(1153 d. C.) - EL padre de Bernardo era un noble borgoñón llamado Tescelino Sorrel. Su madre, llamada Aleth, era hija del señor de Montbard. Bernardo, el tercero de los hijos, nació en 1090 en Fontaines, castillo próximo a Dijon, que formaba parte de las propiedades de su padre. Los siete hijos de Tescelino y Aleth eran: el Beato Guido, el Beato Gerardo, San Bernardo, la Beata Humbelina, Andrés, Bartolomé y el Beato Nivardo. Todos aprendieron el latín y la poética antes de abrazar la carrera de las armas. Bernardo fue enviado al colegio de los canónigos seculares de Chatillon-sur-Seine para hacer una carrera completa. Desde entonces amaba ya la soledad, quizá debido a su timidez. Hizo progresos rapidísimos en los estudios y se preparó así a oír la voz de la inspiración de Dios. La víspera del día de Navidad, cuando esperaba a su madre para asistir a los maitines, Bernardo se quedó dormido y soñó que veía al Niño Jesús en el establo de Belén. Desde entonces, concibió uns gran devoción por el misterio de amor y misericordia de la Encarnación Cuando tenía diecisiete años, murió su madre. Bernardo, que la quería apasionadamente, sufrió una grave depresión y se dejó arrastrar a un estado detristeza mórbida, del que sólo consiguió salir gracias a la tenacidad de su hermana Humbelina por distraerlo y consolarlo.
Al entrar en sociedad, Bernardo poseía todas las ventajas y talentos que pueden hacer amable y atractivo a un joven. Con su ágil inteligencia y temperamento afable y bondadoso, se ganaba a cuantos le conocían. Ello constituía un grave peligro y durante, algún tiempo, Bernardo bordeó la tibieza e indiferencia, hasta que empezó a pensar en abandonar el mundo y consagrarse a los estudios, que siempre le habían atraído mucho. Pocos años antes, Roberto, San Alberico y San Esteban Harding habían fundado en Citea el primer monasterio en que se practicaba en todo su rigor la primitiva regla de San Benito. Bernardo vaciló algún tiempo antes de ingresar en la orden cisterciense. Un día, presa de graves dudas, entró en una iglesia a pedir a Dios que le ayudase a conocer y seguir su voluntad y, al salir, estaba decidido a abrazar la vida de los monjes de Citaux. Sus amigos hicieron cuanto pudieron por disuadirle, pero Bernardo no sólo se mantuvo firme en su propósito, sino que se llevó consigo al monasterio a cuatro de sus hermanos y a un tío. Un íntimo amigo de Bernardo, Hugo de Mâcon (quien más tarde fundó el monasterio de Pontigny y murió siendo obispo de Auxerre), lloraba amargamente ante la idea de separarse de Bernardo; pero dos entrevistas bastaron a éste para convencerle de que le siguiese al monasterio. Para no extendernos demasiado, Bernardo, que unas cuantas semanas antes dudaba de su vocación religiosa, llegó al monasterio acompañado de treinta y un candidatos que hasta poco antes no se habían sentido llamados a la vida monástica. En ese sentido, ningún santo de la era moderna ha igualado a Bernardo, quien poseía una elocuencia irresistible: cuando él se presentaba, las madres temblaban por sus hijos y las esposas por sus maridos. El día de la partida al monasterio, Bernardo y sus hermanos se reunieron en Châtillon y fueron a Fontaines a despedirse de su padre y a pedirle su bendición. Nivardo, el más joven de la familia, se quedó a cuidar a su padre. Al salir de Fontaines, Guido encontró a Nivardo jugando con otros chicos de su edad, y le dijo: “Adiós, hermanito. Tú vas a heredar todas las tierras y posesiones”. Nivardo respondió: “No estoy de acuerdo. Vosotros os reserváis el cielo y me dejáis la tierra. Es una repartición muy poco equitativa.” Poco después, Nivardo fue a reunirse con sus hermanos en el monasterio, de suerte que sólo Humbelina y su padre quedaron en Fontaines.
