NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE
Patrona de Iberoamérica.
Proclamada Patrona de México por el Papa Benedicto XIV en 1754, recibe la coronación pontificia en 1895, y el 12 de octubre de 1945 el Papa Pío XII la proclama Patrona Méjico y de toda Iberoamérica.
I. LA VIRGEN DE GUADALUPE
EN MEXICO
Las intervenciones de Nuestra Señora en la historia, siempre son deliciosas. Muchas veces con curaciones prodigiosas, entre las que sobresale el milagro de Calanda de la Virgen del Pilar. Otras veces con mensajes para nuestra salvación, como el importantísimo de Fátima. En México las apariciones de Sta. María a fin de convertir los indígenas al catolicismo, tienen un sello especial, su mismo retrato, y ver su imagen bastará para llevarnos a Jesús; ¡tanto puede la Madre de Dios con sola su figura!
Vamos a conocer la historia, empezando por los antecedentes que la enmarcan.
Un Viernes Santo, 22 de abril de 1519, 26 años después que Colón descubriese América, otro gran conquistador, el extremeño Hernán Cortés, desembarcaba en México, en Veracruz. Con pocos hombres, mucha audacia y genio militar, entraba en la ciudad de México el 13 de agosto de 1521, conquistando territorios mayores que España rápidamente, con las vicisitudes conocidas de su «noche triste», el quemar las naves, etc.
Sobre la cultura, organización política y religión de los diversos pueblos que habitaban aquellas tierras,[1] tomamos de uno de sus descendientes, el profesor Ceferino Salmerón:
México, estrictamente hablando, no era más que una ciudad de Tenochtitlán, patria de los aztecas; al occidente el reino de Tacuba y el tarasco, al oriente el de Texcoco; los mayas, que no formaban reino, al suroeste, en la península de Yucatán; en el sur los reinos mixteco y zapoteco; todos independientes de los aztecas: «Tribus y pueblos semi-civilizados, vivían en forma por demás miserable y rudimentaria. Su escasa y pobre alimentación básica Constaba de tortas de maíz, frijol, hierbas silvestres, raíces de plantas y variedad de sabandijas. Desconocían el pan de trigo, la variedad de carnes de animales, domesticados cuadrúpedos, el vino de uva, las grasas y el aceite de oliva, la leche de vaca o de cabra, porque los ganados vacuno y cabrino aquí no existían.
España, a su hija Nueva España, la pobló de toda clase de plantas y árboles frutales, tales como los cítricos, la manzana, la pera, el plátano y la vid, el cocotero y la caña de azúcar. Introdujo los cereales, desconocidos entre los indígenas, tales como el trigo y la cebada, el centeno y el arroz. Y en cuanto a los ganados, introdujo en abundancia, en México, el porcino, el cabrío, el lanar, el vacuno y el caballar, el mular y el asnal, que aquí no había ni uno solo de esos animales tan útiles a los hombres en todos los órdenes de la vida.
España enseñó al indígena el uso de la rueda, que jamás había puesto en práctica, y cuyo desconocimiento lo mantuvo estancado en un irreparable retraso; pero además enseñó a los pueblos indígenas conquistados el aprendizaje de las artesanías y de las industrias europeas, que tanto bien les hizo. Por último, España enseñó a los pueblos indígenas a mejorar su alimentación, sus habitaciones y su manera de vestir, utilizando telas y paños y trajes que antes de la conquista no conocían, y por cuyo motivo andaban desnudos o semidesnudos. Algunos de ellos, con su escritura jeroglífica, habían pasado del período prehistórico al protohistórico.
La gran cultura indigenista, especialmente la azteca, de que tanto hablan escritores norteamericanos, ingleses y franceses, no pasa de ser un gran mito, y un mito con todas las señales y pelajes de anticatolicismo y del antihispanismo. Porque para hablar de tal cultura habría que preguntar: ¿Dónde está su alfabeto? ¿Dónde sus obras de literatura, de filosofía, de historia, de matemáticas, de elocuencia y de geometría? ¿Dónde sus obras maestras de arquitectura, de escultura y de pintura que rivalizaran con las europeas de los siglos XV y XVI? Los indígenas estaban sumergidos en el más denso y degradante paganismo. Los sacrificios humanos, el canibalismo, la desenfrenada embriaguez, las sodomías y las hechicerías, eran las pasiones dominantes de las almas y de los cuerpos de los habitantes en esta enorme región del Nuevo Mundo. El pueblo azteca era el primero en tales degradantes prácticas. En vísperas del descubrimiento del Nuevo Mundo, en 1487. Ahuítzotl, octavo rey azteca, había sacrificado a Huitzilopochtli, dios de la guerra, por lo menos veinte mil víctimas humanas en cuatro días consecutivos». Hasta aquí el profesor mexicano.
Esta era la Realidad Histórica que es importante conocer. Tres siglos más tarde, cuando en 1821 México rompe su unidad política con la Corona de España, tenía cuatro millones y medio de kms cuadrados,de cuya civilización son testimonios perennes su lengua, su literatura, sus grandiosos templos llenos de objetos artísticos... (En 1848, separado México de España, le arrebató Estados Unidos cerca de dos millones y medio de kms.2: Texas, Nuevo México, California...)
La evangelización de los indios comenzó ya Fray Bartolomé de Olmedo, mercedario, capellán del ejército español. En 1524 llegaban los franciscanos, y después seguirían otras órdenes y sacerdotes. Pero diez años más tarde, en 1531, aun las conversiones eran escasas, cuando una prodigiosa intervención de la Reina del Cielo iba a cambiar radicalmente la situación religiosa.
Versión del NICAN MOPOHUA
Aquí se refiere ordenadamente de qué manera maravillosa apareció hace poco en el Tepeyac la siempre Virgen Sta. María, Madre de Dios, nuestra Reina, que se nombra Guadalupe
Primero se dejó ver de un pobre indio llamado Juan Diego, y después se apareció su preciosa imagen delante del nuevo obispo don fray Juan de Zumárraga.
