lunes, 1 de junio de 2020

LUNES DE PENTECOSTES




El Espíritu Santo tomó ayer posesión del mundo, y sus comienzos en la misión que había recibido del Padre y del Hijo anunciaron su poder, y preludiaron con ostentación sus futuras conquistas. Vamos a seguir su camino y sus acciones sobre la tierra que le fué confiada; la sucesión de los días de Octava tan solemne nos permitirá señalar una tras otra sus obras en la Iglesia y en las almas.
ISRAEL Y LA GENTILIDAD.— Jesús es el Rey del mundo; recibió de su Padre las naciones en herencia. El mismo nos declaró que "le ha sido otorgado todo 1 poder en el cielo y en la tierra"2. Pero subió al cielo antes de establecerse su imperio en este mundo. El pueblo de Israel a quien hizo escuchar su palabra, a cuyos ojos realizó los prodigios que atestiguaban su misión, le despreció y dejó de ser su pueblo3. Sólo algunos de sus miembros le recibieron y le recibirán todavía; pero la masa de Israel suscribe la exclamación sacrilega de sus pontífices: "No queremos que reine sobre nosotros"".
La gentilidad está también tan alejada de recibir al hijo de Maria por su señor. Desconoce su persona, su doctrina y su misión. Las antiguas tradiciones de la religión primitiva se han borrado gradualmente. El culto de la materia ha invadido tanto al mundo civilizado como al mundo bárbaro, y se ha prodigado adoración a toda criatura. La moral está alterada hasta en sus fuentes más sagradas y más inviolables. La razón se ha oscurecido en esta minoría imperceptible que se gloría del nombre de filósofos; "se desvanecieron sus pensamientos y se oscureció su insensato corazón"Las razas humanas emigradas se han mezclado sucesivamente por la conquista. Tantos transtornos sólo dejaron en los pueblos la idea de la fuerza, y el colosal imperio romano del César cae con todo su peso sobre la tierra. Es el momento que el Padre celestial escogió para enviar a su Hijo a este mundo. No hay lugar para un rey de las inteligencias y de los corazones; con todo eso, es necesario que Jesús reine sobre los hombres y que su reino sea recibido.
EL PRÍNCIPE DE ESTE MUNDO. — Entretanto, se ha presentado otro señor y los pueblos le acogieron. Es Satanás, y su imperio se ha establecido con tanto poder, que Jesús mismo le llama el Príncipe de este mundo. Es menester "echarle fuera"; se trata de arrojarle de sus templos, de expulsarle de las costumbres, del pensamiento, de la literatura, de las artes, de la política; porque todo lo posee. No es sólo la humanidad depravada quien resiste; es el fuerte armado quien la guarda como su dominio y que no cederá ante una fuerza creada.
Todo está, pues, contra el reino de Cristo, y nada a su favor. ¿Qué sirve a la impiedad moderna decir, contra la evidencia de los hechos, que el mundo estaba preparado a una tan completa revolución? ¡Como si todos los vicros y todos los errores fuesen una preparación a todas las virtudes y a todas las verdades!; ¡como si bastase al hombre vicioso sentir la miseria, para comprénder que su desgracia viene de que está en el mal y resolverse a ser de repente, y a costa de todos los sacrificios, un héroe de virtud!
No, para que Jesús reinase sobre este mundo perverso era necesario un milagro y el mayor de todos, un prodigio que, como dijo Bossuet, no tiene término de comparación más que con el acto creador que hizo salir los seres de la nada. Además, este prodigio, ¿quién lo ha hecho sino el Espíritu Santo? Fué él quien quiso que nosotros, que no vimos a Nuestro Señor Jesucristo, estuviésemos tan seguros de su naturaleza divina y de su misión de Salvador, como si hubiésmos sido testigos de sus milagros y oyentes de sus enseñanzas. Con este fin ha obrado este prodigio de los prodigios, esta conversión del mundo, en la que "Dios escogió lo que era más débil en el mundo para hacerlo fuerte, lo que no es nada para destruir lo que es". En este hecho inmenso y más luminoso que el sol, el Espíritu Santo ha hecho visible su presencia y se ha dado testimonio de sí mismo.
ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO SOBRE LOS APÓSTOLES. — Veamos de qué medio se ha servido para asegurar el reino de Jesús sobre el mundo. Volvamos de nuevo al Cenáculo. Considera a estos hombres revestidos ahora de la virtud de lo alto. ¿Qué eran ha poco? Gente sin influencia, de condición baja, sin letras, de una debilidad conocida. ¿No es verdad que el Espíritu Santo hizo de ellos en seguida hombres elocuentes y del más alto valor, hombres a los que el mundo conocerá pronto y que obtendrán sobre él una victoria ante la cual palidecerán de los más gloriosos conquistadores? También es menester que la incredulidad lo confiese, el hecho es demasiado evidente: el mundo se ha transformado, y esta transformación es la obra de estos pobres judíos del Cenáculo. Recibieron el Espíritu Santo el día de Pentecostés y este Espíritu Santo cumplió en ellos lo que tenia que hacer.
Les ha dado tres cosas ese día: ta palabra figurada por las lenguas, el ardor del amor representado por el fuego y el don de los milagros que ejercen al punto. La palabra es la espada de que están armados, el amor es el alimento del valor que les hará desafiarlo todo y por el milagro atraerán la atención de los hombres. Tales son los medios ante los cuales el Príncipe del mundo será obligado a capitular, por los que el reino del Emmanuel se establecerá en su dominio, y todos estos medios proceden del Espíritu Santo. ...
SOBRE TODOS LOS HOMBRES. — Pero no limita allí su acción. No basta que los hombres oigan resonar la palabra, que admiren el valor, que vean los prodigios. No basta que vean el esplendor de la verdad, que sientan la belleza de la virtud y reconozcan la vergüenza y el crimen de su situación. Para llegar a la conversión del corazón, para reconocer un Dios en este Jesús, que se les va a predicar, para amarle y ofrecerse a él en el bautismo y hasta el mismo martirio, es necesario que el Espíritu Santo intervenga. El solo, como dice el Profeta, puede quitar de su pecho el corazón de piedra y sustituirle por un corazón de carne capaz de experimentar el sentimiento sobrenatural de la fe y del amor. El Espíritu divino acompañará siempre a sus enviados; para ellos la acción visible, para él la acción invisible, y la salvación del hombre resultará de esta colaboración. Será necesario que ambas acciones se ejerzan sobre cada individuo, que la libertad de cada uno acepte y se entregue a la predicación exterior del apóstol y a la moción interior del Espíritu. Ciertamente es una gran obra llevar a la raza humana a confesar a Jesús por su rey y señor; la voluntad perversa se resistirá mucho tiempo; pero, pasados tres siglos, el mundo civilizado se pondrá bajo la cruz del Redentor.
LA CONVERSIÓN DE LOS JUDÍOS. — Era justo que el Espíritu Santo y sus enviados se dirigiesen primero al pueblo de Dios. Este pueblo "había recibido en depósito los oráculos divinos". Había suministrado la sangre de la redención, Jesús había declarado que era enviado "a las ovejas perdidas de la casa de Israel". Pedro, su vicario, debía heredar la gloria de ser el Apóstol del pueblo circuncidado, aunque la gentilidad, en la persona de Cornelio el Centurión, debía ser por él introducida en la Iglesia, y la emancipación de los gentiles bautizados proclamada por él en la asamblea de Jerusalén. Pero el honor se debía en primer lugar a la familia de Abraham, de Isaac y de Jacob; por eso, el primer Pentecostés es judío, porque nuestros primeros antepasados en este día son judíos. El Espíritu Santo reparte primero sus dones a la raza de Israel.
Ved partir ahora de Jerusalén a estos judíos que han recibido la palabra, y cuyo bautismo ha hecho verdaderos hijos de Abraham. Terminada la solemnidad, vuelven a las provincias de la gentilidad que habitan, llevando en sus corazones a Jesús, a quien han reconocido por el Mesías rey y salvador. Saludemos estas primicias de la Iglesia, a estos trofeos del Espíritu, a estos portadores de la buena nueva. No tardarán en ver llegar a los hombres del Cenáculo que se volverán hacia los gentiles, después de la inútil intimación hecha a la orgullosa e ingrata Jerusalén.