Bernardo y sus compañeros llegaron a Cítaux alrededor de la Pascua de 1112. San Esteban Harding, que era el abad, les recibió con los brazos abiertos, puesto que en los últimos años no se había presentado un solo novicio. San Bernardo tenía entonces veintidós años, quería vivir olvidado del mundo y entregado totalmente a Dios en el retiro. Tres años después, el abad, comprobó los progresos de Bernardo y sus extraordinarias cualidades y le mandó, con otros doce monjes, a fundar un nuevo monasterio en la diócesis de Langres, en la Champagne. Bernardo y sus compañeros hicieron el viaje cantando los salmos, y se establecieron en un valle rodeado de bosques. Con la ayuda del obispo y de los habitantes de la región, los monjes talaron una parte del bosque y construyeron un monasterio. Los principios de la nueva fundación fueron duros, pues la tierra era muy pobre y sólo producía un poco de avena para el pan y unas hojas silvestres que constituían todo el alimento de los monjes. Por otra parte, Bernardo, que carecía aún de experiencia, tendía a una severidad exagerada y reprendía ásperamente a sus compañeros por las menores distracciones y transgresiones de la regla. Felizmente el santo cayó poco a poco, en la cuenta de ese estado de cosas al ver el desaliento que se apoderaba de los monjes, a pesar de su gran humildad y obediencia. Para hacer penitencia por su omisión, Bernardo guardó silencio durante mucho tiempo; pero finalmente volvió a predicar y se preocupó de que sus súbditos comiesen un poco mejor, a pesar de la escasez. Se extendió la fama del monasterio y de la santidad de su abad y, muy pronto, el número de los monjes llegó a ciento treinta. También se dio al lugar el nombre de Claraval (Valle Claro), porque el sol daba de lleno en él. El padre de Bernardo y su hermano Nivardo ingresaron en Claraval en 1117 y recibieron el hábito de manos del santo. Los cuatro primeros monasterios derivados de Cíteaux se convirtieron, a su vez, en sementeras de nuevos monasterios. El de Claraval fue el más fecundo de todos, y entre sus filiales se contaban el monasterio de Rivevaulx y, en cierto sentido, el monasterio de Fountains, en Inglaterra.
En 1121, San Bernardo realizó su primer milagro: mientras cantaba la misa, restituyó el habla a cierto señor feudal, quien pudo así confesarse antes de morir y hacer numerosas restituciones por las injusticias que había cometido. Se cuenta que el santo obró otras muchísimas curaciones con sólo bendecir a los enfermos y que “excomulgó” a las moscas que infestaban la iglesia de Foigny, las cuales murieron al punto. La maldición a las moscas de Foigny se convirtió en un proverbio francés. Guillermo de Saint-Thierry refiere con pormenores los males de estómago que aquejaban a Bernardo, que ciertamente no mejoraban con la comida mala e insuficiente. A causa de su mala salud, el capítulo general le dispensó de trabajar en el campo y le ordenó que se dedicase más intensamente a la predicación. Para cumplir, Bernardo empezó a escribir su tratado sobre los Grados de Humildad y de Orgullo, que fue la primera obra que publicó. El P. Vacandard dice que “cualquier psicológo moderno aprobaría el estudio caracteriológico” que hay en dicho tratado.
