miércoles, 15 de abril de 2020

JUEVES DE PASCUA



Después de haber glorificado al Cordero de Dios y saludado el paso del Señor a través de Egipto donde acaba de exterminar a nuestros enemigos; después de haber celebrado las maravillas de esta agua que nos liberta y nos introduce en la Tierra de promisión; si ahora dirigimos nuestras miradas al divino Jefe, cuya victoria anunciaban y preparaban todos estos prodigios, nos sentimos deslumhrados de tanta gloria. Como el profeta de Patmos, nos prosternamos a los pies de este Hombre-Dios, hasta que él nos diga también a nosotros: "No temas; yo soy el primero y el último; el que vivo y el que he sido muerto; y he aquí que vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves del infierno y de la muerte." (Apoc., I, 17.)
EL VENCEDOR DE LA MUERTE. — En efecto, él tendrá en adelante dominio sobre aquella que le había tenido cautivo; él guarda las llaves del sepulcro, lo que quiere decir en el lenguaje de la Escritura, que manda en la muerte y que esta le ha quedado sujeta de una manera definitiva. Ahora bien, el primer uso que hace de su victoria, es extenderla a todo el género humano. Adoremos esta infinita bondad; fieles al deseo de la Santa Iglesia, meditemos hoy la Pascua en sus relaciones con cada uno de nosotros. El Hijo de Dios dijo al Discípulo amado: "Estoy vivo y fui muerto"; por la virtud de la Pascua llegará el día en que también nosotros podamos decir: "Estamos vivos habiendo estado muertos."
LA MUERTE, ESTIPENDIO DEL PECADO. — L a muerte nos aguarda; está dispuesta a arrebatarnos; no escaparemos a su mortal guadaña. "La muerte es el salario del pecado" dice el libro sagrado (Rom., VI, 23); con esta explicación queda todo plenamente comprendido: la necesidad de la muerte y su universalidad. La ley no es menos dura; y no podemos dejar de ver un desorden en la ruptura violenta del lazo que aunaba en vida común al cuerpo y al alma que Dios mismo había unido. Si queremos comprender la muerte tal como es en sí, recordemos, que Dios creó al hombre inmortal; entonces comprenderemos el horror invencible que la destrucción infunde en el hombre, horror que no puede ser superado más que por un sentimiento superior a todo egoísmo, y por el sentimiento del sacrificio. Hay en la muerte de cada hombre un monumento vergonzoso del pecado, un trofeo para el enemigo del género humano; y para el mismo Dios habría humillación si no brillase su justicia y no restableciese de este modo el equilibrio.
NUESTRA ESPERANZA. — ¿Cuál será pues el deseo del hombre en la dura necesidad que le oprime? ¿Aspirar a no morir? Eso sería una locura. La sentencia es formal y nadie la burlará. ¿Podemos alegrarnos con la esperanza de que un día este cuerpo, que pronto se convertirá en cadáver y luego se disolverá sin dejar rastro visible de sí, podrá volver a la vida y sentirse de nuevo unido al alma para la cual había sido creado? Pero ¿quién obrará esta reunión imposible de una substancia inmortal con otra substancia a quien estuvo un día unida y que después se diría ha vuelto a los elementos de donde habla sido tomada? ¡Oh hombre! Ciertamente así es. Tú resucitarás; este cuerpo olvidado, disuelto, aparentemente aniquilado, revivirá y se te devolverá. ¿Qué digo? Hoy mismo sale de la tumba, en la persona del Hombre-Dios; nuestra resurrección futura se cumple desde hoy en la suya; hoy se hace tan cierta nuestra resurrección como lo es nuestra muerte; y también este misterio le encierra la Pascua.
Dios, en su furor salvador, veló en un principio al hombre esta maravilla de su poder y de su bondad. Su palabra fué dura para Adán: "Comerás tu pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra de la cual fuiste sacado; pues eres polvo y en polvo te convertirás." (Gen., III, 19.) Ni una palabra, ni una sola alusión que dé al culpable la más leve esperanza respecto a esta porción de sí mismo destinada a la destrucción, a la vergüenza del sepulcro. Era preciso humillar al ingrato orgullo que había querido levantarse hasta Dios. Más tarde, el gran misterio quedó aclarado, aunque parcialmente; y muchos siglos antes, un hombre cuyo cuerpo, devorado por horrorosas úlceras, se caía a jirones, pudo ya decir: "Sé que mi redentor vive y que en el último día resucitaré de la tierra; que mis miembros serán de nuevo cubiertos de mi piel y que veré a Dios en mi carne. Esta esperanza reposa en mi corazón." (Job, XIX, 25-27.)