Una débil minoría de la nación judía ha consentido, pues, en reconocer al hijo de David por el heredero del Padre de familia; la masa ha permanecido rebelde y corre obstinadamente a su pérdida. ¿Cómo calificar su crimen? Esteban, el Protomártir, nos lo enseña. Dirigiéndose a estos indignos hijos de Abraham: "Hombres de dura cabeza, les dijo, corazones y oídos incircuncisos, resistís continuamente al Espíritu Santo". Tan culpable negativa de obedecer en la nación privilegiada da la señal de la emigración de los Apóstoles hacia la gentilidad. El Espíritu Santo no les abandona ya, y en adelante, sobre los pueblos sentados en las sombras de la muerte, esparcirá los torrentes de la gracia que Jesús mereció a los hombres por su Sacriñcio sobre la cruz.
LA CONVERSIÓN DE LOS PAGANOS. — Estos portadores de la palabra de vida se llegan a las regiones paganas. Todo se auna contra ellos, pero triunfan de todo. El Espíritu que les anima fecundiza en ellos sus dones. Obra al mismo tiempo sobre las almas de sus oyentes, la fe en Jesús se extiende con rapidez y pronto Antioquía, luego Roma y Alejandría, ven levantarse en su seno una población cristiana. La lengua de fuego recorre el mundo; no se detiene ni en los límites del imperio romano, predestinado, según los Profetas, a servir de base al imperio de Cristo. La India, China, Etiopía y cien pueblos lejanos oyen la voz de los Evangelistas de la paz.
Pero no les basta dar testimonio por la palabra a la dignidad real de un Señor, también le deben el testimonio de la sangre. No serán tardos. El fuego que les abrasó en el Cenáculo les consume en el holocausto del martirio.
Admiremos aquí el poder y la fecundidad del Espíritu divino. A estos primeros enviados sucede una generación nueva. Los nombres están cambiados, pero la acción continúa y continuará hasta el fin de los tiempos, porque es menester que Jesús sea reconocido por salvador y señor de la humanidad, y que el Espíritu Santo ha sido enviado para operar este reconocimiento sobre la tierra.
LA DERROTA DE SATANÁS. — El Príncipe de este mundo, "la vieja serpiente"se agita con violencia para impedir las conquistas de los enviados del Espíritu. Crucificó a Pedro, cortó la cabeza a Pablo e inmoló a sus compañeros; mas cuando los jefes desaparecieron, su orgullo fué sometido a una prueba más dura todavía.
El misterio de Pentecostés produjo un pueblo entero; la semilla apostólica germinó en proporciones gigantescas. La persecución de Nerón pudo derribar los jefes judíos del Nuevo Testamento; pero ved ahí a la gentilidad establecida en la Iglesia. Como cantábamos ayer "el Espíritu del Señor llenó toda la tierra". Vemos, desde fines del primer siglo, la espada de Domiciano cebarse aun en los miembros de la familia imperial. Pronto los Trajanos, los Adrianos, los Antoninos, los Marco Aurelios, espantados del competidor Jesús Nazareno, se lanzan sobre su rebaño; pero en vano. El Príncipe del mundo les había armado con la política y con la filosofía; el Espíritu Santo deshace estos falsos prestigios, y la verdad se extiende sobre la faz del mundo. A estos sabios suceden tiranos furiosos, un Severo, un Decio, un Gallo, un Valeriano, un Aureliano, un Maximiano; la carnicería se extiende por todo el imperio, porque hay cristianos por todas partes. En fin, el esfuerzo supremo del Príncipe del mundo está en la horrorosa persecución decretada por Diocleciano y los feroces Césares que comparten con él el poder. Habían decretado el exterminio del cristianismo, y ellos son los que, después de derramar torrentes de sangre, se hunden en la desesperación y en la ignominia.
¡Qué magníficos son tus triunfos, divino Espíritu! ¡Qué sobrehumano es el imperio del Hijo de Dios, cuando lo estableces así contra todas las resistencias de la debilidad y de la malignidad humanas, ante Satanás, cuyo reino parecíaconsolidado para siempre en la tierra! Pero amas el futuro rebaño del Redentor y extiendes en millones de almas el atractivo por una verdad que exige tan tremendos sacrificios. Derribaste los pretextos de una vana razón conprodigios innumerables, y caldeando luego por el amor estos corazones arrancados de la concupiscencia y del orgullo, les envías llenos de un entusiasmo tranquilo a la muerte y a las torturas.