A pesar de su amor por el retiro, las necesidades de la Iglesia y la obediencia obligaron frecuentemente a Bernardo a salir de él. Como tantos otros santos a quienes el cielo ha concedido un extraordinario don de contemplación y cuyo mayor deseo sería consagrarse enteramente a Dios en la paz del monasterio, San Bernardo hubo de pasar años enteros en la vida pública y aun en la vida política, “atendiendo a los asuntos de su Padre celestial”. En 1137, escribía que estaba “asediado de cuidados y preocupaciones y apenas hay un momento en que me dejen en paz los visitantes que vienen a pedirme los más diversos favores. Y, como no tengo derecho a impedirles que vengan ni puedo rehusarme a recibirlos, apenas me queda tiempo para orar.” La fama de las cualidades y poderes del santo era tan grande, que los príncipes acudíar a su arbitraje y los obispos le consultaban los asuntos más importantes de la Iglesia y se atenían respetuosamente a sus decisiones. Los Papas veían en su consejo uno de los principales apoyos de la Iglesia, y todo el pueblo escuchaba sus palabras con veneración. Aun llegó a llamársele “el Oráculo de la cristiandad”. Porque Bernardo no era únicamente un fundador de monasterios, un teólogo y un predicador, sino también un reformador y un “cruzado”; jamás hurtó el cuerpo a las dificultades, ya proviniesen de la abad de Cluny o de un antipapa, del filósofo Abelardo o de la segunda Cruzada. Por lo demás, no perdía el tiempo en rodeos. Así, escribía a un clérigo Languedoc: “Parece que os imagináis que los bienes de la Iglesia son vuestros. Pero os equivocáis totalmente; pues, si bien es justo que viva del altar quien sirve al altar, ello no significa que los bienes del altar sean para fomentar la lujuria y el orgullo. Todo lo que va más allá de una mesa sencilla y un vestido modesto es sacrilegio y robo.”
Las dificultades provocadas por la elección de Inocencio en 1130 obligaron a San Bernardo a viajar por toda Francia, Alemania e Italia. En una de sus visitas a Claraval, llevó consigo a Pedro Bernardo Paganell canónigo de Pisa, que sería más tarde Papa, con el nombre de Eugenio III y alcanzaría el honor de los altares. Por el momento, Bernardo confió al novicio el cargo de acarrear carbón para el monasterio. Después de que toda la Iglesia le reconoció a Inocencio II, San Bernardo asistió a los Concilios de Roma y de Letrán. Por entonces, conoció a San Malaquías de Armagh; nueve años después,
San Malaquías moriría en brazos de su amigo. A pesar de sus múltiples actividades, San Bernardo seguía predicando a los monjes siempre que podía. Sus sermones sobre el Cantar de los Cantares se hicieron famosos. En 1140 predicó por primera vez en público, a los estudiantes de París. Esos dos sermones se cuentan entre los más violentos y poderosos que pronunció el santo; las “cosas terribles e infernales” que dijo en ellos, hicieron cierto bien al auditorio y convirtieron a algunos estudiantes que hasta entonces habían visto con malos ojos el “evangelismo” de Bernardo. Poco después de terminado el cisma, el santo se vio envuelto en la controversia con Abelardo. Y si el primero era el hombre más influyente y elocuente de la época, el brillante y desdichado Pedro Abelardo le cedía apenas en ese aspecto y tenía la ventaja de ser mucho más erudito. Era inevitable que los dos personajes chocasen un día, pues representaban dos corrientes de pensamiento que, sin ser opuestas, no habían llegado todavía a sintetizarse: por una parte, la concepción tradicional de la autoridad y de la “fe, que no es una opinión sino una certeza”; por la otra, el nuevo racionalismo y la exaltación de la inteligencia humana. Se ha criticado mucho a San Bernardo por haber acosado implacablemente a Abelardo. Pero hay que comprender que el santo creía que, bajo la máscara del saber se ocultaban en Abelardo la vanidad y la arrogancia, que bajo la máscara del uso de la razón se ocultaba el racionalismo y que las cualidades y la erudición del filósofo le hacían muy peligroso para la cristiandad. San Bernardo escribía al Papa: “Pedro Abelardo, al defender que la razón humana es capaz de comprender enteramente a Dios, ataca las bases del mérito de la fe . . . Ese hombre es demasiado grande a sus propios ojos.”