Mas, para realizarse el anhelo de Job, era necesario que el Redentor esperado se dejase velen la tierra, que viniese a enfrentarse con la muerte, a luchar cuerpo a cuerpo con ella, y finalmente a vencerla. Vino en el tiempo señalado, no para impedir que muriéramos: la sentencia era demasiado formal; sino para morir él mismo y quitar de este modo a la muerte todo lo que tenía de duro y humillante. Semejante a esos médicos bienhechores que ellos mismos se inoculan el virus del contagio, comenzó, según la enérgica expresión de San Pedro, por "absorber la muerte". (San Pedro, I, 3, 22.) Pero la alegría de este enemigo del hombre fué breve; porque resucitó para no morir y adquirió en ese día el mismo derecho para todos nosotros.
Desde este instante debemos considerar el sepulcro a nueva luz. La tierra nos recibirá, más para devolvernos, como devuelve a la espiga después de haber recibido el grano de trigo. En el día señalado, los elementos se verán obligados, por él poder que los sacó de la nada, a restituir los átomos que ellos no habían recibido más que en depósito, y al sonido de la trompeta del Arcángel, todo el género humano resucitará y proclamará la última victoria sobre la muerte. Para los justos esa será la Pascua; pero una Pascua que no será sino la continuación de la de hoy.
LA GLORIA DEL CIELO.— ¡Con qué inefable alegría nos volveremos a encontrar con este antiguo compañero de nuestra alma, esta parte esencial de nuestro ser humano, de quien habremos estado separados por tanto tiempo! Desde hace siglos, tal vez, nuestras almas estaban arrobadas en la visión de Dios; pero nuestra naturaleza de hombres no estaba representada por completo en suprema beatitud; nuestra felicidad, que debe ser también la felicidad del cuerpo no tenía su complemento; y en medio de aquella gloria, de aquella dicha, quedaba, sin borrar una mancha del castigo que afligió al género humano desde las primeras horas de su morada en la tierra. Para recompensar a los justos por su visión beatífica, Dios se ha dignado, no sólo esperar al instante en que sus cuerpos gloriosos sean reunidos con las almas que los animaron y los santificaron; sino que todo el cielo aspira a esta última fase del misterio de la Redención del hombre. Nuestro Rey, nuestro Jefe divino, que desde lo alto de su trono pronuncia con majestad estas palabras: "Estoy vivo y estuve muerto", quiere que las repitamos nosotros en la eternidad. María, que tres días después de su muerte volvió a tomar su carne inmaculada, desea ver a su alrededor, en su carne purificada por la prueba del sepulcro, a los innumerables hijos que la llaman Madre.
LA ALEGRÍA DE LOS ANGELES. — Los santos Angeles, cuyas filas deben reforzarse con los elegidos de la tierra, se alegran con la esperanza del magnífico espectáculo que ofrecerá la corte celestial cuando los cuerpos de los hombres glorificados esmalten con su brillo, como las flores del mundo natural, la región de los espíritus. Una de sus alegrías es la de contemplar, por adelantado, el cuerpo resplandeciente del divino Mediador, que en su humanidad es tanto Jefe suyo como nuestro; la de centrar sus miradas centelleantes sobre la incomparable belleza que irradian las facciones de María, que también es su Reina. ¡Qué festividad tan plena será para ellos el instante en que sus hermanos de la tierra, cuyas almas bienaventuradas gozan ya con ellos de la felicidad, se revistan con el manto de esta carne santificada que no impedirá las irradiaciones del espíritu, y pondrá a los habitantes del cielo en posesión de todas las grandezas y de todas las bellezas de la creación! En el momento en que Jesucristo, en el sepulcro, desatando todas las ligaduras que le retenían, se levantó resucitado con toda su fuerza y su esplendor, los Angeles que le asistían fueron presa de una muda admiración a la vista de aquel cuerpo que les era inferior por naturaleza, pero que con los esplendores de la gloria resplandecía más que los más radiantes espíritus celestes; ¡con qué aclamaciones fraternales acogerán a los miembros de este Jefe victorioso, cuando se revistan de nuevo de una librea para siempre gloriosa, ya que es la de un Dios!
