(1253 p. C.) - Santa Clara, la del nombre transparente, de vida todavía más transparente y de conversación transparentísima, nació en la población de Asís. Noble por la cuna y más aún por la gracia, era una doncella de corazón puro, de pocos años, pero de mucho valor en sus determinaciones y firmeza en sus propósitos. A todo esto unía la prudencia, la mansedumbre y un maravilloso amor por Cristo. Clara nació hacia 1193. Sus padres eran Faverone Offreduccio y Ortolana di Fiumi. Tenía también dos hermanas, llamadas Inés y Beatriz. Desgraciadamente, no poseemos ningún dato cierto acerca de su infancia y de su vida de familia. Cuando Clara tenía dieciocho años, San Francisco predicó en Asís los sermones cuaresmales en la iglesia de San Jorge. Las palabras del “poverello” encendieron el corazón de la joven, quien fue a pedirle, en secreto, que la ayudase a vivir “según el santo Evangelio”. Francisco le habló del desprecio del mundo, del amor de Dios y la alentó en su deseo incipiente de dejarlo todo por Cristo. El Domingo de Ramos de 1212, Clara asistió a la bendición de las palmas en la catedral. En tanto que todos los fieles se acercaban al altar a recibir una rama de olivo, Clara se quedó en su sitio, presa de súbita timidez. Viendo esto, el obispo descendió del altar y le llevó la rama hasta el lugar en que se hallaba. Esa misma noche, huyó la joven de su casa y se trasladó al pueblecito de Porciúncula, que distaba dos kilómetros, donde vivía San Francisco con su pequeña comunidad. El santo y sus discípulos salieron af encuentro cíe fa joven a fa puerta de fa capílla de Nuestra Señora de los Angeles con antorchas encendidas y la acompañaron hasta el alitar. Ahí cambió Clara sus finos vestidos por un hábito de penitente, que conestía en una túnica de tela burda y una cuerda por cinturón, y San Francisco le cortó el cabello. Como éste no había fundado todavía ningún convento para religiosas, consiguió provisionalmente alojamiento a Clara en el claustro de las benedictinas de San Pablo, cerca de Bastia, donde fue muy bien recibida. El padre de Clara había muerto ya, probablemente, pero, según parece, otros miembros de su familia le habían propuesto un matrimonio que ella no encontró de su gusto; sin embargo, Clara no renunció definitivamente a la idea de casarse, sino hasta que las fervorosas palabras de San Francisco la movieron a consagrar su virginidad a Dios. A raíz de aquella conversación tuvo lugar lo que Chesterson llama “el rapto romántico”, en el que Cristo era el prometido y San Francisco de Asís el “caballero andante que llevó la aventura a feliz término.”
En cuanto los parientes y amigos de Clara supieron lo que había pasado, se precipitaron a sacarla del convento. Se cuenta que Clara se aferró con tal fuerza al altar, que desgarró los manteles cuando la arrancaron de ahí. Viendo que no podía resistir, la joven se descubrió la cabeza para que viesen sus cabellos cortados y dijo a sus amigos que Dios la había llamado a su servicio v que ella estaba decidida a ser esposa de Cristo, de suerte que cuanto más la persiguiesen, más fuerza recibiría del cielo para resistirlos. En efecto, Dios triunfó en Clara y, poco después, San Francisco le ordenó que se transladase al convento de Sant’Angelo di Panzo. Ahí fue a reunirse con Clara su hermana Inés. lo cual desencadenó una nueva persecución familiar. Finalmente, se impuso la constancia de Inés, y San Francisco le concedió también el hábito, aunque no tenía más que quince años. (Hay que observar que en la bula de canonización, Alejandro IV no dice que se haya empleado la violencia para apartar a Clara y a su hermana de su vocación). Más tarde, San Francisco trasladó a Clara e Inés a una casa contigua a la iglesia de San Damián, en las afueras de Asís, y nombró superiora a Clara. Ahí fueron a reunirse con ella su madre y algunas otras damas, entre las que se contaban tres de la ilustre familia de los Ubaldini, de Florencia. Aquellas santas mujeres prefirieron el hábito de penitente a los bienes y riquezas que poseían y renunciaron a todo para convertirse en humildes discípulas de Clara. Al cabo de algunos años, había ya varios conventos de clarisas en Italia, Francia y Alemania. La Beata Inés, hija del rey de Bohemia, fundó un convento de la orden en Praga y tomó el hábito en él. Santa Clara la llamaba “mi otro yo”.