Probablemente a principios del año 1142, se fundó en Irlanda el primer convento cisterciense. Los monjes procedían de Claraval, a donde San Malaquías los había enviado a formarse bajo la dirección de San Bernardo. La abadía, que estaba situada en el condado de Louth, recibió el nombre de Melilfont. Diez años más tarde, contaba ya con seis monasterios filiales. Por la misma época, San Bernardo intervino en el asunto de la sucesión de la sede de York (cf. nuestro artículo sobre San Guillermo de York, 8 de junio). Inocencio II murió antes de que el asunto quedase resuelto. Dieciocho meses después, ascendió al trono pontificio el abad del monasterio cisterciense de Tre Fontane, Eugenio III, que no era otro que el Bernardo de Pisa a quien San Bernardo había conducido al noviciado. El santo escribió a su antiguo discípulo una carta encantadora, redactada en estos términos: “A su queridísimo padre y maestro Eugenio, por la gracia de Dios Sumo Pontífice, Bernardo, abad de Claraval, presenta su humilde homenaje.” En realidad Bernardo sentía ciertos temores por Eugenio, pues conocía su carácter tímido y retraído y su falta de experiencia en la vida pública. Por ello, escribió también una carta a los cardenales, en la que les decía: “Dios os perdone lo que habéis hecho. Habéis vuelto a la vida a un hombre que estaba muerto al mundo y sepultado en la paz del monasterio. Habéis empujado a la vorágine de los negocios y las multitudes a un hombre que había huido de los negocios y de las multitudes. Habéis convertido lo menos importante en lo más importante. Tened cuidado, pues el sitio que ocupa ahora ese hombre es más peligroso que el que ocupaba antes.” Más tarde, para aconsejar a Eugenio III, escribió el más largo e importante de sus tratados, el “De consideratione”, en el que examinaba las obligaciones del Pontífice y le recomendaba abiertamente que se reservase cada día algún tiempo para el examen de conciencia y la contemplación y que se dedicase a ellos con más diligencia que a los negocios. San Bernardo declaraba que la “consideración” o contemplación forma y dirige todas las virtudes y recordaba al Papa que la multiplicidad de los negocios le ponían en el riesgo de caer en el olvido de Dios y la dureza de corazón. La sola mención de esos peligros hacía temblar al santo, quien decía al Pontífice que si él mismo no temblaba ante esos peligros era señal de que su corazón se había endurecido ya; porque si el Papa cae, toda la Iglesia decae.
Entre tanto, la herejía albigense había hecho rápidos progresos en Francia, con todas sus consecuencias morales y sociales. San Bernardo había tenido ya que ver con una secta similar en Colonia; en 1145, el cardenal Alberico, legado pontificio, le pidió que fuese al Languedoc. Aunque se hallaba enfermo, débil y apenas podía hacer el viaje, obedeció al punto y predicó en el camino. Le acompañó su secretario, Godofredo, quien refiere numerosos milagros de los que fue testigo presencial. Por ejemplo, en Sarlat, ciudad de Périgord, Bernardo bendijo unas piezas de pan, diciendo: “Para que conozcáis la verdad de nuestra doctrina y la falsedad de la hereje, que los enfermos que coman de este pan queden curados”. El obispo de Chartres, que estaba junto al santo, ante el temor de una desilusión colectiva, corrigió: “Es decir, que queden curados los que coman de este pan con la fe debida”. Pero el abad replicó: “Yo no dije eso, sino que todos los enfermos que prueben este pan queden curados para que sepan que somos enviados de Dios y predicamos la verdad”. En efecto, un gran número de enfermos recobró la salud. Bernardo predicó contra la herejía en todo el Languedoc. Sus oyentes se mostraron obstinados y violentos, sobre todo en Albi y en Toulouse; sin embargo, el santo consiguió reconquistar en poco tiempo la región y volvió después a Claraval. Desgraciadamente, San Bernardo se retiró demasiado pronto, pues la conversión del Languedoc había sido más aparente que real y, veinticinco años más tarde, la herejía era ahí más fuerte que nunca. Fue entonces cuando apareció Santo Domingo.