Diez años después de tomada la ciudad de México, se suspendió la guerra y hubo paz en los pueblos; así empezó a brotar la fe, el conocimiento del verdadero Dios, por quien se vive.
Entonces, en el año de 1531, a principios del mes de diciembre [el 9] sucedió que había un pobre indio, de nombre Juan Diego, según se dice natural de Cuautitlán. Tocante a las cosas espirituales, aún todo pertenecía a Tlatilolco. [Doctrina de los Franciscanos],
Era sábado, muy de madrugada, y venía a oír Misa y a otras cosas. Al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyac[2 amanecía; y oyó cantar arriba del cerrillo: semejaba canto de varios pájaros preciosos; callaban a ratos las voces de los cantores; y parecía que el monte les respondía. Su canto, muy suave, y delicioso, sobrepujaba al del coyoltototl, y del tzinizcan y de otros pájaros lindos que cantan.
Se paró Juan Diego a ver y dijo para sí: «¿Qué será esto que oigo?, ¿quizás sueño?, ¿me levanto de dormir?, ¿dónde estoy?, ¿acaso allá, donde dejaron dicho nuestros antepasados, nuestros abuelos, en la tierra de las flores, en la tierra del maíz?, ¿acaso ya en la tierra celestial?» Estaba viendo hacia el lado donde sale el sol, arriba del cerrillo, de donde procedía el precioso canto celestial y, así que cesó repentinamente y se hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba del cerrillo y le decían:
—-Juanito, Juan Dieguito.
Luego se atrevió a ir a donde le llamaban; no se sobresaltó un punto; al contrario, muy contento, fue subiendo el cerrillo, a ver dónde le llamaban.
Cuando llegó a la cumbre, vio una señora, que estaba allí de pie y le dijo que se acercara.
Llegado frente a Ella se maravilló mucho de su perfecta grandeza sobre toda ponderación: su vestido era radiante como el sol; el risco en que estaba de pie, despedía rayos de luz, el resplandor de Ella parecía de piedras preciosas, y la tierra relumbraba como el arco iris. Los mezquites, nopales y otras diferentes hierbecillas que allí se suelen dar, parecían esmeraldas; su follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas brillaban como el oro.
Se inclinó delante de Ella y oyó su palabra, muy suave y cortés, como de quien atrae y estima mucho. Le dijo:
—Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?
El respondió:
—Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casita de México Tlatilolco, a oír Misa, como nos enseñan nuestros sacerdotes, delegados de Nuestro Señor.
Entonces Ella le habló:
—Sabe y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que Yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive, el Creador de las personas, el Dueño de lo que está cerca, el Dueño del cielo y el Dueño de la tierra. Mucho quiero, mucho deseo, que aquí me levanten mi casita sagrada, para en ella mostrar y dar todo mi amor, misericordia, auxilio y defensa, —pues Yo soy vuestra cariñosa Madre—, a ti, a todos vosotros los moradores de esta tierra y a los demás que me amen, me invoquen y en mí confíen; aquí oiré sus lamentos y aliviaré todas sus misericordias, penas y dolores.
Para realizar lo que mi clemencia pretende vete a México, al palacio del obispo, y le dirás que Yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo: Que aquí en el llano me edifique un templo; le contarás detalladamente cuanto has visto y admirado y cuanto has oído. Ten por seguro que te lo agradeceré bien y te lo pagaré, porque te haré feliz y recompensaré el trabajo y empeño con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato, hijo mío el más pequeño; anda y pon todo tu esfuerzo.
Al punto se inclinó delante de Ella y le dijo:
—Señora mía, ya voy a cumplir tu mandato, como humilde siervo tuyo; ahora me despido de ti.
Luego bajó para ir a hacer su encargo, y salió a la calzada que viene en línea recta a México.
Entrando en la ciudad, sin dilación se fue derecho al palacio del obispo, el que muy poco antes había venido y se llamaba don fray Juan de Zumárraga, religioso de San Francisco.
Apenas llegó, trató de verle; rogó a sus criados que fueran a anunciarle; y pasado un buen rato, vinieron a llamarle, que había mandado el obispo que entrara.
Cuando entró, se inclinó y arrodilló delante de él; en seguida le dio el recado de la Señora del Cielo; y también le dijo cuanto vio y oyó.
Después de escuchar toda su plática y su recado, pareció no darle crédito; y le respondió:
—Vuelve otra vez, hijo mío, y te oiré más despacio; examinaré tu asunto desde el principio y veré con qué intención has venido.
El salió y se fue triste, porque no había conseguido nada con su mensaje.
En el mismo día se volvió, yendo derecho a la cumbre del cerrillo y se encontró con la Señora del Cielo, que le estaba esperando, allí mismo donde la vio la vez primera.
Al verla, se postró delante de Ella y le dijo:
—Señora, la más pequeña de mis hijas, Niña mía, fui a donde me enviaste a cumplir tu mandato; aunque con dificultad entré donde está sentado el obispo; le vi y expuse tu mensaje, así como me advertiste; me recibió benignamente y me oyó con atención; pero por lo que contestó me pareció que no me ha creído, porque me dijo: «Vuelve otra vez y te oiré más despacio, examinaré tu asunto desde el principio y veré con qué intención has venido». Comprendí muy bien que piensa es invención mía que Tú quieres que aquí te hagan un templo y que no es orden tuya; por lo cual te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía, que a alguno de los principales, conocido, respetado y estimado, le encargues que lleve tu amable aliento, tu amable palabra, para que le crean; porque yo soy un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y Tú, Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro. Perdóname que te cause tanta tristeza y caiga en tu enojo, Señora y Dueña mía.
Le respondió la Santísima Virgen:
—Oye, hijo mío; el más pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo encargar que lleven mi aliento, mi palabra, y hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismo vayas, ruegues, y que por tu mediación se cumpla mi voluntad. Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al obispo. Habíale en mi nombre y hazle saber por entero mi voluntad: que tiene que construir el templo que le pido. Y otra vez dile que Yo en persona, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía.