LA VICTORIA DE LOS MÁRTIRES. — La promesa de Jesús se cumplió cuando sus fieles comparecían ante los ministros del Príncipe del mundo. Había dicho: "No os preocupéis por lo que habéis de hablar o decir. Entonces se os dará lo que tengáis que decir; porque no hablaréis vosotros, sino el Espíritu de vuestro Padre será quien hable por vosotros" Podemos juzgar aún de ello leyendo las Actas de nuestros mártires, siguiendo estos interrogatorios y estas respuestas sencillas y sublimes que se escapan de en medio de los tormentos. La voz del Espíritu es quien lucha y quien triunfa. Los asistentes decían: "¡Grande es el Dios de los cristianos!", y más de una vez se vió que los verdugos seducidos por una elocuencia tan elevada, se declaraban discípulos de Dios tan poderoso, y se colocaban de súbito entre las víctimas que desgarraban poco ha. Sabemos, por los monumentos contemporáneos, que la arena del martirio fué la tribuna de la fe, y que la sangre de los mártires, unida a la belleza de su palabra, fué la semilla de los cristianos.
Tres siglos después de estas maravillas del divino Espíritu, la victoria fué completa, Jesús era declarado Rey y Salvador del mundo, doctor y redentor de los hombres. Satanás era expulsado del dominio que había usurpado, el politeísmo, cuyo autor fué, era reemplazado por la fe en un solo Dios, y el culto bajo de la materia era objeto de vergüenza y de desprecio. Así, tal victoria, que tuvo por primer teatro el imperio romano, y que no ha dejado de extenderse de siglo en siglo a tantas naciones infieles, es la obra del Espíritu Santo. La manera milagrosa con que se cumplió contra todas las previsiones humanas es uno de los principales argumentos sobre los que descansa la fe. No hemos visto, no hemos oído al Señor Jesús; pero le confesamos por Dios nuestro, a causa del testimonio que de él ha dado tan visiblemente el Espíritu Santo que nos ha enviado. ¡Gloria sea por siempre a este divino Espíritu, reconocimiento y amor de toda criatura!, porque nos ha puesto en posesión de la salvación que el Emmanuel nos habla traído.
MISA
Hoy la estación es en la Basílica de San Pedro ad vincula. Esta iglesia, llamada también la Basílica de Eudoxia, del nombre de la emperatriz que la erigió, guarda precisamente las cadenas con que San Pedro fué atado en Jerusalén por orden de Herodes, y en Roma por orden de Nerón. La reunión del pueblo en su recinto recuerda la fuerza con el que el Espíritu Santo revistió a los Apóstoles el día de Pentecostés. Pedro se ha dejado atar para servir a su maestro Jesús, y se ha gloriado de sus ligaduras. Este apóstol, que había temblado a la voz de una criada, después de recibir el don del Espíritu Santo, marchó ante las cadenas. El Príncipe del mundo creyó que podría encadenar la palabra divina; pero esta palabra estaba libre hasta en los hierros.
El Introito hace alusión a los neófitos que acaban de ser bautizados y están allí presentes con sus vestiduras blancas. Al salir de la fuente han sido alimentados con el pan de vida que es la flor fina del manjar celestial. Se les ha dado a gustar la dulzura de la miel que sale de la piedra. La Piedra es Cristo, nos dice el Apóstol, y Cristo ha admitido a Simón, hijo de Jonás, en la participación de este noble símbolo. Le dijo: "Tú eres Piedra", y las sagradas cadenas que hay allí muestran bien con qué fidelidad Simón comprendió el unirse al seguimiento de su Maestro. El mismo Espíritu que le fortificó en la lucha descansa ahora sobre los neófitos de Pentecostés.
INTROITO
Les alimentó con grosura de trigo, aleluya: y les saturó de miel de roca, aleluya, aleluya. — Salmo: Ensalzad a Dios, nuestro ayudador: cantad jubilosos al Dios de Jacob. V. Gloria al Padre.