El día de Navidad de 1144, los turcos selyukidas se habían apoderado de Edesa, uno de los cuatro principados del reino latino de Jerusalén. Los cristianos pidieron inmediatamente auxilio a Europa, pues todo el reino estaba en peligro. Eugenio III encargó entonces a San Bernardo predicar una Cruzada. El santo inauguró la predicación el domingo de Ramos de 1146, en Vézelay. La reina Eleonor y una gran multitud de nobles fueron los primeros en abrazar la causa; el pueblo, movido por las palabras de fuego de Bernardo, le siguió en masa, de suerte que se acabó la provisión de cruces de tela para el distintivo y el santo tuvo que desgarrar su propio hábito para fabricar otras. Tras de levantar en armas a toda Francia, Bernardo escribió a los principales señores de Europa central y occidental. Después se trasladó a Alemania y lo primero que tuvo que hacer, fue enfrentarse con un monje medio loco llamado Rodolfo, quien, valiéndose del nombre del santo, incitaba al pueblo a acabar con los judíos. En seguida, emprendió una gira triunfal por la Renania, donde realizó numerosos milagros, según el testimonio de los que le acompañaban. El emperador Conrado III recibió la Cruz de manos del santo, y partió a la cabeza de un ejército, en mayo de 1147. Luis de Francia le siguió poco después. Pero la segunda Cruzada resultó un fracaso. Los ejércitos de Conrado fueronon deshechos en Asia Menor, y lo único que hizo Luis fue poner sitio a Damasco. El fracaso se debió, en gran parte, a los mismos cruzados, muchos de los cuales habían partido únicamente por codicia y, en la primera oportunidad, cometieron toda clase de excesos. Los que se unieron a la empresa por motivos de penitencia y religión tuvieron ocasión de ejercitar heroicamente la virtud, pero debe reconocerse que el precio de aquel ejercicio ascético fue demasiado elevado. El fracaso de la cruzada levantó una tempestad contra San Bernardo, quien se había mostrado seguro del triunfo. El santo respondió que él había confiado en que Dios bendeciría una cruzada emprendida en su honor, pero que los excesos de los cruzados habían sido la causa de su propia perdición. Por otra parte, ¿quién podía juzgar del éxito o el fracaso de una empresa? y “¿cómo se atreverían los mortales a reprobar lo que eran incapaces de comprender?”
A principios de 1153, el santo padeció su última enfermedad. Desde mucho antes, vivía ya en el cielo por el deseo, aunque por humildad calificaba de debilidad ese anhelo: “Los santos ansiaban morir para ver a Cristo; yo lo deseo al verme acosado por el escándalo y el mal. Confieso que me falta valor para enfrentarme a la violencia de la tempestad”. En la primavera, Bernardo se repuso un tanto y hubo de abandonar por última vez Claraval para acudir en socorro de los necesitados. Los habitantes de Metz querían a toda costa vengarse del duque de Lorena, que había atacado la ciudad. Para impedir el derramamiento de sangre, el arzobispo de Tréveris fue a Claraval a suplicar a Bernardo que le ayudase a reconciliar a los enemigos. El santo, olvidando su propia enfermedad, se transladó inmediatamente a Lorena, donde consiguió que los dos bandos depusiesen las armas y firmasen un tratado. Pero la enfermedad de Bernardo se agravó a su vuelta a Claraval y hubo de recibir los últimos sacramentos. Los monjes se reunieron alrededor de su abad con las lágrimas en los ojos y éste los confortó y alentó, diciéndoles que un siervo inútil debía dejar el sitio a otros y que era necesario derribar el árbol estéril. Aunque el amor que profesaba a sus hijos le impulsaba al deseo de permanecer con ellos, su ansia de ver a Cristo le había hecho desear la muerte desde tiempo atrás. “Estoy crucificado entre estos dos deseos, y no sabría por cuál decidirme. Pongámonos en manos de Dios y dejemos que El decida”. Dios decidió llamar a Sí al santo el 20 de agosto de 1153. Bernardo tenía entonces sesenta y tres años y había sido abad durante treinta y ocho. Los monjes de Claraval habían fundado ya sesenta y ocho monasterios. No es, por consiguiente, exagerado considerar a San Bernardo como uno de los fundadores de la orden cisterciense, ya que fue él quien la sacó de la oscuridad y la hizo famosa en todo el occidente. San Bernardo fue canonizado en 1174. En 1830 fue proclamado Doctor de la Iglesia, el “Doctor Melifluo”.