Respondió Juan Diego:
—Señora mía, Reina, Niña mía, yo no quiero disgustarte; de muy buena gana iré a cumplir tu aliento, tu palabra; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso el camino. Iré a hacer tu voluntad; pero quizás no seré escuchado con agrado; o si me escucha no me creerá. Mañana por la tarde, cuando se ponga el sol, vendré a traerte la respuesta que me dé el obispo a tu mensaje. Ya me despido de ti, hija mía, la más pequeña, mi Niña y Señora. Descansa entre tanto.
Luego se fue él a descansar a su casa.
Al día siguiente, domingo, muy de madrugada, salió de su casa y se vino derecho a Tlatilolco, a oír Misa y asistir a la doctrina. Después, casi a las diez, cuando se acabó de pasar lista, y se dispersó la gente, en seguida se fue Juan Diego al palacio del obispo.
Apenas, llegó, insistió en verle; y aunque tuvo que esperar mucho, otra vez le vio; se arrodilló a sus pies; se entristeció y lloró al exponerle el mandato de la Señora del Cielo; que ojalá que creyera su mensaje, y el deseo de la Inmaculada, de erigirle su templo donde manifestó que lo quería.
El obispo, para cerciorarse le preguntó muchas cosas, dónde la vio y cómo era; y él refirió todo perfectamente al obispo. Sin embargo, aunque explicó con precisión la figura de Ella y cuanto había visto y admirado, que en todo se descubría ser Ella la siempre Virgen Santísima Madre del Salvador Nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, no le dio crédito y dijo que no solamente por su palabra y ruego se había de hacer lo que pedía; que además era muy necesaria alguna señal para que se le pudiera creer que le enviaba la misma Señora del Cielo.
Así que le oyó, dijo Juan Diego al obispo:
—Señor, dime cual ha de ser la señal que pides; que iré en seguida a pedírsela a la Señora del Cielo que me envió acá. Viendo el obispo que ratificaba todo sin dudar, ni retractar nada, le despidió. Mandó inmediatamente a dos personas de su casa, en quienes podía confiar, que le fueran siguiendo y vigilando mucho a dónde iba y a quién veía y hablaba. Así se hizo.
Juan Diego se fue derecho y caminó por la calzada; los que venían tras él, donde pasa la barranca, cerca del puente del Tepeyac, le perdieron; y aunque le buscaron por todas partes, en ninguna le vieron. Así es que regresaron, no solo cansados, sino también despechados porque no habían conseguido su intento.
Eso fueron a informar al obispo, inclinándole a que no le creyera: le dijeron que le engañaba; que inventaba lo que venía a decir, o que decía y pedía lo que únicamente había soñado; en resumen, que si otra vez volvía, le cogiese y castigase con dureza, para que nunca más mintiera y engañara.
Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta que traía del obispo; la que oída por la Señora, le dijo:
—Bien está, hijo mío, volverás aquí mañana para que lleves al obispo la señal que te ha pedido; con eso te creerá y ya no dudará ni sospechará de ti; y sábete, hijito mío, que Yo te pagaré tu interés y el trabajo y cansancio que por Mí has tenido; ea, ahora vete; que mañana te espero aquí.
Al día siguiente, lunes, cuando debía llevar Juan Diego alguna señal para ser creído, ya no volvió. Porque cuando llegó a su casa, un tío suyo, llamado Juan Bernardino, se había puesto enfermo y estaba grave. Lo primero fue a llamar a un médico, quien le auxilió; pero ya era tarde, ya estaba muy grave. Por la noche, le rogó su tío que de madrugada saliera y viniera a Tlatilolco a llamar a un sacerdote, que fuera a confesarle, y disponerle, porque estaba seguro que iba a morir, y que ya no se levantaría ni sanaría.
El martes, muy de madrugada, fue Juan Diego al convento de Tlatilolco a llamar al sacerdote; y cuando iba llegando al camino que sube de la ladera al cerrillo del Tepeyac, hacia poniente, por donde tenía costumbre de pasar, dijo: «Si voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora y me detenga para que lleve la señal al obispo, según me anunció. Antes, que se acabe este problema, y llame yo de prisa al padre; mi pobre tío lo está esperando».
Dio vuelta al cerro y pasó al otro lado, hacia oriente, para llegar pronto a México y que no le detuviera la Señora del Cielo. Pensó que por donde dio la vuelta, no podía verle la que está mirando a todas partes.
La vio bajar de la cumbre del cerrillo y que estaba mirando hacia donde él la veía. Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo:
—¿Qué hay, hijo mío, el más pequeño?, ¿a dónde vas?
Se quedó él confuso, avergonzado y asustado, e inclinándose delante de Ella la saludó diciéndole:
—Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido?, ¿sientes bien tu amado cuerpecito, Señora mía, Niña mía? Voy a darte un disgusto: sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre siervo tuyo, mi tío; le ha dado la peste, y está para morir. Ahora voy corriendo a tu casita de México a llamar a uno de los amados de Nuestro Señor, nuestros sacerdotes, que vaya a confesarle y disponerle; porque desde que nacimos, venimos a aguardar el trabajo de nuestra muerte. Pero después que vaya, volveré otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje, Señora y Niña mía, perdóname; ten ahora paciencia; no te engaño, hija mía, la más pequeña; mañana vendré á toda prisa.
La piadosísima Virgen oyó sonriente a Juan Diego, y le respondió:
—Oye y ten entendido, hijo mío, el más pequeño, que no es nada lo que te asusta y entristece; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad o angustia. ¿No estoy Yo aquí que soy tu Madre?, ¿no estás bajo mi sombra?, ¿no soy Yo tu salud?, ¿no estás en mi regazo? ¿Qué más necesitas? No te apene ni te inquiete nada; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: puedes estar seguro de que ya sanó.
