martes, 24 de diciembre de 2019

Santa Misa del Día de Navidad



El misterio que honra la Iglesia en esta Misa tercera es el Nacimiento eterno del Hijo de Dios en el seno del Padre. Ha celebrado ya a media noche al Hijo del Hombre saliendo del seno de la Virgen en el establo; al divino Niño naciendo en el corazón de los pastores al apuntar la aurora; en este momento va a asistir a un nacimiento más prodigioso aún, si cabe, que los dos anteriores, un nacimiento cuya luz deslumbra las miradas angélicas, y que es por sí mismo el testimonio eterno de la sublime fecundidad de nuestro Dios. El Hijo de María es también el Hijo de Dios; es obligación nuestra proclamar hoy la gloria de esta inefable generación, que le hace consubstancial a su Padre, Dios de Dios, Luz de la Luz. Elevemos nuestra vista hasta ese Verbo eterno que estaba al principio con Dios y sin el que Dios no estuvo nunca; porque es la forma de su sustancia y el esplendor de su verdad eterna.

La Santa Iglesia comienza los cantos del tercer Sacrificio con un aclamación al Rey recién nacido. Ensalza el poderío real que como Dios posee antes de que el tiempo exista, y que recibirá como hombre el dia en que cargue con la Cruz sobre sus espaldas. Es el Angel del gran Consejo, o sea, el enviado por el cielo para llevar a cabo el plan sublime ideado por la Santísima Trinidad para salvar al hombre por medio de la Encarnación y de la Redención. En ese Altísimo Consejo tuvo su parte el Verbo; su celo por la gloria de su Padre, junto con su amor a los hombres, hacen que tome ahora esta tarea sobre sus hombros.

INTROITO

Un Niño nos ha nacido, y nos ha sido dado un Hijo: cuyo imperio descansa en su hombro: y se llamará su nombre: Angel del gran Consejo. Salmo: Cantad al Señor un cántico nuevo: porque ha hecho maravillas. — 7. Gloria al Padre.

En la Colecta la Iglesia pide que el nuevo Nacimiento que acaba de realizar el Hijo de Dios en el tiempo, no carezca de efecto, sino que obtenga nuestra libertad. Suplicárnoste, oh Dios omnipotente, hagas que la nueva Natividad según la carne de tu Unigénito, nos libre a los que la vieja servidumbre retiene bajo el yugo del pecado. Por el mismo Señor.

EPISTOLA

Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a los Hebreos (I, 1-12.)

Habiendo hablado Dios en otro tiempo muchas veces y de muchos modos a los Padres por los Profetas: en estos últimos días nos ha hablado por el Hijo, al cual constituyó heredero de todo, y por el cual hizo también los siglos: el cual, siendo el resplandor de su gloria y el retrato de su substancia, y sustentando todas las cosas con la palabra de su poder, obrada la expiación de los pecados, está sentado a la diestra de la Majestad en las alturas: hecho tanto más excelente que los Ángeles, cuanto más alto es el nombre que heredó. Porque ¿a cuál de los Ángeles dijo jamás: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy? Y otra vez: ¿Yo seré para él Padre, y él será para mi Hijo? Y de nuevo, cuando introduce al Primogénito en la tierra, dice: Y adórenle todos los Ángeles de Dios. Y, ciertamente, de los Ángeles dice: El que hace a sus Ángeles espíritus, y a sus ministros llama de fuego. Mas al hijo le dice: Tu trono, oh Dios, por los siglos de los siglos: el cetro de tu reino es cetro de equidad. Amaste la justicia y odiaste la iniquidad: Por eso te ungió Dios, tu Dios, con óleo de alegría más que a tus compañeros. Y: Tú, Señor, fundaste en él principio la tierra: y obra de tus manos son los cielos. Estos perecerán, mas tu permanecerás; y todos envejecerán como un vestido: y los mudarás como una vestimenta, y serán mudados: tú, en cambio, siempre eres el mismo, y tus años no acabarán.

El gran Apóstol, en este magnífico encabezamiento de su Epístola a sus antiguos hermanos de la Sinagoga, pone de relieve el Nacimiento eterno del Emmanuel. Mientras que nuestros ojos se posan con ternura en el dulce Niño del pesebre, él nos invita a elevarlos hasta aquella Luz soberana, en cuyo seno el mismo Verbo que se digna habitar en el establo de Belén, oye al Padre eterno que le dice: Tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado; este hoy es el día de la eternidad, día sin mañana ni tarde, sin amanecer y sin ocaso. Si bien es cierto que la naturaleza humana, que se digna tomar en el tiempo le coloca debajo de los Angeles, el título y la cualidad de Hijo de Dios que le pertenece por esencia, le elevan infinitamente por encima de ellos. Es Dios, es el Señor, y los cambios no le afectan. Envuelto en pañales, clavado en la cruz, muriendo de dolor en su humanidad, permanece impasible e inmortal en su divinidad; para eso goza de un Nacimiento eterno...