RESPETO AL CUERPO. — El hombre sensual se siente indiferente a la gloria y a la felicidad del cuerpo en la eternidad; el dogma de la resurrección de la carne no le conmueve. Se obstina en no ver más que lo presente; y, en esta preocupación grosera, su cuerpo no es para él más que un juguete del que debe aprovecharse lo más posible, porque dura poco. El amor hacia esta pobre carne es irrespetuoso; he aquí por qué no teme enlodarla, esperando que llegue a su con sumación, sin haber recibido otro homenaje que una predilección egoísta e innoble.
LOS HONORES QUE LA IGLESIA TRIBUTA A NUESTRO CUERPO. — Por esto el hombre sensual reprocha a la Iglesia ser enemiga del cuerpo, a pesar de que esta no cesa de proclamar su dignidad y sus altos destinos. Es una insolente audacia e injuria. El cristianismo nos precave de los peligros que acechan al alma por parte del cuerpo; nos revela la peligrosa enfermedad que la carne contrajo con la mancha original, los medios que debemos emplear para "hacer servir a la justicia nuestros miembros, que podían entregarse a la iniquidad". (Rom., IV, 19); pero lejos de hacer que nos desprendamos del amor a nuestro cuerpo, nos le presenta como destinado a una gloria y a una felicidad eterna. Sobre nuestro lecho fúnebre la Iglesia le honra con el Sacramento de la Santa Unción, con el cual sella todos sus sentidos para la inmortalidad; preside la despedida que el alma dirige a este compañero de sus combates, hasta la futura y eterna reunión; quema respetuosamente el incienso junto a este despojo mortal consagrado el día en que el agua del bautismo fué derramada sobre él; y a los que sobreviven, les dirige con dulce autoridad estas palabras: "No estéis tristes como los que no tienen esperanza." (I Tes., IV, 12.) Así, pues, nuestra esperanza no debe ser otra que aquella que consolaba a Job: "Veré a Dios en mi propia carne."
FE EN LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE.— Así nuestra santa fe nos. revela el futuro de nuestro cuerpo, y estimula, elevándolo, el amor instintivo que el alma tiene para con esta porción esencial de nuestro ser. Ella conexiona indisolublemente el dogma de la Pascua con el de la resurrección de la carne; el Apóstol no encuentra dificultad en decirnos que, si Cristo no hubiese resucitado, nuestra fe sería vana; del mismo modo que, si no existiese la resurrección de la carne, la de Cristo habría sido inútil" (I Cor., XV); tan íntima es la unión entre estas dos verdades, que no forman por decirlo así más que una sola.
Por eso debemos ver un triste signo de decaimiento del verdadero sentimiento de la fe, en la especie de olvido en que parece haber caído, entre gran número de fieles, el dogma capital de la resurrección de la carne. Seguramente le creen, ya que el Símbolo se lo impone; sobre este punto no tiene ni sombra de duda, pero la esperanza de Job rara vez es el tema de sus pensamientos y de sus aspiraciones. Lo que les importa para sí mismos y para los demás es la suerte del alma después de esta vida; y ciertamente tienen mucha razón; pero el filósofo también predica la inmortalidad del alma y las recompensas para el justo en un mundo mejor. Dejadle, pues, repetir la lección que ha aprendido de vosotros y mostrad que sois cristianos; confesad valientemente la resurrección de la carne, como hizo Pablo en el Areópago. Se os dirá tal vez lo que se le dijo a él: "Te oiremos en otra oportunidad sobre ese tema" (Act., XVII, 32); pero ¿qué os importa? Habréis rendido homenaje a aquel que venció a la muerte, no solamente en sí misma, sino en vosotros; y vosotros sólo estáis en este mundo para dar testimonio de la verdad revelada por vuestras palabras y por vuestras obras.
EJEMPLO DE LA CRISTIANDAD PRIMITIVA. — Al recorrer las pinturas murales de las Catacumbas de Roma, nos admiramos de encontrar allí por doquier símbolos de la resurrección de los cuerpos; el Buen Pastor es el tema que se encuentra con más frecuencia en aquellos frescos de la Iglesia primitiva; ¡tanto preocupaba este dogma fundamental del cristianismo a los espíritus, en la época en que no podían presentarse al bautismo sin haber roto violentamente con el sensualismo! El martirio era la suerte, al menos probable, de todos los neófitos; y cuando llegaba la hora de confesar su fe, mientras que sus miembros eran triturados o dislocados en los tormentos, se les oía proclamar el dogma de la resurrección de la carne como la esperan za que sostenía su valor; dan fe de ello sus Actas. Muchos de entre nosotros necesitan aleccionarse con este ejemplo, para que sea íntegra su fe y se aleje cada vez más de la filosofía que pretende prescindir de Jesucristo, aunque plagie aquí y allá algunos fragmentos de sus divinas enseñanzas.