Y entonces sanó su tío, según después se supo.
Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo, se consoló mucho y quedó contento. Le rogó que cuanto antes le enviara a ver al obispo, a llevarle alguna señal y prueba, para que le creyera.
La Señora del Cielo entonces le dijo:
—Sube, hijo mío, el más pequeño, a la cumbre del cerrillo; allí donde me viste y te hablé. Hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; en seguida baja y tráelas a mi presencia.
Al punto subió Juan Diego al cerrillo: y cuando llegó a la cumbre, se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas y exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan, porque era época de heladas. Estaban muy fragantes y llenas del rocío de la noche, que semejaba perlas preciosas. En seguida empezó a cortarlas; las juntó todas y las echó en su regazo.
La cumbre del cerrillo no era lugar en que se dieran ningunas flores, porque tenía muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites; y si se solían dar hierbecillas, entonces era el mes de diciembre, en que todo lo queman y echan a perder las heladas.
Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes rosas que cortó. La cual así como las vio, las cogió con su mano y otra vez se la echó en el regazo, diciéndole:
—Hijo mío, el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo: dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrillo para cortar flores; y todo lo que viste y admiraste, para que puedas convencer al obispo que dé su ayuda, a fin que se construya el templo que he pedido.
Después que la Señora del Cielo le dio su encargo se puso en camino por la calzada que viene derecha a México, ya contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo que portaba en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las manos, y gozándose en la fragancia de las variadas y hermosas flores.
Al llegar al palacio del obispo, salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del prelado. Les rogó que le dijeran que deseaba verle; pero ninguno de ellos quiso, haciendo como que no le oían, sea porque era muy temprano, sea porque ya le conocían y los molestaba, pues era importuno; y, además, ya les habían informado sus compañeros que le perdieron de vista cuando habían ido siguiéndole. Largo rato estuvo esperando.
Cuando vieron que hacía mucho que estaba allí, de pie, cabizbajo, sin hacer nada, por si acaso era llamado; y que al parecer traía algo que llevaba en su regazo, se acercaron a él, para ver lo que traía.
Viendo Juan Diego que no les podía ocultar lo que traía, y que por eso le habían de molestar, empujar o aporrear, descubrió un poquito que eran flores; y al ver que todas eran diferentes rosas de Castilla, y que no era entonces el tiempo en que se dan, se asombraron muchísimo de ello, lo mismo de que estuvieran muy frescas, tan abiertas, tan fragantes y tan preciosas.
coger y sacarle algunas; pero no tuvieron suerte las tres veces que se atrevieron a tomarlas; no tuvieron suerte, porque cuando iban a cogerlas, ya no veían verdaderas flores, sino que les parecían pintadas o. tejidas o cosidas en la manta.
Fueron luego a decir al obispo lo que habían visto y que pretendía verle el indito que tantas veces había venido; el cual hacía mucho que por eso aguardaba, queriendo verle.
Al oírlo, el obispo cayó en la cuenta de que aquello era la prueba, para que se convenciera y cumpliera lo que solicitaba el indito. En seguida mandó que entrara a verle. Cuando entró, se arrodilló delante de él, como las otras veces, y contó de nuevo todo lo que había visto y admirado, y también su mensaje. Dijo: —Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María, preciosa Madre de Dios, que pedías una señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde Ella te pide que lo construyas; y además le dije que yo te había dado mi pa¬abra de traerte alguna señal y prueba, que me encargaste, de su voluntad. Accedió a tu recado y acogió benignamente lo que pides; alguna señal y prueba para que se cumpla su voluntad. Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte; le pedía la señal para que me creyeras, según me había dicho que me la daría; y al punto lo cumplió: me mandó a la cumbre del cerrillo, donde antes la había visto, a que fuese a cortar varias rosas de Castilla. Después que fui a cortarlas, las traje abajo; las cogió con su mano y de nuevo las echó en mi regazo, para que te las trajera y a ti en persona te las diera. Aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar en que se den flores, porque sólo hay muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, no por eso dudé. Cuando iba llegando a la cumbre del cerrillo, vi que estaba en el paraíso, donde había juntas todas las varias y exquisitas rosas de Castilla, brillantes de rocío, que en seguida fui a cortar. Ella me dijo por qué te las había de entregar; y así lo hago, para que en ellas veas la señal que pides y cumplas su voluntad; y también para que aparezca la verdad de mi palabra y de mi mensaje. Aquí están: recíbelas.
Desplegó entonces su blanca manta, pues tenía en su regazo las flores; y cuando se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en ella y apareció de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyac, que se nombra Guadalupe.
Luego que la vio el obispo, él y todos los que allí estaban se arrodillaron: la admiraron mucho; se levantaron: se entristecieron y acongojaron mostrando que la contemplaban con el corazón y el pensamiento.
El obispo con lágrimas de tristeza oró y le pidió perdón de no haber puesto en obra su voluntad y mandato. Cuando se puso en pie, desató de detrás del cuello de Juan Diego el nudo de la manta en la que se dibujó y apareció la Señora del Cielo. Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio.
Aquel día el obispo detuvo a Juan Diego en su palacio. Al día siguiente le dijo: «¡Ea!, a mostrar dónde es la voluntad de la Señora del Cielo que le erijan su templo». Inmediatamente se invitó a todos para hacerlo.
No bien Juan Diego señaló dónde había mandado la Señora del Cielo que se levantara su templo, pidió permiso para irse. Quería ahora ir a su casa a ver a su tío Juan Bernardino; el cual estaba muy grave cuando le dejó y vino a Tlatilolco a llamar a un padre, que fuera a confesar y disponerle, y le dijo la Señora del Cielo que ya había sanado. Pero no lo dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa.
