacerme sectario de la impiedad ni por la violencia ni por persuasión. (Según S. Gregorio Naclanceno, Orat., XLIII, 49-50. P G. XXXVI, 560-561.)
De este modo llegó a ser San Basilio el modelo de todos los tiempos de persecución. Como suele suceder en las crisis violentas, todo el hombre, todo el santo es el que se revela en estas valerosas palabras. Brillan en ellas con vivo resplandor el desinterés absoluto de un monje, la autoridad a la vez dulce e inflexible del Obispo y la fe purísima del Doctor.
EL ABAD DE CENOBITAS. — Es verdad que sólo fué monje algunos años. Pero esto le bastó para ser el legislador de los monjes de Oriente, y una de las más gloriosas lumbreras de la orden monástica. Después de haber estudiado la obra de los fundadores de principios del siglo IV, como S. Antonio, S. Macario, S. Pacomio, practicó la ascesis monástica en el monasterio que había fundado a las orillas del Iris. Y, lleno de ciencia y de experiencia, compuso sus admirables reglas y los escritos ascéticos tan copiosos en doctrina: el mismo S. Benito, patriarca de los monjes de Occidente, se inspiró en gran parte en el que llama con veneración "nuestro bienaventurado Padre S. Basilio". El gran Abad de Capadocia parece a veces muy austero; presenta, sin embargo, con gran sabiduría, el ideal monástico como el mismo ideal cristiano practicado en el espíritu del Evangelio según las exigencias de los preceptos y los consejos. La vida religiosa para él no es sino el desarrollo completo de la gracia bautismal en un alma.
EL ARZOBISPO DE CESAREA. — El episcopado de San Basilio ha dejado igualmente una huella profunda en la historia de la Iglesia. Reguló las funciones de las diversas órdenes clericales; es digna de encomio su obra canónica, sobre todo en lo referente a la penitencia pública, de la que muchos de los elementos los ha tomado el actual derecho canónico oriental. Más importante aún es su obra litúrgica, porque a él hay que atribuir gran parte del Canon de la misa griega, llamada con razón "Liturgia de San Basilio". En el gobierno de su diócesis fué un jefe y un organizador incomparable. Creó y desenvolvió magníficas obras sociales: escuelas, orfelinatos, casas benéficas, leproserías, casas de retiro, escuelas de artes y oficios, comunidades religiosas activas. De salud muy débil, no cuidaba demasiado de ella, presente en todas partes, obraba con autoridad indiscutible y caridad inagotable. Su autoridad se extendió fuera de su diócesis y su prestigio fué tal, que Valente, desistiendo de perseguirle, prefirió recurrir a él, por su ascendiente y su experiencia, para arreglar algunas cuestiones espinosas en Armenia.
EL DOCTOR DE LA IGLESIA. — En todas partes, tanto en su cátedra abacial como en su trono episcopal, prodiga una enseñanza teológica tan profunda, tan clara, tan ortodoxa, que se le juzga como uno de los primeros Padres de la Iglesia griega, y el único a quien los griegos han dado el título de Grande. Sus homilías morales son aún hoy obras de predicación popular muy eficaces. Sus obras dogmáticas le colocan entre uno de los triunfadores de la herejía arriana. Combatiendo victoriosamente a los enemigos de Cristo, desarrolló la doctrina trinitaria: él expuso por primera vez, de un modo completo, la teología del Espíritu Santo. Enseñó que procedía del Padre y del Hijo, sus apropiaciones, su acción santificadora, ya en la vida individual de las almas, ya también en la vida comunitaria de los monasterios e iglesias.