EL SENSUALISMO LLEVA AL NATURALISMO. — El alma vale más que el cuerpo; pero en el hombre, el cuerpo no es ni extraño ni una cosa redundante o superflua. Por los altos destinos que tiene, hemos de tratarle y cuidarle con sumo respeto; y, si en el estado presente nos vemos precisados a castigarle para que no se pierda, ni el alma con él, no será por desprecio, sino por amor. Los mártires y los santos penitentes amaron su cuerpo más que le aman quienes se entregan a los placeres; mortificándole para preservarle del mal, le salvaron; los otros, halagándole, le expusieron a la más triste suerte. Fijémonos bien: la trabazón del sensualismo con el naturalismo es manifiesta. El sensualismo falsea el fin del hombre para mejor pervertirle sin que sienta remordimiento; el naturalismo teme las luces de la fe; y precisamente sólo la fe es lo que hace al hombre comprender su destino y su fin. Esté alerta el cristiano, y si, en estos días no late su corazón de amor y esperanza con el pensamiento de lo que el Hijo de Dios ha hecho por nuestros cuerpos resucitando gloriosamente, persuádase de que es muy débil su fe. Si no quiere perderse, crea dócilmente en la palabra de Dios, pues solamente ella le hará conocer lo que es ahora y lo que está destinado a ser más tarde.
En Roma, la Estación es en la Basílica de los doce Apóstoles. Se convocaba a los neófitos el día de hoy en este santuario dedicado a los Testigos de la resurrección, y donde descansan dos de entre ellos, San Felipe y Santiago. La Misa está esmaltada de alusiones al papel sublime de estos esforzados heraldos del divino resucitado, que han dejado oír su voz hasta los confines de la tierra y cuyos ecos resuenan, sin debilitarse, a través de los siglos.
MISA
El cántico de entrada está sacado del libro de la Sabiduría, y celebra la elocuencia de los Apóstoles, mudos antes por el miedo y tímidos como niños. La Sabiduría eterna los ha transformado en hombres nuevos y toda la tierra ha conocido por ellos la victoria del Hombre- Dios.
INTROITO
Tu mano vencedora alabaron, Señor, todos a una, aleluya: porque la Sabiduría abrió la boca de los mudos, e hizo elocuentes las lenguas de los niños. Aleluya, aleluya. Salmo: Cantad al Señor un cántico nuevo: porque ha hecho maravillas. V. Gloria al Padre.
La Colecta nos presenta a todas las naciones reunidas en una sola por la predicación apostólica. Los neófitos han sido admitidos en esta unidad por su bautismo; la Santa Iglesia pide a Dios que los mantenga en ella por su gracia.
COLECTA
Oh Dios, que uniste la diversidad de las gentes en la confesión de tu nombre: da, a los renacidos en la fuente del Bautismo, una misma fe en las almas y una misma piedad en las obras. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
EPISTOLA
Lección de los Hechos de los Apóstoles (VIII, 26-40).