Al llegar, vieron a su tío que estaba muy contento y que nada le dolía. Se asombró mucho de que su sobrino llegara acompañado y tratado con tanto respeto. Le preguntó la causa de que así lo hicieran. Le respondió su sobrino que, cuando partió a llamar al padre que le confesara y dispusiera, se le apareció en el Tepeyac la Señora del Cielo, la cual diciéndole que no se afligiera, que ya su tío estaba bueno, con lo cual se alegró mucho, le envió a México, a ver al obispo para que le edificara una casa en el Tepeyac.
Manifestó su tío ser cierto que entonces le curó y que él también la vio del mismo modo en que se apareció a su sobrino; sabiendo por Ella que le había enviado a México a ver al obispo. También entonces le dijo la Señora que, cuando él fuera a ver al obispo, le revelara lo que vio y de qué manera milagrosa le había Ella sanado; y que su bendita imagen, se había de llamar la siempre Virgen Santa María de Guadalupe.
Trajeron luego a Juan Bernardino a presencia del obispo para que le informase y atestiguase delante de él. A ambos, a él y a su sobrino, los hospedó el obispo en su palacio algunos días, hasta que se erigió el templo de la Reina en el Tepeyac, donde la vio Juan Diego.
El obispo trasladó a la iglesia mayor la santa imagen de la amada Señora del Cielo: la sacó del oratorio de su palacio, donde estaba, para que toda la gente viera y admirara su bendita imagen. La ciudad entera se conmovió: venía a ver su bendita imagen, y a hacerle oración. Mucho le maravillaba que se hubiese aparecido por milagro divino; porque ninguna persona de este mundo pintó su preciosa imagen.
La manta en que milagrosamente se apareció la imagen de la Señora del Cielo, era el abrigo de Juan Diego: ayate un poco tieso y bien tejido. Porque en aquel tiempo era de ayate la ropa y abrigo de todos los pobres indios; sólo los nobles, los principales y los valientes guerreros, se vestían y ataviaban con manta blanca de algodón.
El ayate ya se sabe, se hace de ichtli, que sale del maguey. Este precioso ayate en que se apareció la siempre Virgen nuestra Reina es de dos piezas, pegadas y cosidas con hilo blando. Es tan alta la bendita imagen, que empezando en la planta del pie, hasta llegar a la coronilla, tiene seis jemes y uno de mujer.
Su hermoso rostro es muy grave y noble, un poco moreno. Su precioso busto aparece humilde; están sus manos juntas sobre el pecho, hacia donde empieza la cintura. Es morado su cinto. Solamente su pie derecho descubre un poco la punta de su calzado color ceniza. Su ropaje, en cuanto se ve por fuera, es de color rosado, que en las sombras parece bermejo; y está bordado con diferentes flores, todas en botón y bordes dorados. Prendido en su cuello está un anillo dorado, con rayas negras al derredor de las orillas, y en medio una cruz. Además de adentro asoma otro vestido blando y suave, que ajusta bien en las muñecas y tiene deshilado el extremo. Su velo, por fuera, es azul celeste; sienta bien en su cabeza; no cubre nada de su rostro; y cae hasta sus pies, ciñéndose un poco por el medio; tiene toda la franja dorada, que es algo ancha, y estrellas de oro por todo él, las cuales son cuarenta y seis. Su cabeza se inclina hacia la derecha; y encima, sobre su velo, está una corona de oro de figuras estrechas hacia arriba y an¬chas abajo. A sus pies está la luna, cuyos cuernos miran hacia arriba. Se yergue exactamente en medio de ellos y de igual manera aparece en medio del sol, cuyos rayos la siguen y rodean por todas partes. Son cien los resplandores de oro, unos muy largos, otros pequeñitos y con figuras de llamas: doce circundan su rostro y cabeza; y son por todos cincuenta los que salen de cada lado. Junto a ellos, al final, una nube blanca rodea los bordes de su vestidura.
Esta preciosa imagen, con todo lo demás, está sobre un ángel, del cual se ve sólo medio cuerpo, hasta la cintura; hacia abajo está como metido en la nube. Los extremos del vestido y del velo de la Señora del Cielo, que caen muy bien en sus pies, por ambos lados los coge con sus manos el ángel, cuya ropa es de color bermejo, con un cuello dorado, y cuyas alas desplegadas son de ricas plumas, largas y verdes, y de otras diferentes. La van llevando las manos del ángel, que, al parecer, está muy contento de conducir así a la Reina del Cielo. (Hasta aquí el Nican Mopohua).
Los personajes
Hacia 1474 nacía en Cuautitlán (al norte de la ciudad de México), un indio macehualli, es decir, del pueblo, que no era ni noble, ni sacerdote, ni guerrero, ni funcionario, ni comerciante, ni artesano; su nombre fue Cuauhtltóhuar (que habla como un águila), hasta que en el 1525 tomó el nombre de Juan Diego, al bautizarse en unión de su mujer y de un tío, desde entonces María Lucía y Juan Bernardino. Según el historiador Alva, escuchando a los franciscanos el valor de la castidad, desde entonces vivieron castamente (no se sabe que antes tuvieran hijos). María Lucía murió en 1529. Juan Diego vivía con su tío Juan Bernardino. Después de las apariciones, cuando tenía 57 años, fue a la nueva ermita, de la cuidó hasta su muerte en 1548, a los 74 años. Repetidas veces se ha tratado de su beatificación, buena prueba de la vida religiosa que llevó, y fue una de las primeras familias convertidas. El mismo año 1548 murió, a los 80 años de edad, fray Juan de Zumárraga, franciscano, natural de Durango (Vizcaya),' varón austero y piadoso, nombrado primer obispo de México en 1527. Antes que ellos, pero con 84 años, moría el 15 de mayo de 1544 Juan Bernardino, que cuando se le apareció la Virgen tenía 72.