GRADUAL

Todos los confines de la tierra vieron la salud de nuestro Dios; tierra toda, canta jubilosa a Dios. — V. El Señor manifestó su salud; reveló su justicia ante la faz de las gentes.

ALELUYA

Aleluya, aleluya. — y. Nos ha iluminado un día santo: venid, gentes, y adorad al Señor: porque hoy ha descendido una gran luz sobre la tierra. Aleluya.

EVANGELIO

Comienzo del Santo Evangelio según San Juan. (I, 1-14.)

En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. El estaba al principio en Dios. Todo fue hecho por El; y sin El no ha sido hecho nada de lo que ha sido hecho: en El estaba la vida y la vida era la luz de los hombres: y la luz brilló en las tinieblas, y las tinieblas no se percataron de ella. Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan. Este vino para ser testigo, para dar testimonio de la luz a fin de que todos creyeran por él. No era él la luz, sino (que vino) para dar testimonio de la luz. Era la luz verdadera, la que alumbra a todo hombre que viene a este mundo. El estaba en el mundo, y el mundo fue creado por El, y el mundo no le conoció. Vino a los suyos y los suyos no le recibieron. Mas, a los que le recibieron, les dio el poder de hacerse hijos de Dios. Esto (concede también) a los que creen en su nombre, a los que no han nacido de la sangre, ni del deseo de la carne, ni de la voluntad de un varón, sino que han nacido de Dios. (Aquí se arrodilla.) Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros; y hemos visto su gloria, la gloria del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.

¡Oh Hijo eterno de Dios!, al lado del pesebre donde en el día de hoy te dignas aparecer por amor nuestro, confesamos nosotros con la más humilde reverencia, tu eternidad, tu omnipotencia, tu divinidad. Existías ya en el principio; y estabas en Dios y eras Dios. Todo ha sido hecho por ti y nosotros somos obra de tus manos. ¡Oh Luz infinita! i Oh Sol de justicia! Nosotros no somos más que tinieblas; ilumínanos. Durante mucho tiempo hemos amado las tinieblas y no te hemos comprendido; perdona nuestros errores. Durante mucho tiempo has estado llamando a la puerta de nuestro corazón y no te hemos abierto. Hoy al menos, gracias a los admirables recursos de tu amor, te hemos recibido; porque, ¿quién sería capaz de no recibirte, oh divino Niño, tan dulce y tan rebosante de ternura? Quédate, pues, con nosotros; lleva a feliz término este nuevo Nacimiento que has efectuado en nosotros. No queremos ser ya de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios, por Ti y en Ti. Te has hecho carne, oh Verbo eterno, para que nosotros nos divinicemos. Sostén nuestra débil naturaleza, que desfallece ante una dignidad tan grande. Tú naces del Padre, naces de María, naces en nuestros corazones: ¡Gloria tres veces a Ti, por este triple nacimiento, oh Hijo de Dios, tan misericordioso en tu divinidad, tan divino en tus humillaciones!

En el Ofertorio, la Santa Iglesia recuerda al Emmanuel que el universo es obra suya, pues El ha creado todas las cosas. Son ofrecidos los dones entre nubes de incienso. El pensamiento de la Iglesia está siempre puesto en el Niño del pesebre; y sus cantos vuelven a insistir en el poder y grandeza de Dios encarnado.

OFERTORIO

Tuyos son los cielos, y tuya es la tierra: tú fundaste el orbe de las tierras y su redondez; justicia y juicio son la base de tu trono.

SECRETA

Santifica, Señor, con la nueva Natividad de tu Unigénito, estos dones ofrecidos: y límpianos a nosotros de nuestros pecados. Por el mismo Señor. Durante la Comunión, el Coro celebra la dicha de la tierra, que ha visto hoy a su Salvador gracias a la misericordia del Verbo, hecho visible en carne, sin perder nada del brillo de su gloria. A continuación, la Iglesia, por boca del Sacerdote, pide para sus hijos alimentados con la carne del Cordero inmaculado, la participación en la inmortalidad de Cristo, el cual se ha dignado darles en este día las primicias de una vida completamente divina al tomar en Belén una existencia humana.

COMUNION

Todos los confines de la tierra vieron la salud de nuestro Dios.

POSCOMUNION

Suplicárnoste, oh Dios omnipotente, hagas que, así como el Salvador del mundo nacido hoy, es el autor de nuestra generación divina, así sea también el que nos dé la inmortalidad. El cual vive y reina contigo.