Ya que la liturgia después de Pentecostés tiene por objeto extender esta acción santificadora del Espíritu Santo, escuchemos con atención al menos algunas palabras del Santo Doctor sobre este punto: "Si alguno, nos dice, se libra de la deformidad que proviene del vicio, si vuelve a la belleza que le dió su Criador, y restaura en él los rasgos primitivos de su forma real y divina, entonces, y solamente entonces, puede acercarse al Espíritu Santo. Pero entonces también, como el sol ilumina un ojo puro, así el Espíritu Santo le revela la imagen de Aquel a quien no puede ver; y en la dichosa contemplación de esta imagen percibe la inefable belleza del principio de todas las cosas. El Espíritu Santo asimismo es quien, en el esfuerzo de los corazones para levantarse, ayuda a los débiles como con la mano, y conduce a los fuertes a la perfección. El es también quien hace espirituales a los que están purificados de todo pecado, en virtud de la participación que les concede de Sí mismo. Y, así como un cristal puro y transparente tocado por el rayo del sol, resplandece y derrama a su alrededor la luz, del mismo modo las almas que llevan al Espíritu Santo, resplandecen por El, y, haciéndose ellas mismas espíritus, derraman sobre los demás la gracia. De ahí proviene su conocimiento del futuro, su inteligencia de los misterios, su penetración de las cosas ocultas, la irradiación de su caridad, su conversación celestial, su unión al coro de los Angeles. De ahí su gozo sin fin, su fidelidad a Dios. De ahí su semejanza con el mismo Dios, sobre la cual no se puede desear nada, y que es tal, que con razón se puede decir, oh sublimidad: ¡Has llegado a ser Dios!" (S. Basilio. Tratado del Espíritu Santo, IX, P. G. XXXII, 109)
VIDA — Basilio nació hacia 329 ó 330 en Cesarea de Capadocia, de familia rica, noble y profundamente cristiana. Su padre, su abuela y su madre, su hermana mayor y uno de sus hermanos, se hallan inscritos en el Martirologio. Gustó al principio de las ciencias profanas. Se estableció con este fin en Atenas, donde se hizo el amigo de San Gregorio Nacianceno, y adquirió una vasta cultura en las ciencias, las artes y la filosofía antigua. El año 357, por influencia de su hermana Macrina, ya monja, se resolvió a consagrarse a Dios. Visitó los centros monásticos de Egipto y Siria, después de lo cual se retiró a una posesión suya y fundó un monasterio. Mas desde 360 su obispo comenzó a recurrir a pedirle consejo. Tuvo en consecuencia que establecerse en Cesarea, donde ejerció un ministerio muy fecundo. Finalmente, en el 370, fué elegido obispo. Organizó las obras diocesanas, defendió los derechos de su metrópoli contra las pretensiones de algunos prelados, combatió el arrianismo y sobre todo trabajó ardorosamente en restablecer la buena concordia entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente, que habían perturbado las controversias amanas y otras cuestiones personales. Agotado por el trabajo, S. Basilio murió el 1 de Enero del 379. Los orientales le celebran ese día; los occidentales el 14 de Junio, fecha de su consagración episcopal.
ORACIÓN AL OBISPO. — ¿No es bastante alabanza, gran Pontífice, el haber ensalzado tus obras? ¡Ojalá estas mismas obras tengan imitadores en nuestros tiempos! porque claramente lo enseña la historia, que son los santos de tu talla los que constituyen la salvación y la grándeza de una época. El pueblo más probado y más abandonado en apariencia, únicamente necesita de un jefe, dócil en todo, dócil hasta el heroísmo, a las inspiraciones del Espíritu Santo, que gobierna continuamente a la Iglesia, y este pueblo soportará la tempestad y finalmente vencerá; mientras que, si la sal se vuelve sosa la sociedad se disuelve, sin que sea necesario un Juliano o un Valente para conducirla al desastre. Alcanza, pues, oh Basilio, para nuestra sociedad tan enferma, jefes como tú; repítase en nuestros días la admiración de Modesto; los sucesores de los prefectos de Valente encuentren en todos los lugares un Obispo al frente de las Iglesias; y su admiración será para nosotros el signo inequívoco del triunfo; porque un obispo no es vencido nunca aunque tenga que pasar por el destierro o la muerte.
ORACIÓN AL DOCTOR DE LA IGLESIA. — A l a vez que debes mantener a los pastores de las Iglesias a la altura del estado de perfección que les exige la sagrada unción, eleva también al rebaño hasta la sendas de la santidad a la que debe aspirar en virtud de la religión que profesa. No sólo a los monjes se dijo: El reino de Dios está dentro de vosotros '. Nos enseñas2 que ese reino de los cielos, esa bienaventuranza que ya puede ser la nuestra, es la contemplación de las realidades eternas que podemos alcanzar en la tierra, no por la visión clara y distinta, sino en el espejo de que habla el Apóstol. ¿No se lanza el espíritu por sí mismo a las regiones para las cuales fué creado? Si su elevación resulta penosa, es porque los sentidos han prevalecido contra él. Enséñanos a curarlo por la fe y el amor. Repite a los hombres de nuestro tiempo, porque quizás lo podrían olvidar, que el cuidado por mantener una fe pura, es tan necesario para este fin, como la rectitud de la vida. Desgraciadamente gran parte de tus hijos han olvidado que todo monje verdadero y todo cristiano debe detestar la herejía. Bendice mucho más a todos los que no han podido conmover tantas y tan continuas pruebas; multiplica las conversiones; apresura el día feliz en que el Oriente, sacudiendo el doble yugo del Cisma y del Islam, vuelva a tomar, en el aprisco único del único pastor, un lugar que fué tan glorioso para él.
Haz en favor de los que ahora estamos prosternados a tus pies, oh Doctor del Espíritu Santo, defensor de la consustancialidad del Verbo con el Padre, que vivamos como tú, únicamente para gloria de la Santísima Trinidad. Tú lo expresaste en una magnífica fórmula: "Ser bautizado en la Trinidad, creer conforme a su bautismo, glorificar a Dios según su fe", era para ti el constitutivo esencial de lo que debe ser el monje; pero ¿no conviene esto a todo cristiano? Haz que todos lo comprendamos y bendícenos.
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