La imagen
El vestido de los indios macehualli, que iban descalzos, era simplemente un taparrabos (una especie de banda o faja que se metía entre las piernas y ceñía la cintura, cayendo un extremo por delante y otro por detrás), aunque muy pronto aceptaron los calzones españoles, y es muy probable que siendo ya seis años cristiano, Juan Diego los usase. Usaban además la tilma (en náhuatl «tilmatl» = capa) o manta; la suya medía, y mide, exactamente 1,66 metros por 1,05. Se la anudaban al cuello, probablemente por la parte más ancha cuando se envolvían en ella contra el frío y les llegaba a la rodilla, o por la parte más estrecha para que les cayera por la espalda hasta los pies. Así la debía llevar Juan Diego, anudada al cuello, pero por detrás, para que cayese por delante y envolver en ella las rosas milagrosas, y caída por delante sirvió de placa fotográfica, —en el instante de caerse las flores al ser extendida —para la fotografía más prodigiosa de la historia (algo parecido ocurrió en la Sábana de Turín, pero ésta es sólo un negativo en blanco y negro, aunque de valor superior a todos los positivos juntos).
La fotografía, más que pintura, de la Virgen, sin duda la hizo un ángel, sin necesidad de máquina ni pinceles. Por ellos, «poderosos ejecutores de las órdenes divinas» (Sal 102), obra Dios, como aparece en numerosos ejemplos bíblicos.
La tilma era de «ayatl» o ayate, tejido hecho de «ichtli» o fibra de maguey, planta de pencas verdes carnosas, con espinas a los lados y en la punta, muy corriente en España, donde se la llama pita, es una especie de cactus, se emplea también en los jardines; hay diversas variedades; la de la tilma que referimos es exactamente: Agave popotule Zace. El ayate es un tejido burdo, de color crudo natural, ningún pintor lo hubiera elegido como lienzo; además su duración es muy limitada, no más de veinte años.
La altura de la imagen de la Virgen, de la cabeza a los pies, es de 1,43 metros, «6 jemes y 1 de mujer», según dice Nican mopohua (como una cuarta es la distancia entre los extremos del dedo pulgar y meñique estando la mano abierta, un jeme es la distancia entre los extremos del dedo pulgar e índice, unos 20 cms.; el jeme de mujer es un poco más pequeño que el del hombre).
La imagen de la Virgen está vista en espejo, pues por el estudio de los pliegues éstos están aplastados, como respondiendo a una técnica de estampación o contacto, con una presión muy suave. (Cfr. Descubrimiento de un busto humano en los ojos de la Virgen de Guadalupe, Carlos Salinas, 2.a ed. México 1980, pg. 79 s.).
La imagen ha sido retocada en varias ocasiones. Basta comparar fotografías de gran calidad que se le hicieron en 1923, con otras encargadas por la autoridad eclesiástica en 1930: ha sido modificado el rostro, el de 1923 era más claro; lo han afeado añadiéndole una papada, sombreando los ojos, que así parecen desorbitados; alargando la nariz, pintando de rojo los labios, ahora grande y desproporcionados, oscureciendo el cabello, y dejándole como tieso, alisando el perfil del rostro, que ha perdido su exquisito contorno.
En 1926, a causa de la terrible persecución religiosa, los obispos decidieron cerrar todos los templos el 1 de agosto, excepto el de Guadalupe, pero la imagen auténtica el 31 de julio fue sustituida en secreto por una copia hasta junio de 1929- La familia Murguía la guardó. ¿Quién, cuándo y por qué la retocó?
Ya había sido también retocada otras veces. Según descripciones anteriores a 1838, y en la copia que ese año sacó el pintor J. Corral para el ayuntamiento de S. Luis de Potosí, cubría la cabeza de la Virgen una corona de diez rayos o puntas de oro, la cual en 1883, cuando el P. Gonzalo Carrasco, S.J., hizo una nueva copia, había desaparecido por completo.
Otro jesuita, el P. Francisco de Florencia, en un libro La estrella del Norte de México (1668), dice: «Pareció a los que cuidaban de su culto, que sería bien adornarla de querubines, alrededor de los rayos de sol... Así se ejecutó, pero en breve tiempo se desfiguró todo lo sobrepuesto..., de suerte que se vieron obligados a borrarlo..., por esto parece que de algunas partes alrededor de la imagen, están saltados los colores». El P. Vargas (o.c.) decía asimismo, que también las estrellas doradas del manto parecían añadidas.
El P. Miguel Sánchez en su libro Imagen de la Virgen de Guadalupe (1648) habla también, y defiende, los añadidos hechos para cubrir los deterioros en la parte de la tilma no recubierta por la imagen original (razón no válida, porque la tilma no se deteriora, como veremos).
Es extraño y curioso ese afán de mejorar la imagen de la Virgen enmendando la plana al pintor sobrenatural, teniendo además en cuenta que el color original se conservaba perfectamente. Tal vez se pretendió cubrir la suciedad lateral dejada por miles de manos que la tocaron.
La mayor sorpresa y hallazgo de retoques fueron debidos a los científicos norteamericanos y miembros del equipo de la NASA, Jody Brant Smith y Philip Serna Callagan. Gracias a la avanzada tecnología (película infrarroja y filtros en los focos de luz) y a los rayos infrarrojos que atraviesan y distinguen pigmentos opacos e iguales a la luz natural, descubrieron, según su informe de 1981, que a la imagen original fueron añadidos posteriormente: el lazo del oculto ceñidor, el broche del cuello con la cruz negra, la luna (negra, que se ha ido volviendo grisácea, como el lazo) símbolo de la Inmaculada, el ángel, el pliegue horizontal de la parte inferior de la túnica (al estilo azteca), las nubes blancas, los dorados: rayos solares que rodean a la imagen, 46 estrellas en el manto, azul, fimbria u orla del man¬to, y arabescos de la túnica rosa. (Habría que revisar lo de las estrellas y orla de oro, pues además de ser lo característico de esta imagen, en algún caso privado no hecho público, se ha aparecido con ellas, aunque sin los otros añadidos; y cambiados los lados, es decir, confirmando que la figura en la tilma está en espejo). Estos dorados son típicos del gótico español del siglo XVI, y debieron, ser hechos muy pronto, antes del Nican mopohua, pues éste ya los describe. Y el 8 de septiembre de 1556, fray Francisco de Bustamante, famoso predicador y provincial de los franciscanos, habló desde el púlpito ardientemente contra la imagen de la Virgen de Guadalupe, atribuyéndola a Marcos, conocido pintor indio de entonces, muy alabado por el historiador Bernal Díaz del Castillo. Tal vez lo que había de verdad era que éste la retocó. Smith y Callagan dicen benévolamente de los retoques: «Añaden un elemento humano que es a la vez encantador y edificante. En conjunto su efecto es fascinante: como por arte de magia, las decoraciones acentúan la belleza de la original y elegantemente retratada Virgen María; es como si Dios y el hombre hubieran trabajado juntos para crear una obra maestra». Sin embargo los añadidos se van deteriorando con el tiempo.