Ha terminado el gran día y se acerca la noche para descansar con un sueño reparador, de las fatigas pasadas en la vigilia de la gloriosa Natividad. Antes de irnos a acostar, dediquemos un piadoso recuerdo a los santos Mártires de quienes la Santa Iglesia ha hecho memoria en el día de hoy en su Martirologio. Diocleciano y sus colegas en el imperio acababan de publicar el célebre edicto de persecución que declaraba a la Iglesia la guerra más sangrienta que jamás padeció. El edicto, clavado en las plazas de Nicomedia, residencia del Emperador, había sido rasgado por un cristiano, que pagó con un glorioso martirio aquel acto de santa audacia. Dispuestos a la lucha, los fieles se atrevieron a desafiar el poder imperial y continuaron frecuentando su iglesia condenada a ser demolida. Llegó el día de Navidad. En número de varios miles se reunieron en el santo templo para celebrar por última vez el Nacimiento del Redentor. Al saberlo Diocleciano, envió uno de sus oficiales con la orden de cerrar las puertas de la Iglesia y prender fuego por los cuatro costados del edificio. Tomadas estas medidas, por las ventanas de la basílica se dejaron oír sonidos de trompeta, y los fieles escucharon la voz de un pregón que, de parte del Emperador, brindaba la salida a quienes quisieran salvar la vida, con la condición de que ofreciesen incienso a Júpiter en un altar que a este fin se había levantado a la puerta de la iglesia; de lo contrario, serían presa de las llamas. En nombre de la piadosa reunión respondió un cristiano: "Somos todos cristianos; adoramos a Cristo como a Dios único y único Rey; y estamos dispuestos a sacrificarle hoy nuestras vidas." Al oír esta respuesta, los soldados recibieron orden de encender el fuego; en un momento la iglesia se convirtió en una horrible hoguera cuyas llamas subían hacia el cielo, enviando en holocausto al Hijo de Dios, que en este día se dignó dar principio a su existencia humana, la ofrenda generosa de aquellos miles de vidas que daban testimonio de su venida a este mundo. De este modo fué honrado en Nicomedia, en el año 303, el Emmanuel bajado de los cielos para morar entre los hombres. Unamos con la Santa Iglesia el homenaje de nuestros votos al de estos heroicos cristianos cuya memoria se conservará hasta el fin de los siglos, gracias a la santa Liturgia.

Traslademos una vez más nuestro pensamiento y nuestro corazón al feliz establo donde María y José hacen compañía al divino Niño. Volvamos a adorar al recién nacido y pidámosle su bendición. San Buenaventura, en sus Meditaciones sobre la vida de Jesucristo, expresa con una ternura digna de su seráfica alma los sentimientos de que debe estar poseído el cristiano ante la cuna del Niño Jesús: "Tú también, que tanto lo has diferido, dobla la rodilla, adora al Señor tu Dios; venera a su Madre y saluda con reverencia al santo viejo José; luego besa los pies del Niño Jesús, que yace en su cunita, y ruega a Nuestra Señora que te lo entregue y te permita cogerle. Tómale en tus brazos, guárdale y contempla bien su amable rostro; bésale con respeto y deléitate en él con confianza. Puedes hacer todo eso, porque ha venido precisamente para salvar a los pecadores, ha hablado con mansedumbre y por fin se ha dado a ellos en alimento. Por eso en su dulzura se dejará tocar pacientemente cuanto tú quieras, y no lo atribuirá a presunción sino a cariño."

Fuente: El Año Litúrgico - Dom Próspero Gueranguer 

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[1] Los sacramentarios gelasiano y gregoriano mencionan las tres misas de Navidad. Pero al principio del siglo V, no habla más que una sola misa, la del día, que se celebraba en S. Pedro. La Institución de la misa de media noche data desde fines del siglo V.
[2] Fue en el siglo v cuando se Introdujo una Misa que tenía por objeto celebrar el dies natalis de Santa Anastasia, virgen y mártir, de Sirmium, cuyo cuerpo había sido trasladado a Constantinopla bajo el patriarca Genadio, (458-471) y depositado en la iglesia llamada Anástasis. La semejanza del nombre hizo que en Roma se escogiera para la celebración de esta Misa el titulus Anastasiae, llamada así por el nombre de la fundadora de esta iglesia, que era la iglesia parroquial de la Corte.
A fines del siglo v o principios del vi, Santa Anastasia ocupó un lugar en el Canon de la Misa. Al mismo tiempo se formó la leyenda de una Santa Anastasia romana, que fué a padecer martirio a Sirmium. Cuando la fiesta de Navidad recibió una mayor solemnidad, disminuyó la devoción a la Santa; en vez de una misa en su honor no se hacía más que una memoria de la mártir, y la misa fué dedicada a honrar
[3] In Natalem Domini, V, 14.
[4] Ibid., I. 3.
[5] Los documentos antiguos ponen como lugar de la Estatación la Basílica de San Pedro, pero desde el siglo xii se eligió a Santa María la Mayor "por la brevedad del día y luz y las dificultades del camino", dice el Ordo Romanus.

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