La santa y sus religiosas practicaban austeridades hasta entonces desconocidas en los conventos femeninos. No usaban medias ni calzado de ninguna especie, dormían en el suelo, se abstenían perpetuamente de carne y sólo hablaban cuando las obligaba a ello la necesidad o la caridad. La fundadora les recomendaba el silencio, como el medio de evitar innumerables pecados de la lengua y de conservarse unidas con Dios y libres de las distracciones del mundo, pues sin el silencio, el mundo se introduce en el claustro inevitablemente. No contenta con los ayunos y mortificaciones de regla, la santa vestía debajo del hábito una camisa de cerdas, ayunaba a pan y agua durante la cuaresma y en las vigilias de las fiestas y algunos días no probaba ningún alimento. Como todas las austeridades que Santa Clara practicaba eran igualmente rigurosas. San Francisco y el obispo de Asís le mandaron que durmiese en un colchón y que no dejase pasar un solo día sin tomar por lo menos un poco de pan. La experiencia hizo más discreta a la santa, quien escribió algunos años después a la Beata Inés de Bohemia: “Como no tenemos cuerpos de bronce ni resistencia de piedras, sino que somos débiles y estamos sujetas a las necesidades del cuerpo, os ruego ardientemente en el Señor que refrenéis el excesivo rigor con que practicáis la abstinencia, para que, viviendo en la esperanza del Señor, podáis ofrecerle un sacrificio razonable y sazonado con la sal de la prudencia."
San Francisco quería que su orden no poseyese rentas ni propiedades en común, sino que viviese de limosna. Santa Clara imitó a la perfección el espíritu de pobreza del santo. El Papa Gregorio IX, deseando mitigar un tanto la pobreza de las clarisas, ofreció a la fundadora una renta anual para el convento de San Damián; pero Clara, a quien el amor de la pobreza evangélica volvió elocuente, expuso al Sumo Pontífice mil razones para persuadirle de que las dejase continuar viviendo la regla en todo su rigor. Como el Papa insistiese en dispensarlas del voto de estricta pobreza, la santa replicó: “Quiero que me absolváis de mis pecados, pues mucho lo necesito, pero no deseo de modo alguno que me absolváis de la obligación de seguir a Jesucristo.” Gregorio IX acabó por conceder a las clarisas, en 1228, el “Privilegium Paupertatis” para que nadie pudiese obligarlas a tener posesiones: “Aquél que alimenta a los pajarillos del cielo y viste a los lirios del campo, no permitirá que os falten el vestido y la comida hasta que El mismo venga a serviros por toda la eternidad.” Los conventos de Perugia y Florencia recibieron el mismo privilegio, pero otros juzgaron más prudente aceptar la mitigación. Siendo cardenal, Gregorio IX había redactado la primera regla escrita de las Damas Pobres de San Damián. Su sucesor, Inocencio IV, publicó en 1247 una nueva versión de la regla que, en ciertos aspectos, se acercaba más a la de los franciscanos que a la de los benedictinos, pero permitía la propiedad común. Sin embargo, el Papa hizo notar que no quería imponer esa regla a las comunidades que no lo deseasen. San Clara era de las que no lo deseaban; como verdadera intérprete del espíritu y la tradición franciscanos, redactó por su cuenta una regla que los refleja con fidelidad y que prohibe expresamente toda forma de propiedad, así individual como común. Pero Inocencio IV no aprobó la regla del convento de San Damián sino dos días antes de la muerte de la santa.
Santa Clara ejerció el cargo de abadesa, que le había confiado en 1215 San Francisco, muy contra su voluntad, durante cuarenta años. Pero siempre persistió en su deseo de ser la sierva de las siervas de Cristo; así, lavaba y besaba los pies de las hermanas cuando volvían de pedir limosna; servía a la comunidad durante las comidas y asistía personalmente a los enfermos. En cuanto San Francisco le ordenaba que fuese a alguna parte, la santa volaba allá como si tuviese alas y estaba siempre dispuesta a echarse sobre los hombros las cargas que le imponía la obediencia: “Haced de mí lo que queráis; estoy a vuestra disposición, porque he dado mi voluntad a Dios y ya no me pertenece.” En tanto que sus hermanas dormían, Santa Clara velaba, oraba e iba a ver si sus religiosas estaban bien cubiertas en sus lechos. Era también la primera en levantarse para tocar la campana y encender los cirios del coro. Cuando se levantaba de orar, tenía el rostro tan brillante, que sus hermanas quedaban deslumbradas al mirarla, como sucedió a los israelitas cuando Moisés bajó de hablar con Dios; y sus palabras eran tan fervorosas, que bastaba con oír su voz para sentir avivada la devoción. La santa era extraordinariamente devota del Santísimo Sacramento; cuando estaba enferma (pues en los últimos veintisiete años de su vida hubo de guardar cama con frecuencia) bordaba corporales y manteles de altar y los regalaba a todas las iglesias de Asís.