San Bernardo “llevó sobre los hombros el siglo XII y no pudo menos de sufrir bajo ese peso enorme”. En vida fue el oráculo de la Iglesia, la luz de los prelados, el reformador de la disciplina y, después de su muerte, no ha cesado de vigorizar a instruir a la Iglesia con sus escritos. Enrique de Valois, ese gran erudito francés del siglo XVII, no vacilaba en afirmar que entre las obras de los Padres de la Iglesia las de San Bernardo eran las más útiles para fomentar la piedad. Sixto de Siena, que se había convertido del judaismo, escribió: “Las palabras de Bernardo son siempre suaves y ardientes; leche y miel deleitosas manan de su boca y el encendido amor que arde en su pecho calienta los corazones”. Erasmo decía que San Bernardo era “alegre, amable y apasionado”, “cristiano erudito, de santidad elocuente y devoción radiante y amable”. Todos los católicos y protestantes de importancia, desde Inocencio II hasta el cardenal Manning, de Lutero a Federico Harrison, han reconocido la santidad de Bernardo y la grandeza de sus escritos, en los que el vigor se une a la dulzura y la caridad a la rudeza; porque el santo reprochaba para corregir, no para insultar. Tan profundamente había meditado la Sagrada Escritura, que su propio estilo recuerda a cada paso el de la Biblia y tiene algo del calor particular del texto sagrado. Bernardo conocía bien los escritos de los Padres de la Iglesia, sobre todo los de San Ambrosio y San Agustín, a los que citaba con frecuencia. Aunque vivió después de San Ambrosio, el primer escolástico y aunque su época era ya escolástica, San Bernardo trataba los temas teológicos a la manera de los antiguos escritores eclesiásticos. Por ello y por la excelencia de sus escritos, se le clasifica entre los Padres de la Iglesia y, si bien fue el último de ellos, es sin duda uno de los que más pueden ayudar a quienes quieran profundizar la religión y progresar en el fervor.
Los principales materiales biográficos de San Bernardo se hallan reunidos en la Patrología Latina de Migne, vol. 185. El mejor texto de la Vita prima es el de Waitz en MGH., Scriptores, vol. xxvi. Dicha obra, que es la fuente más importante, consta de cinco secciones escritas por tres autores diferentes: Guillermo de Saint-Thierry, Amoldo de Bonneval y Godofredo de Auxerre; además de la parte propiamente biográfica, hay una colección de milagros. Existen también las biografías escritas por Alan de Auxerre, Juan el Ermitaño, etc., por no hablar de las leyendas posteriores, como el Exordium Magnum de Conrado de Eberbach, y el Líber Miraculorum de Herberto. Todas estas fuentes y la correspondencia del santo han sido estudiadas por G. Hüffer en Vorstudien (1886). También las estudia a fondo E. Vacandard en el primer capítulo de su Vie de Saint Bernard (1910), que sigue siendo la biografía más autorizada. Existen muchísimas biografías de tipo más popular: G. Goyau (1927); F. Hover (1927) ; A Luddy, Life and Teaching of Saint Bernard (1927), obra voluminosa pero no muy exacta. También rinden tributo a San Bernardo numerosos escritores e historiadores no católicos, como J. Cotter Morrison (1877), R. S. Storrs (1893), Watkin Williams (1935) y G. G. Coulton, Five Centuries of Religión, vol. i. La obra de E. Gilson, Mystical Theology of St Bernard, apareció en 1940. La obra de J. Leclercq, St Bernard Mystique (1948) incluye 200 páginas de pasajes tomados de los escritos del santo. Dom Leclercq está trabajando actualmente en la edición crítica de las obras di San Bernardo, Véanse los dos volúmenes publicados por la Assoc. Bourguignonne de Sociétés Savantes, St Bernard et son temps (1928); cf. D. Knowles, The Monastic Order i England (1949). Entre las principales obras publicadas en 1953 citaremos la traduccic' inglesa de las cartas de San Bernardo, hecha por B. Scott James, y el Bernard de Clairva¡ editado por Dom Jean Bouton, que contiene importantes documentos biográñcos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario