sábado, 29 de enero de 2022

29 de enero SAN FRANCISCO DE SALES, OBISPO, DOCTOR Y CONFESOR



San Francisco de Sales, celebérrimo por su piedad y por su celo, apóstol de estos últimos tiempos, uno de los más bellos ornamentos de la dignidad episcopal, nació en el castillo y casa solariega de Sales, del ducado de Saboya y diócesis de Ginebra, el 21 de agosto de 1567. Fueron sus padres Francisco, señor de Sales, de una de las casas más antiguas y nobles de Saboya, y Francisca de Sionas, de la ilustre casa de Charansonet.

Su virtuosa madre le consagró a Dios antes de que naciera, y nació a los siete meses de ser concebido, por lo que se crió de niño con gran cuidado. Apenas pronunció palabras, dijo éstas: Dios y mi madre me quieren mucho. Las buenas disposiciones de su espíritu hicieron eficaces la piadosa educación que recibió de sus padres. Y así, desde sus más tiernos años dio muestra de gran piedad y modestia, y de caridad excelente con los pobres, hasta el punto de que, según el Padre La Riviére, uno de sus panegiristas, se asemejaba a un ángel.

Sus padres le encomendaron al cuidado de un sacerdote ilustrado y virtuoso, llamado Juan de Aage; e hizo Francisco los primeros estudios en el colegio de la Boche, pasando después a continuarlos en el de Annecy; y tal impresión causaban las virtudes del joven Francisco entre sus condiscípulos que, al verle llegar adonde ellos estaban, suspendían sus juegos y decían con respeto: Seamos juiciosos, que viene el Santo. Si alguno, en momento de cólera, decía alguna palabra fea, Francisco le rogaba con dulzura que se moderara en el lenguaje, y conseguía con esto la enmienda. Su caridad era tan grande, que un primo suyo cometió un día una falta por la que debía ser azotado, y Francisco se ofreció en su lugar para sufrir el castigo.

A los diez años, después de haber hecho la primera Comunión en la iglesia de los dominicos de Annecy, fue enviado a París para proseguir sus estudios. La ciencia, o mejor, la sabiduría de Francisco de Sales, fue el resultado del asiduo estudio de buenos libros en que casi toda su vida se ejercitó su talento fecundo, claro y feliz. En París estudió las humanidades y la filosofía con los padres jesuitas; y la teología, parte con estos Padres y parte en la Universidad de la Sorbona, entonces muy floreciente, teniendo por maestros al sabio P. Maldonado en teología, y al célebre Gilberto Genebrardo en griego y hebreo, a cuyo estudio se dedicó principalmente  para poder comprender bien las Sagradas Escrituras, que eran su lectura ordinaria y su mejor delicia humana. Para librarse de los peligros de malas compañías, no salía de casa como no fuese para la iglesia o para la universidad.

Aunque adelantaba mucho en las letras sagradas y humanas, eran mayores los progresos que hacía en todas las virtudes, siendo de notar su ardiente devoción a la Santísima Virgen, ante cuya imagen pasaba horas enteras en oración. Comulgaba cada ocho días; tres en la semana traía cilicio, y, queriendo consagrarse más perfectamente, hizo voto de perpetua castidad delante de una imagen de la Santísima Virgen en la iglesia de San Esteban de los griegos, que se halla hoy en la capilla de las Hermanas de Santo Tomás de Villanueva, en la calle de Sevres, con la advocación de Nuestra Señora del Buen Socorro.

No podía sufrir el enemigo común tanta inocencia y tanto fervor en un joven de tan tierna edad, y le acometió con una tentación, que era la más capaz de trastornarle. Sugirióle con la mayor viveza que en vano se fatigaba, puesto que era del número de los réprobos; y que así, por mucho que hiciese, infaliblemente se condenaría. El espanto y la turbación que esto le causó le llenó de melancolía tan profunda, que poco a poco le iba consumiendo; hasta que, fijando un día los ojos en una imagen de la Santísima Virgen, le dijo con extraordinario fervor y ternura: «Señora y Madre mía, si es tanta mi desdicha que he de ser condenado, y he de estar en la desgracia de mi Dios después de mi muerte, a lo menos quiero tener el consuelo de amarle con todo mi corazón por todos los días de mi vida». Esta oración tan devota y tan ajena de los sentimientos que suele tener un alma réproba, disipó las nubes, confundió al demonio y restituyó la tranquilidad a su corazón.

Habiendo acabado sus estudios en París, pasó por orden de sus pa­dres a la ciudad de Padua a estudiar en aquella célebre Universidad la jurisprudencia, bajo el magisterio del famoso Pacirola. Escogió luego por director de su conciencia al Padre Antonio Possevino; y conociendo este insigne jesuita en aquel joven un corazón según el de Dios, se aplicó con el mayor empeño a disponerle y habilitarle para las grandes empresas a que concibió tenía Dios destinada aquella alma verdaderamente grande.

Este virtuoso padre, además de guiarle por el camino de la perfección cristiana le explicó la Summa de Santo Tomás y las Controversias del cardenal Belarmino. Buscaba Francisco siempre lo mejor, lo más puro y perfecto, así en amigos como en libros y maestros, y, aun peregrinando y de viaje, nunca abandonaba la Biblia, la Moral de Reginaldo y la Suma de Santo Tomás.

Envidiosos los demás condiscípulos suyos de la universal estima­ción que se había adquirido Francisco por su singular virtud, armaron a su pureza un terrible lazo. Con pretexto que fingieron de visitar a una pobre indigente, le llevaron a presencia de una mujer impúdica, que a los principios se fingió muy virtuosa y muy devota, y le dejaron solo con ella. Lidió algún tiempo contra sus artificios y contra su desenvoltura, y fue tan violento el combate, que al fin no tuvo otro medio para salir del peligro que tirarle a la cara un tizón que encontró a mano y tomar la escalera con precipitada fuga.

Tomó precauciones contra semejantes peligros, y, reflexionando que la rebelión de la carne es el medio de que se valen los enemigos exteriores, redujo su cuerpo a tal grado de debilidad, y fueron tantas sus austeridades, que, junto con el estudio incesante, le acarrearon poco después una grave enfermedad que puso en grave riesgo su vida, llegando a disponer que su cuerpo, ya siendo cadáver, se entregase a los alumnos de la clase de Anatomía con el fin de que, ya que durante su vida de nada útil había servido, sirviera de algo, después de muerto, a sus semejantes. Dios no permitió que se cumplieran los pronósticos de los médicos, y, restablecido de aquella enfermedad, prosiguió sus estudios, tomando la borla de doctor en aquella Universidad. Al salir de Padua para volverse a su casa, le aconsejó su director espiritual el Padre Possevino que no se afanase tanto en aprender el derecho romano como en hacerse buen teólogo para gobernar una diócesis, pues tenía el presentimiento de que había de ser obispo de Ginebra. Pasó por Roma, donde visitó el sepulcro de los Santos Apóstoles. De Roma fue a Loreto, donde veneró la Santa Casa de la Virgen; allí renovó el voto de castidad que había hecho en París, y sintió deseo de abrazar el estado eclesiástico. En Ancona quiso tomar pasaje en un barco para su patria; pero la Divina Providencia hizo que no se le admitiese para que no pereciera, porque, casi sin salir del puerto, aquel barco se fue a fondo con todos los pasajeros y tripulantes.

Después de descansar Francisco en su casa de Sales, adonde llegó con felicidad, su padre, al ver en su hijo un joven tan completo, formó dos proyectos para colocarle con brillo en el siglo. Le envió a Chambery para que se inscribiese como abogado en el Senado de aquella ciudad. Obedeció Francisco, y, en el camino, el caballo que montaba, y que iba al paso, resbaló y cayó tres veces, haciendo en cada una que la espada de Francisco saliera de su vaina, formando con ésta una cruz. Tomó éste aquel prodigio como manifestación de Dios, que le quería para Sí, y resolvió cumplir el deseo que le venía el Señor inspirando de ser sacerdote. Pero aun había que vencer otra dificultad. Su padre acariciaba el proyecto de casarle con la hija del señor de Vegy, rica y virtuosa.

De todos los obstáculos supo triunfar Francisco, confiado en Dios y en la Santísima Virgen. Manifestó a su padre el voto de castidad que había hecho y su evidente vocación al sacerdocio. Se conformó su padre, y en seguida se preparó Francisco a recibir con fervor las Sagradas Órdenes, redoblando sus mortificaciones y penitencias; y el acto de su ordenación sacerdotal, que fue conmovedor, se verificó en Annecy el 18 de diciembre de 1593.

Era obispo de aquella iglesia Claudio Granier, que amaba tiernamente a Francisco, y le miraba ya como a su sucesor. Mandóle que predicase; lo hizo con tanta eficacia, que logró por fruto de su primer sermón trescientas conversiones grandes y ruidosas. No es ponderable el gusto con que le oían, ni el fervor y la eficacia con que predicaba. No había obstinación tan empedernida que pudiese resistir a su devoción en el altar, ni a su elocuencia en el pulpito. Andaba sin cesar de aldea en aldea y de choza en choza, instruyendo a innumerables pobres rústicos que vivían en el Cristianismo casi sin conocerle; y sus primeras excursiones apostólicas ganaron tantas almas para Jesucristo, que así el obispo de Génova como el duque de Saboya le hicieron misionero del Chablais, dominada por el protestantismo, no dudando de que había de ser su apóstol.

Luego que Francisco recibió su misión, marchó a buscar al enemigo, sin más compañero que su pariente Luis de Sales, canónigo de Ginebra, y, sin acobardarle trabajos ni peligros, fue a atacar a la herejía calvinista en sus mismas trincheras. A vista de las iglesias arruinadas, de los monasterios asolados y de las cruces echadas por tierra, se llenó de dolor y se dobló el aliento de su celo. Lleno de aquella santa intrepidez y de aquella confianza, que hacen el carácter de los héroes cristianos, entró por Thonon, capital de la provincia, despreciando generosamente las befas, las irrisiones y los insultos de los protestantes. La paciencia, la modestia y la dulzura fueron las únicas armas de que se valió para resistir a los escarnios y a la malignidad de aquel furioso pueblo. Con esta moderación, y con los ejemplos de su vivísima virtud, se fueron domesticando aquellos ánimos feroces y aquellos corazones apostatas: habla, convence, mueve; le oyen y se convierten. Se agita toda la secta protestante, y resuelven los ministros deshacerse de él. Avisado Francisco de sus intentos, no por eso se acobardó; antes bien se mostró mucho más celoso, y con sola su presencia desarmó a los asesinos que iban a matarle. Le cerraron las posadas, y se fue a dormir al campo. A las violencias sucedieron las calumnias: divulgaron de él que era mago, hechicero y brujo; adelantando que le habían visto en las juntas nocturnas que se dice celebran éstos en el sábado, danzando alrededor del demonio; pero nuestro Santo desarmó a todo el Infierno con su confianza en Dios y con su paciencia.

Teniendo noticia el varón de Hermence de las conspiraciones que se fraguaban contra su vida, quiso darle una escolta para su defensa; pero Francisco no la admitió, diciendo que había entrado en el Chablais como misionero, y como tal se había de mantener en él. A sus elocuentes predicaciones unía una caridad sin límites. Atravesó por un estrecho pontón todo cubierto de hielo, por ir a socorrer a unos pobres paisanos recién convertidos, que estaban de la otra parte de un arroyo bastante profundo, con gran admiración de todos, que se vieron obligados a confesar que sólo pudo atravesar Francisco sin sucumbir por especial milagro de Dios. Ningún peligro le detiene, ningún riesgo le acobarda; todos los arrostra por la salvación de aquel obstinado pueblo: de esta manera fueron excesivos sus trabajos, pero también fueron inmensas sus conquistas. Volvieron a entrar en el seno de la Iglesia los bailiajes de Ger, de Ternier y de Gaillard; todo el Chablais se convirtió, porque no había resistencia ni a la fuerza de sus discursos, ni a la virtud de sus ejemplos; y, por un milagro evidente, aquel cordero rodeado de lobos, en manifiesto peligro de ser despedazado por ellos, con su prudencia, con su mansedumbre y con su piedad convirtió a los mismos lobos en corderos. Siete católicos había en Thonon cuando llegó Francisco de Sales, y a los tres años de predicación pasaban de seis mil los convertidos en dicha ciudad, y de sesenta y dos mil en el resto de la comarca.

Tuvo varias controversias; ocho o diez veces ofreció disputar o conferenciar con los ministros sobre los puntos contestados; pero estuvieron tan lejos de aceptar la conferencia, que buscaron nuevos asesinos para quitarle la vida.

Se extendió por todas las cortes la fama de estas maravillas. El papa Clemente VIII le escribió un Breve laudatorio, en el que, después de haberse congratulado con él por los felices sucesos que lograba, le daba orden que pasase a Ginebra a disputar con Teodoro Beza, que recibió al apóstol Francisco con grandes muestras de atención; le oyó, con gusto al parecer, se confesó convencido, hasta derramar lágrimas; pero no se convirtió, porque dilató demasiado el convertirse, y, después de haber dado a nuestro Santo las más bellas palabras, al cabo murió apóstata en Ginebra.

Ciertamente, apenas se puede comprender cómo un hombre solo, y en tan poco tiempo, pudo hacer tantas maravillas y no rendirse al peso de tantos trabajos. Predicaba muchas veces al día, daba instrucciones particulares, tenía conferencias públicas, visitaba a los enfermos; buscaba a la gente más pobre y más desamparada en sus cabañas y en sus chozas; oía confesiones hasta muy entrada la noche; administraba los Sacramentos a los moribundos; asistía a los entierros. En fin, a ningún oficio perdonaba su cuidado, a todo se extendía su celo, y medía su caridad con las necesidades y no con la calidad de las personas, haciéndose todo a todos para ganarlos a todos.

Para asegurar el triunfo obtenido en el Chablais, fundó en Thonon una especie de universidad, con el título de la Santa Casa, destinada a la enseñanza de diferentes oficios manuales, y aun de las ciencias, juntamente con una sólida instrucción moral y religiosa.

La conversión de este país calvinista fue acompañada de milagros, uno de los cuales fue el siguiente: Una mujer calvinista, convencida, por los sermones de Francisco, del error en que estaba, difería su conversión y dejó que muriera sin el bautismo un hijo suyo. Al llevarle al cementerio, vio a nuestro Santo: se arrojó a sus pies la infeliz mujer, con el cadáver de su hijo en brazos, y exclamó entre sollozos: «¡Devolvedme mi hijo, Padre mío, siquiera el tiempo suficiente para ser bautizado!» Enternecido Francisco, se puso también de rodillas y pidió al Señor que despachase favorablemente la súplica de aquella madre. Oraba todavía el Santo, y el niño abrió los ojos y dio suspiros. Volvió a la vida, fue bautizado y vivió aún dos días más, con gran admiración de todos, sobre todo del médico qué certificó de la muerte del niño.

La santa empresa que en tres años llevó Francisco de Sales a feliz término, habiéndose tenido durante medio siglo por punto menos que imposible, extendió la fama de este santo apóstol por todas partes. Entre los que más le admiraban estaba el cardenal de Perron, que, hablando de Francisco, decía que, si no le pidiesen más que convencer a los hugonotes, no tendría inconveniente en hacerlo; mas, para convertirlos, sería necesario enviar a Francisco de Sales.

No es, pues, de extrañar que el obispo de Ginebra le eligiera para su coadjutor, no sin tener que vencer la resistencia de la humildad de Francisco. Para ser preconizado y dar cuenta al Papa de los resultados de su misión en el Chablais, fue a Roma, donde fue recibido con gran cariño por Clemente VIII, ante quien sufrió un examen teológico tan brillante, que el Papa declaró que ninguno de los examinados hasta entonces le había satisfecho por completo como Francisco de Sales. Le abrazó y le dijo después estas palabras de los Proverbios (capítulo V, versículos 15 y 16): Bebe, hijo mío, de las aguas de tu cisterna y de la fuente de tu pozo. Haz que la abundancia de tus aguas se derrame por todas las plazas públicas, para que todos puedan beber y saciar su sed. Fue preconizado en 1599 obispo de Nicópolis in partibus infidelium, y auxiliar o coadjutor del de Ginebra.

Apenas volvió Francisco a Saboya, cuando los negocios de la religión le precisaron a pasar a París. Allí fue recibido por Enrique IV y por toda la corte con respeto y veneración. La estimación y la confianza con que el rey le trató, y los públicos testimonios que dio de ella, fueron ocasión de que le levantasen una calumnia. Pretendieron hacerle sospechoso con el rey; pero pronto se justificó plenamente, y la malignidad de los envidiosos sólo sirvió para que creciese el amor y el concepto que ya tenía aquel monarca de Francisco de Sales. Le ofreció el rey beneficios y pensiones; llegó a brindarle el obispado de París, pero todo lo agradeció cortesanamente y todo lo renunció con noble desinterés. Esta generosa prenda, su piedad, su dulzura y sus gratísimos modales encantaron a toda la corte. Predicó delante de ella; pero ¡con qué felicidad, con qué éxito! Las maravillosas conversiones que logró fueron fruto de los asombrosos ejemplos que dio en todo. Consiguió decreto del rey para que se volviese a establecer la religión católica en el bailiaje de Ger, cuya solicitud había sido el principal motivo de su viaje a la corte.

Durante su viaje de regreso a Ginebra recibió la noticia de la defunción de Claudio Granier, obispo de aquella diócesis. Como estaba ya designado Francisco para sucederle desde que fue preconizado obispo auxiliar, se preparó luego para tomar sobre sus hombros tan grave carga con oración y retiro. Consagrado obispo de Ginebra el 8 de Diciembre de 1603, visitó en seguida toda la diócesis a pie y sin ostentación alguna, consiguiendo numerosas conversiones y reforma en las costumbres.

Como ángel de paz, ajustó las disensiones que había entre el archiduque y el clero del Franco Condado; como legado de la Santa Sede, reformó las abadías de Taloires, de Abundancia, de Puitdorbe, de Santa Catalina y de Six; como buen pastor, apacentó sus ovejas con el pan de la divina palabra, y expuso cien y cien veces su vida por su salvación, mereciendo mil bendiciones del Cielo para toda su diócesis.

Crecía por instantes su fama. Los príncipes se competían unos a otros en darle los más ilustres testimonios de su alta estimación. No quiso admitir muchas ricas abadías que le brindó Enrique IV, y renunció el capelo de cardenal que le ofreció el papa León XI. Sus relaciones con San Pedro Canisio, el Venerable cardenal Cæsar Baronio, el de Perron, San Roberto Belarmino, Lessio y otros hombres célebres hicieron que el papa Paulo V le consultase sobre la cuestión famosa De auxiliis, y que la decisión que tomó el Papa lo fuese por consejo de San Francisco de Sales. No es extraño, pues, que se le compare con los antiguos doctores de la Iglesia. De todas partes le consultaban como a oráculo de su siglo; y lo que parecía increíble, si la experiencia no hubiera mostrado lo contrario, esta multitud de tantas y tan graves ocupaciones no le estorbaron predicar muchas Cuaresmas en Annecy, en Grrenoble, en Chambery, ni retirarse todos los años a ejercicios espirituales al Colegio de la Compañía.

Al mismo tiempo que el Santo obispo comunicaba a todas partes los ardores de su celo, supo que le habían acusado ante Su Santidad de poco vigilante en desterrar de su obispado los libros heréticos o de doctrina sospechosa. Y el Santo, que siempre había manejado las armas de la invicta paciencia para rebatir los golpes de la calumnia, mostró en esta ocasión, por la vivacidad vigorosa con que se justificó, el horror con que miraba tan perniciosa negligencia.

No se contentó Francisco con que su celo fuese inmenso; quiso en cierta manera hacerle perpetuo componiendo aquel excelente libro de la Introducción a la Vida Devota, que él solo vale por cuantos libros espirituales se han escrito. Apenas salió a luz esta admirable obra, cuando cierto predicador indiscreto comenzó a declamar furiosamente contra ella, calificándola de perniciosa y de relajada, y llegó a quemar un ejemplar públicamente en el pulpito. Contaron al Santo este suceso, y todo su resentimiento se redujo a decir: que deseaba tan abrasado en el fuego del amor de Dios el corazón de aquel Padre, como su libro lo había sido de las llamas.

Pero ninguna empresa fue más digna de aquella gran alma, ninguna pudo ser más útil a toda la Iglesia, que la fundación de la Orden de la Visitación, uno de los más bellos ornamentos de la Iglesia.

El día 6 de junio del año 1610, en que se celebraba la fiesta de la Santísima Trinidad, la célebre Santa Juana Francisca Fremiot, baronesa viuda de Chantal; la hija de Francisco Fabre, presidente del Senado de Saboya, y la noble doncella de la casa de Brechard de Nivernois, dieron principio a este nuevo instituto bajo la dirección de San Francisco de Sales, que había ido a predicar a Dijon la santa Cuaresma. Después de que el santo fundador confesó y dio la comunión a aquéllas sus nuevas hijas, les dio también unas reglas llenas de dulzura, de discreción y de prudencia, en las cuales viene a comprenderse como reducida a arte toda la perfección cristiana, siendo fruto de una vida dulce, tranquila y nada austera. Esta Orden religiosa es aquella grande obra de nuestro Santo, que con tanto esplendor está difundida por todo el Universo, y después de casi tres siglos conserva todo el fervor de su primitivo espíritu, contándose más de seis mil seiscientas esposas de Jesucristo que edifican a la Iglesia con sus ejemplos, y son digno objeto de la admiración de los pueblos con sus religiosas virtudes.

De esta Orden de la Visitación solía decir más tarde su santo fundador con santo gracejo: «Me llaman fundador de una Orden, y, sin embargo, hice lo que no he querido, y no he hecho lo que quería». Esto se explica sabiendo que el proyecto de Francisco era fundar una congregación de señoras, cuya vida, menos austera que la de los demás conventos, permitiera recibir en ella a viudas y señoras de edad e impedidas, sin clausura, para que salieran a visitar a los enfermos. De aquí su nombre de Visitadoras, Visitación el de la Orden. Pero hubo obstáculos a este proyecto; y las consideraciones del cardenal arzobispo de Lyon le obligaron a desistir de él y a adoptar la forma que hoy tiene con aprobación del papa Paulo V.

Poco tiempo después compuso el admirable libro de la Práctica del Amor de Dios, que el papa Alejandro VII llamaba libro de oro; del cual han hecho elevadísimos elogios los más ilustres prelados.

Otras muchas obras devotas dio a luz San Francisco de Sales, llenas todas de igual solidez, y de aquella divina unción que sólo el Espíritu Santo es capaz de derramar. Por eso el papa Alejandro VII, en la bula de su canonización, declara que los saludables escritos de este Santo son hachas brillantes y encendidas que introducen la luz y pegan fuego a todos los miembros del cuerpo místico de la Iglesia.

El año de 1622 recibió Francisco orden de su soberano, el duque de Saboya, para pasar a Aviñón a recibir al príncipe y a la princesa del Piamonte. Desde Aviñón pasó a Lyon, de Francia, donde a la sazón se hallaba el rey cristianísimo Luis XIII con toda la corte, de quien recibió singulares honras y especiales demostraciones de aprecio y de veneración. Por su parte correspondió también con nuevas pruebas de celo y de respeto. Aunque se hallaba con la salud bastante quebrantada, predicó en la iglesia del colegio de la Compañía, y se dedicó a todo género de ministerios, hallándole pronto cuantos le buscaban para su consuelo y para su alivio en las necesidades espirituales.

El día de Navidad dio el hábito de la Visitación a dos doncellas, predicó sobre el misterio del día, y lo pasó todo en tiernas y piadosísimas conferencias con toda la comunidad. Al amanecer del día de San Juan sintió que se le debilitaba la vista y se le iban disminuyendo las fuerzas, mas no por eso dejó de celebrar aquel día. Luego de que dio gracias fue a visitar al duque de Nemours para interceder por aquellos mismos ministros del ducado de Ginebra que tanto le habían dado en qué merecer, y no se retiró hasta que les consiguió el perdón. Por la noche cayó en una especie de delirio, que pronto se declaró en apoplejía.

Apenas se divulgó en la ciudad su peligro, cuando todos concurrieron a visitarle. Los primeros que llegaron fueron los jesuitas del Colegio de San José; y luego de que los vio el Santo les dijo con el mayor agrado: Padres míos, ya ven que, en el estado en que me hallo, sólo tengo necesidad de la misericordia de mi Dios; implórenla por mí y para mí, que yo todo lo espero de su bondad. Mucho tiempo hace que tengo hecho al Señor sacrificio de mi vida. En fin, el día 28 de diciembre del año 1622, este insigne prelado, reverenciado por los pueblos, honrado por los príncipes, amado por los vicarios de Jesucristo, y, lo que es más admirable, respetado hasta por los mismos herejes, de quienes era el mayor azote, rindió a Dios su espíritu inocente y puro con aquella misma tranquilidad con que había vivido. Murió a las ocho de la noche, en el cuarto del hortelano del convento de la Visitación, a los cincuenta y seis años de su edad, y a los veinte de su pontificado.

Luego de que se extendió la noticia de su muerte, fue extraordinaria la conmoción y el concurso de todo el pueblo. Se condujo el santo cadáver á Annecy, con pompa digna de su mérito y correspondiente a la celosa veneración con que todos le miraban. Se le dio sepultura en la iglesia del primer convento de la Visitación; y su corazón, que hoy día se venera entero, engastado entre dos corazones de oro, se quedó en Lyon de Francia, en el convento de la Visitación que está en Belle-Cour, y fue fundación del mismo Santo y de la ilustre Santa Madre Chantal el año de 1615, poco tiempo después de que se fundó el de Annecy, disponiendo la Divina Providencia que después de muerto se quedase su corazón con aquellas hijas a quienes había tenido más dentro de él cuando vivo.

Hallándose en Lyon el rey Luis XIII el año 1630, habiendo caído malo, deseó Su Majestad ver el corazón de San Francisco de Sales. Se lo trajo su confesor; y, habiendo recobrado al punto la salud, contribuyó mucho para que creciese la devoción que ya se tenía al Santo. Agradecido el piadoso monarca, mandó hacer, en testimonio de su reconocimiento, una urna de oro donde se reservase aquella preciosa reliquia. Algunos años antes de su canonización recibió por medio de ella semejante favor el duque de Mercurio; y su madre, la duquesa de Vandome, mandó fabricar otra gran caja de oro, donde estuviese cerrado todo el relicario.

Fue canonizado por Alejandro VII en 1666. El papa Pío IX, por su breve Dives in misericordia, del 16 de noviembre de 1877, le declaró doctor de la Iglesia, y, por último, León XIII le ha declarado patrono de la prensa católica.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Sede Vacante desde 1958

Sede Vacante desde 1958