En la Colecta, la Iglesia recuerda el descendimiento del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, y dando gracias a Dios que se ha dignado infundir el don de la fe en los nuevos cristianos, pide para ellos el de la paz que Jesús resucitado aportó a sus discípulos.
COLECTA
Oh Dios, que diste a tus Apóstoles el Espíritu Santo: concede a tu pueblo el efecto de su piadosa petición; para que, a los que has dado la fe, les des también la paz. Por el Señor... en la unidad del mismo Espíritu Santo.
EPISTOLA
Lección de los Hechos de los Apóstoles.
En aquellos días, abriendo Pedro su boca, dijo: Varones hermanos, a nosotros nos ordenó el Señor predicar al pueblo, y atestiguar que es El mismo el que ha sido constituido por Dios juez de vivos y muertos. De El dan testimonio todos los profetas, diciendo que, todos los que creen, reciben por su nombre el perdón de los pecados. Aun estaba Pedro diciendo estas palabras, cuando bajó el Espíritu Santo sobre todos los que escuchaban la palabra. Y se pasmaron los fieles de la circuncisión, que habían venido con Pedro: porque la gracia del Espíritu Santo se derramaba también en las naciones. Pues les oían hablar en lenguas, y glorificar a Dios. Entonces respondió Pedro: ¿Acaso puede alguien negar el agua, para que no se bauticen éstos, que han recibido el Espíritu Santo como nosotros? Y mandó que fueran bautizados en el nombre del Señor Jesucristo.
EL BAUTISMO DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS. — Este pasaje del libro de los Actos de los Apóstoles tiene una subida elocuencia en tal día y en tal lugar. Pedro, el vicario de Cristo, está en presencia de los cristianos salidos de la Sinagoga; a sus ojos se reúnen muchos gentiles que la gracia condujo por la predicación de Pedro a reconocer a Jesús por el H i j o de Dios. El Apóstol llegó al momento solemne en que debe abrir la puerta de la Iglesia a los gentiles. Para tener miramientos con la susceptibilidad de los antiguos judíos apela a sus profetas. ¿Qué han dicho estos profetas? Han anunciado que todos los que, sin excepción, creyeren en Jesús recibirían la remisión de sus pecados por su Nombre. De repente, el Espíritu Santo interrumpe al Apóstol, decide al cuestión infundiéndose como el día de Pentecostés, sobre estos gentiles humildes y creyentes. Las señales de su presencia arranca un grito de admiración a los cristianos circuncisos: "¡Cómo! —exclaman—. ¡La gracia del Espíritu Santo es también para los gentiles!" Entonces Pedro, con toda la autoridad del Jefe de la Iglesia, decide la cuestión. "¿Osaríamos rehusar el bautismo a hombres que han recibido el Espíritu Santo como nosotros lo hemos recibido?" Y sin esperar respuesta, ordena conferir inmediatamente el bautismo a estos felices catecúmenos.
Tal lectura, en el seno de Roma, centro de la gentilidad, en una basílica dedicada a San Pedro, en presencia de los neófitos, tan recientemente iniciados en los dones del Espíritu Santo por el Bautismo, ofrecía una oportunidad que nos es fácil percibir. Saquemos al mismo tiempo un profundo sentimiento de acción de gracias hacia el Señor nuestro Dios que se ha dignado llamar a nuestros padres del seno de la infidelidad asociarnos a los favores de su divino Espíritu.
ALELUYA
Aleluya, aleluya. V. Hablaban los Apóstoles en varias lenguas las maravillas de Dios.
Aleluya. (Aquí se arrolilla.) V. Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles: y enciende en ellos ei fuego de tu amor. La Secuencia Veni, Sáncte Spiritus, AQUÍ.
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio según San Juan.
En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: Tanto amó Dios al mundo, que dió a su Hijo unigénito: para que, todo el que crea en El, no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo se salve por El. El que cree en El, no es juzgado; pero, el que no cree, ya está juzgado: porque no cree en el nombre del Hijo unigénito de Dios. Y este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz: porque eran malas sus obras. Pues, todo el que obra mal, odia la luz, y no va a la luz, para que no sean reprochadas sus obras: mas el que obra la verdad, va a la luz, para que se manifiesten sus obras, porque han sido hechas en Dios.
LA VIRTUD DE LA FE. — El Espíritu Santo crea la fe en nuestras almas, y por la fe conseguimos la vida eterna; porque la fe no es la adhesión a una tesis razonalmente demostrada, sino una virtud que procede de la voluntad fecundada por la gracia. En el tiempo en que vivimos, la fe es rara. El orgullo del espíritu ha llegado al colmo, y la docilidad de la razón a las enseñanzas de la Iglesia falta en un gran número. Se cree cristiano y católico, y a la vez no está dispuesto a renunciar a sus ideas con toda sencillez, si fuesen desaprobadas por la autoridad, que sólo tiene el derecho de dirigirnos en la creencia.
Se permiten lecturas imprudentes, a veces malas, sin intranquilizarse si se contraviene a sagradas prohibiciones. Se hace poco por trabajar en una instrucción seria y completa en cosas de religión, de suerte que se conserva en su espíritu, como un veneno oculto, muchas ideas eterodoxas, que tienen curso en la atmósfera que se respira. Con frecuencia ocurre que un hombre se cuenta entre los católicos, y cumple los deberes exteriores de la fe por principio de educación, por tradición de familia, por cierta disposición natural del corazón o de la imaginación. Es triste decirlo, muchos juzgan tener fe, pero está extinguida en ellos.
Con todo, la fe es el primer lazo con Dios; por la fe, nos dice el Apóstol, se acerca uno a Dios 1 y se queda unido a El. Tal es la importancia de la fe, que el Señor nos dice que "el que cree no es juzgado". En efecto, el que cree en el sentido de nuestro Evangelio, no sólo se adhiere a una doctrina; cree, porque se somete de corazón y de espíritu, porque quiere amar lo que cree. La fe obra por la caridad que la completa, pero es un gusto anticipado de la caridad. Y por eso el Señor promete ya la salvación al que cree. Esta fe sufre obstáculos de parte de nuestra naturaleza caída. Acabamos de oírlo: "La luz ha venido al mundo, pero los hombres han preferido las tinieblas a la luz" En nuestro siglo, las tinieblas reinan y se hacen más densas; también se ve levantarse falsas luces; espejismos falsos extravían a los viajeros, y lo repetimos, la fe se ha hecho más rara, esta fé que une con Dios y salva de sus juicios. Espíritu divino, líbranos de las tinieblas, corrige el orgullo de nuestro espíritu, rescátanos de esta vana libertad que se la propone como el único fin de todo, y que es tan estéril para el bien de las almas. Amamos la luz, deseamos poseerla, conservarla y merecer por la docilidad y la sencillez de niños la dicha de verla abierta en el día eterno.
El Ofertorio está sacado de uno de los mejores cánticos de David. En él se anuncia el ruido de la tempestad que anuncia la llegada del Espíritu. Pronto las fuentes de agua viva se derraman y fertilizan la tierra; es el viento impetuoso de Pentecostés y el bautismo que sucede a la emisión de los fuegos.
OFERTORIO
Tronó desde el cielo el Señor, y el Altísimo dió suvoz: y aparecieron las fuentes de las aguas, aleluya.
En la Secreta, la Iglesia pide que no haya más que una ofrenda sobre el altar, y que por obra del Espíritu Santo esté formada a la vez de los elementos sagrados y de los corazones de los fieles.
SECRETA
Suplicárnoste, Señor, santifiques propicio estos dones: y, aceptada la oblación de esta hostia espiritual, haz que nosotros mismos seamos para ti un don eterno. Por el Señor.
La Antífona de la Comunión está formada de las palabras de Cristo al anunciar a sus discípulos el ministerio que va a realizar el Espíritu Santo sobre la tierra. Presidirá las enseñanzas de las verdades que Jesús mismo ha revelado.
COMUNION
El Espíritu Santo os enseñará, aleluya: cuanto yo os he dicho, aleluya, aleluya.
En la Poscomunión, la Santa Iglesia se preocupa de la suerte de sus neófitos. Acaban de participar del Misterio celestial, pero además de graves pruebas les aguardan: Satanás, el mundo, los perseguidores. La Madre común Interviene cerca de Dios, para obtener que sus nuevos hijos sean tratados con los miramientos proporcionados a su edad aún tierna.
POSCOMUNION
Suplicárnoste, Señor, asistas a tu pueblo: y, al que has imbuido de tus celestiales Misterios, defiéndele del furor de los enemigos. Por el Señor.
EL DON DE PIEDAD
El don de Temor de Dios está destinado a sanar en nosotros la plaga del orgullo; el don de piedad es derramado en nuestras almas por el Espíritu Santo para combatir el egoísmo, que es una de las malas pasiones del hombre caído, y el segundo obstáculo a su unión con Dios. El corazón del cristiano no debe ser ni frío ni indiferente; es preciso que sea tierno y dócil; de otro modo no podría elevarse en el camino al que Dios, que es amor, se ha dignado llamarle.
El Espíritu Santo produce, pues, en el hombre el don de Piedad, inspirándole un retorno filial hacia su Creador. "Habéis recibido el Espíritu de adopción, nos dice el Apóstol, y por este Espíritu llamamos a Dios: ¡Padre! ¡Padre!"1. Esta disposición hace al alma sensible a todo lo que atañe al honor de Dios. Hace que el hombre nutra en sí mismo la compunción de sus pecados, a la vista de la infinita bondad que se ha dignado soportarle y perdonarle, con el pensamiento de los sufrimientos y de la muerte del Redentor. El alma iniciada en el don de Piedad desea constantemente la gloria de Dios; querría llevar a todos los hombres a sus pies, y los ultrajes que recibe le son particularmente sensibles. Goza viendo los progresos de las almas en el amor y los sacrificios que este amor les inspira para el que es el soberano bien. Llena de una sumisión filial para con este Padre universal que está en los cielos, está presta a cumplir todas sus voluntades. Se resigna de corazón a todas las disposiciones de la Providencia.
Su fe es sencilla y viva. Se mantiene amorosamente sometida a la Iglesia, siempre pronta a renunciar a sus ideas más queridas, si se apartan de su enseñanza o de su práctica, teniendo horror instintivo a la novedad y a la independencia.
Esta ofrenda a Dios que inspira el don de Piedad al unir el alma a su Creador por el afecto filial, le une con un afecto fraterno a todas las criaturas, porque son la obra del poder de Dios y porque le pertenecen.
En primer lugar, en los afectos del cristiano animado del don de Piedad se colocan las criaturas glorificadas, en los que Dios se regocija eternamente, y que ellas se regocijan de él para siempre. Ama con ternura a María, y está celoso de su honor; venera con amor a los santos; admira con efusión a los mártires, y los actos heroicos de virtud cumplidos por los amigos de Dios; ama sus milagros, honra religiosamente las reliquias sagradas.
Pero su afecto no es sólo para las criaturas coronadas en el cielo; las que están aún aquí tienen gran acogida en su corazón. El don de Piedad le hace encontrar en ellas a Jesús en persona. Su benevolencia para con sus hermanos es universal. Su corazón está dispuesto al perdón de las injurias, a soportar las imperfecciones de otro, excusando las faltas del prójimo. Es compasivo con el pobre, solícito con el enfermo. Una dulzura afectuosa revela el fondo de su corazón; y en sus relaciones con los hermanos de la tierra se le ve siempre dispuesto a llorar con los que lloran, a regocijarse con los que se regocijan.
Tal es, Espíritu divino, la disposición de los que cultivan el don de Piedad que has derramado en sus almas. Por este beneficio inefable neutralizas el triste egoísmo que marchita su corazón, le libras de esta aridez odiosa que hace al hombre indiferente con sus hermanos, y cierras su alma a la envidia y al rencor. Por eso ha tenido necesidad de esta piedad filial para su Creador. Ha enternecido su corazón, y este corazón se ha fundido en un vivo afecto por todo lo que sale de las manos de Dios. Haz que fructifique en nosotros tan precioso don; no permitas que sea sofocado por el amor a npsotros mismos. Jesús nos ha animado diciendo que su Padre celestial "hace salir su sol sobre los buenos y los malos" 1; no consientas, Paráclito divino, que indulgencia tan paternal sea ejemplo perdido, y dígnate desarrollar en nuestras almas este germen de sacrificio, de benevolencia y de compasión que has colocado allí cuando tomabas posesión de ella por el Bautismo.

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