En aquellos días el Angel del Señor habló a Felipe diciendo: Levántate y vete hacia el mediodía, al camino que baja de Jerusalén a Gaza, el cual está desierto. Y, levantándose, se fué. Y he aquí que un eunuco etíope, ministro de Candace, reina de los Etíopes, y superintendente de todas sus riquezas, había ido a Jerusalén a adorar a Dios: y ahora volvía a su tierra, sentado en su carro, y leyendo al Profeta Isaías. Y dijo el Espíritu a Felipe: Acércate y arrímate a ese carro. Y. acercándose Felipe, le oyó leer al Profeta Isaías, y le dijo: ¿Entiendes, por ventura, lo que lees? El dijo: ¿Y cómo podré entenderlo, si alguien no me lo explicare? Y rogó a Felipe que subiera y se sentara con él. Y el lugar de la Escritura que leía, era éste: Fué llevado a la muerte como una oveja: y, como un cordero, mudo ante el que le trasquila, no abrió su boca. Después de su humillación ha sido libertado de la muerte, a que fué condenado. Su generación ¿quién podrá explicarla, puesto que su vida será quitada de la tierra? Y, preguntando el eunuco a Felipe, dijo: Ruégote: ¿de quién dice esto el profeta? ¿De sí, o de algún otro? Entonces Felipe, abriendo su boca, y comenzando desde esta Escritura, le evangelizó a Jesús. Y, yendo por el camino, llegaron a donde había agua: y dijo el eunuco: Aquí hay agua: ¿qué impide que yo sea bautizado? Y dijo Felipe: Si crees de todo corazón, se puede. Y, respondiendo él, dijo: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios. Y mandó parar el carro: y bajaron los dos, Felipe y el eunuco, al agua, y le bautizó. Y, habiendo subido del agua, él Espíritu arrebató a Felipe, y no le vió más el eunuco. Y siguió su camino gozoso. Felipe, en cambio, se encontró en Azoto, y, al pasar, anunció el nombre del Señor Jesucristo en todas las ciudades, hasta que llegó a Cesárea.
DOCILIDAD DEL ALMA A LA GRACIA. — Este pasaje de los Actos de los Apóstoles estaba destinado a recordar a los neófitos la sublimidad de la gracia que habían recibido en el bautismo y el estado en que habían sido regenerados. Dios los puso en el camino de la salvación, así como envió a Felipe al camino por donde el eunuco había de pasar. Les dió deseo de conocer la verdad, como había puesto en el corazón del oficial de la reina de Etiopía la feliz curiosidad que le condujo a oír hablar de Jesucristo. Pero todavía no se había realizado todo. Este pagano habría podido escuchar con desconfianza y sequedad de alma las explicaciones del enviado de Dios, y cerrar la puerta a la gracia que salía a su encuentro; al contrario, abría su corazón y la fe le llenaba. De igual modo, nuestros neófitos fueron dóciles, y la palabra de Dios los iluminó; subieron de claridad en claridad hasta que la Iglesia reconoció en ellos a verdaderos discípulos de la fe. Entonces llegaron los días de la Pascua y esta madre de las almas se dijo a sí misma: "He aquí el agua, el agua que purifica, el agua que sale del costado del Esposo, abierto por la lanza en la cruz; ¿quién me impide bautizarlos?" Y cuando ellos confesaron que Jesucristo es el Hijo de Dios, fueron sumergidos, como el Etíope, en la fuente de la salvación; ahora, a ejemplo suyo, van a continuar caminando, llenos de gozo, por el camino de la vida; porque han resucitado con Cristo, que se dignó asociar a las alegrías de su propio triunfo, las del nuevo nacimiento de ellos.
GRADUAL
Este es el día que hizo el Señor: gocémonos y alegrémonos en él. V. La piedra que reprobaron los constructores, se convirtió en cabeza angular: esto fué hecho por el Señor, y es maravilloso a nuestros ojos.
Aleluya, aleluya; V. Resucitó Cristo, que creó todas las cosas, y se compadeció del género humano.
A continuación se canta la Secuencia Victimae paschaliAQUÍ
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio según San Juan (XX, 11-18).
En aquel tiempo María estaba fuera, junto al sepulcro, llorando. Y, mientras lloraba, se inclinó, y miró el sepulcro: y vió dos Angeles, vestidos de blanco, sentados, uno a la derecha y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Y dijéronla: Mujer, ¿por qué lloras? Díjoles: Porque han llevado a mi Señor: y no sé dónde le han puesto. Y, después de decir esto, se volvió hacia atrás, y vió a Jesús, que estaba allí: y no sabía que era Jesús. Di jóle Jesús: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, creyendo que era el hortelano, di jóle: Señor, si le has quitado tú, dime dónde le has puesto: y yo le llevaré. Di jóle Jesús: ¡María! Vuelta, ella, díjole: ¡Rabbóni! (que significa Maestro). Di jola Jesús: No me toques, porque aún no he subido a mi Padre: pero vete a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre, y a vuestro Padre, a mi Dios, y a vuestro Dios. Fué María Magdalena anunciando a los discípulos: He visto al Señor, y me ha dicho esto.
EL APÓSTOL DE LOS APÓSTOLES. — Nos encontramos en la Basílica de los Apóstoles; y la Santa Iglesia, en lugar de hacernos oír hoy el relato de una de las apariciones del Salvador resucitado a sus Apóstoles, nos lee aquel en que se refiere el favor que Jesús hizo a María Magdalena, ¿Por qué esta aparente omisión del carácter y de la misión conferida a los embajadores de la nueva ley? La razón es fácil de comprender. Al honrar hoy en este Santuario la memoria de aquella que Jesucristo escogió para ser el apóstol de sus Apóstoles, la Iglesia acababa de mostrar en toda su verdad las circunstancias del día de la resurrección. Por la Magdalena y sus compañeras comenzó el apostolado del mayor de los misterios del Redentor; ellas, pues, tienen auténtico derecho de ser honradas hoy en esta Basílica dedicada a los santos Apóstoles.
EL SEÑOR Y LAS SANTAS MUJERES. — Dios, por ser omnipotente, se complace en manifestarse en lo más débil, del mismo modo que en su bondad se gloría de reconocer el amor de que es objeto; he aquí por qué el Redentor prodigó primero todas las pruebas de su resurrección y todos los tesoros de su ternura a la Magdalena y a sus compañeras. Se sintieron más débiles que los pastores de Belén: tuvieron, pues, la preferencia; los mismos apóstoles se sintieron más débiles que el menor de los poderes del mundo, que a ellos se había de someter; he aquí poiqué fueron ellos instruidos a su tiempo. Pero Magdalena y sus compañeras amaron a su Maestro hasta la cruz y hasta el sepulcro, mientras que los apóstoles le abandonaron: a las primeras y no a los segundos Jesús debía los primeros favores de su bondad.
¡Sublime espectáculo el de la Iglesia, en este instante en que surge sobre la fe de la Resurreceión que es su base! Después de María, la Madre de Dios, en quién la luz no tuvo nunca parpadeos, y a quien era debido como a Madre y por ser santísima, la primera manifestación, ¿a quiénes vemos iluminadas con la fe por la que vive y alienta la Iglesia? A Magdalena y sus compañeras. Durante muchas horas, Jesús se cumplugo en la contemplación de su obra, tan débil a la consideración humana, pero en realidad tan grande. Unos instantes más y este rebañito de almas escogidas va a asimilarse a los mismos Apóstoles; ¿qué digo? El mundo entero vendrá a ellas. Durante estos días la Iglesia canta en todo el mundo estas palabras: "¿Qué has visto en el sepulcro, María?, dínoslo." Y María Magdalena responde a la Santa Iglesia: "Vi la tumba de Cristo, que vivía; vi la gloria de Cristo resucitado."
LA MUJER QUE HA PECADO LA PRIMERA ES REHABILITADA PRIMERO. — Y no nos admiremos de que solas las mujeres formasen este primer grupo de creyentes alrededor del Hijo de Dios, verdadera Iglesia primitiva que brilla con los primeros destellos de la resurrección; porque aquí tenemos la continuación de la obra divina según el plan irrevocable cuyo principio ya hemos reconocido. Por la prevaricación de la mujer, la obra de Dios se desequilibró en sus comienzos; y en la mujer es donde primero será de nuevo restaurada. El día de la Anunciación nos inclinamos ante la nueva Eva, que reparaba con su obediencia la desobediencia de la primera; mas por temor de que Satanás se equivocase allí y no quisiese ver en María sino la exaltación de la persona y no la rehabilitación del sexo, Dios quiere que hoy los hechos declaren su voluntad suprema: "La mujer, nos dice San Ambrosio, había gustado la primera el brebaje de la muerte; ella será, pues, la que contemple la primera la resurrección. Al proclamar este misterio, ella reparará su falta'; y con razón es enviada para anunciar a los hombres la nueva de salvación, para manifestar la gracia que viene del Señor, aquella que en otro tiempo había anunciado el pecado al hombre"
Los demás Padres revelan con no menos elocuencia este plan divino que da a la mujer la primacía en la distribución de los dones de la gracia, y en esto nos hacen reconocer no solamente un acto del poder del Supremo Señor, sino también la legítima recompensa al amor que Jesús encontró en el corazón de estas humildes criaturas, y que no había encontrado en el de sus Apóstoles, a los que durante tres años había prodigado los más tiernos cuidados, y de los que tenía el derecho a esperar una valentía más varonil.