Otros, respecto a ellos opinan todo lo contrario, que sería preferible hacer una restauración a fondo, limpiando a la imagen de todo lo superpuesto. Al menos la cara y las manos sí parece agradarían más tal y como las dejó su autor sobrenatural.
Fenómenos inexplicables
Además del hecho histórico ya narrado de la aparición repentina de la prodigiosa imagen, hay una serie de fenómenos inexplicables:
DURACION DE LA TILMA: El ayate, tejido de fibra de maguey, tiene una duración de unos veinte años; pero en el caso de la tilma guadalupana no sólo perdura por más de 450 años, sino que está extraordinariamente suave, hasta el punto que durante muchos años los expertos pensaban que era una palma silvestre que da un tejido más suave.
Más aún: en 1791, limpiando el marco con agua fuerte, ésta cayó en la parte superior de la tilma, a la derecha del observador. El tejido debía haberse destruido, sin embargo sólo quedó una mancha amarillenta, ¡que con el tiempo va desapareciendo, como si la tilma ella sola se fuese regenerando, al igual que los seres vivos!
LA PINTURA: Según los análisis de las fibras, hechos en 1936 por el doctor alemán Ricardo Kuhn, premio Nobel de química en 1938, en dichas fibras, una roja y otra amarilla, no existen colorantes vegetales, ni animales, ni minerales. Esto lo ha confirmado el estudio Smith-Callagan, respecto de la imagen original, a diferencia de los añadidos. Además no se dio a la tela preparación o aparejo alguno, según se acostumbra y es necesario para que agarre bien la pintura.
Ya en 1775, el Dr. José Ignacio Bartolache y Díaz de Posada (fundador de «El Mercurio Volante», primera revista médica editada en América) publicó en «La Ga¬ceta de México» su propósito de investigar la inexplicable lozanía de la imagen. Para ello hizo tejer por indios cuatro ayates, dos de maguey y dos de palma silvestre. No consiguió igualaran a la tilma, pero escogiendo el mejor, y los mejores pintores, mandó hiciesen dos copias lo más exactas posibles de la Virgen de Guadalupe. Tampoco fueron las copias perfectas, aunque sí muy bellas. Una regaló a las religiosas de la Enseñanza, y no se sabe más de ella. Otra se colocó protegida por dos cristales en 1789 en la capilla del Pocito, en la falda del cerro del Tepeyac. Ya en 1796 hubo que retirarla del altar, totalmente descolorida y saltada la pintura, después desapareció.
Y sin embargo el original se sigue conservando como recién pintado (pintado o lo que sea), a pesar de haber estado expuesto, incluso sin cristal, 116 años a toda la humedad y salitre de aquella región de lagos, a todo el humo de las velas, al polvo, a innumerables insectos, al fervor de los fieles que lo besaban y tocaban con multitud de objetos piadosos.
Incólume al tiempo y a tantos elementos destructores, también lo fue a la explosión de una bomba en 1921. El 14 de noviembre, un obrero, Luciano Térez, a las diez y media de la mañana dejó en el altar mayor un ramo de flores: dentro escondía una carga de dinamita que estalló minutos después. Los destrozos fueron tremendos en el altar, y hasta se rompieron los cristales de las casas fuera de la basílica. En cambio al cuadro de la Virgen no le pasó nada, incluso el cristal que debió quedar pulverizado, permaneció intacto.
LA TECNICA: Ningún pintor hubiera escogido para pintar un cuadro semejante tejido, más parecido a tela de saco que a un lienzo. Además la tilma estaba hecha de dos pedazos, con costura en el medio (que no afecta al rostro de la Virgen por estar inclinado hacia su derecha). Pero lo notable, otro de los fenómenos inexplicables, es que el artífice ha sido capaz de aprovechar todas las imperfecciones del tejido como elemento pictórico.
Milagros y devoción de la Virgen
de Guadalupe mexicana
Es verdad que los milagros son muchas veces respuesta a nuestra fe. Pero esas grandes devociones a una imagen o aparición de la Virgen, a un santo, se deben siempre a los milagros obtenidos por su intercesión. Cronológicamente no es primero lugar de numerosas peregrinaciones un santuario, por ejemplo, y por eso en él se reciben gracias prodigiosas, sino al revés, porque allí se han recibido gracias especiales, acuden las multitudes. El que empieza siempre es Dios: «El nos ama el primero».
Y si Dios comienza a santificar con tales gracias un lugar, ello ordinariamente será prueba de la autenticidad de la aparición que se venere, como los milagros obtenidos por la intercesión de una persona muerta en olor de santidad, son argumentos para su beatificación.
Parece poco acorde con un concepto profundo de la Providencia paternal y sapiente de Dios: que eligiese un lugar históricamente apócrifo (Tepeyac, el Pilar, Santiago de Compostela...) para convertirlo en centro de peregrinaciones; lo cual al menos originaría en muchos el error de creer su origen auténtico. (Como decimos: Si Cristo no hubiera querido conferir el primado a Pedro, no hubiera empleado tales palabras.
«Apacienta mis ovejas», etc., sabiendo que de hecho muchos de buena fe las iban a interpretar en ese sentido).
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El milagro físico más extraordinario de la Virgen de Guadalupe es la prodigiosa estampación y conservación de su imagen en una tilma india. Pero no menos extraordinario y, en su orden, superior, fue el milagro moral de la conversión de los pueblos mexicanos: el mayor éxito misional de la historia: en siete años se hicieron cristianos cinco millones de indios (otros dicen ocho millones, pero parece no era tanta la población) dejando la poligamia, sus ídolos y prácticas paganas, para abrazar libremente la religión de sus conquistadores. Cuentan los historiadores que hubo día que se convirtieron 15.000. Y diez millones al año es hoy el número de peregrinos que van a venerarla, siendo el segundo lugar religioso más visitado, después de Roma, sobrepasando a Fátima y a Lourdes.
Esta inundación de gracias fue posible por la acertada reacción de la Jerarquía. Fray Juan de Zumárraga, una vez convencido de la aparición de la Virgen (no la creyó sin más, pero tampoco se negó a indagar y a escuchar al indio, que le decían era un embaucador), la llevó inmediatamente a su oratorio privado. En dos semanas se construyó una ermita provisional, de paja y adobe, en el lugar que pidió la Stma. Virgen: junto al lado de Texcoco (ahora desecado) al pie del Tepeyac, donde se había aparecido la última vez a Juan Diego. Y el mismo diciembre, día 26, una solemne procesión, con el obispo y todas las autoridades, trasladaba la sagrada imagen a su nuevo santuario.
En 1532 el obispo de Zumárraga tuvo que viajar a España. Mientras, la imagen estuvo expuesta sobre la puerta mayor de la catedral. Cuando volvió en 1534, salió con Hernán Cortés a pedir limosna para construir el primer templo de Guadalupe, junto al cual estuvo la habitación donde fue a vivir Juan Diego, y lo recuerda hoy una inscripción del siglo XVII.
El sucesor de Zumárraga amplió la ermita en 1555. En 1609 se puso la primera piedra de un nuevo templo terminado en 1622; de bastante capacidad, con dos torres. En 1666 se construyó la capilla llamada de Cerrito, en el alto donde se apareció la Virgen al principio. Todavía les pareció poco y en 1694 se trasladó la imagen a la primera ermita llamada de los indios, para derribar el templo y hacer otro mejor, acabado en 1709, y que con sucesivas ampliaciones todavía subsiste, pero la imagen fue trasladada el 12 de octubre de 1976 a la nueva basílica construida en la misma plaza con una capacidad para 10.000 personas.
Los Sumos Pontífices le han ido concediendo una serie de privilegios, como los de la Santa Casa de Loreto. La imagen fue coronada canónicamente con toda solemnidad el 12 de octubre de 1895. Pío X el 24 de agosto de 1910 la declaró Patrona de toda América Latina; y Pío XII el 12 de octubre de 1945 Patrona de toda América. En 1752 comisionaron al P. Juan Francisco López, S.J., quien como procurador de la provincia jesuítica debía ir a Roma, para que obtuviese de la S. Congregación de Ritos lo que desde 1663 deseaban todos: oficio y misa propios; lo cual consiguió dicho padre en 1754, fijándose el 12 de diciembre como fiesta de Ntra. Sra. de Guadalupe. Años más tarde Benedicto XIV, a petición de Fernando VI, extendió la concesión anterior a todos los reinos y dominios de España.
Está la imagen dentro de tres marcos, el primero de oro de 13 cms., de ancho, el segundo del mismo ancho, de plata, y el más exterior de bronce de 35 cms. Sobre el marco de oro hay una copia de la corona de oro, sostenida por ángeles; la original, con que se coronó, está llena de piedras preciosas, fue labrada en París y es una de las joyas más valiosas del mundo. Por los testimonios que nos quedan, desde el principio fue enorme, y siempre creciente, la devoción a Ntra. Sra. de Guadalupe en México. Los mismo virreyes an¬tes de tomar posesión solían pernoctar allí. El P. Florencia, S.J., escribía en 1686 lo que ha seguido ocurriendo desde entonces: «No hay casa en México que no tenga con especial adorno una imagen de Guadalupe; no se encontrará un templo, con tantos como hay, en que no haya imagen o altar dedicado a esta Señora». En el siglo XVIII la aceptaron como Patrona todas las ciudades del virreinato de Nueva España, con aprobación de Benedicto XIV el 25/V/1754.
La devoción a la Virgen de Guadalupe mexicana se ha extendido por todo el mundo. Ya en Lepanto (7/X./15 71) Andrea Doria llevaba una copia de su imagen; ante ella S. Pío V, antes de la batalla, añadió al Avemaria: «ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén». Cirilo IX, Patriarca de Antioquía consagró a la Virgen de Guadalupe el Oriente Cristiano.
Esta devoción, nacida de la aparición de la Virgen y de la conversión del pueblo indio, fue avivada, según los cronistas, por los numerosos milagros realizados a lo lago de su historia. Expusimos el milagro de la conservación de la imagen, aun contra las bombas, y del contenido de sus ojos. Narraremos otros, para alabanza de su maternal solicitud y nuestra mayor confianza en Ella. (Ya decimos al final de EL ESCAPULARIO DEL CARMEN, y en otras apariciones de esta colección, que, según la Sagrada Escritura y la tradición, deben ser narrados a gloria de Dios sus milagros, quien sin duda hace muchos más de los que se publican, a veces con exámenes tan rigurosos como los de Lourdes o los admitidos para las beatificaciones y canonizaciones).
La fiesta de Ntra. Sra. de Guadalupe de Extremadura, se celebra el 6 de septiembre. La más completa y reciente obra sobre Guadalupe, 600 págs. con numerosas fotografías y láminas en color: Guadalupe, historia, devoción, arte. Sebastián García, O.F.M., y Felipe Trenado, O.F.M. Sevilla 1578 (Editorial Católica, Conde de Barajjas, 21. Sevilla).
Fuente: Católicos Alerta
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