Tomás de Celano refiere un hecho, probablemente verdadero, que ilustra la gran fuerza y eficacia de la oración de Santa Clara. En 1244, el emperador Federico II asoló el valle de Espoleto, porque era patrimonio de la Santa Sede. En el ejército imperial había muchos sarracenos que se lanzaron al ataque contra Asís. Como el convento de San Damián estaba fuera de las murallas, los atacantes se dirigieron primero contra él. Santa Clara estaba muy enferma, pero ordenó a sus religiosas que la transladasen a la parte superior del muro del convento y que se pusiese también ahí, a la vista de los enemigos, una custodia con el Santísimo Sacramento. La santa se postró ante la custodia y oró de esta manera: “Señor, ¿vas a permitir que tus hijas indefensas, a las que has nutrido con tu amor, caigan en manos de las fieras? Te pido, Dios mío, que protejas a estas hijas tuyas que yo no puedo proteger.” Entonces oyó una voz semejante a la de un niño, que le decía: “Yo las protegeré siempre.” En seguida, Clara oró por la ciudad de Asís y de nuevo oyó la voz que la tranquilizaba. La santa se volvió entonces hacia las religiosas, que temblaban de miedo y les dijo: “No temáis, hijitas; tened confianza en Jesús.” En ese mismo instante, el terror se apoderó de los enemigos y huyeron con tal precipitación, que algunos se hicieron daño entre sí, sin que los defensores de la ciudad hubiesen empleado las armas. Poco después, otro general de Federico II puso sitio a Asís. Santa Clara dijo a sus hijas que, puesto que vivían de las limosnas de la ciudad, estaban obligadas a hacer por ella todo lo que pudiesen. Así pues, les ordenó que se cubriesen la cabeza de ceniza y suplicasen a Cristo que librase a la ciudad. Las religiosas oraron con muchas lágrimas durante un día y una noche, hasta que “Dios, en su misericordia, maltrató tanto a los asaltantes, que éstos se vieron obligados a retirarse con su capitán a la cabeza, por más que éste había jurado que tomaría la ciudad.”
Menos crédito merece la leyenda de que Santa Clara y otra religiosa salieron un día de la clausura de San Damián y fueron a la Porciúncula para cenar con San Francisco y que cuando los tres comían, la habitación resplandeció con una luz maravillosa. Además de que el hecho es muy poco probable en sí mismo, no lo menciona ninguna de las fuentes contemporáneas y sólo aparece hasta unos ciento cincuenta años después de la muerte de la santa. Por otra parte, Tomás de Celano, que había oído muchas veces a San Francisco exhortar a sus hermanos a ser muy discretos en su trato con las damas de San Damián, afirma categóricamente que Santa Clara jamás salió de la clausura. Desgraciadamente, tanto en vida de la santa como mucho tiempo después de su muerte las clarisas y los frailes menores no lograron ponerse de acuerdo sobre las relaciones de sus respectivas órdenes, pues las clarisas de estricta observancia sostenían que los frailes menores estaban obligados a prestarles ayuda espiritual y material. A este respecto, Tomás de Celano cuenta un hecho que, aunque tal vez no todos los historiadores estén dispuestos a admitirlo, simboliza bien el carácter indomable de Santa Clara, En 1230, Gregorio IX prohibió que los frailes visitasen a las religiosas, sin permiso expreso suyo. La santa consideró que aquella medida no sólo privaba a las clarisas de la ayuda espiritual de los hijos de San Francisco, sino que rompía también los lazos que el santo había querido que uniesen a ambas órdenes. Sin embargo, procedió a inerrumpir totalmente las relaciones de su convento con el de los frailes menores, diciendo: “Puesto que el Papa nos ha privado de quienes nos dirigían espiritualmente que nos quite también la ayuda material que nos proporcionan." El sentido de justicia de la santa le impedía aprovechar la ayuda material sin aceptar la ayuda espiritual.