LA APARICIÓN A LA MAGDALENA. — En medio de sus compañeras, la Magdalena se levanta como una reina, cuya corte la forman las demás. Es la preferida de Jesús, aquella que más ama, aquella cuyo corazón fué más quebrantado por la dolorosa Pasión, aquella que insiste con más fuerza para recibir y embalsamar con sus lágrimas y sus perfumes el cuerpo de su maestro. ¡Qué delirio en sus palabras mientras le busca! ¡Qué exaltación de ternura, cuando le reconoció vivo y siempre amoroso para con ella! Con todo, Jesús se abstiene de manifestar una alegría demasiado terrena: "No me toques, la dice; pues no he subido todavía a mi Padre."
Jesús no tiene ya las condiciones de la vidamortal; en él la humanidad permanecerá siempre unida a la divinidad; pero su resurrección advierte al alma fiel que las relaciones que tendrá en adelante con él no son ya las mismas. En el primer período se acercaba a él como si se acercase a un hombre; su divinidad apenas si se traslucía; pero ahora es el Hijo de Dios, cuyo resplandor eterno se percibe, porque irradia aun a través de su humanidad. Es, pues, el corazón el que debe buscarle ahora más bien que los ojos; el afecto respetuoso más que la ternura sensible. Se dejó tocar de la Magdalena cuando ella era débil y él mismo mortal; es necesario que ahora ella aspire al mayor bien espiritual que es la vida del alma, a Jesús en el seno del Padre. Magdalena, en su primer estado hizo lo su ficiente para servir de modelo al alma que comienza a buscar a Jesús, pero ¿quién no ve que su amor necesita transformarse? Su ardor "la ciega; se obstina en "buscar entre los muertos al que está vivo". Ha llegado el momento en que debe elevarse a una vida superior, y buscar Analmente en espíritu aquello que es espíritu.
"No he subido todavía a mi Padre" dice el Salvador; como si dijese: "Prívate por el momento de estas muestras de cariño demasiado sensibles que te atarían a mi humanidad. Déjame antes subir a mi gloria; un dia tú también serás admitida allí cerca de mí; entonces te será dado prodigarme todas las muestras de tu amor, porque entonces no será ya posible que mi humanidad te robe la vista de mi naturaleza divina." Magdalena comprendió la lección de su Maestro tan amado; una transformación se opera en ella; y en seguida, sola con sus recuerdos, que se extienden de la primera palabra de Jesús que deshizo en llanto su corazón y la arrancó de los amores terrenos, hasta el favor con que la honra hoy al preferirla a los Apóstoles, suspirará cada día por el sumo bien, hasta que purificada por la espera, hecha émula de los ángeles que la visitan y consuelan en su destierro, suba finalmente para siempre a donde está Jesús y estreche con un abrazo eterno aquellos sagrados pies, en los que reconocerá las señales imborrables de sus primeros ósculos.
El Ofertorio recuerda la leche y la miel de la Tierra de Promisión, en que la predicación de los Apóstoles ha introducido a los neófitos. Pero el altar sobre el cual se prepara el festín del Salvador, les reserva una comida más dulce.
OFERTORIO
El día de vuestra solemnidad, dice el Señor, os introduciré en una tierra que mana leche y miel. Aleluya.
La Iglesia encomienda a Dios en la Secreta la ofrenda de sus nuevos hijos; este pan transformado por las palabras divinas llegará a ser para ellos el alimento fortificante que conduce al viajero hasta el puerto de la eternidad.
SECRETA
Suplicárnoste, Señor, aceptes propicio los dones de tus pueblos: para que, renovados con la confesión de tu nombre y con el Bautismo, consigan la sempiterna felicidad. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
En la Antífona de la Comunión se deja oír la voz del Colegio apostólico por medio de Pedro. Felicita con efusión paternal a este pueblo renacido por los favores de que ha sido objeto por parte del soberano autor de la luz, que se dignó hacer fecundas las tinieblas.
COMUNION
Pueblo de conquista, pregonad las maravillas, aleluya: de aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz. Aleluya.
En la Poscomunión se expresan los efectos de la Eucaristía. Este misterio sagrado confiere al hombre tocio bien, le sostiene en el viaje de esta vida y le pone ya desde ahora en posesión de su fin eterno.
POSCOMUNION
Escucha, Señor, nuestras preces: para que los sacrosantos Misterios de nuestra redención nos presten tu auxilio en la vida presente, y nos granjeen los gozos sempiternos. Por Jesucristo, nuestro Señor, Amén.

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