Santa Clara soportó con sublime paciencia los largos años de enfermedad que Dios le mandó. En 1235, la santa entró en una larga agonía. Inocencio IV fue a visitarla dos veces y le dio la absolución, diciendo: “Pluguiese a Dios que yo tuviese tan poca necesidad de absolución como vos". Santa Clara no pudo probar alimento en los últimos diecisiete días de su enfermedad. En ese amargo período de agonía, fue creciendo más y más la fe y devoción del pueblo. Todos los días había prelados y cardenales que iban a ver a Clara, pues todos estaban convencidos de que se trataba de una gran santa. Santa Inés, la hermana de Clara, la asistió en su agonía, y tres de los compañeros de san Francisco, los frailes León, Angel y Junípero, le leyeron la Pasión del Señor según San Juan, como lo habían hecho veinte años antes, cuando expiró Francisco de Asís. En una ocasión en que el hermano Reginaldo exhortó a la santa a la paciencia, ésta replicó: “Querido hermano, desde que me fue dado conocer la gracia de nuestro Señor Jesucristo, gracias a la intervención de su siervo Francisco, la enfermedad y el dolor no me han hecho jamás mella alguna".Viendo llorar a sus hijas, la santa las consoló tiernamente y las exhortó a seguir amando y observando la pobreza. En seguida les dio la bendición llamándose a sí misma “plantita” del Santo Franciso de Asís. Clara dirigió sus últimas palabras a su propia alma: “Sal en paz del cuerpo, pues has seguido el buen camino. No tengas miedo, porque tu Creador te ha santificado y protegido siempre y te ama como una madre. Bendito seas, Señor por haberme creado.” “Santa Clara fue a recibir el premio celestial en la madrugada del día de la fiesta de San Lorenzo, porque en aquella fecha se disolvió el templo de su cuerpo y su alma, finalmente libre de toda atadura, se elevó en alas del gozo hasta el sitio que Dios le tenía preparado.” La santa tenía sesenta años al morir y había pasado cuarenta y dos en la vida religiosa. Fue sepultada el día 12 de agosto, en el cual la Iglesia celebra su fiesta. El Papa Alejandro IV la canonizó en Agnani en 1255.
Existe una inmensa literatura sobre Santa Clara; pero las fuentes no son muy abuda ntes, si se exceptúan las relaciones de la santa con la orden franciscana. La fuente más antigua es la biografía que se atribuye comúnmente a Tomás de Celano; fue escrita ciertamente antes de 1261, es decir, menos de ocho años después de la muerte de Clara. La corta biografía en verso no añade ningún dato importante. Hay algunas referencias ocasionales a la santa en el Speculum Perfectionis (véase la segunda edición, publicada por la British Society of Franciscan Studies, 1928), en Actus B. Francisci (obra en la que se basan principalmente las Florecitas de San Francisco), y en otros documentos antiguos, Además se conservan cinco cartas de Santa Clara, la regla que lleva su nombre, su Testamento, y cierto número de bulas pontificias. En 1635, se publicó en Douai una traducción inglesa de la antigua biografía de la santa, escrita por Francisco Hendricq, con el título de The History of the Angelical Virgin, glorious S. Clare; dicha traducción estaba dedicada a Su Excelentísima Majestad la Reina (Enriqueta María). Entre las mejores biografías inglesas mencionaremos la que tradujo Abp Paschal Robinson, The Life of S. Clare ascribed to Thomas of Celano (1910), en la que hay también una traducción de la Regla; E. Gilliat Smíth, St Clare of Assisi (1914); C, Balfour, The Life and Legend of the Lady St Clare (1910). También está traducida al inglés la biografía francesa de L. de Chérancé, Ste Claire d’Assise (1911). Más recientes son las obras de R. M. Pierazzi, Ste.Claire (1937); M. Fassbinder, Die hl. Klara von Assisi (1934); N. de Robeck, St Clare of Assisi (1951). Para los eruditos hay varios artículos interesantes en el Archivum Franciscanum Historicum, vols. VI, VII, XII y XIII, sobre todo el que se refiere a la canonizción, vol. XIII (1920), pp. 403-507. Cf. Cuthbert, The Romanticism of St. Francis (1915), pp. 83-130.
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